DOS DÍAS ANTES

Me desperté temprano a la mañana siguiente, con los labios secos y la respiración visible en el aire fresco. Takumi había traído una estufa de campamento en su mochila y el Coronel estaba encogido frente a ella, calentando café instantáneo. El sol brillaba, incapaz de combatir el frío, y yo me senté con el Coronel y bebí el café.

—Lo malo del café instantáneo es que huele muy bien pero sabe a bilis estomacal —dijo el Coronel.

Luego, uno por uno, Takumi, Lara y Alaska, despertaron, y pasamos el día escondiéndonos pero en voz alta. Escondiéndonos en voz alta.

Esa tarde en el granero, Takumi decidió organizar un concurso de estilo libre de rap.

—Tú empiezas, Gordo —dijo Takumi—. Coronel Catástrofe, tú marcas el ritmo.

—Bróder, yo no sé hacer rap —les imploré.

—Está bien. El Coronel tampoco puede soltar ritmos. Prueba hacer algunas rimas y luego me lo pasas.

Con la mano rodeando la boca, el Coronel empezó a hacer ruidos absurdos que sonaban más como pedos que como ritmos de bajo, mientras yo, eh, rapeaba.

Mientras baja el sol, estoy en el granero / Cuando yo era chico, me gustaba usar sombrero / Mas no sé rimar, aunque yo quiero / Por eso les dejo a Takumi, que es rapero.

Takumi lo retomó sin hacer pausas:

Oye, Gordo, no sé si pueda hacerlo / Esto es «Una pesadilla en la calle del infierno» / Como sabes, en las rimas soy muy listo / Pero anoche bebí hasta tener hipo / Seguí el compás del Coronel, que tan mal suena / Y esta vez las chicas no gritaron con histeria / Represento a Birmingham tan bien como a Japón / Pero cuando era niño, me llamaban el nipón / Ser amarillo no me ha avergonzado / Ni tampoco a esas loquitas que siempre me han rogado.

Alaska le entró:

Acabas de ofender a las mujeres / Te daré tu merecido, al decirte lo que eres / ¿Acaso piensas que yo no sé rimar? / Pues mis palabras fluyen como agua del mar / Solo usa a las mujeres y yo te haré pedazos / Quedarás hecho mierda a puros trancazos.

Takumi lo retomó de nuevo:

Camarón que se duerme, se lo lleva la corriente / Me acerco a una chica si es que me prende / No sé lo que pasa: estas rimas no me gustan para nada / Mejor, ¿qué les parece si ahora le entra Lara?

Lara rimaba tranquila y nerviosa, con menos consideración que yo por el ritmo:

Yo me llamo Lara y soy de Rumania / Esto es muy difícil, como ir a Albania / Me encanta viajar en el coche de Alaska / Porque brinco y boto y el Gordo me rasca / No pronuncio bien la vocal i / Pero mi acento suena sexy así / Oye, Takumi, creo que ya esto es todo / Termina este rap, que ya parece roto.

Cuando suelto bombas, como en Hiroshima / Se enamoran de mí las chicas que me miran / ¿Sabían que a mí me encanta tornar sake? / Por eso algunos piensan que soy de Nagasaki / Yo no soy ningún mocoso / Tampoco soy chaparro y mucho menos, musculoso / Tampoco soy un palillo como el Gordo. Soy el Zorro / Y nuestro ritmo libre ha dejado de sonar como un eructo.

Y ya salimos.

El Coronel terminó el rap con su improvisada caja de ritmos y todos nos dimos un aplauso.

—Tú ganaste, Alaska —dijo Takumi, riendo.

—Hago lo que puedo para representar a las damas. Lara me salvó.

—Sí, así es.

Luego Alaska decidió que aun cuando no estaba bien oscuro todavía, era hora de beber hasta que no pudiéramos más.

—Dos noches de un jalón puede ser demasiado —dijo Takumi mientras Alaska abría el vino.

—La suerte es para los tontos —Alaska sonrió y se acercó la botella a los labios. Cenamos galletas saladas y un trozo de queso Cheddar que traía el Coronel. El tibio vino rosado de la botella, con el queso y las galletas saladas, formaron una buena cena. Cuando se nos acabó el queso, hubo más espacio para Strawberry Hil.

—Tenemos que ir más despacio o voy a volver el estómago —señalé cuando nos acabamos la primera botella.

—Lo siento, Gordo. No me fijé que alguien te estaba agarrando por la garganta y manteniendo tu boca abierta mientras te vertían el vino por ella —respondió el Coronel, lanzándome una botella de refresco Mountain Dew.

—Es una obra caritativa llamar a este menjurje vino —rió Takumi.

Luego, como de la nada, Alaska anunció:

—¡Mejor día/peor día!

—¿Qué?

—Todos vamos a vomitar si solo nos dedicamos a tomar. Así que bajaremos el ritmo con un juego para beber. ¡Mejor día/peor día!

—Nunca lo había oído mencionar —dijo el Coronel.

—Es porque lo acabo de inventar —sonrió.

Se acostó de lado sobre dos fardos de paja. La luz de la tarde abrillantaba el verde en sus ojos, su piel tostada como último recuerdo del otoño. Con la boca medio llena, se me ocurrió que seguramente ya estaría borracha cuando observé la mirada algo perdida en sus ojos. «La mirada fija de los novecientos metros de embriaguez», pensé, y al observarla con ociosa fascinación pensé que yo también estaba, sí, un poco borracho.

—¡Qué divertido! ¿Cuáles son las reglas? —preguntó Lara.

—Todos cuentan la historia de su mejor día. El mejor narrador no tiene que beber. Luego, todos cuentan la historia de su peor día, y el mejor narrador no tiene que beber. Y así seguimos, segundo mejor día, segundo peor día, hasta que uno de ustedes se salga del juego.

—¿Cómo sabes que va a ser uno de nosotros?

—Porque yo soy la mejor bebedora y la mejor narradora —respondió. Es difícil estar en desacuerdo con esa lógica.

—Tú empiezas, Gordo. El mejor día de tu vida.

—Mmm. ¿Me dan un minuto para pensar en eso?

—No pudo haber sido tan bueno si lo tienes que pensar —dijo el Coronel.

—Jódete, bróder.

—Uy, qué delicado.

—El mejor día de mi vida fue hoy —dije—. Y la historia es que me desperté junto a una chica húngara muy bonita y hacía frío pero no tanto. Me tomé una taza de café instantáneo tibio y comí Cheerios sin leche. Luego caminé por el bosque con Alaska y Takumi. Brincamos por las piedras en el arroyo, que suena tonto pero no lo es. No lo sé. ¿Ven la manera en que está el sol ahora, con las sombras largas y ese tipo de luz suave, brillante, que aparece cuando el sol todavía no se pone? Esa es la luz que hace que todo sea mejor, más bonito, y hoy, todo parecía estar en esa luz. Digo, no hice nada. Pero aquí sentado, incluso si solo estoy viendo al Coronel tallando pedazos de madera, o lo que sea. Lo que sea. Gran día. Hoy. El mejor día de mi vida.

—¿Piensas que soy bonita? —dijo Lara y se rió, tímida. «Sería bueno hacer contacto visual con ella ahora, pero no puedo», pensé—. ¡Y soy rumana!

—Esa historia terminó siendo bastante mejor de lo que pensé que sería —dijo Alaska—, pero de todos modos te voy a ganar.

—Adelante, chica —dije. Empezó a soplar una brisa, el pasto alto de afuera se inclinaba lejos del granero y yo jalé mi bolsa de dormir sobre los hombros para permanecer tibio.

—El mejor día de mi vida fue el 9 de enero de 1997. Tenía ocho años y mi mamá y yo fuimos al zoológico en una excursión escolar. Me gustaron los osos. A ella le gustaron los monos. El mejor día de todos. Fin de la historia.

—¿Eso es todo? —dijo el Coronel—. ¡Ése es el mejor día de toda tu vida!

—Ajá.

—Me gustó —dijo Lara—. A mí también me gustan los monos.

—Qué tonto —dijo el Coronel.

Yo no pensé que fuera tonto sino otro ejemplo de la vaguedad intencional de Alaska, otro ejemplo de su manera de profundizar en su propio misterio. Pero aun así, aun sabiendo que era intencional, no podía sino preguntarme: «¿Qué tiene de maravilloso el zoológico?». Pero, antes de que pudiera preguntar, Lara habló.

—Bien, me toca —dijo Lara—. Es fácil. El día que llegué aquí. Yo sabíia inglés y mis papás no. Nos bajamos del aviión y mis parientes estaban aquí; tíos y tías que nunca habían visto, en el aeropuerto, y mis papás estaban felices. Yo teníia doce años y siempre habíia sido la chiiquita, pero ese fue el primer díia que mis papás me necesitaron y me trataron como un adulto. Porque no conocíian el idioma, ¿síi? Me necesitaban para pedir comiida, para traducir formularios de impuestos e inmiigración y todo lo demás, y ése fue el día en que dejaron de tratarme como una niña. También, en Rumania éramos pobres y aquí, somos medio riicos —se rió.

—Está bien —Takumi sonrió, tomando la botella de vino—. Yo pierdo. Porque el mejor día de mi vida fue cuando perdí mi virginidad. Y si creen que les voy a contar esa historia, van a tener que emborracharme más que esto.

—No está mal —dijo el Coronel—. No está mal. ¿Quieren saber cuál fue mi mejor día?

—De eso se trata el juego, Chip —dijo Alaska, claramente molesta.

—El mejor día de mi vida todavía no ocurre. Pero ya sé cuál es. Lo veo todos los días. El mejor día de mi vida es el día cuando le compre a mi mamá una casa enorme, enorme. Y no sólo en el bosque, sino en medio de Mountain Brook, donde están todos los padres de las Guerreros Semaneros. Con todos los padres. Y no la voy a comprar con una hipoteca. Voy a pagarla en efectivo. Y voy a conducir a mi mamá ahí y a abrirle la puerta del coche, y saldrá y mirará la casa, con su cerca de estacas puntiagudas, y será de dos pisos y todo, ya sabes. Y le voy a dar las llaves de su casa y le diré: «Gracias». ¡Hombre!, ella me ayudó a llenar mi solicitud para entrar a este lugar. Me dejó venir aquí y eso no es fácil de hacer cuando uno viene de dónde venimos nosotros, eso de dejar que tu hijo se vaya a una escuela lejos. Así que ese es el mejor día de mi vida.

Takumi alzó la botella, la inclinó y dio varios tragos. Luego me la pasó. Yo bebí, también Lara y después, Alaska echó la cabeza para atrás y puso la botella al revés, bebiendo el último cuarto de lo que quedaba.

Al abrir la siguiente botella. Alaska le sonrió al Coronel.

—Ganaste esa ronda. Ahora, ¿cuál es tu peor día?

—El peor día es cuando se fue mi papá. Él es viejo, debe tener como setenta años ahora, y ya era viejo cuando se casó con mi mamá. De todas maneras, la engañó. Ella lo cachó y se enojó, así que él la golpeó. Entonces ella lo corrió de la casa y él se fue. Yo estaba aquí y mi mamá me llamó; no me contó toda la historia con lo del engaño y todo ni que la había golpeado, sino hasta después. Ella sólo me dijo que él se había ido y no iba a volver. Nunca lo he vuelto a ver desde entonces. Ese día, me quedé esperando a que me llamara y me explicara todo, pero nunca lo hizo. Nunca volvió a llamar para nada. Esperaba por lo menos que dijera adiós o algo así. Ése fue el peor día.

—Chin me volviste a ganar —dije—. Mi peor día fue en séptimo grado, cuando Tommy Hewitt se orinó en mi ropa de gimnasia y el profesor dijo que tenía que usar mi uniforme o me reprobaría. Gimnasia en séptimo grado, ¿no? Hay cosas peores que reprobar. Pero en ese entonces me importaba mucho, y yo estaba llorando y tratando de explicarle al profesor lo que había sucedido, pero era muy vergonzoso y él gritó, gritó y gritó hasta que me puse el short y la camiseta empapados en orina. Ese día dejó de importarme lo que la gente hiciera. A partir de allí ya nunca más me importó, ni ser un perdedor ni carecer de amigos ni nada de eso. Así que supongo que fue bueno por ese lado, pero ese momento fue horroroso. Digo, imagínenme jugando voleibol o lo que fuera con el uniforme de gimnasia empapados en orines, mientras Tommy Hewitt le decía a todos lo que había hecho. Ése fue el peor día.

—Lo siento, Miles —me decía Lara entre risas.

—Está bien —dije—. Ahora solo cuéntame el tuyo para que yo me pueda reír de tu dolor —sonreí y nos reímos juntos.

—Mii peor día probablemente fue el mismo que el mejor. Porque dejé todo. Diigo, suena tonto, pero mii niiñez, también la dejé, porque la mayoría de los niños de doce años no tiene que saber descifrar formularios W-2.

—¿Qué es un formulario W-2? —le pregunté.

—Exacto. Es para los impuestos. Asíi que, fue el miismo díia.

Lara siempre había necesitado hablar por sus padres, pensé, y quizá nunca había aprendido a hablar por ella misma. Yo tampoco era muy bueno para eso de hablar por mí mismo. Teníamos algo importante en común, entonces, un aspecto singular de la personalidad que no compartía ni con Alaska, ni con nadie más, aunque casi por definición Lara y yo no podíamos expresarlo el uno al otro. Así que quizá era sólo la manera en que el sol, que aún no se ponía, brillaba contra sus rizos oscuros, perezosos, pero en ese momento quería besarla y no necesitábamos hablar para besarnos, y el vómito en sus pantalones de mezclilla y los meses en que nos evitamos mutuamente se desvanecieron.

—Te toca, Takumi.

—El peor día de mi vida —dijo Takumi— fue el 9 de junio de 2000. Mi abuela murió en Japón. Murió en un accidente automovilístico y se suponía que yo iría a verla dos días después. Iba a pasar todo el verano con ella y con mi abuelo, pero en vez de eso, fui a su funeral y la única vez que en realidad la vi, aparte de en fotografías, fue allí. Tuvo uno budista, y la cremaron, pero antes de eso estaba sobre una… bueno, no era tanto budista. Digo, digo, la religión es complicada allá, así que es un poco budista y un poco shinto, pero a ustedes les da lo mismo. Bueno, el caso es que estaba sobre una… como una pira funeraria o lo que sea. Y ésa fue la única vez que la vi, justo antes de que la quemaran. Ése fue el peor día.

El Coronel encendió su cigarrillo, me lo lanzó y encendió otro para él. Era misteriosa la manera por la que siempre sabía cuándo yo quería un cigarrillo. Sí, éramos como una vieja pareja de casados. Por un momento pensé: «es enormemente tonto aventar cigarrillos encendidos en un granero lleno de paja», pero luego pasó el momento de preocupación y tan sólo hice un esfuerzo sincero de no lanzar cenizas sobre donde había paja.

—No hay ganador claro no todavía —dijo el Coronel—. El campo está bien abierto. Tu turno, amiga.

Alaska se recostó, con las manos entrelazadas detrás de la cabeza. Hablaba suave y rápidamente, pero el día silencioso se estaba convirtiendo en una noche más silenciosa, sin bichos por la llegada del invierno, así que podíamos verla con claridad.

—Al día siguiente al que me llevó mi mamá al zoológico en donde a ella le gustaron los monos y a mí los osos, era viernes. Yo llegué a casa de la escuela. Ella me abrazó y me dijo que me fuera a hacer la tarea a mi cuarto para que después pudiera ver la televisión. Yo me metí en mi cuarto y ella se sentó frente a la mesa de la cocina, supongo. Luego gritó y yo corrí y vi que se había caído.

Estaba tirada en el piso, deteniéndose la cabeza y sacudiéndose. Yo enloquecí. Debí haber llamado a urgencias, pero empecé a gritar y a llorar hasta que dejó de sacudirse y yo pensé que se había quedado dormida y que lo que le dolía le había dejado de doler. Así que me quedé sentada ahí en el suelo con ella, hasta que mi papá llegó a casa una hora más tarde y me empezó a gritar: «¿Por qué no llamaste a urgencias?» y a tratar de darle respiración boca a boca, pero para entonces ya estaba más que muerta. Aneurisma. El peor día. Yo gano. Ustedes beben.

Así que bebimos.

Nadie habló durante un minuto. Luego Takumi preguntó:

—¿Tu papá te culpó?

—Bueno, no después del primer momento. Pero sí, ¿cómo podía no hacerlo?

—Bueno, pues eras una niña pequeña —argumentó Takumi.

Yo estaba demasiado sorprendido e incómodo para hablar, intentando encajar esto en lo que sabía sobre la familia de Alaska. Su mamá le contó el chiste de toc toc cuando Alaska tenía seis años. Su mamá solía fumar, pero ya no lo hacía, evidentemente.

—Sí, era una niña. Los niños pueden marcar a urgencias. Lo hacen todo el tiempo. Dame el vino —dijo, con la cara sin expresión, sin emoción. Bebió sin levantar la cabeza de la paja.

—Lo siento —dijo Takumi.

—¿Por qué nunca me dijiste? —preguntó el Coronel, con la voz suave.

—Nunca hubo oportunidad.

Luego dejamos de hacer preguntas. «¿Qué más puedes decir?», pensé.

En el largo silencio que siguió, al pasar el vino entre nosotros y emborracharnos lentamente, me puse a pensar en el presidente William McKinley, el tercer presidente norteamericano al que asesinaron. Vivió varios días después de que le dispararon y, hacia el final, su esposa empezó a gritar y a llorar. «¡Yo también me quiero ir! ¡Yo también me quiero ir!».

Y con lo que le quedaba de fuerza, McKinley se volvió hacia ella y pronunció sus últimas palabras: «Todos nos vamos».

Era el momento central de la vida de Alaska. Cuando lloraba y me decía que lo había arruinado todo, ahora sabía a lo que se refería. Y cuando decía que le había fallado a todos, ahora sabía a quién se refería. Era al todo y a todos en su vida, así que no pude sino imaginármelo: veía a una niña flacucha de ocho años con las uñas sucias, mirando a su madre convulsionarse. Luego se había sentado junto a su madre muerta o quizás todavía viva, a quien imagino que ya no respiraba, pero tampoco estaba fría. Y en ese lapso entre morirse y la muerte definitiva, una pequeña Alaska sentada con su madre en silencio. Después, en medio del silencio y mi embriaguez, tuve una visión breve de cómo debió haber estado. Debió sentirse tan impotente, pensé, que lo único que podría haber hecho era tomar el teléfono y llamar a una ambulancia; ni si quiera se le ocurrió. Llega un momento en que nos damos cuenta de que nuestros padres no se pueden salvar ellos mismo ni salvarnos a nosotros, que a todos lo que navegan por el tiempo, tarde o temprano, la corriente los arrastra hacia el mar, y que, en pocas palabras, todos nos vamos.

Así que se volvió impulsiva; su temor a la inacción le llevó a la acción perpetua. Cuando el Águila la confrontó con la expulsión, quizá lanzó de sopetón el nombre de Marya porque fue el primero que se le ocurrió, porque en ese momento no quería que la expulsaran y no podía pensar más allá de ese momento. Tenía miedo, claro está. Pero, más importante, quizá tuvo miedo de sentirse paralizada de nuevo por el temor.

«Todos nos vamos», le dijo Mckinley a su esposa, y vaya que nos vamos. He ahí tu laberinto de sufrimiento. Todos nos vamos. Encuentra tu camino fuera de ese dédalo.

Nada de esto se lo dije en voz alta a ella. No lo hice entonces ni nunca. Nunca más dijimos una palabra sobre el tema. En vez de eso, se volvió sólo otro día peor, si bien, el peor del montón, y al caer la noche rápida, continuamos bebiendo y bromeando.

Más tarde, esa noche, después de que Alaska se metió el dedo por la boca hacia la garganta y se obligó a vomitar porque estaba demasiado borracha para caminar al bosque, me acosté en mi bolsa de dormir. Lara estaba acostada junto a mí, en su bolsa, que casi tocaba la mía. Moví el brazo al borde de mi bolsa y la empujé de manera que se traslapara ligeramente con la de ella. Presioné mi mano contra la suya. Podía sentirla, aun cuando había dos bolsas de dormir entre nosotros. Mi plan, que de pronto pensé que era muy ingenioso, era sacar mi brazo de mi bolsa de dormir y meterlo en el de ella, para así tomarla de la mano. Era un buen plan, pero cuando de hecho intenté sacar mi brazo de la bolsa de dormir, se sacudió como un pez fuera del agua y casi me disloco el hombro. Ella se reía, no conmigo sino de mí, pero seguíamos sin hablar. Habiendo pasado el punto sin retorno, deslicé de cualquier manera la mano en su bolsa de dormir y ella reprimió una risita mientras mis dedos trazaban una línea desde su codo a su muñeca.

—Eso me hace cosquillas —susurró. Y yo que intentaba ser sexy.

—Lo siento —murmuré.

—No, es una cosquilla rica —dijo, y me tomó la mano. Entrecruzó sus dedos con los míos y apretó.

Luego se dio la vuelta y me besó. Estoy seguro de que ella sabía a alcohol rancio, pero no lo noté; estoy seguro de que yo sabía a alcohol rancio y a cigarros, pero ella no lo notó. Nos estábamos besando.

Pensé: «Esto es bueno».

Pensé: «No soy malo en esto de besar. Para nada».

Pensé: «Sin duda soy el mejor besucón en la historia del universo».

De pronto, se rió y se apartó de mí. Sacó una mano fuera de la bolsa de dormir y se limpió la cara.

—Me babeaste la nariz —dijo, y se rió.

Yo me reí, también, tratando de darle impresión de que mi estilo de besar babeando la nariz debía ser chistoso.

—Lo siento —si tomaba prestado el sistema de bases de Alaska, yo no había pasado de primera base más de cinco veces en la vida, así que intenté atribuírselo a la falta de experiencia.

—Soy un poco nuevo en esto.

—Fue una bonita babeada —se rió y me volvió a besar. Pronto estábamos totalmente fuera de las bolsas de dormir, besuqueándonos en silencio. Ella se acostó encima de mí y yo tomé su pequeña cintura en mis manos. Podía sentir sus senos contra mi pecho y ella se movió lentamente encima de mí, montándome con las piernas.

—Te sientes rico.

—Tú eres hermosa —le sonreí. En la oscuridad, podía distinguir el perfil de su cara y sus ojos grandes y redondos que parpadeaban hacia mí, sus pestañas casi aleteando contra mi frente.

—Las dos personas que se están besuqueando, ¿podrían hacerlo en silencio? —preguntó el Coronel en voz muy alta desde su bolsa de dormir—. Los que no estamos besuqueándonos estamos borrachos y cansados.

—Sobre todo… borrachos —dijo Alaska, lentamente, como si la pronunciación requiriera de gran esfuerzo.

Lara y yo casi nunca habíamos hablado y tampoco tuvimos oportunidad de hacerlo ahora, debido a la petición del Coronel. Así que nos besamos en silencio y nos reíamos suavemente con la boca y los ojos. Después de tanto besarnos, empezó a volverse aburrido y susurre:

—¿Quieres ser mi novia?

Ella contestó:

—Sí, por favor —y sonrió. Dormimos juntos en su bolsa de dormir, que resultó un tanto apretada, a decir verdad, pero de todas maneras fue rico. Nunca había sentido a otra persona contra mí mientras dormía. Fue un buen final para el mejor día de mi vida.