OCHENTA Y SIETE DÍAS ANTES

Nuestra cita triple y media empezó bastante bien. Estaba en la habitación de Alaska —a fin de que pescara novia, había estado de acuerdo en plancharme una camisa verde de botones— cuando apareció Jake. Tenía el pelo rubio hasta los hombros, vello oscuro en las mejillas y el tipo de complexión que se recompensa con una carrera como modelo de catálogo. Jake era tan guapo como esperaría uno que lo fuera el novio de Alaska. Ella le brincó encima y lo rodeó con sus piernas («Dios me libre que alguien me haga eso alguna vez. Me tiraría», pensé). Había oído a Alaska hablar sobre los besos, pero nunca la había visto besar a nadie hasta entonces: él la tomó por la cintura y se inclinó hacia el frente; ella separó sus labios prominentes, ladeó la cabeza un poco y abarcó la boca de él con tan pasión que yo sentí que debía mirar hacia otro lado, pero no pude. Un buen rato después, se desenredó de Jake y me presentó.

—Éste es el Gordo —dijo. Jake y yo nos saludamos de mano.

—He oído hablar mucho sobre ti —hablaba con un ligero acento sureño, del poco que había oído fuera de McDonald’s—. Espero que tu cita funcione esta noche, porque no querría que me robaras a Alaska delante de mí.

—¡Dios mío!, eres tan adorable —dijo Alaska, antes de que yo pudiera responder—. Lo siento —rió—. Es sólo que parece que no puedo dejar de besar a mi novio.

Me puse mi camisa verde recién almidonada y los tres nos reunimos con el Coronel, Sara, Lara y Takumi. Luego nos dirigimos al gimnasio a ver a los Nadas de Culver Creek contra la Academia Harsden, una escuela diurna privada de Mountain Brook, el suburbio más rico de Birmingham. El odio del Coronel por Harsden ardía con el fuego de mil soles.

—Lo único que detesto más que a los ricos —me dijo, camino al gimnasio— son los idiotas. Y todos los chicos de Harsden son ricos y demasiado idiotas para entrar en Creek.

Como se suponía que era una cita, pensé sentarme junto a Lara durante el juego, pero cuando intenté pasar por donde ya estaba sentada Alaska, en camino hacia donde estaba Lara, Alaska me miró y dio palmaditas en el lugar vacío que estaba junto a ella en las gradas.

—¿No puedo sentarme junto a mi cita? —pregunté.

—Gordo, uno de los dos ha sido una chica toda su vida. El otro nunca ha pasado de segunda base. Si fuera tú, me sentaría, me vería mono y sería el agradable chico introvertido que sueles ser.

—Está bien, lo que tú digas.

—Sí, ésa suele ser mi estrategia para complacer a Alaska —afirmó Jake.

—¡Aayy! ¡Qué lindo! Gordo, ¿te dije que Jake está grabando un disco con su banda? Son fantásticos. Son como Radiohead con los Flaming Lips. ¿Te dije que yo les inventé el nombre, Hickman Territory? —luego, a sabiendas de que estaba siendo boba—: ¿Te dije que Jake está bien dotado y es un amante hermoso y sensual?

—Diosito santo —sonrió Jake—, no lo digas frente a los niños.

Yo quería odiar a Jake, por supuesto, pero al verlos juntos, sonreír y juguetear uno con el otro no pude detestarlo. Quería ser él, sin lugar a dudas, pero intenté recordar que se suponía que estaba en una cita con alguien más.

El jugador estrella de la Academia era un Goliat de casi dos metros de alto llamado Travis Eastman al que todos, sospecho que incluso su madre, llamaban la Bestia. La primera vez que la Bestia llegó a la línea de tiro libre, el Coronel no podía evitar blasfemar mientras decía en tono burlón:

—Le debes todo a tu papá, estúpido bastardo inculto.

La Bestia se dio la vuelta y lo miró con ira, y al Coronel casi lo expulsan después del primer tiro libre, pero le sonrió al réferi y dijo: «¡lo siento!».

—Quiero quedarme aquí para ver una buena parte de este juego —me dijo.

Al inicio del segundo tiempo, el Creek iba perdiendo por un margen sorprendentemente corto de veinticuatro puntos y la Bestia en la línea de jugadas estaba fuera de la cancha. El Coronel miró a Takumi y le dijo: «ya es el momento». Takumi y el Coronel se pusieron de pie en el momento que la multitud siseó «Shhh…»

—No sé si sea el mejor momento para decírtelo —le gritó el Coronel a la Bestia—, pero Takumi, que está aquí conmigo, tuvo que ver con tu novia justo antes del juego.

Eso hizo reír a todos, excepto a la Bestia, quien con la pelota caminó lentamente desde la línea de tiro libre hacia nosotros.

—Creo que lo mejor es correr ahora —dijo Takumi.

—Todavía no nos expulsan —respondió el Coronel.

—Después —dijo Takumi.

No sé si fue por la ansiedad general de estar en una cita (aunque mi cita estuviera sentada a cinco personas de mí) o la ansiedad específica de tener la mirada fija de la Bestia en mi dirección, pero el caso es que empecé a correr tras Takumi. Pensé que estábamos a salvo al dar la vuelta en la esquina de las gradas, pero luego, por el rabillo del ojo, vi un objeto anaranjado cilíndrico que se hacía cada vez más grande, como un sol que se acercaba a toda velocidad.

Pensé: «Creo que me va a golpear».

Pensé: «Debería agacharme».

Pero entre el momento en que uno piensa una cosa y la hace, la pelota me golpeó directamente en un lado de la cara. Caí, y la parte posterior de mi cabeza golpeó contra el suelo del gimnasio. Me puse de pie de inmediato, como si no me hubiera sucedido nada, y salí.

El orgullo me había levantado del suelo, pero en cuanto estuve afuera, me senté.

—Tengo una conmoción —anuncié, totalmente seguro de mi autodiagnóstico.

—Estás bien —aseguró Takumi cuando regresó hacia mí—. Salgamos de aquí antes de que nos maten.

—Lo siento —dije—, pero no puedo levantarme. Acabo de sufrir una leva conmoción.

Lara salió corriendo y se sentó junto a mí.

—¿Estás bien?

—Tengo una conmoción —dije.

—¿Sabes qué te ocurrió? —Takumi se sentó junto a mí y me miró a los ojos.

—La Bestia me pescó.

—¿Sabes dónde estás?

—En un cita triple y media.

—Estás bien —dijo Takumi—. Vámonos.

Entonces, me incliné hacia delante y vomité en los pantalones de Lara. No puedo decir por qué no me incliné hacia atrás o a un lado. Me incliné hacia el frente, apunté con la boca hacia sus pantalones de mezclilla (uno de esos pantalones bonitos, buenos para lucir el trasero, el tipo de pantalones que se pone una chica cuando quiere verse bien pero sin que se note que está tratando de verse bien) y le vomité encima. Sobre todo mantequilla de cacahuete, pero evidentemente, también un elote.

—¡Oh! —exclamó, sorprendida y un poco horrorizada.

—¡Oh, Dios! —me disculpé—, lo siento tanto.

—Creo que puedes tener una conmoción —dijo Takumi, como si la idea nunca hubiera surgido.

—Sufro de náuseas y mareos asociados típicamente con una conmoción leve —recité. Mientras Takumi iba a buscar al Águila y Lara a cambiarse de pantalones, yo me acosté en la banqueta de concreto. El Águila regresó con la enfermera de la escuela, quien me diagnosticó con sorpresa (¡qué sorpresa!) una conmoción. Luego Takumi me condujo al hospital con Lara, quién iba sentada viendo hacia mí. Según parece, me acosté en la parte de atrás y repetía con lentitud las palabras: «Los. Síntomas. Generalmente. Asociados. Con. La. Conmoción».

Así que pasé mi cita en el hospital con Lara y Takumi. El doctor me dijo que me fuera a casa y durmiera mucho, pero que me asegurara de que alguien me despertara cada cuatro horas más o menos.

Vagamente recuerdo a Lara de pie en la puerta, la habitación oscura, afuera oscuro, todo leve y cómodo pero un tanto giratorio, el mundo pulsando como si fuera un ritmo pesado de batería. Vagamente recuerdo la sonrisa de Lara desde la puerta, la relumbrante ambigüedad de la sonrisa de una chica que parece prometer una respuesta a la pregunta, pero que nunca la da. La pregunta, aquella que todos hemos estado preguntando desde que las niñas dejaron de ser asquerosas, la pregunta que es demasiado simple para no ser complicada: ¿le gusto o no le gusto? Luego, me quedé profundamente dormido y dormí hasta las tres de la mañana, cuando el Coronel me despertó.

—Terminó conmigo —dijo.

—Tengo una conmoción —respondí.

—Ya lo supe. Por eso te despierto. ¿Un juego de vídeo?

—Está bien, pero déjalo sin sonido. Me duele la cabeza.

—Sí. Supe que te vomitaste encima a Lara. Qué agradable.

—¿Terminó contigo?

—Sí. Sara le dijo a Jake que yo tenía una erección por Alaska. Esas palabras. En ese orden. Y yo dije algo así como: «Bueno, en este momento no tengo erección por nada, pueden checar si quieren». Sara pensó que estaba yo muy locuaz, supongo, porque luego dijo que sabía que yo me había enredado con Alaska. Lo cual, para que lo sepas, es ridículo. Yo. No. Es un engaño.

Al fin, el juego terminó de cargarse para iniciar; yo oía a medias que conducía un coche adaptado para carreras en círculos en una pista silenciosa de Talladega. Los círculos me daban náuseas, pero yo seguía jugando.

—Entonces Alaska perdió la cabeza —siguió contando e imitó la voz de Alaska, haciéndola más aguda e introductora de dolor de cabeza de lo que en realidad es—: «¡Ninguna mujer debería mentir sobre otra mujer! ¡Está violando la alianza sagrada entre las mujeres! ¡¿De qué manera apuñalar a otra mujer por la espalda ayudará a las mujeres a elevarse sobre la opresión patriarcal?!». Y así sucesivamente. Luego Jake entró en defensa de Alaska, diciendo que ella nunca lo engañaría porque lo quería y entonces dije algo como: «No se preocupen por Sara. A ella le gusta fanfarronear». Entonces Sara me preguntó por qué nunca la defendía a ella y en algún momento la llamé «perra loca» y eso no le sentó muy bien. La mesera nos pidió que nos fuéramos y parados en el estacionamiento ella gritó: «¡Ya tuve suficiente!». Yo sólo la miré y ella dijo: «Nuestra relación terminó».

El Coronel dejó de hablar.

—«¿Nuestra relación terminó?» —repetí. Me sentí muy fuera de todo y pensé que lo mejor era repetir la última frase de cualquier cosa que dijera el Coronel para que siguiera hablando.

—Pues sí. Eso es. ¿Sabes qué es lo que me cuesta trabajo, Gordo? De verdad la quiero. Digo, no teníamos esperanza. Era una mala combinación. Pero de cualquier manera. Digo, yo dije que la quería. Con ella perdí mi virginidad.

—¿Perdiste tu virginidad con ella?

—Sí. Sí. ¿Nunca te lo había dicho? Es la única chica con la que he dormido. No lo sé. Aun cuando nos peleábamos como noventa y cuatro por ciento del tiempo, de verdad estoy triste.

—¿De verdad estás triste?

—Más triste de lo que pensé que estaría. De cualquier modo, digo, sabía que era inevitable. No tuvimos un solo momento placentero en todo el año. Desde que llegué aquí, quiero decir, nos la pasamos uno encima del otro sin parar. Debí haber sido más amable con ella. No lo sé. Es triste.

—Es triste —repetí.

—Digo, es tonto extrañar a alguien con quien ni siquiera te llevabas bien. Pero, no lo sé. Era bonito, ¿sabes?, tener a alguien con quien siempre te pudieras pelear.

—¿Pelear? —luego añadí, confundido, apenas los suficientemente despierto para manejar—. ¡Qué bueno!

—Sí. De hecho, no sé qué hará ahora. Digo, era bonito tenerla. Soy un tipo loco, Gordo. ¿Qué hago ahora?

—Puedes pelearte conmigo —propuse.

Bajé mi controlador, me recosté en el sofá de hule espuma y me quedé dormido. Cuando estaba cayendo, oí al Coronel decir:

—Contigo no puedo estar enojado, inofensivo bastardo flacucho.