Cada primavera, Culver Creek se tomaba una tarde de viernes libre de clases y todos los alumnos, el cuerpo docente y el personal, tenían que presentarse en el gimnasio para el Día de los Oradores, por lo general pequeñas celebridades o pequeños políticos o pequeños académicos: el tipo de personas que van una escuela a hablar por mugres trescientos dólares que la escuela les paga. El penúltimo grado elegía al primer orador y los del último grado, al segundo, y cualquiera que hubiera asistido a un Día de los Oradores estaban de acuerdo en que era aburrido hasta la tortura. Nosotros planeábamos sacudir un poco el Día de los Oradores.
Todo lo que necesitábamos hacer era convencer al Águila de que dejara al «doctor William Morse», un «amigo de mi papá» y un «prominente erudito en el tema del comportamiento sexual en los adolescentes», presentarse como el orador de la clase del decimoprimer grado.
Así que llamé a mi papá al trabajo y su secretario, Paul, me preguntó si todo estaba bien y yo me preguntaba por qué todos, todos, me preguntaban si todo estaba bien cuando llamaba yo a cualquier hora que no fuera domingo por la mañana.
—Sí, estoy bien.
Mi papá levantó la bocina.
—Hola, Miles. ¿Está todo bien?
Me reí y hablé en voz baja por teléfono, porque había gente arremolinándose por ahí.
—Sí, papá. Todo está bien. Oye, ¿recuerdas cuando te robaste la campana de la escuela y la enterraste en el cementerio?
—La más grande travesura de Culver Creek que haya habido —respondió con orgullo.
—Lo fue, papá. Lo fue. Así que escucha, quería ver si me ayudarías con la nueva más grande travesura que haya habido en Culver Creek.
—Oh, no lo sé, Miles. No querría que te metieras en problemas.
—Pues mira, no lo haré. Toda la clase de decimoprimero lo está planeando. Y nadie va a salir lastimado ni nada. Porque, bueno, ¿recuerdas el Día de los Oradores?
—Dios, que aburrido era eso. Era casi peor que ir a clase.
—Sí, bueno, necesito que finjas ser nuestro orador, el doctor William Morse, un profesor de psicología de la Universidad de Florida Central y experto en el comportamiento sexual en adolescentes.
Guardó silencio mucho rato mientras yo miraba hacía abajo, a la última margarita dibujada por Alaska y esperaba que preguntara cuál era la travesura —y le hubiera dicho—, sólo lo oí respirar lentamente en la bocina del teléfono y dijo:
—Ni siquiera voy a preguntar. Mmm —suspiró—, júrame por Dios que nunca le dirás nada a tu madre.
—Lo juro por Dios.
Hice una pausa. Me llevó un segundo recordar el verdadero nombre del Águila.
—El señor Starnes te va a llamar como en diez minutos.
—Está bien. ¿Mi nombre es el doctor William Morse y soy profesor de psicología y sexualidad adolescente?
—Ajá. Eres el mejor, papá.
—Solo quiero ver si ustedes lo pueden hacer mejor que yo —dijo, riendo.
Aun cuando el Coronel le purgaba que así fuera, la travesura no funcionaría sin la ayuda de los Guerreros Semaneros, en especial del presidente de la clase de decimoprimer año, Longwell Chase, a quien para estas alturas ya le había crecido de nuevo su boba mata de surfeador. Pero a los Guerreros les encantó la idea, así que me reuní con Longwell en su habitación y dije:
—Vamos.
Longwell Chase y yo no teníamos nada de qué hablar y ningún deseo de fingir lo contrario, así que caminamos en silencio hasta la casa del Águila. El Águila apareció en la puerta incluso antes de que tocáramos. Ladeo un poco la cabeza cuando nos vio, como confundido, porque sí: formábamos una pareja extraña, con los pantalones color caqui planchados y con pliegues de Longwell y mis pantalones azules de mezclilla que algún día tendría que lavar.
—El orador que elegimos es un amigo del papá de Miles —dijo Longwell—, el doctor William Morse. Es profesor en una universidad en Florida y estudia la sexualidad adolescente.
—Ah, buscamos crear controversia, ¿no?
—Oh, no —dije—. Conozco al doctor Morse. Es interesante, pero no controversial. Él solo estudia la, eh, la manera en que el entendimiento sexual de los adolescentes sigue cambiando y creciendo. Digo, está en contra del sexo premarital.
—Bueno. ¿Cuál es su teléfono? —le di al Águila un pedazo de papel, caminó hacia un teléfono empotrado en la pared y marcó.
—Sí, hola. Quisiera hablar con el doctor Morse. Sí, gracias… Bueno, doctor Morse. Tengo a Miles Halter aquí en mi casa y me está diciendo que… fantástico, fabuloso… Bueno, me preguntaba si —el Águila hizo una pausa, enredando el cable en un dedo—, me preguntaba, supongo, si usted… siempre y cuando entienda que éstos son jóvenes impresionables. No querríamos discusiones explícitas… Excelente. Excelente. Me da gusto que me entienda… Usted también, señor. ¡Lo veré pronto!
El Águila colgó el teléfono, sonriendo, y dijo:
—¡Buena elección! Parece un hombre muy interesante.
—Vaya que lo es —dijo Longwell con mucha seriedad—. Creo que será muy interesante.