El miércoles por la mañana, desperté con la nariz mormada y me topé con un Alabama completamente nuevo, fresco y frío. Al caminar hacia la habitación de Alaska, el pasto escarchado del círculo de dormitorios crujía bajo mis zapatos. No te topas con mucha escarcha en Florida, y yo saltaba como si pisara plástico de burbujas. Crunch. Crunch. Crunch. Alaska tenía en la mano una vela verde encendida boca abajo. Dejaba caer la cera sobre un volcán hecho en casa, tan grande que parecía un proyecto de Ciencias Naturales de secundaria en technicolor.
—No te vayas a quemar —le advertí, a medida que la llama se trepaba hacia su mano.
—La noche cae rápido. Hoy está en el pasado —dijo, sin mirar hacia arriba.
—Espera, yo he leído eso antes. ¿Quién es?
Con la mano libre, me lanzó un libro. Cayó a mis pies.
—Es un poema de Edna St. Vincent Millay. ¿La has leído? Me sorprendes.
—¡Oh! Leí su biografía, aunque no tengo sus últimas palabras. Eso me amargó un poco. Todo lo que recuerdo es que tenía mucho sexo.
—Lo sé. Es mi heroína —dijo Alaska, sin nada de ironía. Me reí, pero no se dio cuenta—. ¿No te parece raro que disfrutes las biografías de los grandes escritores mucho más de lo que disfrutas sus escritos?
—¡No! —le anuncié—. El hecho de que fueran personas interesantes no significa que me interese oír sus cavilaciones sobre la noche.
—Se trata de la depresión, menso.
—¡Aaaaaay! ¿De veras? Bueno, entonces es brillante —respondí.
—Bueno —suspiró—. La nieve puede estar cayendo en el invierno de mi descontento, pero cuando menos, tengo un acompañante sarcástico. Siéntate, ¿sí?
Me senté junto a ella con las piernas cruzadas y nuestras rodillas se tocaron. Ella sacó un cajón transparente de plástico lleno de docenas de velas debajo de su cama. Lo miró por un momento; luego me pasó una vela blanca y un encendedor.
Pasamos toda la mañana quemando velas y, una que otra vez, prendiendo cigarros con las velas encendidas tras enrollar una toalla abajo de su puerta. A lo largo de dos horas, añadimos treinta centímetros a la cumbre de su volcán policromo de velas.
—El monte Santa Helena sobre ácido —dijo.
A las 12:30 del mediodía, después de suplicarle dos horas que me diera un aventón a McDonald’s, Alaska decidió que era hora de comer. Al encaminarnos hacia el estacionamiento de alumnos, vi un carro extraño. Un pequeño carro verde. Un carro cuya puerta posterior se abría hacia arriba. «Ese carro lo he visto antes. ¿Dónde?», pensé. Luego el Coronel saltó hacia fuera y corrió hacia nosotros.
En vez de un «hola» o algo así, el Coronel dijo:
—Me han dado instrucciones de invitarlos a la cena de Acción de Gracias en Chez Martín.
Alaska me susurró algo al oído, yo me reí y conteste:
—Me han dado instrucciones de aceptar su invitación —así que caminamos a la casa del Águila, le dijimos que íbamos a comer pavo al estilo campamento de tráileres y nos fuimos en el carrito.
El Coronel nos lo explicó durante el viaje de dos horas en coche hacia el sur. Yo estaba hecho bolita en el asiento de atrás, porque Alaska había decidido irse en el asiento de adelante, mirando hacia atrás. Ella solía manejar, pero cuando no lo hacía, era la reina del mundo para eso de sentarse viendo hacia atrás. La mamá del Coronel supo que nos habíamos quedado en la escuela y no podía soportar la idea de dejarnos sin familia para Acción de Gracias. Al Coronel no parecía encantarle la idea:
—Voy a tener que dormir en una tienda de campaña —dijo, y yo me reí.
Resultó que sí tuvo que dormir en una tienda de campaña, un objeto verde, agradable, para cuatro personas y con forma de medio huevo, pero que seguía siendo una tienda de campaña. La mamá del Coronel vivía en un remolque, como los que verías jalados por un gran camión tipo pickup, excepto que éste era bastante viejo, se deshacía sobre sus bloques de concreto y probablemente no hubiera podido conectarse a un camión sin desintegrarse. Ni siquiera era un remolque muy alto. Yo apenas podía pararme con toda mi estatura sin rozar el techo. Entendí por qué el Coronel era chaparro: no podía darse el lujo de ser más alto. El lugar era, en realidad, una sola habitación larga, con una cama full size al frente, una cocineta, un área de sala con televisión en la parte de atrás y un baño pequeño, tan pequeño que, para bañarte, casi tenías que sentarte en el WC.
—No es mucho —nos dijo la mamá del Coronel («Dolores, no señora Martin»)—. Pero todos ustedes cenarán un pavo del tamaño de la cocina —se rió. El Coronel nos sacó del remolque de inmediato después del pequeño recorrido y caminamos por el barrio, una serie de remolques y hogares móviles sobre caminos de tierra.
—Bueno, ahora entienden por qué detesto a los ricos —así fue. No podía imaginar cómo había crecido el Coronel en un lugar tan pequeño. El remolque entero era más pequeño que nuestro dormitorio. No sabía qué decirle, cómo hacerlo sentir menos avergonzado.
—Lo siento si los hace sentir incómodos —dijo—. Sé que seguramente les parece muy raro.
—A mí, no —declaró Alaska.
—Bueno, tú no vives en un remolque —le contestó.
—El pobre es pobre.
—Supongo —dijo el Coronel.
Alaska decidió ayudar a Dolores con la cena. Dijo que era sexista dejarle la cocina a las mujeres, pero era mejor tener buena comida sexista que comida basura preparada por chicos. Así que el Coronel y yo nos sentamos en el sofá cama de la sala, para jugar juegos de video y hablar acerca de la escuela.
—Terminé mi ensayo de religión. Pero tengo que capturarlo en tu computadora cuando regresemos. Creo que estoy listo para los exámenes finales, lo que es bueno porque tenemos una tra-fa ve-fe su-fu ra-fa que hacer.
—¿Tu mamá no entiende las efes?
—No si hablo rápido. Pero por Dios, cállate.
La comida, angú frito, elotes al vapor y carne de res cocida a fuego lento, tan tierna que se caía del tenedor de plástico, me convenció de que Dolores era mejor cocinera incluso que Maureen. El angú de Culver Creek tenía menos grasa y era más crujiente. Dolores también era la mamá más graciosa que hubiera yo conocido. Cuando Alaska le preguntó en qué trabajaba, sonrió y dijo:
—Soy ingeniera culinaria. Esto significa ser cocinera de platillos rápidos en la Casa de los Waffles.
—La mejor Casa de Waffles de Alabama —el Coronel sonrió y me di cuenta de que no estaba para nada avergonzado de su mamá. Sólo temía que actuáramos como fresas condescendientes de internado. Siempre había pensado que la posición del Coronel de detesto a los ricos era un poco sobreactuada hasta que lo vi con su mamá. Era el mismo Coronel, pero en un contexto del todo diferente. Me dio la esperanza de que algún día conociera también a la familia de Alaska.
Dolores insistió en que Alaska y yo compartiéramos la cama, mientras ella se acostó en el sofá cama y el Coronel dormía afuera en la tienda de campaña. Me preocupaba que tuviera frío, pero la verdad es que yo no tenía intenciones de abandonar mi cama con Alaska. Teníamos cobijas separadas y nunca hubo menos de tres capas de tela entre nosotros, pero las posibilidades no me dejaron dormir la mitad de la noche.