Éstas son las señales de advertencia de suicidio que encontramos el Coronel y yo en internet:
Alaska presentaba dos de esas señales de advertencia. Había perdido, si bien no recientemente, a su madre. Y su manera de tomar, que siempre había sido constante, definitivamente se había incrementado en el último mes de su vida. Sí hablaba sobre la muerte en tono de broma, pero siempre parecía hacerlo a medias.
—Yo hago bromas sobre la muerte todo el tiempo —dijo el Coronel—. La semana pasada hice una broma sobre colgarme con una corbata. Y eso no significa que me vaya a dar cuello. Así que eso no cuenta. Y no regaló nada y sin duda no perdió interés en el sexo. A ella tendría que gustarle enormemente el sexo para fajar con tu flacucho trasero.
—Qué gracioso —dije.
—Yo lo sé. Dios, soy un genio. Y sus calificaciones no eran buenas. Y no recuerdo haberla oído hablar sobre suicidarse.
—Una vez, con los cigarros ¿recuerdas? «Todos ustedes fuman para gozarlos. Yo fumo para morir».
—Ésa era una broma.
Pero cuando me insistía el Coronel, quizá para probarle que podía recordar a Alaska como en verdad era y no sólo como yo quería que hubiera sido, la conversación volvía a esos momentos cuando ella podía ser mala y malhumorada, cuando no tenía ganas de responder preguntas sobre cómo, cuándo, por qué, quién o qué.
—Podría parecer tan enojada —pensé en voz alta.
—Qué ¿y yo no puedo? —replicó el Coronel—. Yo estoy bastante enojado, Gordo. Y tú tampoco has sido el mismo de la placidez últimamente, y no por eso te vas a despachar. Espera, ¿o sí?
—No —dije. Y quizá era que Alaska no podía meter el freno y yo no podía meter el acelerador. Quizá sólo tenía un tipo raro de valentía que a mí me faltaba, pero no.
—Es bueno saberlo. Así que ella subía y bajaba, de fuego y azufre a humo y cenizas. Pero en parte, cuando menos este año, fue todo el asunto de Marya. Mira, Gordo, evidentemente no estaba pensando en suicidarse cuando estaba fajando contigo. Después de eso, durmió hasta que sonó el teléfono. Así que decidió suicidarse en algún momento entre ese teléfono que sonaba y el instante en que se estrelló, o fue un accidente.
—Pero ¿para qué esperarte hasta estar a diez kilómetros de la escuela para morir? —pregunté.
Suspiró y meneó la cabeza.
—A ella le gustaba ser misteriosa. Quizá así fue como lo quiso.
Me reí entonces y el Coronel preguntó:
—¿Qué pasa?
—Estaba pensando «¿Por qué estrellas con una patrulla con las luces encendidas?» y luego pensé: «Bueno, ella detestaba las figuras de autoridad».
El Coronel se rió.
—Miren eso. ¡El Gordo hizo un chiste!
Se sentía casi normal. Luego, mi distanciamiento del accidente en sí pareció evaporarse y me encontré de nuevo en el gimnasio, oyendo la noticia por primera vez, con las lágrimas del Águila escurriéndose sobre sus pantalones. Miré al Coronel y pensé en todas las horas que habíamos pasado en este sofá de hule espuma en las últimas dos semanas, todo lo que ella había arruinado. Demasiado furioso para llorar, dije:
—Esto sólo está logrando que la deteste. No la quiero detestar. Y, ¿de qué sirve si es todo lo que ella está consiguiendo? —negándose todavía a responder las pregunta de cómo y por qué, insistiendo en su aura de misterio.
Me incliné hacia el frente, con la cabeza entre las rodillas, y el Coronel puso una mano en mi espalda.
—La cosa es que siempre hay respuesta, Gordo.
Luego empujó el aire entre sus labios fruncidos y se podía oír el estremecimiento molesto en su voz conforme repetía:
—Siempre hay respuestas. Sólo tenemos que ser lo suficientemente listos. En internet encontramos que el suicidio por lo general implica planes bien estructurados. Así que está claro que no se suicidó.
Me sentí avergonzado de seguirme deshaciendo dos semanas después, cuando el Coronel podía tomar su medicina de manera tan estoica, y me senté derecho.
—Está bien —respondí—. No fue suicidio.
—Aunque ciertamente no tiene sentido como accidente —aseveró el Coronel.
Nos interrumpió Holly Moser, la chica de último año que yo conocía básicamente por haber visto sus autorretratos desnuda durante el día de Acción de Gracias con Alaska. Holly se juntaba con los Guerreros Semaneros, lo cual explica por qué había cruzado con ella dos palabras en mi vida, pero se apareció sin tocar la puerta y dijo que había tenido un indicador místico de la presencia de Alaska.
—Estaba en la Casa de los Waffles y de pronto las luces se apagaron, excepto la luz de mi cabina, que empezó a parpadear. Estaba encendida un segundo y luego se apagaba un ratito y luego se volvía a encender un par de segundos y luego se apagaba de nuevo. Y me di cuenta ¿saben? que era Alaska. Creo que se estaba tratando de comunicarse conmigo en código Morse. Pero bueno, yo no sé el código Morse. Ella probablemente no sabía eso. De todos modos, pensé que ustedes deberían saberlo.
—Gracias —dije cortésmente y ella permaneció parada allí un ratito, mirándonos, con la boca abierta como si fuera a decir algo, pero el Coronel la miraba con los ojos medio cerrados, la mandíbula proyectada y con dificultades para ocultar su fastidio. Entendí cómo se sentía: yo no creía en fantasmas que utilizaran el código Morse para comunicarse con personas con las que nunca se habían llevado bien. Y a mí me desagradaba la posibilidad de que Alaska le diera paz a alguien que no fuera yo.
—Dios, a la gente así no deberían darle oportunidad de vivir —dijo el Coronel después de que se fue.
—Eso fue muy tonto.
—No sólo tonto, Gordo. Quiero decir, como si Alaska le fuera a hablar a Holly Moser. ¡Dios! No puedo soportar estos dolientes falsos. Perra estúpida.
Casi le dije que Alaska no querría que él llamara perra a ninguna mujer, pero no tenía caso discutir con el Coronel.