III

Las noches pasaban despacio. Acostada en la silenciosa negrura, le parecía a veces que la noche había descendido para abrazar la tierra tan apretadamente que el día no volvería a clarear. El sol podría estar ya en lo alto y nadie lo sabría. La gente seguiría durmiendo mientras estuviera oscuro, Tom en el cuarto contiguo, Yohara y el vigilante cuyo nombre no recordaba, en uno de los cuartos desnudos del otro lado del patio. Eran muy sigilosos, aquel par. Se acostaban temprano y se levantaban temprano, y el único sonido que de vez en cuando llegaba de aquella parte de la casa era la tos seca de Yohara. Le molestaba el que su cuarto no tuviese puerta. Habían colgado una cortina parda en la abertura que daba al cuarto de Tom, para que la potente luz de su lámpara Coleman no la molestara. A Tom le gustaba quedarse leyendo hasta las diez, pero ella estaba siempre somnolienta al terminar de cenar, y tenía que irse a la cama, donde se entregaba a un profundo sueño de dos o tres horas, para luego despertarse y permanecer tendida en la oscuridad, deseando que amaneciera. El cacarear de los gallos, próximo o lejano, carecía de sentido. Cacareaban a cualquier hora de la noche.

Al principio le había parecido natural que Yohara y su marido fueran negros. En Nueva York tuvo siempre dos o tres domésticos negros. Allá le parecían sombras de personas, como extraviados en un mundo de blancos con quienes no compartían ni la cultura ni la historia, y por tanto, intrusos, lo quisieran o no. Sin embargo, poco a poco había comenzado a darse cuenta de que aquí ellos dominaban el medio y formaban parte de la cultura del lugar. Era natural, desde luego, pero no dejó de causarle impresión el comprender que la gente eran los negros y la sombra era ella, que ni aun pasando aquí el resto de su vida llegaría a entender cómo razonaban