Era domingo y el Coronel y yo decidimos no ir a la cafetería a cenar; en vez de ello, caminamos fuera de los terrenos de la escuela por la autopista 119 a la tienda Sunny Convenience Kiosk, en donde disfrutamos una comida bien balanceada que consistía en dos pays cremosos de avena. Setecientas calorías. Suficiente energía para nutrir a un hombre medio día. Nos sentamos en la cuneta frente a la tienda y yo me terminé la cena de cuatro mordidas.
—Mañana voy a llamar a Jake, para que sepas. Takumi me dio su teléfono.
—Bien —dije.
Oí una campana sonar detrás de mí y volteé hacia la puerta que se abría.
—Holgazanes —dijo la mujer que nos acababa de vender la cena.
—Estamos comiendo —dijo el Coronel.
La mujer meneó la cabeza y ordenó, como si fuéramos perros:
—Váyanse.
Así que caminamos a la parte de atrás de la tienda y nos sentamos junto al basurero apestoso, fétido.
—Basta de decir «bien», Gordo. Eso es ridículo. Voy a llamar a Jake, voy a escribir todo lo que diga y luego nos vamos a sentar juntos a tratar de descifrar lo que sucedió.
—No. Tú estás solo en eso. Yo no quiero saber lo que sucedió entre ella y Jake.
—¿Por qué no? —el Coronel suspiró y sacó una cajetilla de cigarros del bolsillo de sus pantalones de mezclilla, patrocinada por el Fondo del Gordo.
—¡Porque no quiero! ¿Tengo que proporcionarte un análisis a detalle de cada una de las decisiones que tome?
El Coronel prendió un cigarro con un encendedor que yo había comprado y le dio una fumada.
—Como quieras. Necesita descifrarse y yo necesito tu ayuda para hacerlo, porque entre los dos la conocíamos bastante bien. Eso es todo.
Me puse de pie y lo miré, sentado satisfecho, y él sopló un hilito de humo hacia mi rostro. Tuve suficiente.
—¡Estoy cansado de seguir órdenes, imbécil! No me voy a sentar contigo a discutir lo mejor de su relación con Jake, maldita sea. No lo puedo decir más claro: no quiero saber sobre ellos. ¡Ya sé lo que ella me dijo y eso es todo lo que necesito saber y tú puedes ser un güey condescendiente todo el tiempo que quieras, pero yo no me voy a quedar ahí a platicar contigo sobre cuánto amaba a Jake! Ahora, dame mis cigarros.
El Coronel tiró el paquete al suelo y se levantó como rayo, con mi suéter aferrado de su puño, intentando, pero sin conseguirlo, jalarme para que quedara a su altura.
—¡Ni siquiera te importa ella! —gritó—. Todo lo que te importa son tú y tu preciosa fantasía de que tuviste con Alaska un maldito romance secreto, que ella iba a dejar a Jake por ti y que ustedes vivirían felices para siempre. Pero ella besó a muchos chicos, Gordo. Y si estuviera aquí, ambos sabemos que seguiría siendo la novia de Jake y que no habría nada sino drama entre ustedes, no amor, no sexo, sólo tú suspirando por ella y ella diciendo cosas como: «Eres lindo, Gordo, pero amo a Jake». Si te amaba tanto, ¿por qué te dejó esa noche? Y si tú la amabas tanto, ¿por qué la ayudaste a que se fuera? Yo estaba borracho. ¿Cuál es tu excusa?
El Coronel soltó mi suéter, yo extendí la mano y levanté los cigarros. Sin gritar, sin apretar los dientes, sin que las venas me pulsaran en la frente, tan sólo lo hice con calma. Y ya calmado, miré al Coronel y le dije:
—Vete al diablo.
El grito con las venas que me pulsaban llegó después, cuando ya había trotado por la autopista 119, por el círculo de dormitorios, a lo largo del campo de fútbol y por el camino de tierra hasta el puente, cuando me encontré en el Agujero para fumar. Tomé una silla azul y la lancé contra el muro; el ruido del plástico sobre el concreto hizo eco bajo el puente al caer la silla a un costado; luego me recosté con las rodillas colgando sobre el precipicio y grité. Grité porque el Coronel era un bastardo autosuficiente, condescendiente, y porque estaba en lo cierto, porque yo quería creer que había tenido un romance secreto con Alaska. ¿Me amaba? ¿Habría dejado a Jake por mí? ¿O acaso fue otro momento impulsivo de Alaska? No me bastaba con ser el último tipo al que había besado. Quería ser el último al que había amado. Y sabía que no lo era. Lo sabía y la odiaba por ello. La odiaba por no quererme. La odiaba por irse esa noche y me odiaba a mí también, no sólo porque la dejé ir sino porque, si hubiera sido suficiente para ella, no habría querido ni irse. Se habría quedado conmigo, hubiera hablado y llorado, y yo la habría escuchado y le hubiera besado las lágrimas mientras se arremolinaban en sus ojos.
Me volví y miré una de las sillitas azules de plástico tirada de costado. Me pregunté si llegaría el día en que ya no pensara en Alaska, me pregunté si podría esperar a que llegara el momento en que se convirtiera en un recuerdo distante, y la recordara únicamente en el aniversario de su muerte o quizá un par de semanas después, recordando sólo después de haber olvidado.
Sabía que llegaría a conocer a más personas que morirían. Los cuerpos se van apilando. ¿Habría un espacio en mi recuerdo para cada uno de ellos o me olvidaría un poquito de Alaska todos los días durante el resto de mi vida?
Una vez, a principios del año, ella y yo habíamos caminado al Agujero para fumar y ella saltó al arroyo de Culver Creek con las chanclas puestas. Atravesó el arroyo, calculando cuidadosamente sus pasos sobre las piedras con líquenes y se sujetó de un palo henchido de agua de la orilla del arroyo. Mientras yo permanecía sentado sobre el concreto, con los pies que me colgaban hacia el agua, ella volteaba rocas con el palo y señalaba los asustadizos crustáceos de agua dulce.
—Los hierves y luego les chupas las cabezas por dentro —decía, entusiasmada—. Ahí es donde está todo lo bueno, en las cabezas.
Ella me enseñó todo lo que sabía sobre crustáceos de agua dulce y cómo besar y el vino rosado y la poesía. Me hizo diferente.
Encendí un cigarro y lo escupí hacia el arroyo.
—No puedes sólo hacerme diferente y luego irte —le dije en voz alta—. Porque yo estaba bien antes, Alaska. Estaba bien conmigo, con las últimas palabras y los amigos de la escuela, y tú no puedes venir, hacerme diferente y luego morirte.
Pues ella había personificado el Gran quizá, me había demostrado que valía la pena dejar atrás mi pequeña vida por una mayor, y ahora se había ido llevándose con ella mi fe en el quizá. Yo podía llamar a todo lo que hiciera y dijera el Coronel «bien». Podía tratar de fingir que no me importaba más, pero nunca volvería a ser cierto. No puedes hacerte una persona importante y luego morirte, Alaska, porque ahora soy irrecuperablemente diferente y siento haberte dejado ir, sí, pero fue tu elección. Tú me dejaste sin quizá, atorada en tu maldito laberinto. Y ahora ya ni sé si elegiste la manera derechita y rápida de salirte, si me dejaste así a propósito. Entonces, nunca te conocí, ¿o sí? No recuerdo, porque nunca lo supe.
Y al ponerme de pie para caminar de vuelta a casa y hacer las paces con el Coronel, intenté imaginarla en esa silla, pero no pude recordar si había cruzado las piernas. Todavía la podía ver sonreírme con la mitad de la sonrisa burlona de la Mona Lisa, pero no podía imaginar sus manos lo suficientemente bien para verla sosteniendo un cigarro. Necesitaba, decidí, conocerla en realidad, porque necesitaba más para recordar. Antes de que pudiera empezar el vergonzoso proceso de olvidar el cómo y el porqué de su vida y su muerte, necesitaba saberlo: Cómo. Por qué. Cuándo. Dónde. Qué.
En la habitación 43, después de disculpas rápidamente ofrecidas y aceptadas, el Coronel dijo:
—Hemos tomado una decisión táctica de aplazar la llamada a Jake. Vamos a perseguir otras instancias antes de eso.