No dormí esa noche. El alba se tardó en llegar e incluso cuando lo hizo, con el sol brillando a través de las persianas, el destartalado radiador no podía mantenernos tibios, así que el Coronel y yo nos sentamos sin decir palabra en el sofá. Él leía el almanaque.
La noche anterior había enfrentado el frío para llamar a mis padres. Esta vez, cuando dije: «Hola, soy Miles», y mi mamá contestó: «¿Qué te pasa? ¿Está todo bien?», pude decirle con seguridad que no, que las cosas no estaban bien. Mi papá tomó la extensión en ese momento.
—¿Qué sucede? —preguntó mi papá.
—No grites —dijo mi mamá.
—No estoy gritando; es el teléfono.
—Bueno, pues habla más bajo —dijo ella, así que me llevó un buen rato poder decir algo. Una vez que lo logré, me llevó otro rato poder decir las cosas en orden:
—Mi amiga Alaska murió en un accidente automovilístico —yo miraba fijamente los números y los mensajes garabateados en la pared junto al teléfono.
—¡Oh, Miles! —exclamó mi mamá—. Lo siento tanto, Miles. ¿Quieres venir a casa?
—No —contesté—. Quiero estar aquí, no lo puedo creer —lo que todavía era, en parte, cierto.
—Eso es horrible —dijo mi papá—. Sus pobres papás.
«Pobre papá», pensé, y me pregunté sobre su padre. Ni siquiera podía imaginar lo que harían mis padres si yo muriera. Manejar borracha. ¡Oh, Dios! Si su papá alguna vez se enterara, nos destriparía al Coronel y a mí.
—¿Cómo te podemos ayudar ahora? —preguntó mamá.
—Sólo necesitaba que respondieran mi llamada. Necesitaba que levantaran el teléfono, y eso hicieron.
Oí a alguien resollar detrás de mí (por frío o pena, no lo sé) y le dije a mis padres:
—Alguien está esperando el teléfono. Me tengo que ir.
Toda la noche me sentí paralizado ante el silencio, aterrorizado. ¿A qué le temía tanto? La situación ya se había dado. Ella estaba muerta. Ella estaba tibia y suave contra mi piel, con mi lengua en su boca, y se reía, tratando de enseñarme, mejorarme, prometiendo que continuaría. Y ahora.
Ahora se ponía más fría con cada hora que pasaba, más muerta con cada una de mis exhalaciones. Pensé: «Ése es el miedo: perdí algo importante, no lo puedo encontrar y lo necesito. Es un miedo semejante al de alguien que perdiera sus lentes, fuera a la óptica y le dijeran que todos los lentes del mundo se acabaron y que tendría que vivir sin ellos».
Justo antes de las ocho de la maña, el Coronel anunció a nadie en particular:
—Creo que hoy habrá bufritos a la hora de la comida.
—Sí —dije—. ¿Tienes hambre?
—¡Dios mío!, no. Pero ella fue quien les puso el nombre. Se llamaban burritos fritos cuando llegamos y Alaska empezó a decirles bufritos. Luego todos los demás lo hicieron también. Y después, finalmente, Maureen les cambió el nombre de manera oficial.
Hizo una pausa.
—No sé qué hacer, Miles.
—Sí, lo sé.
—Terminé de memorizar las capitales —comentó.
—¿De los estados?
—No. Eso fue en quinto de primaria. De los países. Dime un país.
—Canadá.
—Algo difícil.
—Eh, ¿Uzbekistán?
—Tashkent.
Ni siquiera se tomó un momento para pensarlo. Lo tenía ahí, en la punta de la lengua, como si hubiera estado esperado que yo dijera «Uzbekistán» desde el principio.
—Fumemos.
Entramos al baño, abrimos la regadera, el Coronel sacó una caja de cerillos de sus pantalones de mezclilla y frotó un cerillo contra la caja. No se encendió. Una vez más lo intentó y no pudo, y de nuevo; luego golpeó la caja de cerillos con una furia en crescendo hasta que finalmente lanzó los cerillos al suelo y gritó:
—¡Carajo!
—Está bien —le dije, buscando un encendedor en mi bolsillo.
—No, Gordo, no está bien —dijo, aventando su cigarro y poniéndose de pie, furioso de pronto.
—¡Carajo! ¡Dios mío! ¿Cómo fue a suceder esto? ¡Cómo pudo ser tan estúpida! Nunca pensaba bien las cosas. Tan malditamente impulsiva. Dios, no está bien. ¡No puedo creer que fuera tan estúpida!
—Debimos haberla detenido —dije.
Extendió la mano hacia la regadera para cerrar la poca agua que escurría y luego golpeó la palma abierta contra la pared de mosaico.
—Sí, ya sé que debíamos haberla detenido, carajo. Estoy totalmente consciente, ¡mierda!, que debimos haberla detenido. Pero no tendríamos que haberlo hecho. Tendrías que cuidarla como si fuera una niña de tres años. Te equivocas en una cosa y ella va y se muere. ¡Dios mío! Me estoy volviendo loco. Me voy a caminar.
—Está bien —contesté, tratando de mantener calmada la voz.
—Lo siento —dijo—. Me siento tan revuelto por dentro. Siento como si pudiera morirme.
—Podrías —dije.
—Sí, sí. Podría. Nunca sabes. Es sólo que… Es como un zas. Y te fuiste.
Lo seguí a la habitación. Tomó el almanaque de su litera, se subió el cierre de la chamarra, cerró la puerta y ¡zas! Se había ido.
Con la mañana llegaron visitantes. Una hora después de que se fue el Coronel, Hank Walsten, el mariguana residente, pasó a ofrecerme algo de yerba que con toda gracia rechacé. Hank me abrazó y dijo:
—Cuando menos fue instantáneo. Cuando menos no hubo dolor.
Sé que sólo estaba tratando de ayudar, pero no entendía. Hubo dolor. Un dolor seco e infinito en mis entrañas que no se fue no siquiera cuando me arrodillé en el mosaico congelado del baño, con arcadas de vómito seco.
De cualquier manera, ¿qué significaba muerte «instantánea»? ¿Qué tanto dura un instante? ¿Un segundo? ¿Diez? El dolor de esos segundos debió haber sido tremendo, al estallarte el corazón y al fallarle los pulmones, y ya sin aire y sin sangre que corriera hacia el cerebro quedaba solamente pánico absoluto. ¿Qué fregado es «al instante»? Nada es al instante. El arroz al instante tarda cinco minutos. El budín instantáneo, una hora. Dudo que un instante de dolor cegador se sienta particularmente instantáneo.
¿Tendría tiempo de que su vida pasara delante de sus ojos? ¿Habré estado allí? ¿Habrá estado Jake? Y ella prometió, recordé, prometió que continuaría, pero también sé que iba conduciendo hacia el norte cuando murió, hacia Nashville, hacia Jake. Quizá no significó nada para ella, nada más que otro gran impulso. Con Hank parado en la entrada, miré a través de él, miré hacia el círculo de dormitorios, demasiado tranquilo, preguntándome si le habría importado y sólo puedo decirme que sí, que claro, que ella lo había prometido. Que continuaría.
Lara llegó después, con los ojos hinchados.
—¿Qué sucedió? —me preguntó cuando la abracé, parado de puntitas de manera que pudiera poner la barbilla sobre su cabeza.
—No lo sé.
—¿Tú la viste esa noche? —me preguntó, hablando a mi clavícula.
—Se emborrachó. El Coronel y yo nos quedamos dormidos y supongo que ella salió de la escuela.
Y ésa se convirtió en la mentira habitual. Sentí los dedos de Lara, mojados por las lágrimas, que presionaban contra mi palma y, antes de que pudiera pensarlo, aparté la mano.
—Lo siento —dije.
—Está bien —contestó—. Estaré en mi habitación si quieres pasar.
No pasé. No sabía qué decirle. Estaba atrapado en un triángulo amoroso con uno de los lados muerto.
Esa tarde, todos volvimos a entrar al gimnasio para una «asamblea del pueblo».
El Águila anunció que la escuela rentaría autobuses el domingo para ir al funeral en Vine Station. Cuando nos levantamos para irnos, noté que Takumi y Lara se me acercaban. Lara atrajo mi atención con una sonrisa débil. Le sonreí a la vez, pero rápido me di vuelta y me oculté entre la multitud de enlutados que salían del gimnasio.
Estoy dormido y Alaska entra volando a la habitación. Está desnuda e intacta. Sus pechos, que sentí muy brevemente en la oscuridad, están plenos, luminosos y sobresalen de su cuerpo. Revolotea unos centímetros arriba de mí y su aliento tibio y dulce roza mi cuerpo como una brisa que pasa entre los pastos altos.
—Hola —digo—. Te he extrañado.
—Te ves bien, Gordo.
—Tú también.
—Estoy tan desnuda —dice y se ríe—. ¿Cómo que estoy tan desnuda?
—Sólo quiero que te quedes —le pido.
—No —contesta y su peso cae muerto sobre mí, me aplasta el pecho, se roba mi aliento. Y está fría y mojada, como hielo que se derrite. Su cabeza está partida en dos y un fango rosa grisáceo mana de la fractura de su cráneo y escurre hacia mi rostro. Y ella apesta a formaldehído y a carne pútrida. Quiero vomitar y la empujo lejos de mí, aterrado.
Me desperté y caí de la cama; aterricé con un golpe seco en el suelo. Gracias a Dios que soy un hombre de litera inferior. Había dormido catorce horas. Era de mañana. Miércoles, pensé. Su funeral sería el domingo. Me pregunté si el Coronel habría regresado para entonces de donde quiera que estuviera. Tenía que regresar para su funeral, porque yo no podía ir solo e ir con alguien que no fuera el Coronel sería equivalente a ir solo.
El viento frío abofeteaba la puerta y los árboles que había afuera de la ventana posterior se sacudían con tanta fuerza que podía oírlo desde esta habitación. Me senté en mi cama y pensé en el Coronel, que estaría allá fuera en alguna parte, cabizbajo con los dientes apretados, caminando en dirección al viento.