IV

Querida Elaine,

Debí escribirte hace tiempo acerca de mi llegada, pero llevo varias semanas sintiéndome indispuesta —no físicamente, en realidad, aunque el espíritu y la carne no están separados. Cuando estoy deprimida me parece que mi cuerpo se cae a pedazos. Supongo que es normal, quizá no lo sea. Dios sabe.

A decir verdad, la primera vez que vi la planicie que se extendía hasta el horizonte, sentí que mi depresión se disolvía en aquella claridad. Era difícil creer que hubiese tanta luz. ¡Y la quietud que envolvía cada pequeño sonido! Uno siente que el pueblo fue construido sobre un colchón de silencio.

Esto fue algo nuevo, una sensación asombrosa, y yo era muy consciente de ello. Me parecía que era exactamente lo que necesitaba para olvidar el divorcio y lo demás. No tenía nada que hacer, nadie a quien ver. Era dueña de mí misma, y ni siquiera tenía que ocuparme con la servidumbre si no me apetecía. Era como estar acampando en un caserón vacío. Desde luego, terminé por meterme con la servidumbre, porque todo lo hacían mal. Tom me decía: «Déjalo estar. Saben lo que hacen». Supongo que saben lo que quieren hacer, pero me parece que no lo consiguen. Si critico la comida, la cocinera se muestra perpleja y ofendida. La causa de esto es que sabe que en la región de Gao ha cobrado fama como la mujer cuya cocina gusta a los europeos. Me escucha y me da la razón, pero como alguien que intenta calmar a un enfermo perturbado. Sospecho que es así, precisamente, como me ve.

Tom es completamente consciente de lo que pasa a su alrededor, y concentra su atención en los menores detalles, de manera que logra objetivar esos detalles, manteniéndose así fuera y alejado de ellos. Pinta lo que tiene ante sus ojos en el momento que sea, en la cocina, o en el mercado, o a la orilla del río: legumbres, o frutas en el acto de ser cortadas, a menudo con el cuchillo clavado todavía en la carne, gente bañándose o pescados del Níger. Mi problema es que esta vida arrastra conmigo contra mi voluntad. Quiero decir que me veo forzada a participar de una especie de consciencia comunal que realmente detesto. No sé nada acerca de esta gente. Son todos negros, pero no tienen nada que ver con «nuestros» negros norteamericanos. Son más sencillos, más amigables y directos, y al mismo tiempo, muy distantes.

Hay algo que anda mal con las noches en este lugar. Sería lógico pensar que la noche no es más que el tiempo en que se abren las puertas del cielo y se puede mirar al infinito, y que por tanto el punto desde donde uno mira no tiene importancia. La noche es la noche, percíbase desde donde se percibiere.

La noche aquí no es distinta de la noche en otro sitio. Así lo quiere la lógica. El día es vasto y luminoso y es imposible ver más allá del sol. Me doy cuenta de que al decir «aquí» no quiero decir «aquí en medio del Sahara a orillas del Níger», sino «aquí en la casa donde vivo». Aquí, en esta casa de piso de tierra suave por el que los sirvientes andan descalzos y no oyes a nadie aproximarse hasta que lo tienes en la habitación.

Hago lo posible por acostumbrarme a esta vida insensata, pero créeme que no es fácil. La casa tiene muchos cuartos. Es inmensa, en realidad, y los cuartos son espaciosos. Y estando desamueblados, parecen más grandes, desde luego. No hay más muebles que los colchones en que dormimos y nuestras maletas, y los armarios donde colgamos la poca ropa que hemos traído. Fue gracias a estos armarios que conseguimos la casa, porque la hacían pasar por «casa amueblada», lo que elevaba a tal punto el alquiler, que nadie quería tomarla. A nosotros, por supuesto, nos resulta muy barata, y bien sabe Dios que así debe ser, pues no tiene electricidad, ni agua, ni siquiera una silla para sentarse o una mesa para comer, o, a todo esto, una cama para dormir.

Naturalmente, yo sabía que haría calor, pero no tenía idea de lo que era esta clase de calor —sólido, sin variaciones día tras día, sin ninguna brisa. Y no lo olvides, no tenemos agua, de modo que hasta el más ligero aseo se convierte en todo un número. Tom es un ángel acerca del agua. Me deja usar casi toda la que conseguimos. Dice que las mujeres la necesitamos más que los hombres. No sé si esto será un insulto, y me da igual, mientras me ceda el agua. Dice también que no hace calor. Pero no es cierto. No sé cómo convertir centígrados en Fahrenheit, pero si tú puedes, convierte 46 °C en F. Mi termómetro marcaba 46 °C esta mañana.

No sé qué es peor, el día o la noche. Durante el día, claro, hace más calor, pero no mucho más. Esta gente no cree en las ventanas, así que los interiores son oscuros, y esto produce una sensación de encierro.

Tom trabaja gran parte del tiempo al sol en la azotea. Asegura que no le molesta, pero yo no puedo creer que le caiga bien. Para mí sería desastroso pasarme horas y horas de un tirón sentada allí arriba como lo hace él.

Me hizo reír tu pregunta acerca de cómo me siento después del divorcio, y si Peter «significa todavía algo» para mí. ¡Vaya pregunta! ¿Qué podría significar ahora? Hoy por hoy, siento que si vuelvo a ver a un hombre serán demasiados. Estoy harta de sus hipocresías, y de buen grado los mandaría a todos al infierno. A Tom no, desde luego, porque es mi hermano, aunque tratar de convivir con él en estas condiciones no es nada fácil. Pero el tratar de vivir, simplemente, es difícil en este lugar. No te imaginas cuán distante de todo la hace sentirse a una.

El servicio de correos no es óptimo. ¿Cómo podría serlo? Pero tampoco es inexistente. Las cartas llegan, así que no dejes de escribir. Después de todo, la oficina de correos es el extremo del cordón umbilical que me mantiene sujeta al mundo. (Estuve a punto de añadir: y a la cordura).

Espero que te encuentres bien, y que Nueva York no esté peor que el año pasado; aunque seguramente lo está.

Todo mi cariño, y escribe,

Anita