—¡Bueno, pues si querían guerra, la consiguieron! —gritó el Coronel a la mañana siguiente. Me di la vuelta y miré el reloj: 7:52. Mi primera clase en Culver Creek, Francés, empezaba en dieciocho minutos. Parpadeé un par de veces y miré al Coronel, que estaba de pie entre el sofá y la MESA PARA CAFÉ; sostenía sus tenis bastante desgastados, que alguna vez fueron blancos, por las agujetas. Durante mucho rato me miró y yo lo miré a él. Luego, casi en cámara lenta, una sonrisa se esparció por la cara del Coronel.
—Tengo que admitirlo —dijo al fin—. Fue muy astuto de su parte.
—¿Qué?
—Anoche, antes de despertarte, supongo, se hicieron pipí en mis zapatos.
—¿Estás seguro? —pregunté, tratando de no reírme.
—¿Quieres olerlos? —me acercó los zapatos—. Porque sí, ya los olí y sí, estoy seguro. Si hay una cosa que reconozco es cuando acabo de pisar el pipí de otro hombre, como mi mamá, que siempre dice: «Creerías que caminas sobre agua, pero resulta que tienes pipí en los zapatos». Señálame a esos chicos si los ves hoy, porque debemos saber por qué están tan sacados de onda conmigo como para orinarse en mis zapatos. Y luego necesitamos empezar a ver cómo vamos a arruinarles sus viditas miserables.
Cuando recibí el Manual de Culver Creek durante el verano y noté con alegría la sección del «Código de vestimenta» incluía sólo dos palabras, modesta e informal, jamás se me ocurrió que las chicas llegarían a clase medio dormidas en piyama corta de algodón, camiseta y chanclas. Modesto, supongo, e informal.
Esto de que las chicas trajeran piyamas (aunque fueran modestas) tenía algo que podría haber hecho aguantable tomar Francés a las 8:10 de la mañana, si yo hubiera tenido alguna idea de lo que estaba hablando madame O’ Malley: ¿Comment dis-tu? ¡Dios mío! ¿No sé suficiente francés para pasar Francés II en Frangais? Mi clase de Francés I en Florida no me preparó para madame O’ Malley, quien se saltó de preguntas triviales del tipo «¿cómo te fue en tus vacaciones de verano?» y se zambulló de lleno en algo llamado passécomposé, que en apariencia es un tiempo verbal. Alaska se sentaba enfrente de mí en el círculo de escritorios, pero no me miró ni una sola vez durante la clase, aun cuando apenas yo podía ver otra cosa que no fuera ella. Quizá era mala, pero la manera en que habló esa primera noche sobre salir del laberinto fue tan inteligente. Y la forma en que su boca se ondulaba hacia arriba del lado derecho todo el tiempo, como si se estuviera preparando para sonreír maliciosa, como si hubiera dominado la mitad derecha de la sonrisa inimitable de la Mona Lisa…
Desde mi habitación, la población estudiantil parecía manejable; pero en el área de los salones, la cual constaba de un único edificio largo ubicado justo después del círculo de dormitorios, me rebasaba. El edificio estaba dividido en catorce salones que miraban hacia el lago. Los chicos atestaban las estrechas aceras frente a los salones y aun cuando encontrar los míos no fue difícil (incluso con mi pobre sentido de orientación podía llegar desde Francés en el salón 3 a Precálculo en el salón 12), me sentí inseguro todo el día. No conocía a nadie, ni siquiera podía dilucidar a quien tendría que estar conociendo y las clases fueron duras, incluso el primer día. Papá me había dicho que ahora tendría que estudiar y al final le creí. Los profesores eran serios, listos y a muchos de ellos había que dirigirse como «doctor», así que cuando llegó mi última clase antes de la comida, Religiones del Mundo, sentí un tremendo alivio. Se trataba de un vestigio de cuando Culver Creek era una escuela para chicos cristianos. Supuse que en la clase de Religiones del Mundo, obligatoria para todos los alumnos de decimoprimero y duodécimo grados, podría obtener una calificación fácil de 10.
Fue mi única clase de ese día en donde los escritorios no estaban acomodados en cuadrado o en un círculo, así que, para no parecer ansioso, me senté en la tercera fila a las 11:03. Llegaba siete minutos temprano, en parte porque me gustaba ser puntual y en parte porque no tenía a nadie con quién platicar fuera del salón. Poco después, entraron el Coronel y Takumi y se sentaron a mi izquierda y derecha.
—Oí lo que pasó anoche —dijo Takumi—. Alaska está furiosa.
—¡Qué raro!, porque anoche fue una ojete —dije sin querer.
Takumi sólo meneó la cabeza:
—Sí, bueno, pero no sabía toda la historia. Y la gente pasa por distintos estados de ánimo, hombre. Tienes que acostumbrarte a vivir con gente. Podrías tener peores amigos que…
—Basta de psicorrollo, MC Dr. Phill —el Coronel lo detuvo—. Hablemos de la contrainsurgencia.
La gente empezaba a llegar a clase, por lo que el Coronel se inclinó hacia mí y susurro:
—Si cualquiera de ellos está en esta clase, avísame, ¿sí? Ten, aquí, ponme una X que indique en dónde están sentados —arrancó una hoja de su cuaderno y trazó un cuadro para cada escritorio.
Conforme iba llegando la gente, vi a uno de ellos, el alto de pelo puntiagudo, Kevin. Al pasar, Kevin trató de mirar fijamente al Coronel pero olvidó ver por dónde caminaba y se golpeó el muslo contra el escritorio. El Coronel rió. Uno de los otros chicos, el que estaba un poco gordo o hacía demasiado ejercicio, entro detrás de Kevin con pantalones de pliegue color caqui y una camisa negra tipo polo de manga corta. Al sentarse, crucé los cuadros pertinentes en el diagrama del Coronel y se lo entregué. Justo entonces entró el Anciano, arrastrando los pies.
Respiraba con lentitud y gran dificultad por la boca que llevaba bien abierta. Dio pequeños pasos hacia el podio, sin que los tobillos se movieran mucho más allá de los dedos de los pies. El Coronel me dio un codazo y señaló su cuaderno, donde había escrito. «El Anciano sólo tiene un pulmón» y no lo dudé. Sus respiraciones audibles, casi desesperadas, me recordaron cuando mi abuelo se estaba muriendo de cáncer de pulmón. Con el pecho grande y redondo, viejísimo, me pareció que el Anciano podía morir antes de llegar al podio.
—Yo soy —se presentó— el doctor Hyde. Tengo un nombre de pila, por supuesto. En lo que a ustedes concierne es «doctor». Sus padres pagan mucho dinero para que ustedes puedan asistir a esta escuela, y yo espero que les ofrezcan algo a cambio de su inversión al leer lo que les pido que lean, cuando les pido que lo hagan y al asistir constantemente a esta clase. Cuando estén aquí, escucharan lo que yo diga —era claro que no íbamos a alcanzar una calificación fácil.
—Este año estudiaremos tres tradiciones religiosas: el Islam, el Cristianismo y el Budismo. El año que entra nos enfocaremos en más tradiciones. En mis clases, yo hablaré la mayor parte del tiempo y ustedes escucharan la mayor parte del tiempo. Porque puede ser que sean listos, pero yo he sido listo más tiempo. Estoy seguro de que algunos de ustedes no les gustarán las clases tipo conferencia pero, como habrán notado, no soy tan joven como solía serlo. Me encantaría utilizar lo que me queda de aliento hablando con ustedes acerca de lo más importante de la historia islámica, pero nuestro tiempo juntos es corto.
Yo debo hablar y ustedes, escuchar, porque estamos participando aquí en la búsqueda más importante de la historia: la búsqueda del significado. ¿Cuál es la naturaleza de ser una persona? ¿Cuál es la mejor manera de ser una persona? ¿Cómo llegamos a ser y qué será de nosotros cuando ya no seamos? En pocas palabras: ¿cuáles son las reglas de este juego y cuál es la mejor manera de jugarlo?
«La naturaleza del laberinto —garabateé en mi cuaderno de arillos— y la manera de salir de él». Este profesor era fantástico. Yo detestaba las clases de debates. Detestaba hablar, detestaba oír cómo todos los demás se tropezaban con sus palabras e intentaban formular las cosas de la manera más vaga posible para no sonar tontos, y detestaba que todo fuera un juego en el que uno intentaba dilucidar lo que el profesor quería oír y luego decía. Estoy en clase, así que enséñame. Y me enseñó. En esos cincuenta minutos, el Anciano me hizo tomar en serio la religión. Yo nunca había sido religioso pero él nos dijo que la religión es importante, ya sea que creyéramos o no en alguna; de la misma manera en que los acontecimientos históricos son importantes, los hayas vivido tú mismo o no. Luego nos asignó cincuenta páginas de lectura para el día siguiente, de un libro llamado Estudios religiosos.
Esa tarde, tuve dos clases y dos horas libres. Asistíamos a nueve clases de cincuenta minutos diarios, lo que significaba que casi todos los alumnos cumplían con tres «horas de estudio» (excepto el Coronel, que tomaba una clase extra de matemáticas de estudio independiente debido a que era un genio extra especial). El Coronel y yo tuvimos biología juntos, en donde le señalé al otro tipo que me había cubierto de cinta de embalaje la noche anterior. En una de las esquinas superiores de su cuaderno, el Coronel escribió: «Longwell Chase, Guerrero Semanero en jefe. Amigo de Sara. ¡Qué raro!». Me llevó más un minuto recordar quién era Sara: la novia del Coronel.
Pasé mis tiempos libres en mi habitación, intentando leer sobre religión. Aprendí que mito no significa mentira; significa una historia tradicional que te dice algo acerca de las personas, su visión del mundo y lo que consideran sagrado. Interesante. También aprendí que después de los acontecimientos de la noche anterior, estaba demasiado cansado para que me importaran los mitos o cualquier otra cosa, así que me dormí encima de las cobijas la mayor parte de la tarde hasta que me despertó la voz de Alaska que cantaba: «¡Despierta, Gordo, despierta!» directamente en el oído izquierdo. Apreté el libro de religión contra mi pecho como si fuera una protección de cubierta blanda contra la ansiedad.
—Eso fue terrible —protesté—. ¿Qué necesito hacer para asegurarme de que nunca me vuelva a ocurrir?
—¡No puedes hacer nada! —exclamó, emocionada—. Soy impredecible. Dios, ¿no detestas al doctor Hyde? ¿No? Es tan condescendiente.
Me incorporé y la contradije:
—Creo que es un genio —en parte porque era cierto y en parte porque tenía ganas de estar en desacuerdo con ella.
—¿Siempre duermes vestido? —se sentó sobre la cama.
—Ajá.
—¡Qué raro! Anoche no traías nada puesto.
La miré con ojos de pistola.
—Anda, Gordo. Estoy bromeando. Tienes que ser duro aquí. No sabía lo mal que te había ido; lo siento, se van a arrepentir, pero tienes que ser duro.
Luego se fue. Eso fue todo lo que dijo sobre el tema. Pensé: «Es linda, pero no necesitas de una chica que te trate como si tuvieras diez años. Ya tienes una mama».