CINCUENTA Y DOS DÍAS ANTES

Después de que todos se fueron. Después de que llegó la mamá del Coronel en un carro amolado con una puerta trasera que se abría para arriba y de que él lanzara su gigantesca bolsa de lona en el asiento de atrás. Después de que dijo: «Yo no sirvo para las despedidas; te veo en una semana; no hagas nada que no haría yo». Después de que una limusina verde recogiera a Lara, cuyo padre era el único doctor de un pequeño pueblo del sur de Alabama.

Después de acompañar a Alaska en una inquietante salida al aeropuerto (de esas de para qué necesitamos frenos) para dejar a Takumi. Después de que la escuela entró en una quietud espectral, sin puertas que se azotaran, sin música, sin risas, sin gritos. Después de todo eso:

Nos dirigimos al campo de futbol y ella me llevó a la orilla en donde empieza el bosque. Dimos los mismos pasos que había caminado cuando me lanzaron al lago. Bajo la Luna llena, se podía ver su silueta y la curva de su cintura a sus caderas en la sombra. Pasado un rato se detuvo y dijo:

—Cava.

—¿Cava?

—Cava.

Así seguimos un rato, luego me arrodillé y cavé en la suave tierra negra a la orilla del bosque. Antes de que llegara hondo, mis dedos rasguñaron vidrio y cavé alrededor hasta que saqué una botella de vino rosa, de nombre Strawberry Hill, supongo que porque si no hubiera sabido a vinagre con un toque de jarabe de arce, hubiera sabido a fresas.

—Tengo una identificación falsa —dijo—, pero es un asco. Por eso, cada vez que voy a la licorería trato de comprar diez botellas de esto y un poco de vodka para el Coronel. Así, cuando funciona, tengo suficiente para un semestre. Luego le doy al Coronel su vodka y él lo pone donde quiere. Yo tomo lo mío y lo entierro.

—Porque eres pirata.

—Sí, compañero. Precisamente. Pero el consumo de vino se ha elevado un poco este semestre, por lo que será necesario hacer un recorrido mañana. Ésta es la última botella —le quitó el tapón (no había corcho), dio un sorbo y me la pasó.

—No te preocupes por el Águila esta noche. Está feliz de que casi todo el mundo se haya ido. Probablemente se esté masturbando por primera vez en un mes.

Eso me preocupó un poco, un momento, mientras detenía la botella por el cuello; pero quería confiar en ella, así que lo hice. Tomé un traguito y, en cuanto me lo pasé, mi cuerpo rechazó el jarabe punzante del licor. Sentí cómo me volvía por el esófago, pero tragué con fuerza y sí, lo conseguí. Estaba bebiendo en los terrenos de la escuela.

Nos recostamos en los pastos altos, entre el campo de futbol y el bosque. Pasábamos la botella de un lado al otro e inclinábamos nuestras cabezas para sorber el vino inductor de respingos. Como lo había prometido en su lista, me trajo un libro de Kurt Vonnegut, Cat’s Cradle, que me leyó en voz alta. Su suave voz se mezclaba con el croar de las ranas y los saltos de los grillos que aterrizaban suavemente a nuestro alrededor. No oía tanto sus palabras como la cadencia de su voz. Era evidente que había leído el libro muchas veces anteriores, pues lo leía sin errores y con confianza, y podía oír su sonrisa al leerlo. El sonido de esa sonrisa me hacía pensar que quizá me gustarían más las novelas si Alaska Young me las leyera. Después de un rato, bajó el libro y yo me sentí mareado pero no borracho. La botella reposaba entre nosotros, mi pecho tocaba la botella y su pecho tocaba la botella, pero nosotros no nos tocábamos. Puso una mano en mi pierna.

Su mano, justo arriba de mi rodilla. La palma, lisa y suave, contra mis pantalones de mezclilla. Su dedo índice haciendo círculos lentos, perezosos, que se dirigían al interior de mi muslo. Y una capa entre nosotros. ¡Dios mío! ¡Vaya que la deseaba! Acostados ahí, entre el pasto alto y quieto, bajo el cielo borracho de estrellas, escuchábamos sólo el casi imperceptible sonido de su respiración rítmica y el silencioso ruido del croar de las ranas, las alas de los saltamontes, los coches distantes que corrían sin cesar por la carretera I-65. Pensé que sería un buen momento para decir las «dos palabritas». Y me preparé para decirlas al mirar la noche más estrellada, convencido de que ella las sentía también, que su mano tan viva y tan vivaz contra mi pierna era más que juguetona, que no importaba Lara, que no me importaba Jake porque yo sí, Alaska Young, yo sí te quiero y qué más importaba aparte de eso. Mis labios se separaron para hablar y antes de que pudiera empezar a pronunciar las palabras, ella dijo:

—El laberinto no es vida o muerte.

—Ah, está bien. Entonces, ¿qué es?

—Sufrimiento —dijo—. Hacer el mal y que te sucedan cosas malas. Ése es el problema. Bolívar hablaba sobre el dolor, no sobre los vivos y la muerte. ¿Cómo te escapas del laberinto del sufrimiento?

—¿Qué pasa? —pregunté. Y sentí la ausencia de su mano sobre mí.

—No pasa nada. Pero siempre hay sufrimiento, Gordo. Tarea o malaria o tener un novio que vive lejos cuando hay un chico bien parecido acostado junto a ti. El sufrimiento es universal. Es aquello de lo que se preocupan igual budistas, cristianos y musulmanes.

Me volví hacia ella.

—Ah, entonces quizá la clase del doctor Hyde no es pura basura.

Los dos estábamos acostados de lado. Ella sonrió y nuestras narices casi se tocan. Mis ojos sin parpadear sobre los suyos. Su rostro enrojecido por el vino. Abrí la boca de nuevo, pero esta vez no para hablar, y ella alzó la mano, me puso un dedo en los labios y dijo:

Shh, shh. No lo arruines.