13: Mensajes

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Mensajes

¿Por qué se ordenó que fuera así? ¿Por qué el entrelazamiento de la melodía de dos corazones provocó la destrucción de los Primigenios y del Pueblo? Las voces más antiguas no nos lo dicen. Cuando Torcido hablaba de ello, lo llamaba «el angostamiento del camino», y lo comparaba con la punta de un cuchillo, que corta donde es más afilado y no puede derramar sangre sin separar Aquello Que Podría Ser de Aquello Que Es.

Cien lucubraciones

del Libro de la Lamentación

Chaven parecía estar mejor con la taza de té de raíz azul caliente en las manos vendadas, pero aún temblaba como si tuviera fiebre.

—Disculpe, pero usted actuó como un loco cuando estábamos en su casa. ¿Qué está sucediendo?

—No, no. No puedo contártelo. Estoy avergonzado.

—Me lo debe —dijo Sílex—. Lo recibimos en nuestra casa, aunque es un fugitivo. Si los Tolly lo encuentran aquí, nos encerrarán a todos en la fortaleza de la gente alta. No pasará mucho tiempo sin que lo vea algún vecino. Ha sido casi imposible entrar y salir con usted de noche.

—Sílex, déjalo en paz —protestó Ópalo, aunque ella también parecía asustada: el médico y Sílex habían regresado con la agitación de dos hombres perseguidos por lobos—. No es culpa suya si se ha enemistado con esa gente horrible.

—Ah, pero es culpa mía haber confiado en quien no debía. —Chaven bebió un sorbo de té—. ¿Cómo lo habrá sabido Okros? Fue la única cosa que nunca le mostré. ¡Nunca se la mostré a nadie!

—¿Qué es esa cosa? —Sílex nunca había visto al médico así, temblando y sollozando como un niño, ni siquiera después de haber escapado de la muerte y de los horrores de los aposentos de la reina Anissa.

—No grites —ordenó Ópalo en voz baja—. Despertarás al niño.

Como si no tuviéramos ya suficientes problemas, pensó Sílex. Dos personas altas en mi casa, una de ellas adulta, y ambos medio locos. El solo darles de comer nos matará antes de que los guardias del castillo vengan a buscamos. Por no mencionar el irritante exceso de iluminación: debían mantener las lámparas encendidas a todas horas para no fatigar los débiles ojos de esa persona de la superficie.

—Nos debe usted una explicación —insistió Sílex—. Somos sus amigos… y no fuimos nosotros quienes lo traicionaron.

—Tienes razón, desde luego. —Chaven bebió otro sorbo de té y miró el suelo—. Habéis arriesgado la vida por mí. ¡Ah, soy un miserable, un miserable!

Sílex resopló. Se le agotaba la paciencia. Estaba a punto de levantarse y salir airadamente de la sala cuando Chaven alzó una de sus manos heridas.

—Calma, amigo —dijo—. Intentaré explicarlo, aunque creo que no me tendrás tanto aprecio cuando hayas oído mi historia. Claro que en tal caso sólo recibiría mi merecido…

Sílex se sentó, y miró a Ópalo. Ella se inclinó hacia delante y llenó la taza del médico.

—Hable, pues. —A pesar de su curiosidad, Sílex esperaba que no fuera una historia larga. Ya se había pasado media noche en vela y estaba tan cansado que le costaba mantener los ojos abiertos.

—Tengo… tenía… un… objeto. Un espejo. Oíste que Okros hablaba de captromancia; una palabra torpe que significa adivinación por medio de espejos. Es un arte, un arte con muchas profundidades y extraños giros, y una historia larga y misteriosa.

—¿Adivinación por medio de espejos? —preguntó Ópalo—. ¿Se refiere a leer la fortuna? —Llenó su propia taza y apoyó los codos en la mesa, escuchando atentamente.

—Más que eso, mucho más. —Chaven suspiró—. Hay un libro. Quizá no sepáis nada sobre él, pero en ciertos círculos es famoso. Se llama Libro de Ximander, pero los que lo han visto dicen que forma parte de una obra mayor, llamada Libro de la Lamentación, que fue escrito por los crepusculares, los qar, como se llaman a sí mismos. Ximander era un mantis, un sacerdote de Kupilas el Sanador en los antiguos tiempos del imperio hierosolano, y se dice que recibió esos escritos de un viajero sin hogar que murió en el templo.

Sílex se impacientó. Esos temas podían fascinar a Chaven, pero a él le costaba entender de qué hablaba.

—¿Sí? ¿Y este libro le enseñó a adivinar por medio de espejos?

—Nunca lo he visto; hace años que está perdido. Pero mi maestro, Kaspar Dyelos, había visto el libro o una copia cuando era joven, nunca me lo aclaró, y gran parte de lo que me enseñó se originaba en esas páginas de nefasta fama. El Libro de Ximander nos enseña que los dioses nos dieron tres grandes dones: el fuego, el shouma y la sabiduría de los espejos…

—¿Qué es el shouma?

—Una bebida. Algunos la llaman néctar de los dioses. Inspira visiones, pero también puede provocar la locura o la muerte. Durante siglos se usó en ceremonias especiales en los templos y palacios de Eion, para quienes deseaban estar más cerca de los dioses. Se dice que así como el vino embriaga a los mortales, el shouma embriaga a los dioses. Es tan potente que se ha dejado de usar, o bien los sacerdotes de nuestros tiempos mezclan apenas una pizca con su vino ceremonial, y algunos dicen que ya no es el auténtico shouma, que se ha perdido el conocimiento para fabricarlo. En los viejos tiempos, muchos sacerdotes jóvenes morían por éxtasis de shouma en su primera investidura… —Guardó silencio—. Perdonadme. Me he pasado la vida estudiando estas cosas y me olvido de que no todos están tan interesados como yo.

—Iba a hablar de espejos —le recordó Ópalo—. Eso fue lo que dijo. Espejos.

—Sí, claro. Y a pesar de mis aparentes divagaciones, ése es el tema que me obsesiona ahora. El último de los grandes dones de los dioses: la sabiduría de los espejos. La captromancia.

»No os quiero aburrir con detalles. Muchas tradiciones son meras fábulas, cuentos de hadas para ayudar al iniciado a recordar ritos complejos, o eso creo. Pero es indiscutible que con la formación y la preparación adecuadas los espejos se pueden usar no sólo para reflejar lo que tienen delante, sino para tener acceso a otros mundos. Como ventanas, ciertamente, y algunos dicen que como puertas.

Sílex sacudió la cabeza.

—¿Otros mundos? ¿Qué otros mundos?

—En los viejos tiempos —dijo el médico—, los hombres pensaban que los dioses vivían junto a ellos, en la tierra. Se decía que la cumbre del monte Xandos era la fortaleza de Perin, y que Kemios vivía en las cavernas del sur, aunque otras corrientes sostienen que vivía un poco más cerca, ¿verdad? —Miró a Sílex significativamente.

¿A qué se refiere? ¿Sabe algo sobre los Misterios? Sílex miró a Ópalo, pero ella observaba al médico con una inquietante actitud especulativa, como si en su mente bulleran nuevos y peligrosos pensamientos. ¿Por qué Ópalo, la persona menos imaginativa de Cavernal, la roca sobre la que Sílex había apoyado su vida entera, estaría tan interesada en los arcanos estudios de Chaven?

—En años posteriores —continuó Chaven—, cuando hombres valientes o sacrílegos escalaron el nublado Xandos sin encontrar rastros de la fortaleza de Perin, surgieron nuevas ideas. Un sabio de Hierosol llamado Phelsas comenzó a hablar de mundos múltiples, diciendo que los mundos de los dioses están separados del nuestro, pero conectados.

—¿Qué significa eso? —preguntó Sílex—. ¿Separados y conectados? No tiene sentido.

—No interrumpas, viejo —dijo Ópalo—. Si te dignas escuchar, él te lo explicará.

Chaven Makaros parecía avergonzado de ser causa de esa discordia. Aunque hacía varios días que vivía en la casa, aún no comprendía que así hablaban Sílex y Ópalo, sobre todo Ópalo, una especie de rudeza burlona que no ocultaba sus cálidos sentimientos. Al menos, no se los ocultaba a Sílex, aunque los extraños no los reconocieran.

—¿He hablado demasiado? —preguntó el médico—. Es tarde…

—No, no. —Sílex le indicó que continuara—. Ópalo sólo me recuerda que soy un idiota. Continúe… Estoy fascinado. Es la primera vez que se habla de estos temas en esta casa.

—Sé que es difícil de entender —dijo Chaven—. Pasé años estudiando esto con mi maestro y aún no lo domino del todo, y es sólo un modo posible de encarar el cosmos. La escuela de Phelsas dice que el error es considerar que nuestro mundo o el mundo de los dioses son cosas sólidas, grandes masas de tierra y piedra. En verdad, sugieren los phelsianos, los mundos, que son más de dos, se parecen más al agua.

—¡Eso no tiene sentido! —protestó Sílex, pero Ópalo lo silenció con la mirada—. Mis disculpas. Continúe, por favor.

—Eso no significa que el mundo esté hecho de agua —explicó Chaven—. Me explico. En las costas de mi país, Ulos, hay una corriente fría que circula por el agua; es tan fría que se siente con la mano, e incluso tiene un color un poco distinto del resto del mar Hesperiano. Esta corriente fría se origina en las tierras prohibidas al norte de Setia, baja al sur bordeando Perikal y la costa de Ulos, y regresa al mar, desapareciendo en las aguas de la costa oeste de Xand. ¿El agua viaja por un tubo de arcilla, como un canal hierosolano que lleva agua a la ciudad? No. Atraviesa otra agua, y es agua, pero conserva su frescor y color característicos.

»Así es la naturaleza de los mundos, según la escuela de Phelsas, el mundo de los dioses y otros. Se tocan, fluyen entre sí, pero conservan aquello que los distingue. Habitan casi el mismo lugar, pero no son lo mismo, y en general unos no se cruzan con otros. En general, ni siquiera uno percibe al otro.

Sílex sacudió la cabeza.

—Extraño. ¿Y cómo encajan los espejos?

Esta vez Ópalo no le reprochó la pregunta.

—Sí, doctor. Por favor. ¿Qué pasa con los espejos?

El huésped gesticuló incómodamente. Aun después de varios días, era extraño verle en la sala. Chaven no era demasiado grande para ser gente alta, pero en este lugar destacaba como una montaña.

—No hace falta que me llame doctor, señora Cuarzo Azul.

—¡Ópalo! Llámeme Ópalo.

—De acuerdo. Entonces yo seré Chaven. —Sonrió—. Muy bien. El Libro de Ximander nos dice que la sabiduría de los espejos es el tercer gran don porque permite que los hombres vislumbren esos otros mundos que viajan junto a nosotros como sombras. Así como un espejo común nos devuelve la imagen que tiene delante, se puede construir un espejo especial que muestre imágenes de… otros lugares. —Hizo una pausa, como midiendo las palabras que estaba a punto de decir.

—¿Tiene que ser un espejo especial? —preguntó Ópalo en medio del silencio.

—En la mayoría de los casos, sí. —Chaven la miró sorprendido—. ¿Ha oído hablar de esto?

—No, no. —Ópalo meneó la cabeza—. Continúe, por favor. No, espere. Iré a echar una ojeada al niño. —Se levantó y salió de la habitación, y Sílex y Chaven se quedaron bebiendo té. La raíz azul había ayudado un poco: Sílex ya no se sentía tan agotado.

Ópalo regresó y Chaven recobró el aliento.

—Como dije, no os quiero aburrir con muchos detalles, pues es un asunto complejo y controvertido. Uno tardaría años en aprender y comprender algunas de las desavenencias entre los phelsianos y la Orden Captrosofista de Tessis. Y hace siglos que la iglesia del Trígono considera que esta ciencia es blasfema. En épocas nefastas, hubo hombres que murieron en la hoguera por sus espejos. —Al decir esto, vaciló—. Quizá ahora sé por qué.

—¿Entonces qué le hizo su amigo… o ex amigo? —preguntó Sílex—. Usted dijo que le robó algo. ¿Era un espejo?

—Ah, entiendes adónde voy —dijo Chaven con gratitud—. Sí, era un espejo muy potente, antiquísimo. Creo que se fabricó en tiempos antiguos para ver otros mundos, incluso para hablar con ellos.

—¿Dónde lo consiguió usted?

Chaven adoptó una expresión extraña, mezcla de vergüenza y una especie de ansia furtiva, casi criminal.

—No lo sé. Ahí tienes, ya lo he dicho. No lo sé. He viajado mucho, y supongo que lo traje en uno de mis viajes, pero los dioses son testigos de que no lo sé con certeza.

—Pero si es un objeto tan poderoso… —dijo Sílex.

—¡Lo sé! No insistas. Te dije que estaba avergonzado. No sé cómo lo obtuve, pero lo tenía, y lo usé. Y… tendí la mano y… y toqué algo del otro lado.

Sílex sintió un cosquilleo en la nuca, no sólo por las palabras del médico, sino por su expresión torturada. Casi creyó detectar movimiento en la sala, como si las llamas de las dos lámparas bailaran y fluctuaran en un viento impalpable.

—¿Tocó algo…? —preguntó Ópalo, y su interés anterior pareció diluirse en miedo y repulsión.

—Sí, pero no sé qué era… qué es. Es… —Sacudió la cabeza, al borde de las lágrimas—. Hay cosas de las que no puedo hablar. Es algo indescriptiblemente hermoso y aterrador, y es sólo mío… ¡Mi descubrimiento! —exclamó con voz áspera, y pareció encerrarse en sí mismo, como si se dispusiera a atacar o escapar—. No podéis entender.

—¿Pero de qué le sirve ese objeto a Okros, o a Hendon Tolly? —Sílex pensaba que esa excavación se estaba alejando de la veta principal.

—No lo sé —suspiró Chaven—. Ni siquiera yo sé qué es. Pero lo desperté. Y tiene gran poder. Cada vez que lo tocaba sentía cosas que ningún hombre ha sentido jamás. —Soltó un jadeante sollozo—. ¡Lo desperté! ¡Y ahora dejé que Okros lo robara! ¡Y nunca podré tocarlo de nuevo!

El llanto empezó a inquietar a Sílex, pero Ópalo se levantó, se acercó al médico, le palmeó la mano y le acarició el hombro como si fuera un niño, aunque él tenía el doble de tamaño.

—Tranquilo. Ya verá que todo saldrá bien.

—No, no saldrá bien; no mientras… —Otro acceso de llanto lo dominó y no habló durante un largo rato. Para Silex la debilidad de ese hombre era dolorosa de presenciar.

—¿Desea algo…? ¿Un poco más de té? —preguntó Ópalo.

—No, no. Gracias. —Chaven trató de sonreír, pero se aflojó como una bandera en un día sin viento—. No hay cura para una vergüenza como la mía, ni siquiera su excelente té.

—¿Qué vergüenza? —protestó Ópalo—. Le robaron algo. ¡No es culpa de usted!

—Ah, pero el hecho de que signifique tanto para mí… eso sí es culpa mía. Se ha adueñado de mí, ha echado raíces en mí como el muérdago en un roble. No, nunca podría ser un árbol tan noble como el roble de Perin Padre del Cielo. —Rio entrecortadamente—. No importa. No se lo conté a nadie. Ese espejo era mi amante secreta, e iba a él inflamado de vergüenza y alegría. No se lo dije a nadie porque temía tener que abandonarlo. Ahora es demasiado tarde. Ya no está.

—Entonces será bueno para usted —dijo Sílex—. Si es una enfermedad, como usted dice, ahora puede curarse.

—¡No lo entiendes! —exclamó Chaven con ojos desorbitados y rostro pálido—. Aunque yo sobreviva a esa pérdida, es un objeto terrible y poderoso. No creerás que Hendon Tolly y ese traidor de Okros lo robaron sin motivo, ¿verdad? ¡Ellos quieren su poder! Y sólo los dioses saben qué harán con él. Más aún, sólo los dioses podrán ayudarnos. —Agachó la cabeza y se cruzó las manos vendadas sobre el pecho. Sílex comprendió que estaba rezando—. Omnisciente Kupilas, elévame en tus manos de bronce y marfil, protégeme de mi locura. Santo Trígono, generosos hermanos, velad por todos nosotros… —Su voz murió en un murmullo.

—Doctor… Chaven —dijo Ópalo—, ¿usted puede hacer cosas con cualquier espejo?

Sílex la miró atónito. ¿De qué hablaba? Chaven alzó la vista, con ojos desencajados pero más compuesto.

—Perdón. ¿A qué te refieres?

—¿Puede ayudar a Pedernal? ¿Ayudarlo a recobrar la cordura?

—Ópalo, ¿a qué viene esto? —Sílex se puso de pie, totalmente exhausto—. ¿No ves que el hombre se muere de sueño?

—Es verdad que ahora estoy agotado —dijo Chaven—, pero también es verdad que después de abusar de vuestra hospitalidad de tantos modos, hay cosas que podría explorar. Pero no tenemos espejo.

—Tenemos el mío. —Ópalo mostró el pequeño espejo de mano que sostenía en la palma. Las hermanas de Sílex se lo habían obsequiado como regalo de boda, y se lo entregó a Chaven, orgullosa y ansiosa como una chiquilla—. ¿Puede usarlo para ayudar a nuestro niño?

Él lo examinó y se lo devolvió.

—Cualquier espejo es útil para alguien que está preparado. Por la mañana veré qué se puede hacer. —Una luz extraña le asomó en los ojos—. Y quizá pueda aprender algo sobre lo que hace Okros. —Se pasó una mano por la cara—. Pero ahora estoy tan cansado…

—Acuéstese, pues —dijo Ópalo—. Duerma. Por la mañana podrá ayudarlo. —Rio entre dientes, y esto alarmó a Sílex tanto como el llanto de Chaven—. Es decir, podrá intentarlo.

El médico ya se había tumbado en su catre del rincón. Se estiró de bruces, y cayó en el sueño como en un precipicio. Sílex, abrumado, sólo pudo seguir a Ópalo a la oscuridad de la alcoba.

* * *

La hermana Utta acababa de encender la última vela y susurraba la plegaria de las Horas del Rechazo cuando reparó en la muchacha.

Casi perdió la ilación de lo que decía, pero se había pasado la vida practicando los ritos de Zoria, así que siguió articulando las palabras en silencio mientras observaba a la niña que aguardaba pacientemente en la entrada, protegida del frío.

«Así como tú no entregas tu virtud a ningún hombre, yo preservaré la mía para ti.»

¿Cuánto hace que esa niña está ahí?

«Así como tú no prestarías tu lengua a una falsa alabanza, sólo diré palabras aceptables para ti.»

«Así como tú entraste desnuda en la oscuridad para regresar a la casa de tu padre, yo emprenderé mi viaje sin temor, mientras te sea fiel.»

Ah, la conozco. Es la pequeña Eilis, la criada de la duquesa Merolanna. Está pálida. Falta mucho para el sol de primavera, si el tiempo se mantiene así.

«Y así como tú regresaste a la generosa casa de tu padre, también yo, con tu ayuda y compañía, llegaré al bendito reino de los dioses.»

Se besó la palma de la mano y miró las altas ventanas. El cielo encapotado enturbiaba la luz. El rostro de su misericordiosa patrona la miró desde lo alto, recordándole que la piedad de Zoria era infinita, pero la hermana Utta tenía la sensación de haberle fallado a la diosa.

¿Por qué la plegaria no me ha traído paz? ¿Es culpa mía, dulce Zoria, por haber traído un corazón atribulado a tu altar?

No hubo respuesta. En ciertos días de tristeza o confusión, Utta casi oía la voz de la diosa junto a las palpitaciones de su corazón, pero hoy la hija de Perin parecía distante, y hasta el vitral de la ventana carecía de su fulgor habitual, y las aves que rodeaban a la diosa virgen no volaban sino que revoloteaban, abatidas y angustiadas.

Utta aspiró, y se volvió hacia la niña envuelta en su gruesa capa de lana.

—¿Me esperas a mí?

La niña asintió tímidamente, como si la hubieran pillado en una travesura. Tras un titubeo, metió la mano en la capa y extrajo un sobre con el sello de la duquesa viuda. Utta lo tomó, notando con triste sorpresa que la niña apartaba la mano tras entregárselo, como si temiera contagiarse una enfermedad.

¿Qué es esto?, se preguntó Utta. ¿De nuevo soy objeto de rumores maliciosos? Suspiró en silencio.

—¿Ella desea una respuesta ahora o se la envío más tarde?

—Quiere que la leas y vengas conmigo.

Utta tuvo que reprimir otro suspiro. Tenía mucho que hacer. Ante todo, había que barrer el altar. Había que llenar el gran cuenco del techo del altar para que las aves se alimentaran, un ascenso de muchos escalones, y también debía escribir cartas. Una de las zorianas, la más vieja de la hermandad del castillo, estaba enferma y casi seguramente agonizando, y había parientes a los que debía informar, por si deseaban visitarla en los últimos días. Pero era imposible rechazar a la duquesa, y menos en un castillo tan trastornado por los cambios, pues el altar zoriano se había quedado sin protectores. Hendon Tolly no ocultaba su desprecio por Utta y las demás hermanas zorianas. Las llamaba «hormigas blancas» y opinaba que el altar ocupaba un lugar que sería mejor empleado como alojamiento de sus parientes y allegados. No, Utta necesitaba la buena voluntad de Merolanna: era una de las pocas aliadas con que contaba la hermandad.

Por otra parte, quizá la duquesa estuviera enferma. Utta se preocupó. A pesar de sus diferencias, le agradaba esa mujer, y últimamente había poca gente del castillo con quien tuviera algo en común.

—Iré, desde luego —le dijo a la niña. Abrió la carta y vio que no decía mucho más de lo que había sugerido la criada, salvo por una curiosa coda en la trémula letra de la duquesa: «Si tienes un par de gafas, tráelas».

Utta no tenía gafas, así que señaló la puerta y fue tras la niña, preguntándose por qué la duquesa le había pedido semejante cosa: Merolanna era una mujer culta y sabía leer y escribir a la perfección.

Mientras seguía a Eilis por los pasillos desiertos, Utta notó que el interior de la residencia parecía reflejar el estado del tiempo. La mitad de las antorchas estaban apagadas y los corredores se hallaban en penumbra. Hasta las voces que sonaban detrás de las puertas parecían sofocadas por una niebla espesa. Las pocas personas con las que se cruzó, en general sirvientes, eran pálidas y silenciosas como fantasmas.

¿Será un efecto de las hadas que están en la otra margen? Ha pasado un mes entero y no han hecho nada, pero cuesta no pensar en ellas todas las noches. ¿Es la desaparición de los mellizos? ¿O hay algo más (que la Hija Blanca nos proteja), algo más profundo, que ha vuelto este lugar tan frío y solitario como una costa desierta?

Cuando llegaron a los aposentos de la duquesa, Eilis dejó a Utta en medio de la sala del frente, rodeada por un grupo silencioso de damas y criadas, la mayoría cosiendo, mientras iba a llamar a la puerta de la habitación interior.

—Sor Utta ha venido, vuestra gracia.

—Ah. —La voz de Merolanna era débil pero firme. Utta se sintió un poco mejor. Si la duquesa viuda estaba enferma, no lo aparentaba—. Hazla entrar. Tú quédate fuera con las demás, niña.

Utta se sorprendió de encontrar a la duquesa totalmente vestida, peinada y maquillada, preparada como para una ceremonia de gala, pero sentada en el borde de la cama como una niña abatida. Merolanna tenía un papel en la mano, y lo agitó distraídamente, señalando una silla tan alta y tan ancha como para recibir a una mujer que usara un voluminoso vestido cortesano. Utta se sentó. Como sólo usaba su sencilla túnica, sobraba lugar en el asiento, así que se sentía como una habichuela rodando en un tazón.

—¿En qué puedo serviros, vuestra gracia?

Merolanna volvió a agitar el papel, esta vez como para ahuyentar a un insecto.

—Creo que me estoy volviendo loca, hermana. No loca, quizá, pero no sé si estoy del derecho o del revés.

—No os entiendo…

—¿Trajiste tus gafas?

—No uso esas cosas, vuestra gracia. Me las apaño bastante bien, aunque mis ojos no son los de antes…

—Yo no puedo leer sin las mías. Me las hizo Chaven, bellas lentes con una montura de alambre de oro. Pero las perdí, maldición, y él se ha ido. —Miró en torno con una mezcla de enfado y aflicción, como si Chaven hubiera desaparecido adrede, tan sólo para dejarla medio ciega.

—¿Queréis que os lea algo?

—Quiero que lo leas para ti… pero en voz baja. Ven a sentarte junto a mí. Yo ya la he descifrado, aun sin las gafas, pero quiero ver si lees las mismas palabras. —Merolanna palmeó la cama.

Utta no usaba perfume, no porque la hermandad no lo permitiera, sino por preferencia personal, y el olor dulzón y polvoriento de Merolanna le resultó desconcertante, y tan fuerte como para hacerla estornudar. Apoyó las manos en el regazo y trató de no respirar profundamente.

—¡Esto! —dijo Merolanna, volviendo a agitar el papel—. No sé si me estoy volviendo loca, como creo que ya dije. ¡Hace meses que el mundo está desquiciado! Parece que llega el fin de los tiempos.

—Sin duda los dioses nos protegerán, milady.

—Tal vez, pero hasta ahora no han ayudado mucho. Quizá estén durmiendo, o simplemente se han ido. —Merolanna lanzó una carcajada seca—. ¿Te escandalizan mis palabras?

—No, duquesa. Creo que no hay ninguna persona que nunca se enfade con los dioses, o que no sienta dudas en días como éstos. Todos hemos perdido a gente amada, especialmente vos, y hemos visto demasiadas cosas horrendas.

—Exacto. —Merolanna suspiró, como si hubiera esperado largo tiempo para oír esas palabras—. ¿Te parezco loca?

—En absoluto, milady.

—Entonces quizá haya alguna explicación para esto. —Le entregó el papel a Utta. Era una carta escrita en una letra cuidadosa y muy apretada, como si el papel fuera valioso y no se debiera desperdiciar.

Utta entornó los ojos.

—No tiene principio ni fin. ¿Hay más?

—Tiene que haberlo, pero esto es todo lo que tengo. Es la letra de Olin, el rey. Creo que debe ser la carta que recibió Kendrick poco antes de que lo asesinaran.

—¿Y vos queréis que la lea?

—Enseguida. Primero debes entender por qué… por qué dudo de mis sentidos. Esa página, esa sola página, apareció en mi habitación esta mañana.

—¿Queréis decir que alguien la dejó aquí? ¿La pasó por debajo de la puerta?

—No, no quiero decir eso. Quiero decir que… apareció. Mientras estaba sentada en la otra habitación con mis damas y Eilis, hablando de la ceremonia matinal en la capilla.

—¿Apareció cuando estabais en la ceremonia?

—¡No, mientras estaba en la otra habitación! Por los dioses, mujer, no subestimo tanto mis facultades mentales como para creerme loca porque alguien me envía una carta. Regresamos de la ceremonia. Estaba el nuevo sacerdote, ese sujeto de aire pendenciero. Como sabrás, los Tolly echaron a mi querido Timoid —dijo con amargura.

—Supe que se marchó del castillo —dijo Utta con cautela—. Lamenté que se fuera.

—Pero eso no importa en este momento. Como decía, regresamos de la ceremonia. Vine aquí para cambiarme. No había ninguna carta. Pensarás que soy una mujer tonta que no reparó en ella, pero juro por todos los dioses que no había ninguna carta. Fui a la sala, me senté con las demás y hablamos de la ceremonia y de lo que haríamos hoy. El fuego se apagó y vine a buscar un chal, y la carta estaba en medio de la cama.

—¿Y no había entrado nadie?

—Ninguna de nosotras se fue de la sala. ¡Ni una sola vez!

Utta meneó la cabeza.

—No sé qué decir. ¿La leo?

—Por favor. Me está reconcomiendo. Me pregunto por qué esa cosa apareció aquí.

Utta extendió el pergamino sobre el regazo y leyó en voz alta.

Los hombres de Puerta del Cuervo son indisciplinados. Parece que nuestras fuertes y antiguas murallas obran su hechizo no sólo sobre los enemigos, sino también sobre nuestros soldados. No sé si el joven capitán cuyo nombre no recuerdo heredó este problema de Murroy y no ha podido o no ha querido solucionarlo, o si tiene poca autoridad sobre los guardias, y eso debe cambiar. Te advierto que debemos estar alerta no sólo a los enemigos externos sino a los que están dentro de la ciudad, y eso significa mayor vigilancia.

También te imploro que le digas a Brone que considero que es preciso examinar las rocas que están bajo el cruce de las murallas viejas con las nuevas, frente a la Torre del Verano, y quizá convenga construir allí otro tipo de defensa, tal vez un muro con voladizo, y otro puesto de centinelas. Es el único sitio donde alguien podría trepar y obtener acceso a la fortaleza interior. Pensarás que estos temores son infundados, hijo mío, pero me temo que la larga paz terminará pronto. En Hierosol he oído rumores que me preocupan, sobre el autarca y otras cosas, y ya tenía miedo antes de iniciar este malhadado viaje.

Mientras hablo de la Torre del Verano, quiero contarte otra cosa, y esto va sólo para ti. Si les lees la carta a Briony y Barrick, no les leas esta parte.

Si llega el día en que sepas con certeza que he muerto, hay algo que debes ver. Está en la Torre del Verano, en el escritorio de mi biblioteca: un libro encuadernado en tela sencilla y oscura, sin nada escrito sobre la cubierta o la encuademación. Está cerrado con llave y la llave se encuentra en un orificio oculto en un costado del escritorio, bajo la cabeza esculpida del lobo de Eddon. Pero te suplico, incluso te ordeno, pues todavía soy tu padre y señor, que no la toques hasta que sepas con absoluta certeza que no regresaré.

Eso es todo en cuanto a ese asunto, o casi todo. Si debes mencionar el contenido de ese libro a otra persona, valiente hijo, no lo hables con tus hermanos, y no te fíes de nadie salvo Shaso, que es el único de mis consejeros que no tiene nada que ganar con la traición, y puede perderlo todo. Para él, la caída mía o de mis herederos significará el exilio, la pobreza y quizá la muerte, así que puedes tomarlo por confidente, pero sólo si no encuentras manera de sobrellevar a solas ese peso.

No insistiré sobre este tema aciago. Confío en que regresaré sano y salvo. Ludis quiere oro brillante en sus manos, o en todo caso una esposa viva, pero no un rey muerto. En las horas y días que restan hasta entonces, cerciórate de que el castillo esté seguro. Todavía hay muchos lugares que son vulnerables, y los métodos blandos de los tiempos de paz pronto llevan a un largo arrepentimiento. También dile a Brone que los túneles que están debajo del castillo no se han inspeccionado en cien años, mientras que los cavemeros han estado cavando como topos, y que en muchos sótanos de Marca Sur hay tantos agujeros que…

—Y allí termina —dijo Utta—. Aunque hay un extraño apéndice en el margen, de otro puño y letra.

—No pude descifrarlo. Léelo —pidió Merolanna.

La hermana zoriana entornó los ojos, tratando de entender. Era una escritura de aspecto arcaico, mucho más pequeña y torpe que la letra del rey, comprimida para caber en esos estrechos márgenes, pero la tinta parecía fresca y nueva.

Si deseáis saber más, hablaremos con vos. Tan sólo decid que sí, y os escucharemos de un modo u otro.

Utta miró a la duquesa, perpleja.

—No tengo idea de lo que significa.

—Yo tampoco. En absoluto. Pero si alguien está escuchando, lo diré. ¡Sí! —casi gritó la palabra—. Eso es. Ahora sí que estoy loca. Hablo con fantasmas. No será la primera vez en este maldito año.

Utta pasó por alto esas palabras y miró en torno buscando un sitio donde alguien pudiera ocultarse para espiarlas. La habitación no tenía ventanas, y como los aposentos de la duquesa se encontraban en el piso más alto, no había nada encima de ellas salvo el techo. ¿Alguien estaría escuchando allá arriba, agazapado junto a la chimenea? Pero sin duda oirían a alguien que se moviera arriba, o los guardias lo verían.

Las dos mujeres guardaron silencio un largo rato, esperando para ver qué efecto surtía la respuesta de Merolanna, pero al fin la duquesa se levantó de la cama temblando.

—Suceda lo que suceda, no puedo retenerte aquí todo el día, aunque es un consuelo verte, hermana Utta. No confío en muchos de los que me rodean, y en ninguno de los que han tomado partido por los Tolly, esos infames traidores.

—Por favor, milady, no habléis en voz tan alta, ni siquiera en vuestra propia habitación.

—¿Crees que me juzgarán y me ejecutarán? —Merolanna rió complacida—. Ah, pero primero los denunciaría, ¿verdad? ¡Diría lo que pienso y les haría arder las orejas! Ocultarse así detrás de un bebé, alegando que protegen el trono de Olin, cuando todos saben que se desvivían por adueñarse de él desde que murió su pobre hermano. —Agitó la mano con disgusto—. Suficiente. Te acompañaré hasta la puerta. Es hora de que salga de esta habitación, antes de que empiece a ver a los fantasmas con los que hablo.

Merolanna se despidió, y le ofreció a Eilis para que la acompañara, pero Utta se negó cortésmente. Quería caminar a solas y reflexionar sobre lo que había pasado.

No se había alejado demasiado cuando la puerta se abrió de nuevo y Merolanna la llamó con voz cascada.

—¡Utta! ¡Utta, ven aquí!

Cuando regresó a la habitación, dejó que Merolanna la guiara con mano trémula al dormitorio. Allí, en medio de la cama, había otro papel, esta vez un trozo de pergamino, pero con la misma letra oblicua y arcaica.

Venid a vemos mañana, una hora después del crepúsculo, en el último piso de la Torre del Verano.