El siguiente domingo dormí hasta que la luz del sol de los últimos minutos de la mañana se coló en rebanadas a través de las persianas y encontró el camino hasta mi rostro. Jalé el edredón y me lo puse sobre la cabeza, pero el aire se volvió caliente y viciado, así que me levanté para llamar a mis padres.
—¡Miles! —Adivinó mi madre antes de que yo le dijera siquiera hola—. Acabamos de instalar un identificador de llamadas.
—¿Uno que sabe mágicamente que soy yo el que llama desde el teléfono de monedas?
—No, simplemente dice «teléfono de monedas» —se rió— y trae el código de área. Así que lo deduje. ¿Cómo estás? —me preguntó, con una preocupación cálida en su voz.
—Estoy bien. La regué un poco en algunas de mis clases durante un tiempo, pero ya volví a ponerme a estudiar, así que debo salir bien —dije, y casi todo era cierto.
—Sé que ha sido difícil para ti, amigo —dijo—. ¡Ah! Adivina a quién vimos tu papá y yo en una fiesta anoche. ¡A la profesora Forrester, tu maestra de cuarto de primaria! ¿La recuerdas? Ella se acordaba de ti perfectamente, habló muy bien de ti y estuvimos platicando —mientras me agradaba saber que la profesora Forrester tenía en alta estima mi desempeño de cuarto año, sólo escuchaba a medias mientras leía las notas garabateadas en la pared de pino pintada de blanco a ambos lados del teléfono, buscando alguna nueva que pudiera descifrar (Lacy’s: viernes, 10, sonaba al dónde y cuándo de una fiesta de Guerreros Semaneros, pensé)—… cenamos con los Johnston anoche y me temo que papá tomó demasiado vino. Jugamos charadas y él resultó terrible.
Se rió y yo me sentí muy cansado, pero alguien había arrastrado la banca lejos del teléfono de monedas, así que senté mi huesudo trasero sobre el concreto duro, estiré bien el cable plateado del teléfono y me preparé para un soliloquio de mi mamá cuando, allí, abajo de todas las demás notas y garabatos, vi el dibujo de una flor. Doce pétalos oblongos formaban un círculo completo contra la pintura color blanco margarita y margaritas, margaritas blancas. Podía oírla diciendo: «¿Qué ves, Gordo? Mira», y podía verla sentada borracha al teléfono, hablando con Jake sobre nada: «¿Qué estás haciendo?» y ella contesta: «Nada, garabateando, sólo garabateando». Y luego: «¡Oh, Dios!».
—¿Miles?
—Sí, mamá. Lo siento. Chip está aquí. Tenemos que ponernos a estudiar. Me tengo que ir.
—¿Nos llamas más tarde entonces? Estoy segura de que papá quiere hablar contigo.
—Sí, mamá; sí, claro. Los quiero, ¿sí? Está bien, me tengo que ir.
—¡Creo que encontré algo! —le grité al Coronel, invisible debajo de su cobija, pero la urgencia en mi voz y la promesa de algo, cualquier cosa encontrada, despertó de inmediato al Coronel, quien brincó de su litera al linóleo. Antes de que pudiera decir lo que fuera, tomó los pantalones de mezclilla y la sudadera del día anterior que estaban tirados en el suelo, se los puso y me siguió afuera.
—Mira —señalé, se puso en cuclillas junto al teléfono y dijo:
—Sí, ella lo dibujó. Siempre estaba dibujando esas flores.
—Y, «sólo garabateando», ¿recuerdas? Jake le preguntó qué estaba haciendo y ella contestó «sólo garabateando». Luego ella dijo: «¡Oh Dios!» y enloqueció. Miró el garabato y recordó algo.
—Buena memoria, Gordo —reconoció, y me pregunté por qué el Coronel no se emocionaba con eso.
—Luego enloqueció —repetí, y fue por los tulipanes mientras nosotros íbamos por los cohetes. Vio el garabato, recordó lo que se le había olvidado y luego enloqueció.
—Quizá —dijo, mirando fijamente la flor, quizá intentando verla como ella la había visto. Finalmente se puso de pie y notó:
—Es una teoría sólida, Gordo —extendió el brazo y me dio palmaditas en el hombro, como un entrenador que da un cumplido a un jugador—. Pero seguimos sin saber qué fue lo que olvidó.