Yo no quería hablar con Lara, pero al día siguiente, en la comida, Takumi me espetó la cantaleta máxima de culpabilidad.
—¿Cómo crees que se sentiría Alaska con esto? —preguntó mientras miraba a Lara, del otro lado de la cafetería. Estaba sentada a tres mesas de nosotros con su compañera de cuarto, Katie, que le estaba contando alguna historia, y Lara sonreía cada vez que Katie se reía de alguno de sus propios chistes. Lara levantó una porción de granos de elote de lata con el tenedor y la sostuvo arriba de su plato, acercando la boca hacia ésta e inclinando la cabeza hacia el regazo para tomar la porción del tenedor: una comensal tranquila.
—Podría hablarme —le dije a Takumi.
Takumi meneó la cabeza. Con la boca abierta, pegajosa por el puré de papas, dijo:
—Tú tienes que hacerlo —y pasó su bocado—. Déjame preguntarte algo, Gordo. Cuando estés viejo y canoso y tus nietos estén sentados en tus rodillas y te miren y pregunten: «Abuelito, ¿quién te dio tu primera mamada?», ¿quieres decirles que fue una chica a la que ignoraste el resto de la preparatoria? ¡No! —sonrió—. Querrás decirles: «Mi querida amiga Lara Buterskaya. Preciosa chica. Mucho más bonita que su abuela» —me reí. Así que, ni modo. Tenía que hablar con Lara.
Después de clases, caminé a la habitación de Lara y toqué. En seguida, ella estaba en la puerta mirándome como si preguntara: «¿Qué? ¿Ahora qué? Ya hiciste el daño que podías, Gordo». Miré por encima de su hombro, a la habitación a la que había entrado sólo una vez, en donde había aprendido que, nos besáramos o no, no podía hablarle, y antes de que el silencio se volviera demasiado incómodo, hablé.
—Lo siento —dije.
—¿Por qué? —preguntó, mirando todavía hacia mí pero no a mí.
—Por ignorarte. Por todo —contesté.
—No tenías que ser mi novio.
Se veía tan bonita, con sus grandes ojos parpadeando rápido, sus mejillas suaves y redondas. Aún así, la redondez sólo me podía recordar el rostro delgado de Alaska y sus pómulos altos. Pero podía vivir con ello y, de cualquier manera, tenía que hacerlo.
—Podías haber sido sólo mi amigo —dijo.
—Lo sé. La regué. Lo siento.
—No perdones a ese imbécil —gritó Katie desde el interior de la habitación.
—Te perdono —Lara sonrió y me abrazó; sus manos apretaron la curva de mi espalda. Rodeé con los brazos sus hombros y olí violetas en su cabello.
—Yo no te perdono —dijo Katie, apareciendo en la entrada. Y aun cuando Katie y yo no nos conocíamos bien, ella sintió la suficiente confianza para golpearme con la rodilla en los huevos. Luego sonrío y, al doblarme, dijo:
—Ahora sí te perdono.
Lara y yo caminamos al lago, sin Katie, y platicamos. Platicamos sobre Alaska y el mes anterior, sobre cómo ella había tenido que extrañarme a mí y a Alaska, mientras que yo sólo había tenido que extrañar a Alaska (lo que era cierto). Le dije lo más cercano a la verdad que pude, desde los cohetes hasta lo del Departamento de Policía de Pelham y sobre los tulipanes blancos.
—La amaba —dije. Lara contestó que ella la amaba también y yo dije:
—Lo sé, pero es por eso. La amaba y cuando murió no podía pensar en nada más. Lo sentía deshonesto, como cuando engañas a alguien.
—Ésa no es una buena razón —dijo ella.
—Lo sé —contesté.
—Bueno, entonces está bien —se rió suavemente—. Siempre y cuando lo sepas.
Sabía que no iba a borrar ese enojo, pero al menos estábamos hablando.
Esa noche, a medida que llegó la oscuridad, las ranas croaban y unos cuantos insectos recién resucitados zumbaban por los terrenos de la escuela. Los cuatro, Takumi, Lara, el Coronel y yo, caminamos por la luz gris, fría de la Luna llena hasta llegar al Agujero para fumar.
—Oye, Coronel, ¿por qué lo llaman el Agujero para fumar? —preguntó Lara—. Es como un túnel.
—Es como un agujero para pescar —dijo el Coronel—. Digo, si pescáramos, lo haríamos desde aquí. Pero nosotros fumamos. No lo sé. Creo que Alaska fue la que le puso el nombre.
El Coronel sacó un cigarro de su cajetilla y lo lanzó al agua.
—¿Qué rayos haces? —pregunté.
—Por ella —me contestó.
Medio sonreí y seguí su ejemplo: le tiré un cigarro a Alaska. Le pasé a Takumi y a Lara los cigarros y ellos también lo hicieron. Los cigarrillos rebotaron y danzaron en la corriente unos minutos para luego flotar lejos de la vista.
Yo no era religioso, pero me gustaban los rituales. Me gustaba la idea de relacionar una acción con la memoria. En China, nos había dicho el Anciano, hay días reservados para limpiar las tumbas, en donde se hacen obsequios a los muertos. Y yo imaginé que Alaska querría un cigarrillo, así que me pareció que el Coronel había empezado un ritual excelente.
El Coronel escupió hacia la corriente y rompió el silencio.
—Es algo curioso hablar con los fantasmas —dijo—. No sabes si estás inventando sus respuestas o si de verdad te están hablando.
—Yo digo que hagamos una lista —dijo Takumi, alejándose de los temas de introspección—. ¿Qué tipo de pruebas tenemos de que pudo haber sido suicidio?
El Coronel sacó su cuaderno omnipresente.
—Nunca metió los frenos —dije, y el Coronel comenzó a anotar.
Y estaba terriblemente perturbada por algo, aunque había estado muy perturbada sin que intentara suicidarse muchas veces antes. Pensamos que quizá las flores eran algún tipo de homenaje para ella misma, como un arreglo funerario o algo así. Pero eso no nos pareció algo que haría Alaska. Era críptica, claro, pero si vas a planear tu suicidio cuidando todos los detalles, hasta las flores, probablemente tengas un plan realista de cómo vas a morirte y Alaska no tenía manera de saber que una patrulla iba a estar presente sobre la carretera 1-65 en esa ocasión.
¿Y la evidencia que sugería que fue un accidente?
—Estaba realmente tomada, así que quizá pensó que no iba a golpear la patrulla, aunque no sé cómo —dijo Takumi.
—Pudo haberse quedado dormida —opinó Lara.
—Sí, hemos pensado en eso —dije—. Pero no creo que sigas manejando derecho si te quedas dormido.
—No se me ocurre una manera de averiguarlo que no ponga en riesgo nuestras vidas —aseveró el Coronel con el rostro sin expresión—. De todos modos, no mostraba señales de advertencia de suicidio. Digo, no hablaba sobre querer morir ni regaló sus cosas ni nada.
—Ésas son dos. Borracha y sin planes de morir —dijo Takumi.
Esto no iba a ningún lado. Era sólo una danza diferente con la misma pregunta. Lo que necesitábamos no era pensar más. Necesitábamos tener más evidencias.
—Tenemos que averiguar hacia dónde se dirigía —continuó el Coronel.
—Las últimas personas con quienes habló fuimos tú, yo y Jake —le dije—. Y nosotros no sabemos. Así qué, ¿cómo demonios vamos a averiguarlo?
Takumi miró al Coronel y suspiró.
—No creo que eso ayudaría, saber hacia dónde se dirigía. Creo que sólo lo empeoraría. Es sólo una corazonada.
—Bueno, mi corazón quiere saber —dijo Lara y sólo entonces me di cuenta de lo que quiso decir Takumi el día que habíamos estado juntos en la regadera: yo podía haberla besado, pero en realidad no tenía el monopolio sobre Alaska; el Coronel y yo no éramos los únicos a quienes les importaba Alaska ni tampoco estábamos solos en eso de tratar de averiguar cómo y por qué murió.
—Bueno, ni importa —dijo el Coronel—, llegamos a un punto muerto. Así que alguno de ustedes piense en algo qué hacer, porque a mí se me acabaron los instrumentos de investigación.
Lanzó la colilla de su cigarro al arroyo, se puso de pie y se fue. Lo seguimos. Aun en la derrota, seguía siendo el Coronel.