VIII

Una mañana al terminar de desayunar, puso la bandeja en el suelo al lado de la cama y subió corriendo a la terraza para tomar un poco de aire fresco. Casi siempre evitaba subir, porque Tom pasaba allí la mayor parte del día, por lo general sin trabajar, sentado en el suelo sencillamente. Una vez, ella había cometido la imprudencia de inquirir qué estaba haciendo, y en lugar de contestar «Me comunico con la naturaleza» o «Medito» —como algún pintor más pretencioso hubiera respondido—, Tom dijo: «Tomo ideas». Una respuesta tan directa era equivalente a expresar el deseo de estar solo; de modo que ella respetaba su intimidad y evitaba subir a la azotea. Hoy, Tom no dio señales de disgusto.

—Oí la llamada a la oración por primera vez esta mañana —le dijo ella—. Todavía estaba oscuro.

—Sí, a veces puede oírse esa llamada —dijo él—, cuando no hay otros sonidos que la apaguen.

—Lo encontré muy reconfortante. Me hizo sentir que alguien estaba al mando.

Tom no parecía prestarle atención.

—Oye, Nita, ¿podrías hacerme un gran favor?

—Sí, desde luego —respondió, sin saber lo que venía. Dado el preámbulo, no sería nada habitual.

—¿Podrías ir al pueblo por unas películas? Quiero tomar varias fotografías más. Nuestra madre, sabes, ha pedido retratos de los dos juntos. Tengo muchas fotos, pero no de nosotros. Iría yo mismo, pero no tengo tiempo. No son todavía las nueve. La tienda donde venden películas está del otro lado del mercado. No cierran hasta las diez.

—Pero, Tom, olvidas que no sé cómo ir a ningún sitio.

—Pues Sekou irá contigo. No te perderás. Diles que quieres blanco y negro.

—Yo sé que ella las prefiere en color.

—Tienes razón. A los viejos y a los niños les gusta más el color. Compra dos carretes de color y dos de blanco y negro. Sekou estará esperándote en la puerta.

Deploraba el necesitar un guía para ir a la tienda, y más aún el que éste fuese el negro cuya actitud le había parecido hostil. Pero era temprano todavía, y el aire de la calle estaría relativamente fresco.

—No vayas con esas sandalias —le dijo Tom, volviendo a su trabajo, sin mirarla—. Ponte calcetines gruesos y zapatos. Dios sabe lo que puedes coger en el polvo.

Así que, calzando lo prescrito, anduvo hasta la puerta, y Sekou atravesó el patio y la saludó en francés. Su amplia sonrisa le hizo pensar que tal vez se había equivocado, que a Sekou, después de todo, no le molestaba su presencia. ¿Y qué, si le molesta?, pensó altivamente. Una podía enterrar su propio ego, pero el decoro señalaba un límite en cuanto a la profundidad. Más allá de ese límite, el olvido de sí misma se convertía en un juego abyecto. Sabía que era un rasgo de su carácter el no querer reconocer que era una «persona». Aun cuando no existía la posibilidad de un enfrentamiento, esconderse en las sombras de la neutralidad era tan fácil… A nadie podían importarle mucho las reacciones de un sirviente africano. Pues a pesar de lo que Tom le había dicho, ella seguía pensando que Sekou era una especie de sirviente —un factótum, quizá con el grado de bufón.

Era una locura lo que hacía, pasear por la calle principal del pueblo al lado de este negrazo. «Una pareja inesperada, Dios me entiende». La idea de ser fotografiada en aquel momento le hizo sonreírse. Si le enviase a su madre un retrato así, sabía más o menos cuál sería la respuesta. «Lo último en exotismo». A ella, por supuesto, no le parecía que esta calle fuera exótica o pintoresca; era sucia y miserable. Volvían a su madre. ¿Cuál sería su reacción si pudiese ver a su única hija sentada al lado de un negro en este pequeño y oscuro refugio? «Si se aprovecha de ti, no olvides que te lo has buscado. Estás tentando a Dios. A esa gente no la puedes tratar como a tus iguales. No lo entienden».

La bebida era PepsiCola, sorprendentemente fría, pero demasiado dulce.

—Ah —dijo, agradecida.

El buen francés de Sekou hería su amor propio. ¿Será posible?, pensó con cierta indignación. El apreciar su propio francés entrecortado dificultaba la conversación. Aquellos momentos vacíos en que ninguno de los dos tenía nada que decir hacían el silencio más perceptible, y para ella, más embarazoso. Los sonidos de la calle —pasos en la arena, niños corriendo y de cuando en cuando el ladrido de un perro— eran amortiguados curiosamente por los rimeros de cajones y el cartel que los cubría. Era un pueblo muy callado, reflexionó. Desde que salieron de casa, no había oído el ruido de ningún automóvil, ni siquiera distante. Pero ahora, mientras tomaba conciencia del acto de escuchar, reconoció el desagradable bramar y ronronear de una motocicleta alternándose en la distancia.

Sekou se levantó y fue a pagar al propietario. Ella había tenido la intención de hacerlo, pero pensó que ahora sería inoportuno. Le dio las gracias. Luego volvieron a la calle; el aire estaba más caliente que nunca. Era el momento de preguntarse por qué había permitido que Tom la enviase a hacer este absurdo recado. Mejor hubiese sido, pensó, ir a la cocina a pedir a la cocinera que no le sirviera patatas fritas. La mujer parecía creer que las patatas, preparadas sea como fuere, hacían un plato suculento, pero las patatas que se conseguían aquí eran aceptables solamente, tal vez, en forma de puré. Ya se lo había dicho varias veces a Tom, pero él pensaba que hacer el puré le daría más trabajo a Yohara, y que era muy probable que no supiera hacerlo bien, de modo que el resultado sería algo menos apetitoso que lo que les servía ahora.

El ruido enloquecedor de la motocicleta, que recordaba el de una sirena, sonó en este momento bastante más cercano. «Viene hacia acá —pensó—. Ojalá estemos en el mercado antes que llegue». Había venido una vez con Tom, y recordaba las galerías y los pilares. Ninguna motocicleta podría ir zumbando por allí.

—¿Dónde está el mercado? —preguntó de repente.

—Más adelante —le indicó Sekou.

Ahora el vehículo, semejante a un dragón, se había hecho visible, a distancia calle arriba, dando botes y levantando una nube de polvo que a veces parecía precederle. Aun desde tan lejos, podía ver a los peatones que salían disparados y se escabullían para abrirle paso.

El ruido se hacía increíblemente fuerte. Tuvo el impulso de taparse los oídos, como una niña. La cosa se acercaba. Venía directamente hacia ellos. Saltó a un lado del camino justo cuando el motociclista daba un frenazo para no golpear de lleno a Sekou. Él había rehusado esquivar el golpe. El vistoso vehículo estaba tumbado en el polvo, y cubría parcialmente los brazos y piernas de los motoristas. Dos jóvenes medio desnudos se levantaron con sus cascos rojos y amarillos en la mano. Mirando a Sekou airadamente, le gritaron. Su giro americano no la sorprendió.

You blind? —Eres un hijo de puta con suerte. Pudimos matarte. Como Sekou no les escuchaba, sino que seguía andando, se pusieron insolentes.

A real downhome uppity nigger. Sekou, guardando perfecto aplomo, no les prestó atención. Desde su lado del camino, Anita avanzó para hacerles frente.

—Es a mí a quien pudieron matar con ese artefacto detestable, si de eso se trata. Venían directamente hacia mí. Sembrar el pánico, así lo llaman, ¿no? ¿Se descargan asustando a la gente?

—Dispense el susto, señora. No es lo que teníamos en mente.

—Apuesto a que no. —El sobresalto se había convertido en indignación—. Apuesto a que lo que tenían en la mente era un gran cero. —No había oído la disculpa—. Han llegado muy lejos de casa, amigos, y van a meterse en problemas.

Una mirada salaz. «¿De veras?».

Sintió crecer la furia en sus adentros.

—¡De veras! —gritó—. ¡Problemas! Y espero presenciarlo.

Un momento más tarde, escupió: «Monstruos».

Sekou, que no les había dirigido una sola mirada, se detuvo en ese momento y volvió la cabeza para ver si ella lo seguía. Cuando lo hubo alcanzado, sin mirarla de nuevo, comentó que todos los turistas eran ignorantes.

Al llegar a la tienda donde vendían películas, se extrañó de ver que quien atendía era una francesa de mediana edad. Si Anita no hubiera estado corta de aliento por el enojo y la emoción, le habría gustado conversar con esta mujer: preguntarle cuánto tiempo había vivido aquí, y qué clase de vida llevaba. No era el momento propicio para dar un paso así.

Camino de vuelta a casa, con el calor que aumentaba, la máquina infernal no se dejó ver ni sentir. Sekou cojeaba un poco, y Anita lo observó con interés. Notó que había sangre en la parte inferior de su manto blanco, y entonces se dio cuenta de que la motocicleta le había lastimado la pierna. Su apreciación pareció molestar a Sekou, y ella no se atrevió a pedir que le enseñara la herida, ni aun a mencionarla.