Al día siguiente, la cena en la cafetería era carne mechada, uno de los pocos platillos que no llegaban refritos y, quizá por esa razón, la carne mechada era el mayor fracaso de Maureen: una mezcolanza fibrosa y empapada en jugo de carne que no tenía cara de nada ni sabía mucho a carne. Aun cuando nunca me había subido en él, parece que Alaska tenía un coche y se ofreció a llevarnos al Coronel y a mí a McDonald’s, pero el Coronel no tenía dinero y yo tampoco tenía mucho, por eso de mantenerle su extravagante hábito de fumar.
Así que, en vez de eso, el Coronel y yo recalentamos dos bufritos que tenían dos días. A diferencia de, por ejemplo, las papas fritas, un bufrito calentado en el microondas no pierde nada de su sabor ni de su crujido que satisface. Después de cenar, el Coronel insistió en asistir al primer juego de basquetbol de la temporada.
—¿Basquetbol en otoño? —le pregunté al Coronel—. Yo no sé mucho de deportes, ¿pero qué en otoño no se juega futbol americano?
—Las escuelas de nuestra liga son demasiado pequeñas para tener equipos de futbol americano, así que jugamos a basquetbol en otoño. Aunque, hombre, el equipo de futbol americano de Culver Creek sería una belleza. Tu flacucho trasero probablemente sería el delantero. De cualquier manera, los juegos de basquetbol son fantásticos.
Yo detestaba los deportes. Detestaba los deportes y detestaba a las personas que los jugaban y detestaba a las personas que los veían y detestaba a las personas que no detestaban a las personas que los veían o los jugaban. En tercer año, el último cuando uno puede jugar en el tipo de béisbol denominado T-ball, mi mamá quería que yo hiciera amigos, así que me obligó a unirme a los Piratas de Orlando. Claro que hice amigos: un montón de niños de kínder, lo que no hizo mucho por subir mis bonos sociales con mis compañeros. Sobre todo, debido al hecho de que era altísimo comparado con el resto de los jugadores, casi entro al equipo de estrellas de T-ball ese año. El niño que me ganó ese lugar, Clay Wurtzel, tenía sólo un brazo. Yo era un niño de tercer año extrañamente alto, con dos brazos, y me ganó un niño de kínder. Clay Wurtzel. Y tampoco era cosa de decir: «Ay pobre niño que sólo tiene un brazo». No. Clay Wurtzel podía pegarle a la pelota de un jalón, mientras yo a veces hacía un strike aun con la pelota colocada sobre el tee. Una de las cosas que más me atraían de Culver Creek era que, como mi papá me aseguró, uno no tenía que llevar educación física.
—Sólo una vez hago a un lado mi odio apasionado por los Guerreros Semaneros y su fastidio del country-club —me dijo el Coronel—: Cuando encienden el aire acondicionado en el gimnasio para un pequeño juego de basquetbol de Culver Creek a la antigüita. No te puedes perder el primer juego del año.
Conforme caminábamos hacia el hangar de aeroplanos que parecía el gimnasio, el cual había visto pero al cual nunca se me ocurrió siquiera acercarme, el Coronel me explicó lo más importante acerca de nuestro equipo de basquetbol: no era muy bueno. La «estrella» del equipo, explicó, era un alumno del último año, Hank Waltsen, que jugaba la posición de alero a pesar de medir 1.70. La razón principal de la fama de Hank en los terrenos de la escuela era que siempre tenía yerba, y durante cuatro años había iniciado todos los juegos sin estar sobrio una sola vez.
—Le gusta tanto la yerba como a Alaska le gusta el sexo —comparó el Coronel—. Es un hombre que una vez construyó una pipa de agua para fumar utilizando únicamente el cañón de un rifle de aire, una pera madura y una fotografía brillante de 20 x 25 cm de Anna Kournikova. No es el más brillante de todos, pero hay que admirar su dedicación enfocada al consumo de drogas.
Después de Hank, me siguió explicando el Coronel, las cosas se iban para abajo hasta Wilson Carbod, el centro, de casi 1.80 de alto.
—Somos tan malos —dijo el Coronel— que ni siquiera tenemos mascota. Nos llaman los Nadas de Culver Creek.
—¿Así que sólo dan lástima? —pregunté. No entendía bien de qué servía ver cómo un equipo tan malo se llevaba una golpiza, pero el aire acondicionado fue suficiente razón para mí.
—Sí, dan lástima —contestó el Coronel—, pero siempre le partimos la madre a los de la escuela para sordos y ciegos. En apariencia, el basquetbol no es una gran prioridad de la Escuela de Alabama para Sordos y Ciegos, así que solemos terminar la temporada con una sola victoria.
Cuando llegamos, el gimnasio estaba atestado de casi todos los alumnos de Culver Creek. Observé, por ejemplo, que las tres darquetas del Creek se delineaban los ojos ya sentadas en la fila más alta de las gradas del gimnasio. Nunca había asistido en casa a un juego escolar de basquetbol, pero dudaba que las multitudes incluyeran a tantos grupos. Aun así, me sorprendió que el mismísimo Kevin Richman se sentara en la grada que quedaba directo frente a la mía, mientras el equipo de porristas de la escuela contrincante (cuyos desafortunados colores escolares eran café lodoso y amarillo pipí deshidratada) intentaba encender los ánimos de la pequeña sección de visitantes perdida entre la multitud. Kevin se dio la vuelta y miró fijamente al Coronel.
Como la mayoría de los demás Guerreros varones, Kevin se vestía muy fresa, como un abogado que disfruta el golf a la espera de que la vida lo voltee a ver. Su cabello, cual mechudo rubio, corto a los lados y puntiagudo arriba, siempre estaba empapado con tanto gel que se veía todo mojado. Yo no lo odiaba tanto como el Coronel, claro está, porque el Coronel lo odiaba por principio y el odio por principio es infinitamente más fuerte que el odio de «¡Vaya, quisiera que no me hubieran momificado y lanzado al lago!». Aun así, intenté mirarlo de manera intimidatoria conforme él miraba al Coronel, pero era difícil olvidar que este tipo había visto mi flaco trasero con nada encima excepto el calzón bóxer un par de semanas antes.
—Tú delataste a Paul y a Marya. Te la devolvimos. ¿Tregua? —preguntó Kevin.
—Yo no los delaté. El Gordo aquí presente sin duda no los delató, pero tú lo incluiste en tu diversión. ¿Tregua? Mmm. Déjame averiguar rápido la opinión de todos —las porristas se sentaron, deteniendo sus pompones cerca del pecho, como si estuvieran rezando—. Oye, Gordo —consultó el Coronel—, ¿qué opinas de una tregua?
—Me recuerda cuando los alemanes exigieron que Estados Unidos se entregara en la Batalla del Bulge —opiné—. Creo que respondería a este ofrecimiento con lo que respondió el general McAuliffe en esa ocasión: ni locos.
—¿Por qué querrías matar a este tipo, Kevin? Es un genio. Ni locos aceptamos tu tregua.
—Anda, bróder. Yo sé que tú los delataste y nosotros teníamos que defender a nuestro amigo… ahora ya terminó. Terminémoslo —parecía muy sincero, quizá debido a la reputación del Coronel para las travesuras.
—Te propongo un trato: tú eliges a un presidente norteamericano muerto; si el Gordo no se sabe las últimas palabras de ese tipo, hay tregua; si sí se las sabe, lamentarás el resto de tu vida haberte orinado en mis zapatos.
—Eso suena ridículo.
—Está bien, no hay tregua —le espetó el Coronel.
—Bien. Millard Fillmore —dijo Kevin.
El Coronel me vio apesadumbrado, preguntando con la mirada: «¿Ese tipo fue presidente?». Yo sólo sonreí.
—Cuando Fillmore iba a morir, estaba superhambriento. Pero su médico estaba intentando matar de hambre a su fiebre o algo así. Fillmore no se callaba, insistía en que tenía hambre, así que por fin el doctor le dio una cucharadita de sopa. Sarcástico, Fillmore dijo: «El alimento es apetitoso» y luego murió. No hay tregua.
Kevin miró hacia arriba, se alejó y se me ocurrió que podría haberle inventado cualesquiera últimas palabras a Millard Fillmore y Kevin me habría creído de todas maneras, si hubiera utilizado ese mismo tono de voz, ahora que sentía cómo se me pegaba la confianza del Coronel.
—¡Es el primer momento en que has sido un ojete! —rió el Coronel—. Es cierto que te di un blanco fácil. Pero de todas maneras, bien hecho.
Para desgracia de los Nadas de Culver Creek, no estábamos jugando contra la Escuela de Sordos y Ciegos, sino contra alguna escuela cristiana del centro de Birmingham, un equipo integrado con gigantescos y enormes gorilas de barbas gruesas y fuerte aversión a poner la otra mejilla.
Al final del primer tiempo: 20-4.
Entonces empezó la diversión. El Coronel llevaba la batuta de toda la animación.
—¡Pan de maíz! —gritó.
—¡Pollo! —respondió la multitud.
—¡Arroz!
—¡Chícharos!
Y luego, todos juntos:
—¡Nosotros tenemos mejores pruebas de aptitud escolar!
—¡Hip, hip, hip, hurra! —gritó el Coronel.
—¡Ustedes trabajarán para nosotros algún día!
Las porristas del equipo opuesto intentaban responder con: «¡El techo, el techo, el techo se está incendiando! ¡El infierno está en tu futuro, si te la pasas deseando!», pero siempre lo hacíamos un poco mejor que ellos.
—¡Compras!
—¡Vendes!
—¡Cambias!
—¡Trocas!
—¡Ustedes serán más grandes, pero nosotros somos más rocas!
Cuando los visitantes lanzan un pase libre en la mayoría de las canchas de Estados Unidos, los aficionados hacen mucho ruido, gritan y golpean con los pies. No funciona, porque los jugadores aprenden a no oír el ruido. En Culver Creek, teníamos una estrategia mucho mejor. Al principio, todos gritaban como en un juego normal. Pero luego todos decían: «¡Shhh!» y se hacía un silencio absoluto. Justo cuando el odiado oponente dejaba de driblar con la pelota y se preparaba para su tiro, el Coronel se ponía de pie y gritaba algo así como:
—¡Por el amor de Dios, rasúrate por favor el pelo de atrás!
O:
—¡Me muero! ¡Alguien que me salve! ¡¿Podrías bendecirme después de tirar?!
Al final del tercer tiempo, el entrenador de la escuela cristiana llamó a un intermedio y se quejó del Coronel con el réferi, señalándolo furioso. Íbamos 56-13. El Coronel se puso de pie.
—¡¿Qué?! ¿¡Tienes un problema conmigo?!
El entrenador gritó:
—¡Estás molestando a mis jugadores!
—¡De eso se trata, Sherlock! —contestó el Coronel. El réferi se acercó y lo expulsó del gimnasio. Yo lo seguí.
—Me han expulsado de treinta y siete juegos seguidos —dijo.
—Maldición.
—Sí. Una o dos veces he debido enloquecer de veras. Una vez corrí dentro de la cancha cuando quedaban once segundos del juego y le robé el balón al otro equipo. No fue bonito, pero tú sabes: tengo una fama que mantener.
El Coronel se echó a correr, jubiloso de que lo hubieran expulsado del juego, y yo troté tras él siguiendo su estela. Yo quería ser una de esas personas que tienen fama, fama que mantener, y que queman el suelo con su intensidad. Pero, por ahora, al menos conocía a esas personas y ellas me necesitaban, como los cometas necesitan colas.