De día, su cuarto vacío tenía cuatro paredes, y las paredes contenían un espacio definido. De noche el cuarto se extendía interminablemente en la oscuridad.
—Si no hay mosquitos, ¿por qué las mosquiteras?
—Las camas son muy bajas, y hay que meter los pabellones debajo del colchón, no sea que toquemos el suelo con las manos —le dijo Tom a su hermana—. Nunca sabes lo que puede andar arrastrándose por ahí.
El día de su llegada, lo primero que hizo Tom después de mostrarle su alcoba, fue darle una vuelta por la casa. Era oscura y limpia. Los cuartos estaban casi todos vacíos. A ella le pareció que la servidumbre ocupaba la mayor parte del edificio. En una habitación, cinco mujeres estaban sentadas en fila a lo largo del muro. Tom se las presentó una por una, y le explicó que solamente dos de ellas eran empleadas de la casa; las demás estaban de visita. En otro cuarto se oían voces masculinas, voces que se convirtieron en silencio cuando Tom llamó a la puerta. Salió un hombre alto y muy negro con turbante blanco. Ella tuvo de inmediato la impresión de que al hombre le molestaba su presencia, pero él la saludó respetuosamente. «Te presento a Sekou —le dijo Tom—. Él lleva la casa. Tal vez no te lo parezca, pero es muy inteligente». Miró a su hermano con malestar; él pareció comprender la razón. «No te preocupes —añadió—. Aquí nadie entiende una palabra de inglés».
Le fue imposible seguir hablando acerca del hombre que tenía enfrente. Pero más tarde, cuando estaban en la azotea bajo el toldo improvisado, reanudó la conversación. «¿Qué te hizo suponer que tu criado me parecería estúpido? Ya sé que no lo has dicho; pero es igual. No soy racista, ¿sabes? ¿Le ves tú cara de tonto?».
—Sólo quería ayudarte a ver la diferencia entre él y los demás.
—Oh —dijo ella—. La diferencia puede verse, desde luego. Es más alto y más negro que los otros, y sus facciones son más finas.
—Pero hay también una diferencia básica —le dijo Tom—. No es un sirviente, como los otros. Sekou no es su nombre. Es un título. Es una especie de jefe.
—Pero lo vi barriendo el patio —replicó ella.
—Sí, pero eso lo hace porque quiere. Le gusta estarse en la casa. No me molesta tenerlo aquí. Mantiene a los otros en orden.
Anduvieron hasta el borde de la azotea. El sol era deslumbrador.
—Eso lo creo —se rió ella—. Tiene cara de tirano.
—Dudo que haga sufrir a nadie. ¿Sabes? —continuó, alzando repentinamente la voz—, eres racista. Si Sekou fuera blanco, eso no se te hubiera ocurrido.
Ella le hizo frente bajo la ardiente luz del sol.
—Si fuera blanco, tendría otra cara. Después de todo, son las facciones las que dan expresión a una cara. Y apostaría cualquier cosa a que si mantiene el orden lo hace por el miedo.
—Lo dudo —dijo Tom—. Pero si así fuera, ¿qué?
Ella volvió a entrar en la casa, y se detuvo a la puerta de su habitación. La sirvienta había cambiado las posiciones de la alfombra y del colchón, haciéndolos girar en un ángulo de noventa grados. Esto le molestó, aunque no sabía por qué.