TRES DÍAS ANTES

El viernes, después de un examen de precálculo sorprendentemente exitoso con el que cerré mi primera ronda de exámenes finales en Culver Creek, empaqué mi ropa y mi bolsa de dormir en una mochila («piensa en la moda en Nueva York —aconsejó el Coronel—. Piensa en negro. Piensa con sentido común. Que sea algo cómodo, pero abrigador»), recogimos a Takumi en su habitación y caminamos hasta la casa del Águila. El Águila traía puesto el que parecía ser su único traje, y yo me preguntaba si no tendría treinta camisas blancas idénticas y treinta corbatas negras idénticas en su clóset. Me lo imaginaba al levantarse por la mañana, mientras miraba fijamente el clóset y pensaba: «Mmm… mmm… ¿qué tal una camisa blanca y una corbata negra?». A este tipo sí que le hacía falta una esposa.

—Me llevo a Miles y a Takumi a casa para pasar el fin de semana en New Hope —le dijo el Coronel.

—¿Tanto le gustó a Miles lo que probó de New Hope? —me preguntó el Águila.

—¡Ajúa! Habrá contradanza en el parque de traileres —dijo el Coronel. De hecho, podía tener un acento sureño cuando se lo proponía aunque, como casi todos en Culver Creek, por lo general no lo utilizaba.

—Espera un momento mientras llamo a tu mamá —le dijo el Águila al Coronel.

Takumi me miró con un pánico mal disimulado y yo sentí cómo el almuerzo (pollo frito) se me subía por el estómago. Pero el Coronel solo sonrió.

—Sí, claro.

—¿Chip, Miles y Takumi estarán en su casa este fin de semana…? Sí, señora… ¡Ja!… Está bien. Hasta luego —el Águila miró al Coronel—. Tu mamá es una mujer maravillosa —el Águila sonrió.

—Dígamelo a mí —el Coronel sonrió de oreja a oreja—. Nos vemos el domingo.

Conforme caminábamos hacia el estacionamiento del gimnasio, el Coronel nos dijo:

—La llamé ayer y le pedí que me encubriera; ni siquiera preguntó por qué. Solo dijo: «Seguro, hijo, confío en ti», y vaya que lo hace.

Una vez fuera de la vista de la casa del Águila, dimos vuelta a la derecha hacia el bosque.

Caminamos por el sendero de tierra sobre el puente y de vuelta al granero de la escuela, una estructura dilapidada, propensa a las goteras que parecía más una cabaña de troncos abandonada hacía años que un granero. Aún se guardaba paja allí, aunque no sé para qué. No era como si tuviéramos un programa ecuestre ni ninguna otra cosa. El Coronel, Takumi y yo llegamos primero, y abrimos nuestras bolsas de dormir sobre los fardos de paja más suaves. Eran las 18:30 horas.

Alaska llegó poco después; le había dicho al Águila que iba a pasar el fin de semana con Jake. El Águila no corroboró esa historia, porque Alaska pasaba cuando menos un fin de semana al mes con Jake y sabía que a sus padres les daba lo mismo. Lara se apareció media hora después. Le dijo al Águila que se iba en coche a Atlanta para ver a un viejo amigo de Rumania. El Águila llamó a los padres de Lara para asegurarse de que supieran que ella pasaría un fin de semana fuera de la escuela y a ellos no les importó.

—Confían en mí —sonrió.

—A veces no se escucha tu acento —dije, lo que era bastante tonto pero mil veces mejor que vomitarle encima.

—Son solo las íes suaves.

—¿No hay íes suaves en ruso?

—Rumano —me corrigió. Resulta que el rumano es un idioma.

¿Quién iba a saber eso? Mi cociente cultural tendría que incrementarse de manera drástica si quería compartir una bolsa de dormir con Lara en los próximos días.

Todos estaban sentados sobre las bolsas de dormir. Alaska fumaba con gran descuido para la inflamabilidad extrema de la estructura, cuando el Coronel sacó una sola hoja de papel de computadora y leyó:

Las festividades de esta noche son para demostrar, de una vez por todas, que nosotros somos para las travesuras lo que los Guerreros Semaneros son para las mamadas. Pero también tenemos la oportunidad de hacerle la vida desagradable al Águila, lo que siempre es un placer bienvenido. Así pues —dijo, haciendo una pausa como en espera de un redoble de tambor—, esta noche peleamos una batalla en tres frentes:

Frente uno. La pretravesura: encenderemos, como quien dice, una fogata bajo el trasero del Águila.

Frente dos. Operación Calvito: en la que Lara vuela sola en una misión de carácter vengativo, tan elegante y cruel que únicamente podría haber sido ideada por mí, claro está.

—¡Oye! —lo interrumpió Alaska—, la idea fue mía.

—Está bien. La idea fue de Alaska —se rio—. Finalmente, el «Frente tres. Los reportes de progreso: nos meteremos en la red de computación del profesorado y utilizaremos la base de datos donde almacenan las calificaciones para enviarle cartas a las familias de Kevin et al., en las que les informaremos que están reprobando algunas materias».

—Definitivamente nos van a expulsar —dije.

—Espero que no hayan traído al chico asiático pensando que es un genio computacional. Porque no lo soy —dijo Takumi.

—No nos van a expulsar y yo soy el genio de la computadora. El resto de ustedes son músculo y distracción. No nos van a expulsar incluso si nos atrapan, porque no hay ofensas aquí merecedoras de una expulsión. Bueno, excepto las cinco botellas de Strawberry Hill en la mochila de Alaska, y eso estará bien oculto. Solo estamos, ustedes saben, haciendo un poco de ruido.

El plan estaba trazado y no dejaba espacio para errores. El Coronel dependía a tal grado de la sincronía perfecta que si uno de nosotros se equivocaba, aunque fuera un poquito, todo el plan se vendría abajo por completo.

Él había imprimido itinerarios individuales para cada uno de nosotros, donde incluía tiempos exactos hasta en segundos. Con los relojes sincronizados, la ropa negra, las mochilas sobre nuestras espaldas, nuestra respiración visible en el frío, nuestras mentes atiborradas de los nimios detalles del plan y los corazones a toda velocidad, salimos del granero todos juntos una vez que oscureció por completo, como a las siete. Los cinco caminábamos con confianza en fila; nunca me sentí más cool. El Gran quizá estaba sobre nosotros y éramos invencibles. El plan podía tener fallas, pero nosotros no.

Después de cinco minutos, nos dividimos para dirigirnos a nuestros destinos. Yo me fui con Takumi. Nosotros éramos la distracción.

—Somos los malditos infantes de marina —dijo.

—Los primeros en luchar. Los primeros en morir —concordé, nervioso.

—¡Diablos!, sí.

Se detuvo y abrió su bolsa.

—Aquí no, bróder —dije—. Tenemos que ir con el Águila.

—Lo sé. Lo sé. Solo… espera —sacó una cinta gruesa para la cabeza. Era café, con una cabeza afelpada de zorro al frente. La puso sobre la suya. Me reí.

—¿Qué diablos es eso?

—Es mi gorro de zorro.

—¿Tu gorro de zorro?

—Sí, Gordo. Mi gorro de zorro.

—¿Y por qué traes tu gorro de zorro?

—Porque nadie puede atrapar al condenado Zorro.

Dos minutos después, estábamos agachados detrás de los árboles a quince metros de la puerta trasera del Águila. Mi corazón latía con un ritmo de tambor tecno.

—Treinta segundos —susurró Takumi, y yo sentí el mismo susto nervioso que había sentido esa primera noche con Alaska, cuando me tomó de la mano y susurró «corre, corre, corre, corre, corre», Pero permanecí en mi lugar.

Pensé: «No estamos lo suficientemente cerca». Pensé: «No los va a oír». Pensé: «Los oirá y saldrá tan rápido que no tendremos ninguna oportunidad». Pensé: «Veinte segundos». Yo respiraba fuerte y rápido.

—Oye, Gordo —susurró Takumi—, tú puedes hacer esto, bróder. Solo se trata de correr.

—Cierto. «Solo correr. Mis piernas son buenas. Mis pulmones están bien. Es solo correr».

—Cinco —dijo—. Cuatro. Tres. Dos. Uno. Enciéndelo. Enciéndelo. Enciéndelo.

Se encendió con un chirrido que me recordó cada celebración de la Independencia con mi familia. Permanecimos quietos una milésima de segundo, contemplando la mecha, asegurándonos de que estuviera encendida. «Ahora», pensé. «Ahora. Corre, corre, corre, corre, corre». Pero mi cuerpo no se movió hasta que oí a Takumi gritar en susurro:

—Ve, ve, ve, maldita sea, ve.

Y fuimos.

Tres segundos después, un gran estallido de cohetes. Me sonaba como los disparos automáticos en Decapitation, incluso más fuerte. Estábamos ya a veinte pasos de distancia y pensé que mis tímpanos iban a estallar.

Pensé: «Bueno, pues ciertamente los oirá».

Corrimos más allá del campo de futbol y hacia el bosque, cuesta arriba y con muy poco sentido de orientación. En la oscuridad, las ramas caídas y las rocas cubiertas de líquenes aparecían en el último segundo posible y yo me resbalaba, caía una y otra vez y me preocupaba porque el Águila nos fuera a alcanzar, pero yo me levantaba y corría junto a Takumi, lejos de los salones de clase y del círculo de dormitorios. Corrimos como si tuviéramos zapatos alados. Yo corrí como un leopardo, bueno, como un leopardo que fumara mucho. Luego, justo un minuto después de empezar a correr, Takumi se detuvo y abrió a toda carrera su mochila.

Era mi turno de hacer el conteo. Miré mi reloj, aterrado. Para ahora, con seguridad ya estaba afuera. Seguramente vendría corriendo. Me pregunté si sería rápido. Era viejo, pero estaría enojado.

—Cinco, cuatro, tres, dos, uno —y el chirrido. No hicimos pausa esa vez, solo corrimos, todavía más hacia el oeste. Sofocado, me pregunté si podría hacer eso en treinta minutos. Los fuegos artificiales explotaron.

Los estallidos pararon y una voz gritó: «¡Deténganse ahora mismo!». Pero no nos detuvimos. Detenerse no era parte del plan.

—Soy el Zorro, hijo de su madre —susurró Takumi tanto para sí como para mí—. Nadie puede atrapar al Zorro.

Un minuto después, estaba yo en el suelo. Takumi contaba. La mecha se encendió. Corrimos.

Pero el cohete no estalló. Nos habíamos preparado para que sucediera algo así y llevamos una serie adicional. Otro más, sin embargo, le costaría al Coronel y a Alaska un minuto. Takumi se agachó, encendió la mecha y corrió. Empezaron los tronidos. Los fuegos artificiales hicieron bangbangbang en sincronía con el latido de mi corazón.

Cuando terminaron, oí: «¡Alto o llamo a la policía!». Y aun cuando la voz se oía distante, podía sentir la «mirada de la perdición» sobre mí.

—Soy demasiado rápido; los cerdos no pueden detener al Zorro —se dijo Takumi a sí mismo—. Soy tan hábil que puedo hacer rimas mientras corro.

El Coronel nos advirtió sobre la amenaza de la policía; nos dijo que no nos preocupara. Al Águila no le gustaba traer a la policía a los terrenos de la escuela. Era mala publicidad. Así que corrimos. Sobre, abajo y entre todo tipo de árboles, arbustos y ramas. Caímos. Nos levantamos. Corrimos. Si no nos podía seguir con los cohetes, con toda seguridad podía seguir el sonido de nuestros carajos susurrados al tiempo que nos tropezábamos con troncos muertos y caíamos en arbustos espinosos.

Un minuto. Me arrodillé, encendí la mecha, corrí. Bang.

Luego nos volvimos hacia el norte, pensando que habíamos pasado el lago. Esto era clave para el plan. Mientras más lejos nos fuéramos, pero permaneciendo dentro de los terrenos de la escuela, más lejos nos seguiría el Águila. Mientras más lejos nos siguiera, más lejos estaría de los salones de clase, en donde el Coronel y Alaska llevaban a cabo su magia. Luego planeábamos dar una vuelta para regresar cerca de los salones de clase y doblar hacia el este, junto al arroyo, hasta llegar al puente sobre nuestro Agujero para fumar, en donde retomaríamos el camino y andaríamos de regreso al granero, triunfantes. Pero he aquí que cometimos un pequeño error de navegación. No habíamos pasado el lago; en vez de ello, estábamos contemplando un campo y luego el lago. Demasiado cercano a los salones de clase para correr hacia otro lado que no fuera el frente del lago. Miré a Takumi que corría junto a mí paso a paso y solo dijo:

—Suelta uno ahora.

Así que me agaché, encendí la mecha y corrimos. Estábamos corriendo en un claro ahora y, si el Águila estaba detrás de nosotros, podría vernos. Llegamos al rincón sur del lago y comenzamos a correr junto a la orilla. El lago no era tan grande, quizá tenía menos de cuatrocientos metros de largo, así que no nos faltaba mucho cuando lo vi.

El cisne.

Nadaba hacia nosotros como poseído. Aleteaba furioso mientras se nos acercaba. Luego, en la orilla frente a nosotros, hacía un ruido que no sonaba como nada conocido en este mundo, todos los quejidos de un conejo moribundo, más los peores lloriqueos de un bebé, y no había hacia dónde hacerse. Así que corrimos. Yo golpeé al cisne a toda carrera y sentí que me mordía el trasero. Luego corrí cojeando notoriamente, porque el trasero se me estaba incendiando, y pensé: «¿Qué fregados tiene la saliva de los cisnes que arde tanto?».

El vigesimotercer cohete no estalló, lo que nos costó un minuto más. Para entonces, yo sí quería tomarme un minuto. Me sentía morir. La sensación de ardor en mi nalga izquierda se había convertido en un dolor intenso, magnificado cada vez que apoyaba mi pierna izquierda, así que era como una gacela lesionada que intentaba evadir una manada de leones. Nuestra velocidad, sobra decirlo, se había reducido de manera considerable. No habíamos oído al Águila desde que atravesamos el lago, pero no creo que se hubiera regresado. Estaba intentando convencernos de que todo estaba bien, pero no caeríamos en su trampa. Esta noche éramos invencibles.

Exhaustos, nos detuvimos con los tres cohetes que nos quedaban y esperábamos que le hubiéramos dado al Coronel suficiente tiempo. Corrimos unos minutos más, hasta que encontramos la orilla del arroyo. Estaba tan oscuro y quieto que la diminuta corriente de agua parecía rugir, pero aun así podía oír nuestras respiraciones fuertes, rápidas, al desfallecer sobre el barro húmedo y las piedritas junto al arroyo. Solo después de detenernos miré a Takumi. Su rostro y sus brazos estaban arañados, la cabeza del zorro colgaba directamente sobre su oreja izquierda. Al mirar mis propios brazos, observé que goteaba sangre de las cortadas más profundas. Había, recordé, algunos sitios con arbustos espinosos tremendos, pero no sentía ningún dolor.

Takumi se sacó varias espinas de la pierna.

—El Zorro está tremendamente cansado —dijo, y se rió.

—El cisne me mordió el trasero.

—Lo vi —sonrió—. ¿Estás sangrando? —Metí la mano dentro de los pantalones para corroborarlo. No había sangre, así que fumé para celebrar.

—Misión cumplida —dije.

—Gordo, amigo mío, somos superchingonindestructibles.

No podíamos saber en dónde estábamos, porque el arroyo se hacía tan sinuoso dentro de los terrenos de la escuela que lo seguimos como diez minutos, calculando que caminábamos la mitad de rápido de lo que habíamos corrido. Luego dimos vuelta a la izquierda.

—¿Crees que sea a la izquierda? —preguntó Takumi.

—Estoy bastante perdido.

—El zorro señala a la izquierda. Así que a la izquierda —y sí, sin duda, el zorro nos regresó al granero.

—¡Están bien! —exclamó Lara cuando entramos—. Estaba preocupada. Vi al Águila salir corriendo de su casa. En pijama. Y vaya que se veía enfadado.

—Bueno, si estaba enfadado entonces, no lo querría ver ahora —le contesté.

—¿Qué les llevó tanto tiempo? —me preguntó.

—Tomamos la larga ruta a casa —explicó Takumi—. Además, el Gordo camina como una viejecita con hemorroides, porque el cisne le mordió el trasero. ¿Dónde están Alaska y el Coronel?

—No lo sé —dijo Lara, y en seguida oímos pasos en la distancia, murmullos y ramas quebrarse. En un instante, Takumi había tomado las bolsas de dormir y las mochilas y las había escondido detrás de fardos de paja. Los tres corrimos a la parte de atrás del granero, hacía los pastos altos, y nos tiramos al suelo. «Nos siguió hasta el granero», pensé. «Lo echamos todo a perder».

Pero luego oí la voz del Coronel, clara y muy molesta, que decía:

—¡Porque reduce la lista de posibles sospechosos a veintitrés! ¿Por qué no podías seguir el plan? Dios mío, ¿dónde están todos?

Regresamos al granero, un poco avergonzados por haber reaccionado de esa manera. El Coronel se sentó en un fardo de paja, con los codos en las rodillas, la cabeza inclinada, las palmas contra la frente, pensando.

—Bueno, todavía no nos atrapan, de cualquier manera. Bueno, primero —dijo, sin mirar arriba—, decidme que todo salió bien. ¿Lara?

Ella empezó a hablar.

—Sí, estuvo bien.

—¿Me puedes dar más detalles?

—Hice como decían tus indicaciones. Me quedé atrás de la casa del Águila hasta que lo vi salir corriendo tras Miles y Takumi; luego corrí detrás de los dormitorios, me metí por la ventana a la habitación de Kevin, puse la sustancia en el gel y en el acondicionador, y después hice lo mismo en la habitación de Jeff y Longwell.

—¿Qué sustancia? —pregunté.

—Tinte para cabello del número cinco color azul sin diluir, de uso industrial —dijo Alaska—, lo compré con el dinero con el que me compraste los cigarros. Aplícalo al cabello mojado y no te lo quitarás de encima en cuatro meses.

—¿Les teñimos el pelo de azul?

—Pues, técnicamente —dijo el Coronel, todavía hablándole a su regazo— ellos se teñirán su propio pelo de azul. Y se lo facilitamos. Sé que a ti y a Takumi les fue bien, porque están aquí y nosotros estamos aquí, así que hicieron su trabajo. Y la buena noticia es que a los tres imbéciles que tuvieron las agallas de hacernos una jugarreta les llegarán sus reportes de calificaciones en los que se les informará que están reprobando tres materias.

—Ah, ¿y cuál es la mala noticia? —preguntó Lara.

—Ay, no seas así —dijo Alaska—. La otra buena noticia es que, mientras el Coronel estaba preocupado porque había oído algo y corrió hacia el bosque, yo me encargué de que a veinte Guerreros Semaneros más también les llegue próximamente un reporte de progreso. Imprimí los reportes para todos ellos, los metí en sobres membretados de la escuela y los eché al buzón.

Se volteó hacia el Coronel.

—Te tardaste mucho —dijo—. El pequeño Coronel: tan preocupado de que lo expulsen.

El Coronel se puso de pie; parecía muy alto mientras todos los demás estábamos sentados.

—¡Ésas no son buenas noticias! ¡Ése no era el plan! Eso significa que hay veintitrés personas que el Águila puede eliminar como sospechosos. ¡Veintitrés personas que pueden dilucidar que fuimos nosotros y delatarnos!

—Si eso sucede —dijo Alaska, con mucha seriedad— yo asumiré la culpa.

—Sí —suspiró el Coronel—, como la asumiste con Paul y Marya. ¿Dirás que mientras andabas cascabeleando por el bosque encendiendo cohetes al mismo tiempo estabas metiéndote en la red de la computación de los profesores e imprimiendo reportes de progresos falsos en papel membretado de la escuela? Porque, ¡estoy seguro de que el Águila te lo va a creer tal cual!

—Relájate, bróder —dijo Takumi—. Primero que nada, no nos van a atrapar. Segundo, si lo hacen, yo lo asumo junto con Alaska. Tú tienes más que perder que cualquiera de nosotros.

El Coronel solo asintió con la cabeza. Era un hecho innegable: el Coronel no tendría ninguna oportunidad de obtener una beca en una buena escuela si lo expulsaban del Creek.

Sabiendo que nada animaba más al Coronel que reconocer su inteligencia, le pregunté:

—Entonces, ¿cómo te metiste en la red?

—Me trepé por la ventana de la oficina del doctor Hyde, eché a andar su computadora y tecleé su contraseña —contó, sonriendo.

—¿La adivinaste?

—No. El martes entré a su oficina y le pedí que me imprimiera una copia de la lista de lecturas recomendadas. Le observé teclear la contraseña J3ckylnhyd3.

—Pues, vaya —dijo Takumi—, yo podría haber hecho eso.

—Cierto, pero entonces no te habría tocado ponerte ese gorro tan sexy —dijo el Coronel, riéndose. Takumi se lo quitó y lo guardó en su mochila.

—Kevin se va a encabronar con lo del pelo —dije.

—Sí, bueno, como yo estoy encabronada con mi biblioteca inundada. Kevin es un muñeco inflable —dijo Alaska—. Si nos pican, sangramos. Si lo picas a él, se desinfla.

—Es cierto —dijo Takumi—. El tipo es un estúpido. Sí, después de todo, medio trató de matarte.

—Sí, supongo —reconocí.

—Aquí hay muchas personas así —continuó Alaska, aún molesta—. ¿Saben? Chicos ricos como malditos muñecos inflables.

Pero aun cuando Kevin había intentado medio matarme y todo, en realidad no me parecía que valiera la pena odiarlo. Odiar a los «niños bien» gasta un montón de energía y yo había abandonado esa lucha hacía mucho tiempo. Para mí, la travesura anterior, solo era una respuesta a una travesura anterior, una oportunidad de oro, como dijo el Coronel, de provocar un poco de caos. Pero para Alaska parecía ser algo diferente, algo más.

Quería preguntarle más al respecto, pero se acostó detrás de los fardos de paja, invisible de nuevo. Alaska había terminado de hablar y una vez que lo había hecho, eso era todo. No logramos que saliera de ahí en dos horas, hasta que el Coronel abrió una botella de vino. Nos pasamos la botella hasta que lo pude sentir en mi panza, avinagrado y tibio.

Quería que el alcohol me gustara más de lo que me gustaba (que es más o menos lo opuesto de cómo me sentía por Alaska). Pero esa noche el alcohol se sentía fantástico, conforme el calor del vino se extendía por todo el cuerpo. No me gustaba sentirme tonto ni fuera de control, pero me agradaba la manera en que hacía que todo (reírse, llorar o hacer pipí frente a tus amigos) fuera más fácil. ¿Por qué bebíamos? Para mí, era por diversión, sobre todo porque nos arriesgábamos a que nos expulsaran. Lo bueno de la amenaza constante de expulsión en Culver Creek es que le imprimía emoción a cada momento de placer ilícito. Lo malo es, por supuesto, que siempre existía la posibilidad real de expulsión.