11
Un pequeño esfuerzo
Onyena tuvo tres hijos: Zmeos la Serpiente Cornúpeta, Khors Señor de la Luna, y Zuriyal, que se llamó Despiadada. Y por largo tiempo nadie supo que los tres existían. Pero Sveros era un déspota, y sus hijos legítimos, Perin, Erivor y Kernios, se mancomunaron para destronarlo. Lucharon valerosamente contra él, lo derrocaron y lo devolvieron al Vacío de la Inexistencia.
El principio de las cosas,
Libro del Trígono
El cielo de Hierosol era brillante en ese templado día de invierno, y nubes blancas como nieve se apilaban en la distante cumbre del monte Sarissa y sus vecinos. Las mil velas del enorme puerto de Nektarios parecían un reflejo de esas nubes, como si la bahía fuera un gran espejo verde.
El bote del inspector soltó amarras para alejarse del barco mercante y los remeros llevaron al funcionario de vuelta a la capitanía del puerto, en el laberinto de edificios que se hallaban detrás de la muralla oriental, donde se realizaban todos los negocios legítimos de Nektarios (y también muchas transacciones más oscuras). El barco mercante, tras haberse sometido a la inspección —una inspección bastante somera, notó Daikonas Vo—, ahora era libre de avanzar hacia la dársena que le habían asignado.
Vo no valoraba mucho las defensas de la capitanía del puerto contra el contrabando, y sospechaba que la visita del lacayo no estaba destinada a una auténtica inspección sino a la recaudación ceremonial de sobornos, pero admiró las fortificaciones de la ciudad. La península oriental de Hierosol, que contenía la mayor parte de los atracaderos, era tan formidable como sugería su reputación. Las murallas tenían diez veces la altura de un hombre, y estaban salpicadas de troneras y erizadas de cañones. Al otro lado del estrecho de Kulloa se erguía el Dedo, una angosta franja de tierra con sus propias fortificaciones. Los planificadores modernos, al revisar las murallas en esta nueva era de la artillería, habían comprendido que si un ataque contundente arrasaba las defensas del Dedo, que eran más débiles, el corazón de Hierosol sería vulnerable a los cañones de la ciudadela. Así, habían emplazado piezas más pequeñas en los fuertes del oeste del istmo que estaban frente a la ciudad. El alcance de aquellos cañones llegaba hasta el medio del estrecho, a tiro de la artillería del este, pero no hasta la muralla oriental.
Vo respetaba esto a su manera fría, como respetaba la mayoría de las planificaciones cuidadosas. Si el autarca Sulepis se proponía conquistar Hierosol, la antigua rival de Xis, tenía un duro trabajo por delante.
Aun así, sería interesante, un problema digno del tiempo y los desvelos, aun sin la rica recompensa del botín, por no mencionar que el conquistador de Hierosol dominaría el vasto lago Strivothos, y el aún poderoso (y rico) reino de Sian, y el resto del interior de Eion. Quizá, reflexionó Vo, una vez que él hubiera llevado a cabo su proyecto, ascendería en el círculo de asesores del autarca. Sí, sería muy ameno dedicar tiempo y atención a la tarea de partir las murallas de Hierosol como una nuez, exponiendo la frágil carne humana a los afanes de los ejércitos del autarca, sobre todo los Sabuesos Blancos, los camaradas de Vo. Si llegaba ese día, los Sabuesos se cubrirían los hocicos de sangre. Vo no tenía en gran estima la inteligencia de sus camaradas perikaleses, pero sentía un profundo respeto por su hambre de combate. El nombre era apropiado: podían estar en la perrera durante años, pero cuando los soltaban, eran crueles como la naturaleza.
Al pensar en ello, casi pudo oler sangre en el aire salobre, y por un momento los graznidos de las gaviotas parecieron lamentos de mujeres que habían perdido a sus hombres. Daikonas Vo sintió un estremecimiento de anticipado deleite, como un niño al que llevan a la feria.
* * *
Con sus pertenencias en un bolso que llevaba echado al hombro, Vo se despidió del capitán del buque mientras bajaba por la plancha. El capitán, henchido con el orgullo de un hombre que iba a descargar una bodega llena, devolvió el saludo con gesto condescendiente.
El capitán era un imbécil que hablaba más de la cuenta, y Vo estaba agradecido por eso. Durante sus conversaciones en el viaje de ocho días de Xis a Hierosol, le había contado tantas cosas sobre su colega, el capitán Axamis Dorza, que le había ahorrado días de trabajo, sin preguntarse por qué ese sirviente menor del palacio (pues así se había presentado Daikonas Vo) hacía tantas preguntas. En circunstancias normales, a Vo le habría costado abstenerse de matar al capitán y arrojarlo por la borda. El hombre hablaba con la boca llena, se manchaba la barba y la ropa con trozos de comida, y tenía el fastidioso hábito de exclamar a cada momento: «¡Lo juro por las ardientes puertas de la casa de Nushash!». Pero Vo no quería complicar la misión. Tenía muy presente el recuerdo del primo del autarca escupiendo sangre y retorciéndose en el suelo.
Daikonas Vo no sabía si creer en los dioses o no. No le importaba mucho que existieran. Si existían, su participación en la vida humana era tan antojadiza que equivalía al puro azar. Sí creía en Daikonas Vo: sus propios placeres y aflicciones constituían la totalidad de su cosmos. No quería que ese cosmos tuviera un fin prematuro. No podía existir un mundo sin Daikonas Vo en el centro.
* * *
Poca gente lo miraba mientras caminaba por el ajetreado puerto, y los demás apenas reparaban en él, como si fuera invisible. En parte era a causa de su apariencia, que era similar a la de muchas personas con que se cruzaba, dada su ascendencia perikalesa. Además era de físico menudo, o daba esa impresión. No era ni alto ni bajo. En general, sin embargo, las miradas resbalaban sobre él porque Daikonas Vo así lo deseaba. Había aprendido a pasar inadvertido de pequeño, cuando su padre y luego los amigos de su madre recorrían la casa ebrios y furiosos, o su madre gritaba de rabia; el secreto consistía en volverse tan inmóvil e invisible que la tormenta pasaba de largo mientras él permanecía refugiado en la caleta de su silencio.
Los viandantes no lo miraban, pero Vo los miraba a ellos. Era espía por naturaleza, y sentía una despectiva curiosidad por esas criaturas que parecían pertenecer a otra especie, sujetos que exhibían sus emociones como si fueran ropa, rostros que reflejaban temor y furia y algo que había aprendido a reconocer como alegría, aunque no podía asociarla con sus propios placeres, más abstractos. Esas personas comunes eran como simios, y llevaban su vida íntima a la vista de todos, y los adultos eran tan descontrolados en sus balidos y muecas como los niños. En este sentido los hierosolanos no se diferenciaban mucho de la gente de Xis, que al menos tenía la sensatez de cubrir la desnudez de sus esposas e hijas de la coronilla a los pies, aunque no por el motivo por el cual Vo lo habría hecho. En Hierosol las mujeres se vestían como se les antojaba, algunas púdicamente, con túnicas holgadas, velos o pañuelos que les cubrían la cabeza y parte del rostro, pero otras eran tan desvergonzadas como los hombres, y mostraban el cuello, los hombros, las piernas y el rostro. Vo había visto mujeres desnudas, y muchas veces. Como los demás mercenarios perikaleses, había visitado a menudo los burdeles de las afueras de la Puerta de Lirio, aunque él lo hacía principalmente para no llamar la atención, pues Vo detestaba la atención aún más que el dolor. Había usado a las mujeres como ellas deseaban, pero había significado poco para él después de la primera vez, cuando la rareza de la experiencia tuvo algún valor en sí misma. Entendía que la cópula era un gran aliciente para los hombres, y quizá también para las mujeres, pero para él era como otro hábito de simio, diferente del comer y el defecar sólo porque no se podía practicar a solas, sino que requería compañía.
Se detuvo a observar los barcos que se mecían en las aguas de la bahía, atados al muelle como grandes vacas en un establo. El que tenía la proa esbelta como el hocico de un animal cazador debía ser el que buscaba. El nombre pintado en gráciles caracteres xixianos era desconocido, pero cualquiera podía cambiar un nombre. En cambio, no era fácil ocultar la forma de un barco tan rápido como el de Jeddin.
Daikonas Vo se aproximó a la plancha y estudió la cubierta casi desierta. Era posible que el capitán Dorza no estuviera ahí. En tal caso, haría algunas preguntas y encontrarían al capitán. Confiaba en obtener todo lo demás del propio Axamis Dorza. Era demasiada coincidencia que el capitán hubiera zarpado de Xis en el barco del deshonrado Jeddin la misma noche del arresto del capitán de Leopardos y la desaparición de la presa de Vo. El capitán Jeddin, a pesar de tormentos que habían impresionado aun a Vo, había negado toda relación con Qinnitan, pero su negativa era sospechosa: ¿por qué un hombre al que le arrancaban los dedos de las manos y los pies protegería a una muchacha que apenas conocía en vez de responder lo que querían oír los inquisidores? Según la vasta experiencia de Vo, la humanidad no se comportaba así en situaciones extremas.
Se echó el bolso al hombro y subió la plancha del barco que había sido el Lucero del Alba de Kirous, silbando una vieja canción de trabajo perikalesa que su padre cantaba mientras lo zurraba.
* * *
Como Dorza la había echado, Qinnitan había necesitado varios días y muchas averiguaciones para encontrar a esa mujer, la lavandera. En el ínterin, se había visto en una situación que nunca había imaginado en su vida, durmiendo en los callejones de Hierosol, comiendo sólo lo que Palomo podía birlar. Podría haber sido peor, pero el niño mudo era sumamente diestro para el robo. Por lo que Qinnitan entendió de su historia, en el palacio del autarca no lo alimentaban bien y él y los otros esclavos tenían que suplementar su magras raciones con el hurto.
La lavandería de la ciudadela era enorme. Antaño había sido el almacén de un mercader, pero ahora no albergaba madera de cedro y especias sino docenas de tinas de agua humeante. Una niebla permanente flotaba en el recinto. En cada tina trabajaban dos o tres mujeres, y veintenas de mujeres y muchachos llevaban cubos desde la gran olla que había en el centro de la sala, calentada continuamente por un fuego del sótano. Mientras Qinnitan miraba, una de las muchachas se salpicó con agua caliente y se desplomó en el suelo con un grito. Una mujer de edad mediana, muy corpulenta pero no gorda, fue a examinar a la muchacha escaldada, le dio un golpe en la cabeza y la hizo salir en compañía de otras dos lavanderas antes de ordenar a una tercera que cogiera el cubo que la muchacha lastimada no había dejado caer de milagro. La mujerona, con los brazos en jarras, miró al soldado herido que abandonaba el campo de batalla con la expresión de alguien que sabe que los dioses no tienen más ocupación que estorbarle la vida con molestias.
Qinnitan le indicó a Palomo que esperase junto a la puerta. La jefa de lavanderas la miró acercarse, poniendo mala cara ante esta obvia señal de que sufriría otra fastidiosa interrupción.
—¿Qué quieres? —rezongó en hierosolano.
Qinnitan hizo una pequeña inclinación, y no sólo por cortesía: de cerca, la mujer era asombrosamente grande y con su piel tostada parecía tallada en madera, una estatua o un buque de guerra o cualquier otra cosa digna de reverencia.
—¿Tú… Soryaza ser? —preguntó con su torpe hierosolano.
—En efecto, u soy una mujer ocupada. ¿Qué quieres?
—¿Tú… de Xis? ¿Hablar Xis?
—Por el amor de los dioses —bramó la mujer, y pasó al xixiano—. Sí, hablo el idioma, aunque hace años que no vivo en ese maldito lugar. ¿Qué quieres?
Qinnitan respiró aliviada, pues había superado un obstáculo.
—Lamento mucho molestarla, señora Soiyaza. Sé que es una persona importante, con todo este… —Señaló el mar de tinas.
Soiyaza no se dejó adular.
—¿Sí?
—Yo… he perdido a mis padres. —Qinnitan había preparado su historia cuidadosamente—. Cuando mi madre murió de fiebre el verano pasado, mi padre decidió traernos a mi hermano y a mí a Hierosol. Pero en el barco él también pilló una fiebre y lo cuidé varios meses hasta que falleció. —Agachó la vista—. No tengo adonde ir, y no tengo parientes que nos acepten a mi hermano y a mí, ni aquí ni en Xis.
Soryaza enarcó una ceja.
—¿Hermano? ¿Estás segura de que no es un amante? Dime la verdad, muchacha.
Qinnitan señaló a Palomo. El chico estaba junto a la puerta con los ojos bien abiertos, como dispuesto a huir ante el menor ruido.
—Allí está. No puede hablar, pero es buen muchacho.
—De acuerdo, digamos que es tu hermano. Pero, en nombre de los dioses, ¿qué tiene que ver esto conmigo? —Soryaza ya se enjugaba las manos en el voluminoso mandil, como alguien que ha concluido un asunto y se dispone a seguir con otra tarea.
Ésta era la parte arriesgada.
—Oí que fue usted hermana de la Colmena.
La lavandera enarcó ambas cejas.
—¿Ah, sí? ¿Y qué sabes tú de esas cosas?
—Yo fui una de ellas; una acolita. Pero cuando mi madre agonizaba, dejé la Colmena para ayudarla. Sin duda habrían vuelto a recibirme, pero mi padre quería que viniera a Hierosol, su hogar. —Dejó aflorar la tensión y el temor que había reprimido tanto tiempo. Le tembló la voz y los ojos se le llenaron de lágrimas—. Y ahora mi hermano y yo debemos dormir en los callejones del puerto, y los hombres… los hombres tratan de…
La cara parda de Soryaza se suavizó un poco, pero sólo un poco.
—¿Quién era la suma sacerdotisa cuando estabas allá? Dímelo, muchacha, y pronto.
—Rugan.
—Ah, sí. Recuerdo cuando era una mera sacerdotisa, pero tenía la cabeza bien puesta. —Asintió—. ¿Los sacerdotes aún entran en la Colmena todas las mañanas para recolectar la miel sagrada?
Qinnitan se sorprendió de esa pregunta extraña e ilógica. ¿Tanto habían cambiado las cosas desde que esa mujer había sido sacerdotisa? Entonces comprendió que la ponían a prueba.
—No, señora Soiyaza —dijo—. Los sacerdotes nunca entran… salvo algunos Favorecidos que cuidan el altar de Nushash. Ningún hombre verdadero entra. Y los sacerdotes sólo reciben la miel dos veces al año. —La cantidad que se enviaba en la ceremonia invernal era pequeña, y sólo se extraía una pizca de los frascos sellados para simbolizar la luz del magnífico y sagrado sol, que sobreviviría a los meses de frío y regresaría. En verano, la suma sacerdotisa y sus cuatro portadoras llevaban la carreta llena de frascos de miel sagrada al sumo sacerdote de Nushash durante la importante ceremonia de las reinas, en que se inauguraban colmenas nuevas y las colmenas agotadas eran sacrificadas en las llamas. El sumo sacerdote recibía la miel y se la entregaba al autarca, según se decía: Qinnitan y las demás acolitas nunca habían visto las ceremonias que se celebraban fuera de la Colmena, ni siquiera una tan importante como la entrega de la miel del dios.
—¿Y el oráculo?
—Mudri, señora. Habló conmigo una vez. —Pero eso era decir más de lo necesario. Afortunadamente, Soryaza no le prestó atención.
—Conque Mudri, ¿eh? Por las manos de Surigali, estaba ahí cuando yo era una muchacha, y ya era vieja.
—Dicen que ha sobrevivido a cuatro autarcas.
—Que los dioses la guarden y la bendigan. Un autarca fue suficiente para mí, y me han dicho que el nuevo es aún peor que el padre.
Qinnitan tembló ante esta blasfemia informal, tan entrenada estaba en las alabanzas protocolares de la Reclusión. Aun así, pensó, podría contarte cosas sobre este autarca que te helarían la sangre. Sintió un pequeño estremecimiento de orgullo al tiempo que los recuerdos le inspiraban miedo. Había sobrevivido. Ella, Qinnitan, había escapado. ¿Alguna otra esposa había abandonado alguna vez la Reclusión, salvo en un ataúd?
—De acuerdo, niña, te creo —dijo Soiyaza—. Te encontraré trabajo. Puedes dormir con las muchachas que viven aquí. Otras pasan la noche con su familia. ¡Pero te prometo que trabajarás! Más que nunca. La Colmena es un sueño paradisíaco comparada con las lavanderías de palacio.
—¿Qué hay de mi hermano?
Soiyaza miró al chico con mala cara. Él se enderezó en un intento de parecer útil, aunque desde esa distancia no tenía idea de lo que estaban diciendo.
—¿Es limpio? ¿Tiene costumbres decentes… o le han permitido estropearse como la mayoría de los chicos simples?
—No es simple, señora, sólo mudo. En verdad, es muy inteligente, y trabajará duro.
—Bien, ya veremos. Supongo que puedo encontrar algunas tareas para un niño capaz.
—Es usted muy amable, señora Soryaza. Muchas gracias. No le daremos ninguna causa para lamentarse…
—Ya lo estoy lamentando —dijo la lavandera—. Y lo lamentaré más si no dejas de parlotear. Habla con Yazi; es la de los brazos rojos. Ella también es sureña. Te indicará qué hacer. —Se dispuso a marcharse, y luego se volvió para estudiar a Qinnitan, una evaluación desconcertante y astuta—. Sé que hay algo que no me cuentas. Aunque por tu modo de hablar, noto que la parte de la Colmena es cierta. Ninguna muchacha pobre consigue un lugar allí, y ninguna muchacha pobre habla como tú. Tendrás que aprender a hablar el hierosolano, de todos modos; aquí no te servirá el xixiano, alguien te partirá la cabeza. En esta ciudad no le tienen gran simpatía al autarca.
—¡Lo haré, señora!
—¿Cómo te llamas?
Qinnitan se quedó boquiabierta. Con esa charla sobre la Colmena, se había olvidado por completo del nombre falso que había elegido. En un instante que para ella duró horas, su mente saltó de un nombre femenino a otro: sus hermanas Ashretan y Cheryazi, su amiga Duny, incluso Arimone, la esposa suprema del autarca. Al fin recordó a una muchacha que de veras se había ido de la Colmena, una acolita mayor a quien Qinnitan había envidiado y admirado.
—¡Nira! —dijo—. Nira. Mi nombre es Nira.
—Debes estar muy confundida, niña, si tardas tanto en recordar tu nombre. Ahora vete, y será mejor que no te pille papando moscas. Aquí todas trabajan.
—Gracias de nuevo, señora. Usted ha hecho…
Pero Soryaza ya le daba la espalda y cruzaba la humeante lavandería, dispuesta a afrontar la nueva broma que el destino burlón quisiera gastarle.
* * *
Axamis Dorza, intuyendo que algo andaba mal cuando nadie respondió a su saludo, atravesó la puerta con una delicadeza sorprendente en un hombre corpulento. El capitán parecía tener cierta idea de la pantomima que Vo le había preparado, pero aunque era un hombre lúcido al que no convenía subestimar, se sorprendió al ver la sangre en el suelo. A su vez, al ver los musculosos brazos de Dorza, Vo apartó el cuchillo de la garganta del muchacho: no quería apresurar las cosas. Si mataba al muchacho, perdería poder de negociación; si mataba al capitán Dorza antes de hacerlo hablar, habría perdido un día entero de meticuloso trabajo.
—¿Qué haces? —preguntó Axamis Dorza con voz ronca—. ¿Qué quieres?
—Sólo unas palabras. Una conversación amigable. —Vo volvió a apoyar la afilada punta del cuchillo en la temblorosa garganta del muchacho—. Vamos por partes. Si me dices lo que necesito saber, no dañaré al muchacho. ¿Tu hijo?
—Nikos… —Dorza gesticuló débilmente—. Déjalo ir. No puedes necesitar nada de él.
—Claro que sí. Quiero que esté a mi lado mientras respondes a mis preguntas.
El capitán miró a los costados para comprobar si había más intrusos en las habitaciones. Daikonas Vo casi podía oír los pensamientos del hombre: Un criminal tan seguro debe tener cómplices. Vo nunca trabajaba con cómplices, pero eso lo obligaba a ser cauto. Dorza era una cabeza más alto que él; si Vo lastimaba al muchacho, el capitán se le abalanzaría como un oso furibundo.
Vo también quería deshacerse del otro problema, cualquier cosa con tal de mantener tranquilo al hombre el mayor tiempo posible. En cualquier momento repararía en el cuerpo tumbado detrás de la puerta. Era mejor decírselo.
—Tengo malas noticias para ti, capitán Dorza. Tu esposa ha muerto. Me cogió por sorpresa. No sabía que ella estaba en la casa. Debo confesar que fue valiente. Trató de matarme con ese garrote… Cabilla, creo que la llaman los marineros. Así que tuve que matarla. Lo lamento. No deseaba hacerlo pero está hecho y… Ah, cuidado… Si te dejas dominar por la furia, el chico también morirá.
—¡Tedora! —Dorza miró frenéticamente alrededor, y al fin vio el cadáver ensangrentado—. ¡Maldito demonio! ¡Nushash te achicharrará, te enviaré al infierno! —Lo miró con ojos enrojecidos por las lágrimas—. ¡Los otros niños…!
—Están bajo la cama, a salvo. —Daikonas Vo pinchó suavemente la garganta del muchacho, arrancándole un chillido de miedo—. Ahora habla o él morirá también. Transportaste a una joven en tu barco. Algunos dicen que era la amante de Jeddin, capitán de la guardia. ¿Dónde está ahora?
—¡Te romperé…!
—¿Dónde está? —Vo estiró la barbilla del muchacho hacia atrás hasta que pareció que la piel de la garganta, cubierta con su primera barba, se rasgaría sin necesidad del cuchillo.
—¡No lo sé, maldición! ¡Se alojó con nosotros, pero la expulsé en cuanto supe quién era!
—Mentiroso. —Abrió un pequeño tajo y brotó una gota de sangre que se balanceó y cayó en el cuello de la camisa del muchacho.
—¡Es verdad! Ella acudió a mí con una nota de Jeddin, diciendo que debía traerla a Hierosol, donde él se reuniría con nosotros. ¡Yo no sabía que era la esposa del autarca!
—¿Y no sabías que Jeddin era un traidor? Para ser un capitán veterano, eres asombrosamente ignorante.
—No supe nada hasta que llegamos aquí. Ella me lo ocultó. Traía órdenes de que zarpáramos esa noche, la misma noche en que… en que Jeddin fue arrestado.
—Creo que no me gusta tu respuesta. Creo que le arrancaré un ojo al muchacho y luego probaremos de nuevo.
—¡Por los dioses, juro que he dicho todo lo que sé! La eché a la calle hace pocos días. ¡Sin duda ha de estar en la ciudad! ¡Puedes encontrarla!
—¿Conocía a alguien aquí?
—No lo creo. Por eso se quedó conmigo… Ella y el niño no tenían adonde ir.
—¿El niño? ¿Tenía un niño?
—No de ella, era demasiado mayor. Un niño mudo; su criado, me parece. —El capitán se pasó los gruesos dedos por la barba. Aunque era una noche fresca, su cara estaba perlada de sudor—. Eso es todo lo que sé. Aunque mates a mi hijo, no puedo decirte nada más. ¡Lo juro por la sangre de Nushash! ¡Por la cabeza del autarca!
—¿Juras por el monarca que traicionaste? Creo que no has elegido bien el juramento. —Daikonas Vo alzó el cuchillo, acercándolo al ojo del muchacho, pero el capitán sólo sollozó. Parecía que realmente no sabía nada más.
—Muy bien… —empezó Vo. Luego, con una fluidez aprendida con la larga práctica, arrojó el cuchillo a la garganta de Axamis Dorza. Un buen truco, pensó Vo, pero malo cuando yerras. El hombre se llevó las manos al cuello, sorprendido. Cayó de rodillas, gorgoteando—. Tenía que ser así —dijo Vo—. ¡Alégrate de que te haya dado una muerte rápida, capitán! No te habría gustado caer en las manos de los artesanos del autarca.
Chillando como un chiquillo, el muchacho empezó a forcejear, tratando de zafarse. Vo maldijo su descuido (había aflojado su abrazo al arrojar el cuchillo) pero pronto logró torcer el brazo del joven. Lo hizo girarse, le apoyó una bota en la espalda y le golpeó la cabeza contra la mesa, con tal fuerza que el mueble de roble se volcó. El muchacho estaba aturdido pero no muerto. Yacía en medio de la vajilla rota, llorando y con la cabeza ensangrentada.
Un instante después Vo fue derribado a su vez, y una cosa roja y sanguinolenta se le echó encima como un mastín furioso. Dorza no se había desangrado tan pronto como Vo había esperado, un error de juicio que ya estaba lamentando. Algo le pegó en la cabeza, aunque pudo amortiguar el impacto con el antebrazo, y luego esa cara sangrienta estuvo encima de la suya con ojos desencajados de furia. Vo rodó para ponerse de costado, se llevó la mano a la pierna y sacó otra daga de la bota. La hundió entre las costillas del capitán, que tembló y se puso rígido mientras Vo lo estrechaba en un abrazo tan íntimo como el de una amante, pero menos desagradable. Cuando el movimiento cesó, Vo apartó el cadáver y se levantó, preguntándose cómo se quitaría la sangre del chaquetón.
El muchacho aún estaba en el suelo, pero se había apoyado sobre las manos y las rodillas, meneando la cabeza como un perro viejo. La sangre le goteaba por el costado de la cara.
—Un día… —dijo—, un día te encontraré… y te mataré.
—Ah… Nikos, ¿verdad? —Vo limpió la daga en la camisa del capitán antes de guardarla en la bota, luego arrancó la otra de la garganta del muerto—. Lo dudo. No dejo enemigos a mis espaldas, así que ese día no llegará. —Avanzó unos pasos. Antes de que el muchacho pudiera alejarse, Daikonas le aferró el pelo rubio y lo degolló como un cerdo.
Sólo ahora, mientras el muchacho se retorcía en el charco de sangre, Vo oyó el sollozo sofocado de los niños bajo el colchón. Hacían lo posible para callarse, pero (comprensiblemente, dadas las circunstancias) no lo conseguían. Alzó la pesada mesa y la arrojó encima del catre, luego derramó aceite de un farol en el suelo y en las paredes. Tomó una vara humeante del horno y la arrojó por encima del hombro al salir por la puerta. Las llamas ya empezaban a lamer las paredes del interior de la casa cuando echó a andar, deprisa pero sin precipitación, por la empinada calle.
Así que hay un niño con ella, pensó. Un criado eunuco había desaparecido de la Reclusión aquella misma noche, pero esa fuga se había asociado con el traidor Luian, no con la muchacha que él buscaba: Vo, como todos los demás, suponía que el niño había aprovechado la confusión para fugarse, y ahora estaba disgustado consigo mismo por haber llegado a esa conclusión obvia pero infundada.
Bien, si el niño está con ella, serán mucho más fáciles de encontrar. El resplandor trémulo de una luz amarilla en los techos indicaba que colina arriba la casa del capitán estaba ardiendo bien. Lástima por los niños. No tenía nada contra ellos, pero no quería que nadie supiera qué le había preguntado al capitán.
Sí, quizá esto no fuera tan difícil, pensó con satisfacción. Hierosol estaba llena de mujeres jóvenes, pero ¿cuántas viajaban con un niño mudo? Rastrear esta presa sólo requería tiempo y trabajo, y Daikonas Vo nunca hacía ascos a un pequeño esfuerzo.