Durante la comida no quiso hablar del accidente.
—No quedaba muy lejos, ¿eh?
—Hacía calor —respondió.
—Se me ha ocurrido —dijo Tom más tarde—. Costaría poco comprar esta casa. Valdría la pena. No estaría mal venir aquí regularmente.
—¡Yo creo que sería una locura! —exclamó ella—. De verdad, no podrías vivir aquí. Es un camping incómodo, a lo más. De cualquier manera, toda propiedad que compres en un país del tercer mundo, es propiedad perdida. Ya lo sabes. Alquilar está bien. Así, cuando las cosas se desquician, tú estás libre.
Yohara estaba a su lado y le ofrecía cebollas con crema. Anita se sirvió.
—No siempre se desquician —dijo Tom.
—¡Vaya si no! —exclamó ella—. ¿En estos países? Es inevitable.
Un poco más tarde, continuó:
—En fin, haz lo que quieras. Supongo que no perderías gran cosa.
Estaban comiendo la fruta, cuando Anita recordó: «Anoche soñé con nuestra madre».
—¿Ah sí? —dijo Tom indiferentemente—. ¿Qué hacía?
—Oh, ni siquiera lo recuerdo. Pero al despertar me puse a pensar en ella. No tenía ningún sentido del humor, es cierto, y sin embargo podía ser muy divertida. Recuerdo una noche en que daba una cena bastante elegante, y de pronto se volvió hacia ti para decirte: «¿Cuántos años tienes, Tom?». Y tú respondistes: «Veintiséis». Aguardó un momento y dijo: «A tu edad Guillermo el Taciturno había conquistado media Europa». Y lo dijo con tal tono de disgusto, que todos los comensales rompieron a reír. ¿Te acuerdas? A mí todavía me parece divertido, aunque estoy segura de que no era ésa su intención.
—Yo no estaría tan seguro. Creo que buscaba los aplausos de la galería. No podía reírse, naturalmente. Es demasiado digna. Pero sí se rebajaba a hacer reír a los otros.