Un cartel de madera clavado por encima de una puerta, con las palabras Yindall & Fambers, Boticarios pintadas en él. Dentro, un mostrador, y detrás del mostrador, un joven atlético. A primera vista, parece desnudo, pero viste un pantalón corto rojo y azul. En vez de decir: «Hola, soy Bud», dice: «Soy el señor Yindall. ¿En qué puedo servirle?». La voz es seca y gris.
«Quisiera un frasco de jarabe de bromuro y una caja de tabletas de Olmo blanco».
«En seguida». Pero en su cara hay algo que no está bien. Se da la vuelta para entrar en la habitación trasera, se detiene. «No busca al señor Yindall, ¿eh?».
«Pero me ha dicho que usted era el señor Yindall».
«A veces se confunde. Por regla general no recibe a nadie».
«No he dicho que quisiera verlo».
«Pero quiere». Alarga el brazo sobre el mostrador, y aprieta con una mano de acero. «Nos espera en el sótano. Fambers al habla».
«No quiero ver al señor Yindall, gracias».
«Ha hablado tarde».
El mostrador tiene bisagras. Levanta la hoja para abrir paso, sin dejar de apretar con la mano de acero.
Protestas durante el trayecto a la bodega. Contra una pared, un trono de metal cromado brilla a la luz de potentes reflectores. De los hombros de un tronco masculino, brotan dos piernas de fuertes muslos, y las piernas están dobladas. Entre los muslos, un grueso cuello del cual ha sido cercenada la cabeza. Los brazos, ligados a las caderas, cuelgan relajadamente, y los dedos sufren contracciones.
«Le presento al señor Eambers. No puede verla, desde luego. Fue necesario quitarle la cabeza. Era un estorbo. Pero el cuello ha sido rellenado con un protoplasma sumamente sensitivo. Dándole un mordisco, por pequeño que sea, se establece instantáneamente la comunicación. Acerqúese y ponga la boca en el cuello».
La mano de acero dispone. La sustancia en el interior del cuello causa la impresión de pan mojado, y su ligero olor sulfúreo recuerda el de los nabos.
«Empuje con la lengua. No se atragante».
Cuando la lengua hace presión, la sustancia en el cuello comienza a palpitar, burbujea, y un líquido caliente rebosa y se desparrama.
«Sólo es sangre. Creo que debería permanecer un rato aquí».
«¡No, no, no, no!». Se revuelca en su vómito por el suelo.
«¡No, no, no!». Quiere limpiarse la sangre de los labios y la cara.
Cae, cae, con la sangre, con el vómito, a un suelo acolchado con plumas. Sólo se aspira el hedor de nabos en un agujero sin aire. Entonces, ahogándose, después de haber sido asfixiada, subió del fondo y respiró profundamente el aire negro a su alrededor, asqueada por la naturaleza de su sueño, segura de que se repitiría, aterrada sobre todo por la idea de que las órdenes que regían este fenómeno viniesen de fuera, de otra mente. Esto era inaceptable.