Como una semana después desperté a las 6:30 —¡6:30 en una mañana de sábado!—, con la dulce melodía de Decapitation: una ráfaga automática de disparos sobre la música amenazante y pesada del videojuego. Rodé hacia un lado y vi a Alaska darle al mando arriba y a la derecha, como si eso la fuera a ayudar a escapar de alguna muerte. Yo tenía ese mismo mal hábito.
—¿Por lo menos podrías jugar en silencio?
—Gordo —dijo, en apariencia condescendiente—, el sonido es parte integral de la experiencia artística de este videojuego. Silenciar Decapitation sería como leer una palabra sí y otra no de Jane Eyre. El Coronel despertó hace como media hora. Parecía un poco molesto, así que le dije que se fuera a dormir a mi habitación.
—Quizá yo haga lo mismo —dije, adormilado.
En vez de responderme, comentó:
—Oí lo que Takumi te dijo. Sí, yo delaté a Marya y lo siento. Nunca más lo volveré a hacer. Cambiando de tema, ¿pasarás el día de Acción de Gracias aquí? Porque yo sí.
Me di la vuelta hacia la pared y tire los cobertores sobre mi cabeza. No sabía si confiar en Alaska, pues sin duda ya había tenido suficiente de su carácter impredecible: fría un día, dulce al siguiente, irresistiblemente coqueta en un momento, insoportablemente fastidiosa en otro. Prefería al Coronel: cuando menos, si estaba de malas tenía una razón para ello.
Como una muestra del poder de la fatiga, me las ingenié para dormirme rápido, convencido de que los alaridos de los monstruos al morirse y los chillidos de placer de Alaska al matarlos no eran más que una banda sonora agradable con la cual soñar. Me desperté media hora después, cuando se sentó en mi cama, con su trasero contra mi cadera. «Su ropa interior, sus pantalones de mezclilla, el cobertor, mis pantalones de pana y mis bóxer entre nosotros», pensé. Cinco capas de tela y aun así sentí la calidez nerviosa del roce, un reflejo pálido de los fuegos artificiales de una boca sobre otra, pero un reflejo de cualquier modo. Y la fugacidad del momento, me importó cuando menos lo suficiente. No estaba seguro de si me caía bien y dudaba confiar en ella, pero al menos me importaba lo suficiente para tratar de averiguarlo. Ella en mi cama con sus grandes ojos verdes mirándome con detenimiento. El misterio perdurable de su sonrisa traviesa, casi burlona. Cinco capas entre nosotros.
Continuó como si yo no hubiera estado dormido.
—Jake tiene que estudiar. Así que no me quiere en Nashville. Dice que no puede prestarle atención a la musicología mientras me mira. Le dije que me pondría un burka, pero no lo convencí, así que me quedaré aquí.
—Lo siento —dije.
—No, no importa. Tengo mucho que hacer. Hay una travesura que planear. Pero estaba pensando que tú también tendrías que quedarte aquí. De hecho, escribí una lista.
—¿Una lista?
Metió la mano en su bolsillo y sacó una hoja de cuaderno muy doblada y comenzó a leer.
—«Lista de razones por las que el Gordo debería quedarse en el Creek para el día de Acción de Gracias», por Alaska Young.
Uno y Dos sin duda me resultaban atractivos, pero sobre todo me gustaba la idea de sólo ella y yo en la escuela.
—Hablaré con mis padres, cuando despierten —le dije.
Me persuadió para que me fuera al sofá y jugamos Decapitation juntos hasta que de pronto soltó el mando.
—No estoy coqueteando. Sólo estoy cansada —se justificó, pateando sus chanclas. Subió los pies al sofá de hule espuma, metiéndolos detrás de un cojín, y se arrimó arriba para poner la cabeza en mi regazo. Mis pantalones de pana. Mi calzón bóxer. Dos capas. Podía sentir la calidez de su mejilla sobre mi muslo.
A veces es apropiado, incluso preferible, tener una erección cuando el rostro de alguien está muy cerca de tu pene.
Ésta no era una de esas veces.
Así que dejé de pensar en las capas y la calidez, encendí la TV en silencio, y me enfoqué en Decapitation.
A las 8:30 apagué el juego y me alejé de Alaska. Ella se volvió, todavía dormida. Las rayas de mis pantalones de pana estaban marcadas en su mejilla.
Por lo general sólo llamaba a mis padres los domingos en la tarde, así que cuando mi madre oyó mi voz, de inmediato brincó.
—¿Qué pasa, Miles? ¿Estás bien?
—Sí, mamá, estoy bien. Estoy pensando, si ustedes están de acuerdo, en quedarme aquí a pasar el día de Acción de Gracias. Muchos de mis amigos se van a quedar —mentira— y tengo mucho trabajo que hacer —mentira doble—. No tenía idea de lo difíciles que iban a ser las clases, mamá —verdad.
—Ay, cariño. Te extrañamos tanto. Y un gran pavo de Acción de Gracias te está esperando, junto con toda la salsa de arándanos que puedas comer.
Yo detestaba la salsa de arándanos, pero por alguna razón mi mamá insistía en creer que era mi comida favorita en todo el mundo, aun cuando cada día de Acción de Gracias, año tras año, amablemente la evitaba en mi plato.
—Lo sé, mamá. Yo también los extraño a ustedes. Pero de verdad quiero que me vaya bien aquí —verdad— y además es muy agradable tener, bueno, amigos —verdad.
Sabía que sacar a colación lo de los amigos la convencería. Y lo logré. Así que me dio su bendición para quedarme en la escuela, después de prometerle estar con ellos cada minuto de las vacaciones de Navidad (como si tuviera otros planes).
Pasé la mañana en el ordenador, brincando entre el ensayo de religión y el de inglés. Faltaban solo dos semanas de clases antes de los exámenes: la que seguía y la posterior al día de Acción de Gracias, y hasta ahora, la mejor respuesta personal a «¿Qué le sucede a la gente después de morir?» era «Bueno, algo. Quizá…»
El Coronel llegó a mediodía, con su grueso libro de ultramatemáticas acunado entre sus brazos.
—Acabo de ver a Sara —dijo.
—¿Y cómo te fue?
—Mal. Dijo que todavía me quería. ¡Dios mío! «Te quiero» es la droga de escape al terminar una relación. Decir «te quiero» mientras uno cruza el círculo de dormitorios inevitablemente lleva a responder «te quiero». Así que salí corriendo.
Me reí. El Coronel sacó un cuaderno y se sentó en su escritorio.
—Sí. Ja, ja. Alaska me dijo que te quedas.
—Sí. De todos modos, me siento un poco culpable por abandonar a mis padres.
—Sí, bueno. Ojalá no te quedes con la esperanza de hacerlo con Alaska. Si la desamarras del ancla que es Jake, que Dios se compadezca de todos nosotros. Eso sí sería un drama. Y, por regla general, me gusta evitar los dramas.
—No me quedo porque quiera hacerlo con ella.
—Espera —tomó un lápiz y se puso a garabatear en el papel a toda velocidad, como si acabara de tener una revelación matemática y luego me miró—. Acabo de hacer algunos cálculos y he podido determinar que eso es puro cuento.
Y estaba en lo cierto. ¿Cómo podía abandonar a mis padres, que me querían lo suficiente para pagar mi educación en Culver Creek? ¿A mis padres, que siempre me habían querido, sólo porque me gustaba una chica que tenía novio? ¿Cómo podía dejarlos solos con un gigantesco pavo y mares de salsa incomible de arándanos? Así que, en el tercer descanso, llamé a mi mamá a su trabajo. Quería que me dijera, supongo, que estaba bien, que me quedara en el Creek para Acción de Gracias, pero no esperaba que me dijera, toda emocionada, que ella y papá habían comprado boletos de avión para irse a Inglaterra después de mi llamada anterior y que planeaban pasar Acción de Gracias en un castillo durante su segunda luna de miel.
—Ah, eso… eso es sensacional —dije, y luego colgué lo más rápido que pude porque no quería que me oyera llorar. Creo que, cuando colgué bruscamente, Alaska me oyó desde su cuarto porque abrió la puerta cuando me volteé, pero no comentó nada. Caminé por el círculo de dormitorios y luego atravesé el campo de futbol para abrirme camino por el bosque hasta que fui a dar a las orillas del arroyo Culver, un poco más allá de donde está el puente. Me senté sobre una piedra, con los pies en la tierra oscura del lecho del arroyo, y lancé piedritas hacia el agua clara; el agua era poco profunda y éstas aterrizaban con un sonido vacío de plop, apenas audible sobre el rumor del arroyo conforme danzaba en su camino hacia el sur. La luz se filtraba por las hojas de los árboles y las agujas de los pinos como si fueran encaje; el suelo estaba manchado de sombras.
Pensé en aquello que extrañaba de casa: el estudio de mi papá con sus libreros empotrados, del suelo al techo; los estantes pandeados debido a los gruesos tomos de biografías, y la silla negra de cuero que me mantenía lo bastante incómodo para no quedarme dormido mientras la leía. Era tonto sentirme tan desilusionado como estaba. Yo los había abandonado a ellos, pero sentía que había sido al revés. Aún así, estaba triste, sin lugar a dudas.
Miré hacia el puente y vi a Alaska sentada en una de las sillas azules del Agujero para fumar. Y aun cuando pensé que quería estar solo, dije:
—Oye —y luego, cuando no se volvió hacia mí, grité—: ¡Alaska! —se acercó.
—Te estaba buscando —dijo, al sentarse junto a mí en la roca.
—Oye.
—Lo siento mucho, Gordo —dijo, y me abrazó, reposando la cabeza en mi hombro. Se me ocurrió que ni siquiera sabía lo que había sucedido, pero de cualquiera manera sonaba sincera.
—¿Qué voy a hacer?
—Pasar Acción de Gracias conmigo, tonto. Aquí.
—¿Y por qué no te vas a casa a pasar las vacaciones? —le pregunté.
—Me dan miedo los fantasmas, Gordo. Y mi casa está llena de ellos.