15: El niño y el espejo

15

El niño y el espejo

Zhafaris fue un tirano que se burlaba de las leyes y esquilmaba a sus parientes, hijos míos, y comenzaron a murmurar contra él y su autoridad. Los que más se quejaban eran los tres hijos de Shusayem, pero en verdad todos tenían miedo del padre.

Y he aquí que Argal Tronador dijo a sus hermanos: «He oído que en la lejana Xandos hay una montaña, y en esa montaña vive un pastor llamado Nushash, que es el hombre más fuerte que ha existido». Y era cierto, porque Nushash y sus hermanos eran los auténticos y primeros hijos de Zhafaris, aunque habían vivido largo tiempo escondidos.

Revelaciones de Nushash,

Libro I

El viento había deshilachado las nubes, y aunque los jirones que quedaban aún tapaban el sol por momentos, el cielo estaba seco. La gente del castillo salía al aire libre para disfrutar de un día sin lluvia.

Una docena de mujeres jóvenes apareció en el jardín de la residencia real. Matt Tinwright, que se había dedicado a sentir lástima de sí mismo y a buscar infructuosamente una palabra elegante que rimara con «incomprendido», se levantó y enderezó su jubón. Su ánimo mejoró, y no sólo porque podía mostrar sus piernas torneadas y su nueva barba a unas muchachas bonitas: con su vitalidad, ellas eran como una bandada de aves migratorias que anunciara la primavera cuando aún faltaban semanas para que terminara el invierno. Mientras se dispersaban por el jardín, secando los bancos para sentarse, o formando un círculo para jugar con una pelota de tela rellena de plumas, Tinwright casi podía creer que en Marca Sur todo volvería a la normalidad, a pesar de las pruebas en contra.

Se quitó el sombrero y se pasó los dedos por el pelo, preguntándose si sería más placentero participar en el juego o aguardar un rato, observando y sonriendo con aire amistoso pero levemente despectivo. Un instante después dejó de pensar en el juego.

Ella caminaba despacio, como una mujer mucho mayor, y con la joven criada al lado podría haber sido una tía viuda, sobre todo porque en este día, cuando todos usaban prendas coloridas, ella aún vestía de negro luto. Pero no había modo de confundir esa cara pálida y resuelta, esa barbilla elegante y afilada, esos largos dedos que aferraban un objeto religioso. Al menos hoy no llevaba el velo.

Lo que había sido suficiente para un juego de pelota y un contacto aparentemente casual con las jugadoras ya no servía para pasar una revista. Tinwright se alzó las medias, se quitó unas migajas del pecho (había estado comiendo pan con queso mientras meditaba sobre las injusticias de la vida) y echó a andar por el sendero mirando las plantas, como si estuviera tan cautivado por la dura belleza del jardín en invierno que ni siquiera reparaba en la llegada de varias jóvenes núbiles que mostraban generosamente el cuello y el busto. Zigzagueó como una hormiga entre los setos de boj, pisando sendas de gravilla que nadie había rastrillado desde finales del otoño, hasta llegar al banco donde el objeto de su búsqueda se hallaba con su criada.

Elan M’Cory estaba cosiendo algo estirado sobre una argolla de madera; no alzó los ojos cuando él se detuvo y aguardó un largo instante. Al fin, perdiendo el ánimo, él carraspeó.

—Lady Elan —dijo—. Os deseo buenas tardes.

Ella se dignó mirarlo, pero con ojos tan indiferentes que él se preguntó si no habría abordado a otra mujer, si Elan M’Cory no tendría una hermana ciega o idiota. De pronto ella adoptó una expresión más humana, y curvó los labios en algo parecido a una sonrisa.

—Ah, el poeta. Maese… Tinwright, ¿verdad?

¡Se acordaba de él! Casi oyó trompetas, como si hubieran convocado a los heraldos para celebrar su existencia, ahora inequívoca y confirmada.

—Así es, milady. Me honráis.

Ella miró su costura.

—¿Está disfrutando de la tarde, maese Tinwright?

—Muchísimo, gracias a vuestra presencia, milady.

Ella lo miró de nuevo, burlona y distante.

—Ah. ¿Porque soy una visión encantadora con mi ropa primaveral? ¿O será por esa nube de alegría que me rodea como un perfume xandiano?

Él se rió, pero sin convicción. Ella tenía agudeza. No sabía cómo tomarlo. En general no se llevaba bien con ese tipo de mujeres. Cuando recibía un cumplido, quería estar seguro de que lo entendía y de que era sincero. Pero se sentía atraído por ella, como esa mariposa nocturna enamorada de la llama que con frecuencia citaba en sus poemas. ¡Conque ésta era la sensación! Tinwright decidió que todos los poetas tendrían que experimentar las emociones sobre las que escribían. Era un modo muy novedoso de entender los tropos poéticos. Quizá cambiara por completo ese arte.

—¿Acaso lo he confundido? Usted iba a explicarme el sutil encanto que lo atrae hacia mí.

Se sobresaltó, avergonzado de su necedad. Se había quedado boquiabierto cuando le hacían una pregunta, aunque fuera irónica.

—Porque sois bella y triste, lady Elan —dijo, temiendo infringir los límites del decoro. Se encogió de hombros. Demasiado tarde: ya lo había dicho—. Ojalá pudiera hacer algo para que lo fuerais menos.

—¿Menos bella? —dijo ella, enarcando una ceja, pero bajo el tono burlón había algo doloroso, algo desnudo y desdichado.

—Milady tiene razón al señalar que me he puesto en ridículo con mis torpes palabras. —Hizo una reverencia—. Debería irme y dejaros con vuestra labor.

—Odio mi labor. Coso como un peón de granja. Soy más verdugo que cirujano cuando se trata de tareas manuales.

Él no sabía qué significaba eso, pero ella no le había dicho que se fuera. Trató de ocultar su alegría.

—Sin duda os subestimáis, milady.

Ella lo miró un largo instante.

—Usted me agrada cuando dice la verdad, Tinwright. ¿Puede hacer eso? De lo contrario, siga su camino.

¿Qué le pedía ella? Tragó saliva, tratando de ser discreto.

—Sólo la verdad entonces, milady.

—¿Lo promete?

—Por Zosim, mi patrón.

—Ah, el dios borracho… y también patrón de los delincuentes, tengo entendido. Buena elección, supongo, y muy apropiada para una conversación conmigo.

Ella se volvió hacia la criada, que escuchaba boquiabierta.

—Vete, Lida —dijo—. A jugar con las otras chicas.

—Pero, señora…

—No te preocupes. Estaré sentada aquí. Maese Tinwright me protegerá de todo peligro. Es sabido que los poetas no tienen miedo de nada. ¿No es verdad, maese Matthias?

Tinwright sonrió.

—Es sabido sólo por los poetas, y yo soy la excepción. Pero no creo que tu ama corra ningún peligro, niña.

A Lida, que tenía ocho o nueve años, no le gustó que la llamaran niña, pero se recogió las faldas y se levantó, una miniatura de la dignidad. Arruinó un poco el efecto al arrastrar los pies por el sendero.

—Es buena chica —dijo Elan—. Vino conmigo desde mi hogar.

—¿Desde Estío?

—No. Mi familia vive lejos de la ciudad. Nuestra finca se llama Saucedal.

—Ah. ¿Sois una muchacha del campo?

Ella lo miró con severidad.

—No coquetee conmigo, maese Tinwright. Iba a pedirle que se sentara. ¿Debo lamentar mi decisión?

Él agachó la cabeza.

—No quise ofender, lady Elan. Sólo era una pregunta. Me crié en la ciudad y con frecuencia me he preguntado qué se sentiría al respirar el aire del campo todos los días.

—¿De veras? Bien, a veces huele maravillosamente, y a veces es tan pestilente como los peores burdeles de la ciudad. Si no ha pasado mucho tiempo cerca de los cerdos, maese Tinwright, no se ha perdido gran cosa.

Él se rió. Aunque ella lo incomodara con su agudeza, decía cosas más interesantes que la mayoría de las mujeres que conocía. Y de los hombres, llegado el caso.

—Entendido, milady. Trataré de no exagerar las delicias de la vida rural.

—Con que se crió en la ciudad. ¿Dónde?

—Aquí. Bien, al otro lado de la bahía, para ser preciso. Fuera del castillo, en un lugar llamado Embarcadero. No es muy agradable.

—Ah. ¿Su familia era pobre, entonces?

Él titubeó. Quería decir que sí, ser digno de admiración. Ya que no podía hacerse pasar por noble, podía ser lo opuesto, alguien que se había elevado desde una miseria abyecta merced a su bravura e inteligencia.

—La verdad —le recordó ella, viendo que titubeaba.

—En Embarcadero la mayoría son pobres, sí, pero nosotros estábamos en mejor situación que muchos de ellos. Mi padre era tutor de los hijos de algunos mercaderes. Podríamos haber vivido mejor, pero mi padre… no era hábil con el dinero. —Pero era hábil para gastarlo en bebida, y demasiado sincero en sus opiniones, según pensaban algunos de sus empleadores, recordó Tinwright con cierta amargura, aunque hacía años que el viejo había muerto—. Pero siempre tuvimos comida en la mesa. Mi padre estudió en la Universidad de Marca Este. Me enseñó a amar las palabras.

No era la absoluta verdad, como había prometido. En realidad, Keam Tinwright le había enseñado a amar las palabras como recurso para sacar partido de las circunstancias.

—Ah, sí. Las palabras —dijo pensativamente Elan M’Cory—. Yo también creía en ellas. Ahora no.

Tinwright no estaba seguro de entenderla.

—¿A qué os referís?

—A nada. No me refiero a nada. —Ella meneó la cabeza. Su frágil máscara de buen humor se resquebrajó. Miró el bordado unos segundos—. Lo he entretenido demasiado. Usted debe continuar con su día y yo debo seguir arruinando mi costura.

Era una despedida, y él estaba demasiado complacido para insistir más de la cuenta.

—Disfruté de nuestra charla, milady —dijo con sinceridad—. ¿Puedo aspirar al placer de repetirla?

Los gritos de las chicas que jugaban a la pelota se elevaron y llenaron el largo silencio. Ella lo miró atentamente, y fue como si se hubiera refugiado detrás de una muralla y lo mirase desde las almenas.

—Quizá —dijo al fin—. Pero no exagere en su aspiración. Mi compañía no es digna de ello.

—Ahora sois vos quien no dice la verdad, milady.

Ella frunció el ceño, pero reflexionando, no disintiendo.

—Es posible que algunas tardes, si no llueve, me encuentre en este jardín, a esta hora del día.

Él se levantó e hizo una reverencia.

—Esperaré esas tardes con ansias.

Ella puso su sonrisa triste.

—Vaya a reunirse con los vivos, Matt Tinwright. Quizá nos encontremos, como usted dice. Quizá.

Él hizo otra reverencia y se alejó. Tuvo que recurrir a toda su voluntad para no mirar atrás de inmediato. Cuando lo hizo, el banco estaba vacío.

* * *

La duquesa Merolanna vaciló al pie de la escalera de la torre mientras la puerta se cerraba con un crujido.

—Ah, soy una tonta.

El crujido acabó en un estampido cuando la puerta terminó de cerrarse. La brisa hizo ondear la llama de las antorchas.

—¿A qué os referís, duquesa?

—He venido aquí sin un solo guardia. ¿Y si son asesinos?

—Pero deseabais conservar el secreto. No os preocupéis demasiado, duquesa. Estoy en buena forma, y puedo usar una de estas antorchas para defenderos, si es necesario. —Utta sacó una antorcha del soporte—. Ni siquiera un asesino querrá que le peguen en la cara con esto.

Merolanna rió.

—Me preocupaba por ti, buena hermana Utta, no por mí. No mereces sufrir ningún daño por culpa de estos extraños juegos a los que me presto. No me importa lo que me pase a mí. Soy vieja, y todos mis seres queridos han muerto, se han ido o están perdidos… —Sus labios temblaron en una mueca de dolor—. En fin, en fin. —La duquesa recobró el aliento y se enderezó, hinchando su generoso busto de tal modo que parecía un pequeño pero temible barco de guerra—. De nada nos sirve quedarnos aquí, susurrando como niñas asustadas. Ven, Utta. Tú tienes la antorcha. Precede la marcha.

Subieron por la sinuosa escalera. El primer piso estaba desocupado. La única habitación contenía varias mesas grandes con maquetas en yeso del castillo, algunas totalmente fieles y otras mostrando posibles mejoras, fruto del entusiasmo del rey Olin, ahora tan olvidadas como el cadáver polvoriento y momificado de un ratón que yacía en la entrada.

Merolanna miró el cuerpecito con disgusto.

—Alguien tendría que hacer algo. ¿De qué sirve tener gatos si no comen a los ratones en vez de dejarlos por ahí para que se pudran?

—Los gatos no siempre se comen a su presa, vuestra gracia —dijo Utta—. A veces sólo juegan con ella y luego la matan por diversión.

—Criaturas detestables. Nunca me gustaron los gatos. Prefiero un sabueso, siempre. Estúpido pero honrado. —Merolanna miró en torno por si alguien la escuchaba: un mero reflejo, porque estaban a solas. Aun así, siguió hablando en voz baja—. Por eso prefería a Gailon Tolly, pese a sus defectos, que a sus hermanos. Hendon es un gato. Se le nota la crueldad. La usa como un traje refinado, con orgullo.

Utta asintió mientras regresaban a la escalera, dejando atrás las maquetas cubiertas de telarañas. Pensaba que hasta a Zoria le costaría ser caritativa con Hendon Tolly.

Las puertas de los pisos segundo y tercero eran más pequeñas, y estaban cerradas con llave. Supuso que al menos la de arriba contenía parte de la famosa biblioteca de Olin. Esta torre siempre había sido el refugio personal del rey, y aunque hacía tiempo que él no estaba, le parecía irrespetuoso andar husmeando sin su permiso.

Pero estoy con Merolanna, la tía del rey, se recordó. Es permiso suficiente, ¿o no?

La puerta de la habitación que ocupaba todo el piso superior estaba abierta, aunque Utta estaba segura de que lo normal era que estuviera cerrada como las demás. No había ninguna iluminación, y desde el rellano de la escalera la antorcha apenas arrojaba luz. Cuando Utta avanzó, las sombras se curvaron y se estiraron. De pronto le faltó el aliento. Zoria, guárdame de peligros conocidos y desconocidos, rezó, del riesgo para el cuerpo y del riesgo para el alma.

—¿Duquesa?

Merolanna frunció el ceño como irritada consigo misma. Aún estaba en lo alto de la escalera.

—Ya voy.

Titubeó un instante más, y luego alcanzó a Utta. Entraron juntas, conteniendo el aliento. Utta alzó la antorcha.

Si la habitación llena de maquetas de yeso había parecido abarrotada, ésta daba otra sensación. Había libros apilados por doquier en el suelo, en torres inestables, en todas las superficies, muchos abiertos, cubriendo las dos largas mesas. Algunos volúmenes tenían el lomo arqueado, posados como aves torpes sobre la mesa o la pila, en posiciones que no debían haber cambiado desde la desaparición del rey. Muchos habían perdido páginas: pergaminos arrugados cubrían el suelo como hojas otoñales. Para Zoria, educada en los métodos ahorrativos de la hermandad zoriana, donde los libros eran un recurso precioso y caro y sólo se podían leer con permiso de la adelfa, la jefa del altar de la hermandad, este desperdicio era tan liberador como alarmante.

—¡Qué espantoso amontonamiento! —dijo Merolanna—. Y aquí hace un frío horrible. Estoy tiritando, Utta. ¿Puedes ver si hay leña para encender fuego?

—¡No encendáis fuegos, grandes damas! —gorjeó una voz diminuta—. ¡Os lo ruego, pues de lo contario achicharraréis a mi dulce señora!

Utta dio un brinco y soltó la antorcha, que afortunadamente aterrizó en uno de los pocos lugares donde no había papel. La recogió, agradeciendo no haber provocado un incendio.

—¿Qué fue…?

Merolanna había chillado al oír esas palabras misteriosas, y aferró el hombro de Utta con tal ferocidad que la hermana zoriana apenas pudo contener un grito.

—¡Fue aquí! ¡En esta habitación! —susurró la duquesa. Hizo la señal de los Tres—. ¿Quién habla? —preguntó con voz cascada y temblorosa—. ¿Eres un fantasma? ¿Un espíritu demoniaco?

—No, grandes damas, ningún fantasma. Me mostraré. —Esa voz débil y aguda podía haber pertenecido al fantasma del ratón muerto que estaba abajo. Poco después Utta vio un movimiento en la mesa. Una minúscula silueta con cuatro extremidades salió entre dos pilas de libros. Cuando se irguió, resultó ser un hombre de la altura de un dedo, y Utta casi volvió a soltar la antorcha.

—Misericordiosa hija de Perin —dijo—. Es un hombre pequeño.

—No un mero hombre —gorjeó el desconocido—, sino un explorador de canalones de los techeros. —Hizo una reverencia—. Salve, soy Escarabajel el arquero. Perdón por asustaros.

—¿Tú también ves esto? —dijo Merolanna, volviendo a estrujar a Utta hasta que la otra mujer se retorció—. Hermana Utta, ¿lo ves? No estoy loca, ¿verdad?

—Lo veo —dijo Utta. En ese momento no estaba segura de su propia cordura—. ¿Quién eres? —le preguntó al hombrecillo—. Mejor dicho, ¿qué eres?

—Dijo que era un techero —dijo Merolanna—. Eso es evidente.

—¿Un techero?

—¿No conoces las historias? Claro, tú eres de las islas Vutianas, ¿verdad? —Merolanna miró a Utta un momento, pero luego recordó de qué estaban hablando y se volvió hacia la asombrosa aparición—. ¿Qué deseas? ¿Tú eres el que puso esa carta en mi habitación?

Escarabajel se inclinó. Quizá estuviera un poco avergonzado, pero era tan pequeño que costaba asegurarlo.

—Fue mi gente, sí, y Escarabajel participó en ello, es verdad. Cogimos la carta y la devolvimos. Pero no me corresponde decir más. Debéis esperar.

—¿Esperar? —Merolanna rió temblorosamente. Utta temía que la duquesa se desmayara o echara a correr, pero Merolanna parecía dispuesta a demostrar que estaba hecha de buena madera—. ¿Esperar qué? ¿Que vengan los duendes a tocarnos una melodía? ¿Que el rey de las hadas nos conduzca a su tesoro? Por el santo Trígono, ¿todas las leyendas cobran vida?

—Tampoco me corresponde decirlo, distinguida dama. Pero aquí viene alguien que puede hablar. —Ladeó la cabeza—. Ah, la oigo.

Señaló el hogar, que no se había usado en mucho tiempo. Una fila de siluetas empezó a salir desde atrás de una pila de libros, hombres diminutos como Escarabajel, vestidos con una fantástica armadura hecha de cáscaras de nuez y esqueletos de roedores, portando espadas y lanzas igualmente diminutas. Esa tropa en miniatura marchó en silencio (aunque no sin echar unas miradas nerviosas a Utta y Merolanna) y se alineó frente al hogar. Una plataforma bajó lentamente del cañón de la chimenea, colgada de cordeles, con un chillido plumoso como el grito de un pichón. Cuando estuvo a poca distancia de la rejilla cubierta de cenizas, se detuvo, meciéndose suavemente. En el centro de la plataforma, en un bello trono construido con una piña dorada, había una mujer del tamaño de un dedo, con cabello rojo y una pequeña corona de alambre de oro. Miró a sus dos invitadas con calmo interés, y sonrió.

—Su sublime e inextricable majestad, la reina Murciélago del Campanario —anunció Escarabajel con fervor.

—Os debemos una explicación, duquesa Merolanna y hermana Utta —dijo la pequeña reina. Su voz era más audible que la del hombrecillo porque retumbaba en el hogar de piedra, como en un teatro o un templo—. Tenemos cierta información que creemos os resultará valiosa, y a la vez, os pedimos que nos ayudéis en los grandes sucesos que se avecinan.

—¿Ayudaros? —Merolanna meneó la cabeza. A la duquesa se le notaban sus años, pues estaba confundida y fatigada—. Por los dioses, juro que no entiendo nada de esto. Gente diminuta salida de un cuento antiguo. ¿Qué podríamos hacer para ayudaros? ¿Y qué información podéis damos?

—Ante todo, duquesa —dijo gentilmente la reina, como si hablara con una niña inquieta y no con una mujer que tenía muchas veces su tamaño—, creemos que os podemos decir qué pasó con vuestro hijo.

* * *

—¿Está usted seguro? —preguntó Ópalo—. Quizá aún esté demasiado cansado.

Sílex notó que su esposa se estaba echando atrás.

—De ninguna manera —protestó Chaven, y añadió, con cierto bochorno—: Estoy muy recobrado, aunque siento vergüenza porque anoche hablé más de la cuenta. Valoro aún más vuestra amistad, pues habéis tenido la amabilidad de soportarme en un mal momento.

—Pero ¿de veras podrá…? —Ópalo miró al médico, luego a su esposo, como pidiéndole que interviniera. Sílex se contentó con sonreír agriamente. Este asunto de los espejos había sido idea de ella, a fin de cuentas—. ¿De veras lo hará aquí, en nuestra casa?

Chaven sonrió.

—Señora Ópalo, no se trata de un experimento peligroso, sino de un modesto ejercicio de captromancia. Su hijo y su casa no sufrirán el menor daño.

Hijo. Sílex aún no sabía cómo lidiar con eso, pero no hizo comentarios. En los meses transcurridos desde que habían encontrado a Pedernal, el niño había crecido un palmo, y ahora era más alto que Sílex. ¿Cómo podía llamar «hijo» a alguien que no le pertenecía, cuyos padres podían estar vivos en las inmediaciones, y que en pocos años tendría el doble de su tamaño?

Ah, supongo que no cuenta la estatura sino el corazón, pensó. Miró al niño soñoliento, que aguardaba con desconfianza, ovillado en su manta en el rincón que había hecho suyo. Al menos dejó la cama. Últimamente Pedernal era como un pariente anciano. Se pasaba casi todo el día dormido, y apenas hablaba. Nunca había sido locuaz, pero desde que había despertado tras sus extrañas aventuras en los Misterios había perdido toda la energía.

—¿Qué necesita, doctor? —preguntó Sílex con curiosidad—. ¿Hierbas especiales? Ópalo podría ir al mercado.

—Tú podrías ir al mercado, viejo erizo —dijo ella, pero sin fuerza.

—No, no. —El médico agitó la mano. Parecía más repuesto después de su descanso, pero Sílex lo conocía y veía su agotamiento tras la fachada de normalidad. Chaven Makaros no era un hombre feliz, ni por asomo, y eso preocupaba aún más a Sílex—. No, sólo necesito el espejo de la señora Ópalo y una vela y… —Chaven frunció el ceño—. ¿Se puede oscurecer este lugar?

Sílex rió.

—¿Si se puede? No olvide que está viviendo en Cavernal. Normalmente andamos en medio de lo que para usted sería una profunda oscuridad, y lo que usted considera la luz común me hace doler la cabeza.

—¿De veras? —preguntó Chaven con asombro—. ¿Has estado sufriendo por mi culpa?

Sílex negó con la cabeza.

—Exagero un poco. Pero sí, claro que se puede oscurecer el lugar.

Mientras Sílex se subía a un taburete para regular el farol que ardía encima del fuego, Ópalo se fue de la habitación y regresó trayendo un plato con una vela y lo puso en la mesa junto a Chaven. El cambio de iluminación transformó la mañana en un crepúsculo turbador y atemporal, y Sílex recordó la penumbra de la ciudad de Marca Sur, el incesante goteo del agua, esas criaturas con armadura que salían de las sombras. Había menospreciado las aprensiones de Ópalo, pensando que ella sólo temía que ensuciaran sus suelos inmaculados, pero ahora comprendía que la inquietaba algo más profundo: con el acto de encender la vela, y el conocimiento de lo que iba a ocurrir, el día y la casa se habían transformado en algo muy diferente, casi escalofriante.

—Ahora bien —dijo Chaven—, necesitaré algo para apoyar este espejo… Ah, esa taza estará bien. Y quiero poner la vela aquí, para que se refleje sin estar frente al niño. El nombre es Pedernal, ¿sí? Pedernal, ven a sentarte a la mesa. En este banco, sí.

El niño rubio se levantó y se acercó, menos atemorizado que confundido. Lógico, pensó Sílex: era extraño que sus padres adoptivos lo pusieran en manos de un desconocido con gafas, un hombre que podía ser pequeño entre los suyos pero que aquí no cabía en ningún mueble. Sólo los Ancianos sabían qué pensaba hacerle.

—Está bien, hijo —dijo Sílex abruptamente. Pedernal lo miró, y se sentó.

—Ahora, niño, quiero que te ladees un poco para que no puedas ver nada salvo la vela. —El niño se inclinó a un costado, luego movió el resto del cuerpo siguiendo la indicación del médico. Chaven estaba detrás de él. El médico les dijo a Sílex y Ópalo—: Venid donde él no pueda veros. Poneos detrás de mí.

—¿Esto le dolerá? —preguntó Ópalo. El niño se sobresaltó.

—No, insisto, no. Ningún dolor, nada peligroso, sólo unas preguntas; un poco de conversación.

Una vez que Ópalo ocupó su lugar, aferrando la mano de Sílex con fuerza, Chaven habló en voz baja.

—Ahora, niño, mira al espejo. —Y pensar que horas antes ese médico impasible había gritado como un hombre atrapado en un alud—. ¿Ves la llama de la vela? La ves. Está delante de ti, la única cosa brillante. Mírala. No mires nada más, sólo la llama. ¿Ves cómo se mueve? ¿Ves cómo reluce? La oscuridad de ambos lados se está propagando, pero la luz es cada vez más brillante…

Sílex no veía la cara de Pedernal, pues el ángulo del espejo no lo permitía, pero notó que el niño empezaba a relajarse. Aflojó los hombros huesudos, que antes estaban encorvados como para afrontar un viento helado, y ladeó la cabeza hacia la vela del espejo, que Pedernal veía pero Sílex no.

Con su voz suave y seria, Chaven siguió hablando de la vela y la oscuridad hasta que Sílex sintió que él mismo caía en una especie de hechizo. Todo parecía flotar en una penumbra vacía: el charco de luz de la mesa, la vela, Pedernal y el espejo. El médico guardó silencio.

—Ahora —dijo tras una pausa—, emprenderemos un viaje juntos. No tengas miedo de lo que veas, porque yo estaré contigo. Nada de lo que ves puede verte a ti, ni causarte ningún daño. No tengas miedo.

Ópalo estrujó la mano de Sílex con tal fuerza que él apartó los dedos. Le apoyó la mano en el brazo para darle a entender que seguía allí, y también para aplacar todo impulso de volver a triturarle los dedos.

—De nuevo eres un chiquillo, un niño muy pequeño; un bebé, quizá en pañales, y apenas puedes caminar —dijo Chaven—. ¿Dónde estás? ¿Qué ves?

Hubo una larga pausa, y luego un sonido extraño: la voz de Pedernal, pero irreconocible, no la madurez insólita del niño casi salvaje que habían llevado a casa, ni la hosquedad que lo dominaba desde su viaje por los Misterios. Este Pedernal respondía perfectamente a la descripción de Chaven: un niño muy pequeño que apenas empezaba a caminar.

—Veo árboles. Veo a mamá.

Ópalo volvió a aferrar la mano de Sílex, y él no se animó a desalentarla, aunque le hacía daño.

—¿Y tu padre? ¿Está ahí?

—No tengo padre.

—Ah. ¿Y cómo te llamas?

Pedernal tardó en responder.

—Niño. Mamá me llama niño.

—¿Y sabes el nombre de ella?

—Mamá. Mami.

Hubo otra pausa de silencio mientras Chaven reflexionaba.

—Muy bien. Ahora eres un poco más grande. ¿Dónde vives?

—En mi casa. Cerca del bosque.

—¿Sabes el nombre de este bosque?

—No. Sólo que no debo ir allí.

—Y cuando otras personas le hablan a tu madre, ¿cómo la llaman?

—No la llaman. Nadie viene aquí. Salvo el hombre de la ciudad. Él viene con el dinero. Cuatro caracolas de plata cada vez. A ella le agrada que él venga.

Chaven miró a Sílex y Ópalo con una expresión que Sílex no pudo identificar.

—¿Y él cómo la llama?

—Señora, o comadre. Una vez la llamó nodriza…

Chaven suspiró.

—De acuerdo, pues. Ahora eres…

—Ella no se encuentra bien —dijo Pedernal con voz trémula—. Me dijo que no saliera, y no salgo. Pero ella está durmiendo, y las nubes vienen por el suelo.

—¡Está asustado! —dijo Ópalo. Sílex trató de silenciarla, preguntándose si era lo más acertado—. Suéltame, viejo… ¿No lo oyes? ¡Pedernal, Pedernal, estoy aquí!

—Le aseguro, señora Ópalo, que él no puede oírla —dijo Chaven con inusitada dureza—. Mi maestro Kaspar Dyelos me enseñó este procedimiento, y lo aprendí bien. La única voz que él oye es la mía.

—¡Pero está asustado!

—Entonces usted debe callarse y dejar que hable con él —dijo Chaven—. Niño, escúchame.

—¡Los árboles! —dijo Pedernal, elevando la voz—. Los árboles… se mueven… Tienen dedos. ¡Rodean la casa, y también nos rodean las nubes!

—Estás a salvo —dijo el médico—. Estás a salvo, niño. Nada de lo que ves puede lastimarte.

—No quiero salir. ¡Mamá dijo que no saliera! ¡Pero la puerta está abierta y las nubes están en la casa!

—Niño…

Las palabras desesperadas de Pedernal llegaban en borbotones, como si estuviera corriendo.

—No… los… No quiero… —Ahora se contoneaba sobre el banco, como un muñeco, moviendo la cabeza como si alguien le sacudiera los hombros—. ¡Todos los ojos me miran! ¿Dónde está mi mamá? ¿Dónde está el cielo? —Rompió a llorar—. ¿Dónde está mi casa?

—¡Detenga esto! —gritó Ópalo—. ¡Lo está lastimando con ese horrible hechizo!

—Le aseguro que él no corre peligro —dijo Chaven, agitado—, aunque recuerde cosas que lo asustaron…

Pedernal se quedó rígido.

—Ya no está en la piedra —susurró, con la garganta tensa como si alguien lo sofocara—. Ya no está sólo en la piedra… ¡Está… en… mí…! —El niño guardó silencio, rígido como un poste.

—Hemos terminado, niño —dijo Chaven al cabo de un momento de aturdido silencio—. Regresa a tu hogar. Regresa aquí, a la vela, y al espejo, regresa a Ópalo y Sílex…

Pedernal se levantó bruscamente, volcando el banco, que cayó sobre el pie de Chaven. El médico se puso a brincar, mascullando maldiciones, y luego se cayó.

—¡No! —gritó Pedernal, y su voz llenó la pequeña habitación, resonó en las paredes de piedra—. ¡El corazón de la reina! ¡El corazón de la reina! Es un agujero, y él se arrastra en su interior…

Y luego se desplomó como un títere al que le cortan los hilos.

* * *

—Sólo duerme —murmuró Chaven, en una tácita disculpa, pero Ópalo no se calmó, y su cara parecía piedra caliza desmigajada. Echó a Chaven y su esposo de la habitación y siguió mojando la frente del niño con un paño, como si la presencia de ambos atentara contra sus poderes curativos. O quizá, pensó Sílex, como si le fastidiara la presencia de ese par de inútiles.

—No sé qué sucedió —le dijo Chaven a Sílex cuando enderezaron el banco y se sentaron. Sílex sirvió mosto de musgo para ambos—. Nunca… —Frunció el ceño—. Le han hecho algo al niño. Detrás de la Línea de Sombra, quizá.

Sílex rió, pero su risa no era agradable.

—No necesitábamos la magia del espejo para saber eso.

—Sí, sí, pero aquí hay mucho más de lo que pensaba. Tú le has oído. No sólo cruzó la Línea de Sombra; se lo llevaron. Allí le hicieron algo raro. No tengo la menor duda.

Sílex pensó en el niño que había encontrado días atrás, tendido al pie del Hombre Radiante, en el centro de los Misterios caverneros, con el pequeño espejo entre los dedos. Y luego esa aterradora guerrera crepuscular le había arrebatado el espejo. ¿De qué se trataba? ¿Era ella la reina que el niño mencionaba? Había dicho algo sobre un agujero, y Sílex pensó que un corazón agujereado bien podía describirla.

—No entiendo —dijo Chaven—. No entiendo nada de ello. Pero necesito entender.

—De acuerdo. —Sílex se levantó, y sintió dolor en las rodillas—. Yo tengo preocupaciones más urgentes. Por ejemplo, adonde iremos y cómo encontraremos algo para comer sin que nadie repare en usted.

—¿De qué hablas? —preguntó Chaven.

—Hoy Ópalo no se limitará a dejarnos sin comida —le dijo Sílex—. Es bastante obvio que usted y yo gozaremos de mejor salud si no estamos aquí cuando ella salga.

—Ah —dijo el médico, y se apresuró a vaciar la taza—. Sí, entiendo a qué te refieres. Pongámonos en marcha.