—Digo, no quiero preguntar lo obvio pero ¿por qué el nombre de Alaska? —pregunté. Acababa de recibir mi examen corregido de precálculo y mi admiración por Alaska no tenía límites, porque estudiar con ella me había conducido a una calificación de 9. Estábamos los dos solos, viendo MTV en la sala de TV un sábado nublado y monótono. Amueblada con sofás abandonados por antiguas generaciones de alumnos de Culver Creek, la sala de TV tenía un aire mohoso con olor a polvo y quizá por esa razón permanecía siempre vacía. Alaska tomó un trago de refresco Mountain Dew y me tomó la mano con la suya.
—Siempre surge tarde o temprano. Está bien, mi mamá tenía un aire de hippie cuando yo era niña. Era del tipo que usaba suéteres gigantes que tejía ella misma, se dopaba, etcétera, y mi papá era en realidad del tipo republicano. Así que cuando yo nací, mi mamá quería ponerme Harmony Springs Young y él, Mary Frances Young —conforme hablaba, meneaba la cabeza al ritmo de la música de MTV, aun cuando la canción era de esa especie de baladas prefabricadas que ella manifestaba detestar.
—Entonces, en vez de ponerme Harmony o Mary, estuvieron de acuerdo en dejarme decidir. Así que, cuando era chiquita, me llamaban Mary. Digo, me decían «corazoncito» o lo que fuera; pero en los documentos escolares y cosas semejantes escribían Mary Young. Luego, cuando cumplí siete años, mi regalo fue elegir mi nombre. Qué padre, ¿no? Me pasé todo el día mirando el globo terráqueo de mi papá en busca de un nombre que de verdad me gustara. Mi primera elección fue Chad, como el país de África. Pero como mi papá dijo que ése era nombre de niño, elegí Alaska.
Ojalá mis papás me hubieran dejado elegir mi nombre. Pero se decidieron por el único nombre que los primogénitos masculinos Halter han tenido durante un siglo.
—Pero ¿por qué Alaska? —insistí.
Sonrió con el lado derecho de la boca.
—Bueno, más tarde supe lo que significaba. Proviene de una palabra aleuta, Alyeska. Significa «aquello contra lo cual rompe el mar» y eso me encanta. Pero en aquel momento, sólo vi Alaska allá arriba. Era muy grande, como yo quería ser. Y estaba tan condenadamente lejos de Vine Station, Alabama, igual que quería estar yo.
—Y ahora ya creciste y estás bastante lejos de casa —sonreí—. ¡Felicidades!
Dejó de menear la cabeza y me soltó la (por desgracia sudorosa) mano.
—Salirse no es tan fácil —dijo, seria, mirándome como si yo supiera cómo salir y no le quisiera decir. Luego pareció cambiar de conversación a mitad de la frase—. Por ejemplo, después de la universidad, ¿sabes qué quiero hacer? Enseñar a niños discapacitados. Soy buena maestra, ¿no? ¡Carajo!, si a ti te puedo enseñar precálculo, puedo enseñar a cualquiera. Quizá a niños autistas.
Hablaba pausadamente, pensando lo que decía, como si me dijera un secreto. Me incliné hacia ella, de pronto inundado por la sensación de que debíamos besarnos, de que debíamos besarnos en ese mismo momento en el polvoriento sofá anaranjado con quemaduras de cigarro y décadas de polvo acumulado. Y lo habría hecho: me habría seguido inclinando hacia ella hasta que me fuera necesario mover la cabeza para no golpear su nariz de pendiente de esquí, y habría sentido el impacto de sus labios tan suaves. Lo habría hecho. Pero de pronto ella salió al paso.
—No —dijo, y no sabía si estaba leyendo mi mente obsesionada por los besos, o si se estaba respondiendo en voz alta. Se volvió hacia el otro lado y bajito, como si hablara con ella misma, siguió—: ¡Dios mío!, no voy a ser una de esas personas que se sientan y hablan de lo que van a hacer. Simplemente voy a hacerlas. Imaginar el futuro es un tipo de nostalgia.
—¿Qué? —pregunté.
—Te pasas toda la vida atorado en el laberinto, pensando en cómo vas a escapar de ahí un día y qué fabuloso será; imaginar ese futuro te mantiene con vida, pero nunca te escapas. Sólo utilizas el futuro para escapar del presente.
Supongo que eso tenía sentido. Yo había imaginado que la vida en el Creek sería un poco más emocionante de lo que era —en realidad, había habido más tarea que aventuras—, pero de no haberlo imaginado, nunca hubiera llegado al Creek.
Ella volvió su atención a la TV, ahora al comercial de un coche, e hizo un chiste sobre cómo Cítrico Azul necesitaba su propio comercial para coches. Imitando la voz profunda de los anunciadores comerciales, dijo:
—Es pequeño, es lento y es latoso, pero se mueve… a veces. Cítrico Azul: consulte a su distribuidor local de autos usados.
Pero yo quería hablar más acerca de ella, de Vine Station y el futuro.
—A veces no te entiendo.
Ni siquiera me miró. Solamente sonrió hacia el televisor:
—Nunca me entenderás. De eso se trata.