CIENTO DIEZ DÍAS ANTES

Seguir el paso a mis clases resultó más fácil de lo que esperaba. Mi inclinación general a pasar mucho tiempo leyendo me dio una clara ventaja sobre el estudiante promedio de Culver Creek. Para la tercera semana de clases, a muchos chicos se les había tostado la piel de un color café dorado tipo bufrito gracias al tiempo que pasaban platicando afuera, en el círculo sin sombras de los dormitorios, durante los periodos libres. Pero yo apenas estaba rosa: yo estudiaba.

Y ponía atención en las clases. Pero esa mañana de miércoles, cuando el doctor Hyde comenzó a hablar sobre cómo los budistas creen que todas las cosas están interrelacionadas, me encontré divagando, mirando afuera por la ventana. Estaba viendo la colina arbolada, de leve inclinación, más allá del lago. Desde el salón de la clase de Hyde, las cosas sí parecían conectadas. Los árboles parecían vestir la colina pero, así como nunca se me hubiera ocurrido observar en particular un hilo de algodón de la fantástica camiseta de tirantes color naranja que Alaska traía ceñida ese día, no podía ver los árboles por ver el bosque: todo estaba tan intrínsecamente entretejido que no tenía sentido para mí pensar en un árbol aislado de esa colina. Luego oí mi nombre y supe que estaba en problemas.

—Señor Halter —dijo el Anciano—. Aquí estoy, forzando mis pulmones para su edificación. Sin embargo, hay algo afuera que parece haber captado su atención de una manera que yo no he logrado. Dígame, por favor, ¿qué ha descubierto allá fuera?

Entonces sentí cómo mi propia respiración se entrecortaba. La clase entera me miraba, agradecida de no ser yo. El doctor Hyde ya había hecho esto tres veces, sacar a los chicos de clase por no prestar atención o por mandarse notas unos a otros.

—Eh, estaba mirando afuera, ah, a la colina, y pensando en, eh, los árboles y el bosque, como decía usted antes, sobre la manera en que…

El Anciano, que por supuesto no toleraba las divagaciones orales, me interrumpió:

—Le voy a pedir que salga de la clase, señor Halter, para que pueda ir afuera y descubra la relación entre los eh-árboles y el ah-bosque. Y mañana, cuando esté listo para tomar esta clase en serio, le daré la bienvenida de regreso.

Me senté petrificado, con la pluma en la mano, el cuaderno abierto, la cara sonrojada y la mandíbula inferior proyectada hacia fuera, un viejo truco que usaba para evitar verme triste o temeroso. Dos filas detrás de mí, oí una silla que se movía y me di la vuelta para ver a Alaska ponerse de pie, con su mochila colgando de un brazo.

—Lo siento, pero eso es una tontería. No lo puede sacar de clase. Usted habla en tono monótono una hora todos los días ¿y a nosotros no se nos permite ni mirar por la ventana?

El Anciano miró intensamente a Alaska, como un toro a un torero; luego levantó una mano hacia su rostro hundido y se frotó con lentitud la incipiente barba blanca en su mejilla:

—Durante cincuenta minutos al día, cinco días a la semana, ustedes siguen mis reglas. O reprueban. La elección es suya. Los dos, váyanse.

Metí el cuaderno en mi mochila y salí de allí, humillado. Al cerrarse la puerta tras de mí, sentí una palmadita en mi hombro izquierdo. Me volví, pero no había nadie. Luego vi al otro lado y Alaska me estaba sonriendo, la piel entre los ojos y la sien arrugada y convertida en un estallido de estrellas.

—Es el truco más viejo del mundo —dijo—, pero todos caen en él.

Intenté sonreír, pero no podía dejar de pensar en el doctor Hyde. Fue peor que el incidente con cinta de embalaje, porque siempre supe que a los Kevin Richman del mundo yo no les caía bien. Pero mis profesores siempre habían sido miembros con credencial del Club de Fans de Miles Halter.

—Te dije que era un imbécil —me dijo ella.

—Sigo pensando que es un genio. Tenía razón. Yo no estaba escuchando.

—Cierto, pero no tenía que portarse como un imbécil por eso. ¡Como si necesitara probar su poder humillándote! De todas maneras, los únicos genios verdaderos son artistas: Yeats, Picasso, García Márquez: genios. El doctor Hyde es un anciano amargado.

Luego anunció que iríamos a buscar tréboles de cuatro hojas hasta que terminara la clase y pudiéramos fumar con el Coronel y Takumi, ambos «tremendos imbéciles» por no salirse de clase tras nosotros.

Cuando Alaska Young se sentaba con las piernas cruzadas sobre un frágil campo de tréboles, verde en ciertas épocas del año, y se inclinaba hacia adelante en busca de tréboles de cuatro hojas, el tamaño del escote dejaba ver con claridad una piel pálida; entonces era evidente que la fisiología humana hacía imposible unirse a la búsqueda de tréboles de cuatro hojas. Yo ya me había metido en suficientes problemas por mirar hacia donde se suponía no debía hacerlo, pero de cualquier manera…

Después de quizá dos minutos de peinar un sembradío de tréboles con sus uñas sucias, largas, Alaska tomó un trébol completo de tres pétalos y un pétalo pequeño, como un tocón, y me miró dándome apenas suficiente tiempo de mirar hacia otro lado.

—Aun cuando evidentemente no estás haciendo tu parte en la búsqueda de tréboles, «perver» —dijo irónica—, de verdad te daría este trébol; pero la suerte es para los tontos —tomó el pétalo tocón entre las uñas del pulgar y el índice y lo arrancó—. Ya estás —le dijo al trébol cuando lo soltó—, ya no eres una rareza genética.

—Ah, gracias —reclamé. La campana sonó y Takumi y el Coronel fueron los primeros en salir por la puerta. Alaska los miró fijamente.

—¿Qué? —preguntó el Coronel. Pero ella sólo miró arriba y empezó a caminar. Seguimos en silencio por el círculo de dormitorios y atravesamos el campo de fútbol. Nos agachamos para meternos en el bosque, siguiendo un leve sendero alrededor del lago hasta que llegamos a un camino de terracería. El Coronel corrió hacia Alaska y empezaron a pelearse por algo en voz tan baja que no podía yo ni oír las palabras ni el disgusto mutuo; al final le pregunté a Takumi hacia dónde nos dirigíamos.

—Este camino termina en el granero —me informó—. Así que quizá allá vamos. O probablemente hacia el agujero donde fumamos. Ya verás.

A partir de ahí, el bosque era una criatura del todo distinta a lo que se podía ver desde el salón de clases del doctor Hyde. El suelo era espeso debido a las ramas caídas, las agujas de pino en descomposición y los arbustos verdes llenos de ramas; el camino daba vueltas junto a pinos que crecían altos y delgados cuyas agujas, como principios de barbas, proporcionaban un encaje de sombra para otro día de sol quemante. Y los árboles más pequeños, los robles y los maples, que desde la clase del doctor Hyde habían resultado invisibles bajo los pinos más majestuosos, mostraban indicios de otro otoño aún —térmicamente— imprevisible: sus hojas aún verdes empezaban a caer.

Llegamos a un desvencijado puente de madera contrachapada gruesa, colocada sobre una base de concreto encima del arroyo Culver, el riachuelo serpenteante que regresaba una y otra vez por las afueras de los terrenos de la escuela. Del lado lejano del puente había un sendero diminuto que llevaba a una empinada pendiente. No era tanto un sendero sino una serie de insinuaciones de que por ahí había pasado gente anteriormente: una rama quebrada aquí, un trozo de pasto pisoteado allá. Al recorrerlo en fila india, Alaska, el Coronel y Takumi, cada uno empujaba hacia atrás una rama gruesa de maple para que pasara el siguiente hasta que yo, el último de la fila, la dejé regresar a su lugar tras de mí. Y allí, bajo el puente, un oasis. Una mesa de concreto, de noventa centímetros de ancho y tres metros de largo, con sillas de plástico azul robadas mucho tiempo atrás de algún salón de clase. Refrescado por el arroyo y la sombra del puente, no me sentí acalorado por primera vez en semanas.

El Coronel distribuyó los cigarros. Takumi los pasó; Alaska y yo encendimos uno.

—No tiene derecho a ser condescendiente con nosotros, es todo lo que digo —continuaba Alaska su conversación con el Coronel—. El Gordo ya no vuelve a mirar por la ventana ni yo a soltar otra perorata sobre el tema, pero es un profesor terrible y no me convencerás de lo contrario.

—Está bien —dijo el Coronel—. Nada más no vuelvas a hacer otra escena. ¡Por Dios!, casi matas al pobre anciano bastardo.

—De verdad, nunca ganarás haciendo enojar a Hyde —dijo Takumi—. Te comerá vivo, te hará mierda y luego se orinará encima de ti. Lo que, por cierto, deberíamos hacerle a quienquiera que haya delatado a Marya. ¿Alguien ha oído algo?

—Debe haber sido algún Guerrero Semanero —dijo Alaska—. Pero parece que piensan que fue el Coronel. Así que quién sabe. Quizá fue el día de suerte del Águila. Ella era tonta y la pescaron, la expulsaron y se acabó. Eso pasa cuando eres tonta y te pescan.

Alaska formó una O con sus labios, moviendo la boca como un pez dorado que come. Trataba, sin éxito, de soplar anillos de humo.

—¡Vaya! —reclamó Takumi—. Si alguna vez me expulsan, recuérdame saldar la cuenta yo mismo porque ya veo que no puedo contar contigo.

—No seas ridículo —respondió ella, no tanto enojada como con un aire conciliatorio—. No entiendo por qué estás tan obsesionado en averiguar todo lo que sucede aquí, como si tuviéramos que descifrar todos los misterios. Por Dios, ya terminó. Takumi, tienes que dejar de robarte los problemas de otras personas y hacerte de algunos propios.

Takumi volvió a comenzar, pero Alaska levantó la mano como para espantar la conversación.

Me quedé callado. Yo no había conocido a Marya y, de cualquier modo, «escuchar en silencio» era mi estrategia social en general.

—De todas maneras —me comentó Alaska—, me pareció que la manera en que te trató fue horrorosa. Yo quería llorar. Quería besarte y sanarte.

—Qué lástima que no lo hiciste —dije con cara de palo y todos se rieron.

—Eres adorable —afirmó, y sentí la intensidad de sus ojos sobre mí y desvié la mirada, nervioso—. Qué pena que quiero a mi novio.

Miré las raíces nudosas de los árboles a la orilla del arroyo, tratando con ganas de no verme como si me acabaran de llamar adorable.

Takumi tampoco lo podía creer y se me acercó, revolviéndome el pelo con la mano, y comenzó a cantarle un rap a Alaska:

—Sí, el Gordo es adorable / pero tú lo quieres deleznable / así que Jake es soportable / por ser tan… ¡Maldición! ¡Maldición! Casi tenía cuatro rimas con adorable. Pero sólo se me ocurrió inaferrable, que ni siquiera es palabra.

—Eso hizo que dejara de estar enojada contigo —Alaska se rió—. ¡Oh, Dios!, el rap es sexy. Gordo, ¿sabías acaso que estabas en presencia del maestro de ceremonias más mordaz de Alabama?

—Eh, no.

—Suelta un ritmo, Coronel Catástrofe —dijo Takumi y yo me reí ante la idea de que un tipo de estatura tan baja y tan inepto como el Coronel tuviera un nombre de rapero. El Coronel ahuecó la mano en forma de taza y empezó a hacer algunos ruidos absurdos que supongo eran ritmos:

Puh-chi. Puh-puhpuh-chi —Takumi se rió.

Aquí mismo, por el río, ¿quieres que lo diga? / Si tu humo fuera dulce, sin duda sería ortiga / Mis rimas son de alta escuela, como de la Roma Antigua / El ritmo del Coronel es triste, de los grandes novelistas / A veces me acusan de ser artista / Puedo rimar rápido y puedo rimar lento, amigo arribista —hizo una pausa, respiró y terminó— / Como Emily Dickinson, no le temo a las rimas aveniadas / Y éste es el final del verso, el MC va en picada.

Yo no distingo las rimas aveniadas de las rimas regulares, pero me impresionó de manera muy grata. Le dimos a Takumi un aplauso suave. Alaska se terminó su cigarrillo y, con un golpecito rápido, lo echó al río.

—¿Por qué fumas tan condenadamente rápido?

Me miró y sonrió de oreja a oreja; una sonrisa tan ancha en su cara estrecha podría haberse visto tonta a no ser por el elegante verde, sin reproches, de sus ojos. Sonrió con todo el deleite propio de un niño en la mañana de Navidad y dijo:

—Todos ustedes fuman para gozarlo. Yo fumo para morir.