OCHO DÍAS DESPUÉS

El martes tuvimos clases por primera vez. Madame O’Malley pidió un minuto de silencio al inicio de la clase de francés, una clase que siempre se caracterizaba por tener largos periodos de silencio, y luego nos preguntó cómo nos sentíamos.

—Horrible —dijo una chica.

En frangais —replicó madame O’Malley—, en frangais.

Todo me parecía igual pero más sereno: los Guerreros Semaneros seguían sentados en las bancas de afuera de la biblioteca, pero su chismorreo era tranquilo, reticente. En la cafetería se escuchaba el sonido habitual de las bandejas de plástico al golpear contra las mesas de madera y de los tenedores al raspar los platos, pero las conversaciones eran silenciosas. Sin embargo, más que la falta de ruido de todos los demás estaba el silencio en donde debería haber estado ella, la Alaska burbujeante, vivaz, la narradora de historias; en vez de ello, se sentía como esos momentos en que se había introyectado, cuando se rehusaba a contestar preguntas de cómo o por qué, sólo que esta vez era para siempre.

El Coronel se sentó junto a mí en la clase de religión, suspiró y dijo:

—Apestas a humo, Gordo.

—Pregúntame si me importa un comino.

El doctor Hyde entró cojeando entonces a la clase, con nuestros exámenes finales bajo un brazo. Se sentó, respiró con dificultad varias veces y empezó a hablar.

—Por ley, los padres no deberían sepultar a sus hijos —dijo—. Y alguien debería hacer que se cumpliera. Este semestre, continuaremos estudiando las tradiciones religiosas que les presenté en otoño. Pero no duden que las preguntas que haremos serán ahora más cercanas a su vida que hace unos días. Lo que nos sucede después de morir, por ejemplo, ya no es una pregunta de mero interés filosófico. Es una pregunta que debemos hacer sobre nuestra compañera de clase. Y cómo vivir a la sombra del dolor no es algo desconocido para la exploración de budistas, cristianos y musulmanes. Las preguntas del pensamiento religioso se han vuelto, sospecho, personales.

Revolvió nuestros exámenes, sacando uno de la pila que tenía enfrente.

—Aquí tengo el examen final de Alaska. Recordarán que se les pidió escribir sobre cuál es la pregunta más importante que enfrentan las personas y la manera en que las tres tradiciones que estamos estudiando este año abordan esa pregunta. Ésta era la pregunta de Alaska.

Con un suspiro, se agarró de la silla y la usó para ayudarse a levantar; luego escribió en el pizarrón: «¿Cómo saldremos de este laberinto de sufrimiento?»: A. Y.

—Voy a dejar eso ahí por el resto del semestre —dijo—. Porque todos los que alguna vez han perdido su camino en la vida han experimentado la insistencia de esa pregunta. En algún momento, todos miramos arriba y nos damos cuenta de que estamos perdidos en un laberinto. Y no quiero que olvidemos a Alaska, no quiero que olvidemos que incluso cuando el material que estudiamos pareciera aburrido, estamos intentando conocer la manera en que las personas han respondido a esa pregunta y a las preguntas que cada uno de ustedes planteó en su ensayo, la manera en que distintas tradiciones han llegado a un acuerdo con lo que Chip, en su trabajo final, llamó «la suerte podrida que tiene la gente en la vida».

Hyde se sentó.

—Así que, ¿cómo van?

El Coronel y yo nos quedamos callados, mientras una serie de personas que no conocían a Alaska exaltaban sus virtudes y declaraban sentirse devastadas. Al principio, me molestó. No quería que la gente que ella no conocía, y la gente que le caía mal, se sintieran tristes. A ellos nunca les había importado y ahora actuaban como si hubiera sido una hermana. Pero supongo que yo tampoco la conocía por completo. Si lo hubiera hecho, habría sabido qué quiso decir con «¿Continuamos luego?». Y si me hubiera importado tanto como tenía que haber sido, como pensé que me importaba, ¿por qué la había dejado ir?

Así que no me molestaban, en realidad. Pero junto a mí, el Coronel respiraba lenta y profundamente por la nariz, como un toro a punto de embestir.

De hecho, miró arriba cuando una Guerrera Semanera, Brooke Blakely, cuyos padres habían recibido un reporte de progreso cortesía de Alaska, dijo:

—Me da tristeza nunca haberle dicho que la quería. Simplemente no entiendo por qué.

—Eso es pura mierda —dijo el Coronel mientras caminábamos a la cafetería—. Como si a Brooke Blakely le importara un cacahuate Alaska.

—Si Brooke Blakely muriera, ¿no estarías triste? —pregunté.

—Supongo, pero no me andaría lamentando por no haberle dicho que la quería. No la quiero. Es una idiota.

Pensé que todos los demás tenían una mejor excusa para afligirse que nosotros —después de todo, ellos no la habían matado— pero yo sabía que intentar hablar con Coronel cuando estaba enojado no era una buena idea.