LA NOTA QUE DEJÓ EL SOLDADO DE PRIMERA LYNN-PAUL EBERHARDT

Querido Vacío:

Las probabilidades de vivir en el presente hoy parecen favorables.

Tuyo,

Lo único que Mark Nechtr sabe por D. L. es que el teniente coronel Eberhardt lleva tiempo ausente y en paradero desconocido. Nunca la ha presionado para que explique unos detalles que claramente le resultan dolorosos. En realidad, D. L. empezó a explicarle a su primer y único amante toda la historia, aquella noche en que se acostaron (con protección) juntos. Pero Mark, después del coito, se quedó dormido. Ella nunca se lo ha perdonado. Y nunca lo hará. Se vio obligada a llevar a cabo ella sola toda la conversación que había ensayado previamente, interpretando a ambas partes, como si fuera Ofelia: es la única vez en su vida que se ha reído tanto que ha tenido que morderse un brazo para parar:

—Mi papá se fue hace mucho tiempo. Está zumbado. Chiflado. Sonado. Se ha ido a ese sitio donde todas las habitaciones son blancas y los zapatos no hacen ruido. Mi padre se ha ido a otro planeta.

—Bueno, mientras de vez en cuando salude con la mano…

—Me parece que solo saluda con la mano a su plato de comida.

—Bueno, mientras la comida no le devuelva el saludo…

—Me parece que esa no es la razón por la cual saluda al plato.

Su padre solo la llevaba a parques de atracciones en ruinas. Le gustaban las ventanas entabladas y los senderos inundados de maleza. Cuando ella tenía diez años, le leyó Moby Dick. De una sola sentada. Incluyendo las curiosidades sobre ballenas. Le dijo a la niña que le llamara Lynn. Le compró un conjunto de color verde oscuro de los clásicos que se estilaban en los setenta y luego ella lo ha arreglado y lo ha lavado tanto que ahora es de color lima. Le dijo que ella era amada. Solo se sentaba con la espalda pegada a una pared.

Mark nunca ha preguntado por esos detalles personales y dolorosos. El acepta lo que le dan y se limita a asentir con la cabeza. Percibe una línea continua que separa tus asuntos de los suyos y nunca la cruzará a menos que le invites. Se reserva sus opiniones. Nunca presiona a nadie. Es una razón por la que todo el mundo le quiere. Y es la explicación de que, cuando haya pasado un año desde el momento en que su pequeño milagro debería haber aparecido pero no lo habrá hecho, ella lo quemará con agua hirviendo mientras esté dormido. Mal asunto. Pero ¿será ataque o defensa? Ustedes deciden.

Esto ha sido una digresión, sí. Pero si es irrelevante, entonces nuestra parte de la ciudad es una de esas que uno quiere atravesar rápidamente cuando va en coche, con las ventanillas cerradas y los seguros de las puertas pasados, habiendo comprobado previamente que hay aceite de sobras y que no hay nada llamativo en la guantera.

Pero es buen amante. Un follador impetuoso. La energía le sale directamente del bazo. Es capaz de follar con ella hasta provocarle un sueño que normalmente solo conocen los que toman Dalmane. Es incansable. Pasa de la erección a la flaccidez a voluntad. Solamente se corre cuando quiere, como los gatos. D. L. cree conocer la explicación: son las rosas fritas que aquel viejo cleptómano y lleno de tacto les da a los alumnos que decide arbitrariamente que va a proteger bajo su ala. Son ese entremés que hace que su vidente vomite nada más pensar en ellas. Son perversamente saludables. Unen el deseo y el miedo en una especie de virtuosismo secretamente apasionado.

En su opinión, Mark empieza a tener un problema con las rosas. Ella ve que está desarrollando una dependencia hacia ellas. Nunca hablan del tema y Mark se reserva su opinión, pero ella piensa que su problema con las flores es lo que, irónicamente, le impide escribir, que es lo que él querría.

D. L. simplemente rechaza comerse la belleza. Es una profanación. Una especie de blasfemia para ateos. Un asesinato estético en primer grado. A veces D. L. lo desea, pero siempre dice que no, gracias, no se comerá algo que crece a tu alrededor, rojo y eterno, gritando que no es comida. No lo hará. Ni siquiera para mejorar como autora posmoderna. Esto le confiere cierto heroísmo engreído y universitario. Y también, irónicamente, pasado de moda. Le encanta la palabra «virtud». Y para ella, «honor» puede a veces ser un sustantivo.

—Creí que usted conocía personalmente a Jack Lord —dice D. L., mirando por el parabrisas de Mark y viendo algo que le recuerda a una prenda mal teñida. Son nubes de tormenta—. Y ahora usted está hablando mal de su serie. Entonces ¿por qué representa a LordAloft?

—Yo nunca hablo mal, señorita. Y sí que conozco a Jack. —J. D. sacude los dados con el dedo mientras DeHaven mantiene el brazo apoyado sobre la palanca del cambio de marchas, entre J. D. y la luz parpadeante del aceite, con su rostro debajo de la sonrisa pintada. La luz roja del aceite parpadea cada vez que el coche da una sacudida. El ruido que hace la grava es insoportable.

—Pero Jack es un hombre complicado —dice J. D. Steelritter—. He conocido por lo menos a tres Jack Lord distintos en momentos distintos, desde que me metí en este negocio. Estaba el primer Jack Lord, que sobrevolaba el paraíso en un helicóptero y disparaba cartuchos de fogueo encima de una multitud de nativos mal pagados. Luego llegó el Jack Lord retirado, con ínfulas de bohemio y maneras políticamente correctas, que hacía escultura informalista y salía gratis en anuncios de Easter Seals. El nuevo Jack Lord que tenemos ahora no está para chorradas. Es un hombre de negocios. Es piloto profesional y dueño de una cadena de helicópteros. Una especie de yuppie ideal con un capital original, con iniciativa empresarial y con más pelotas que todas las que hay juntas en este coche asqueroso, y, por cierto, cagón, te he dicho que pises a fondo, ¿no? Y no te creas que no estoy viendo la luz del aceite. Deja de ponerme el codo delante de las narices. A la mierda la luz del aceite. No me fío de los instrumentos de fabricación casera. Venga. Tienes hasta mediodía. Nuestras sombras están acortándose y quiero que esta gente llegue a la fiesta.

—¡Baraguién! —dice DeHaven, pero sin convicción. El coche da una ligera sacudida hacia delante y deja de rugir. Ahora los arcos dorados están un poco por detrás de la ventanilla trasera de Mark. Definitivamente el coche de fabricación casera está al nordeste de Collision. A Mark le apetecería comerse una rosa, pero le quedan pocas, y tampoco desea nada en especial, salvo llegar, tomarse varias tazas de café, darse una ducha e irse a dormir. Y empieza a dar la impresión de que la llegada es una perspectiva que nadie consigue materializar. Todo va insoportablemente despacio.

—Y para ya de preguntar «¿Para quién?» —gruñe J. D. en dirección a su hijo—. Me da dolor de cabeza. —Saca y desenvuelve otro Rothschild de color verde, muerde la punta y la guarda dentro del envoltorio arrugado de plástico, todo con una sola mano. La otra mano está provocando un entomicidio total entre la masa de mosquitos estoicos, lentos y alelados que están posados sobre la guantera de color rojo y ligeramente separada del parabrisas. Son unos mosquitos siniestros. Son como lemures. Nihilistas. Y además, estúpidos. J. D., que es experto en estas lides y fumador compulsivo de puros, también sabe encender el puro con una cerilla (al encendedor se le ha terminado el gas), que separa con el dedo índice del librillo que tiene estampada la cara del payaso Ronald y luego rasca contra el papel de pedernal con el pulgar, sin desprenderla. No es una manera segura de encenderla. Hay que cerrar la tapa del librillo antes de rascar. ¿Y por qué no usar el encendedor de guantera que DeHaven construyó con un muelle de hierro de alta resistencia sacado de un colchón?

Pues porque ese encendedor sale disparado. Se calienta demasiado y de repente salta hacia fuera y cae encima del regazo de J. D. Menudo mecánico atonal está hecho su hijo. Un encendedor de guantera de fabricación casera con efectos defectuosos. Representa un producto, no se quiere poner su nariz, deja que esta se le caiga por detrás de la guantera, luego gimotea por la luz roja del aceite. A veces J. D. mira a DeHaven con una especie de asombro objetivo y horrorizado: «¿Yo hice a este?».

—¿Qué quieres decir con eso de «¿Para quién?»? —le dice DeHaven a J. D.

—Tú has estado diciéndolo. Llevas repitiéndolo dos días. Una y otra vez. «¿Para quién?». Se me mete en la cabeza. Me produce dolor. Para de decirlo.

—«Baraguién» es lo que he estado diciendo, papá. «Baraguién». Es una cosa atonal que estoy componiendo. Va a tener motores, velocidad y combates de rayos. Es un título. Un título mío.

—«¿Para quién?» son las primeras dos palabras del mejor relato del doctor Ambrose —dice Mark Nechtr. D. L. suelta un soplido de impaciencia. J. D. chupa su puro. El coche huele a tabaco cubano y está llenándose de humo verde. Por culpa de la corriente de aire causada por la ventana abierta de J. D., Mark está en medio de la salida de humo de su puro, pero no se queja—. Es la mejor parte de su relato sobre la Casa Encantada: «¿Para quién?».

J. D. suelta ese gruñido evasivo del padre que se ha equivocado sobre su hijo delante de este. Aunque se trate de un hijo con la cara pintada de colores chillones.

—Yo compongo mi material, tío. No voy por ahí usando el material de otra gente. Eso es para los artistas que son una estafa. Y yo no soy una estafa como artista.

—La mitad de esa frase es cierta. —J. D. suelta una risita. Su risa no se parece en nada al cacareo maníaco de Ambrose ni tampoco a la risa llena de mocos de D. L. Y Sternberg, ¿es que todavía no se ha reído ni una sola vez?

Mark ya se ha sentido reconfortado escuchando el devaneo de una conversación en otras muchas ocasiones. ¿Y si los relatos que a él le emocionan en realidad son los relatos de otra gente? ¿Qué más da si son una estafa? ¿Y si él fuera el único que no se hubiera dado cuenta de esto, y en realidad no hay manera de comprobarlo? Mark sospecha que quiere comerse una flor.

Además se avecinan otros problemas. Magda está pidiéndole que le deje ver su bolsa Ziploc. Tiene vello en los nudillos, pero no tiene las manos de color naranja.

—«Baraguiéeen» es lo que estaba diciendo. —DeHaven niega con la cabeza y enciende un cigarrillo sin filtro con la misma facilidad despreocupada que su padre. Sostiene el cigarrillo entre el índice y el pulgar mientras fuma, lo cual resulta bastante sospechoso. Sternberg también enciende un 100, que, por culpa de su ojo malo, parece que esté a un lado de donde verdaderamente está. Y Magda está sosteniendo la bolsita de Mark bajo la luz meridional que entra por la luna trasera. La luz que atraviesa las inscripciones NASSIN y ¡EMAVAL! es clara y penetrante. Ahora los arcos quedan muy por detrás de ellos.

En el coche se hace uno de esos silencios que preceden a una pregunta trivial. Las conversaciones entre niños y adultos suelen estar llenas de esta clase de silencios. Cuando esto sucede, los adultos preguntan por planes de futuro o del presente.

DeHaven, que ha acelerado con cautela cuando le han hecho notar la poca fiabilidad de los datos sobre lubricación, ahora ya ni siquiera se preocupa de disminuir la velocidad en los peligrosos cruces en los que el maíz obstruye la visibilidad. (Y por cierto, está lleno de maíz por todos lados). De repente gira al sur y se mete por la 2500 Oeste. Otra vez la M dorada queda a la izquierda y ahora está completamente a la vista por encima de una extensión de terreno en barbecho.

—Bueno, chavales, ¿y a qué os dedicáis ahora? —pregunta Steelritter, oliendo ya el final cercano del último trayecto en coche y llevando a cabo alguna actividad oral con el puro enorme que está fumando, que entra y sale en su boca. Ensancha los angostos orificios de su nariz ganchuda. A lo lejos restalla un trueno. El aire que entra por las ventanillas abiertas se enfría ostensiblemente. Magda mira el perfil de la cara de Mark. J. D. manosea el puro encendido que sobresale de su boca:

—¿Hay alguien aquí que todavía sea actor? —pregunta.

—¡Yo! —dice Sternberg, moviéndose ligeramente para aparecer en el campo visual de J. D. a través del retrovisor. DeHaven gruñe algo sobre películas de terror y D. L. le da un golpecito para que se calle en la hombrera de su disfraz de payaso, quizá con demasiada familiaridad.

—Todavía estoy en el negocio, señor Steelritter —dice Sternberg, con la voz una octava más aguda de lo normal, intentando sonar despreocupado y cortés al mismo tiempo. A veces, cuando firma, J. D. todavía usa «Influencias» a modo de segundo nombre.

—Bien por ti, chico.

—Trabajo en la zona de Boston.

—Una zona buenísima.

—Puede estar seguro. A mí me encanta esa zona.

—¿Tienes mucho trabajo? ¿Quién te representa? ¿Conozco a alguien para quien trabajes?

—Todavía estoy en esa fase tan excitante en que uno está metiéndose en el mundillo —dice Sternberg con aire despreocupado—. Estoy esperando que me devuelvan una llamada los del Banco de Boston para un anuncio. Yo haré de cajero extremadamente servicial.

J. D. da una calada a su puro, lo sostiene en alto y lo examina para asegurarse de que arde bien por todos los lados.

—Tengo intuición para saber cuándo van a llamarme.

J. D. sonríe para sus adentros.

—Bueno, a lo mejor puedo presentarte a alguna de la gente más importante cuando lleguemos a la fiesta.

—¡Vaya, gracias!

—Tal como yo veo que va la cosa, después de este asunto con McDonald’s, podrías tener mucho futuro.

—¡Vaya, eso me anima mucho, señor!

—No te quepa ninguna duda, hijo. Ese es mi trabajo.

—¿Qué quiere decir que es su trabajo? —pregunta Sternberg, confuso.

Magda carraspea con recato y le pregunta a Mark Nechtr cuáles son sus planes.

—Sí, Nechtr —afirma J. D.—. Tú tienes pinta de actor. Eres fotogénico. Eres natural. Te sientan bien esos vaqueros de marca y esa ropa como de médico. ¿No tienes planeado actuar? Nola dijo que tu padre está en el ramo de la limpieza, ¿verdad?

Considerablemente necesitado de desahogarse, Mark explica que en realidad todavía es estudiante de tercer ciclo en la universidad. Cuando DeHaven se ríe y le pregunta qué estudia, Mark muestra un interés considerable en el suelo. Algo parecido a literatura inglesa, dice.

—Escritura creativa —le corrige D. L., dirigiéndose principalmente a DeHaven, que sigue sosteniendo su cigarrillo como si fuera un porro y guiña los ojos por culpa del humo que se mete entre las luces de la guantera y la carretera. D. L. se gira un poco, sentada en el hueco entre los asientos delanteros—. Lo que pasa es que cuando le preguntan le da vergüenza decir a la gente lo que estudia. Llega al extremo de mentir. Cariño, ¿por qué tienes que hacer eso?

J. D. suelta su risita característica:

—Demonios, Nechtr, no te dé vergüenza. Hay un montón de profesores que ganan mucho dinero enseñando escritura creativa. Es una profesión con demanda. A veces en la agencia Steelritter contratamos redactores que vienen de programas de escritura creativa. El propio Ambrose se gana bien la vida en la East Chesapeake Tradeschool.

—Allí es donde estudia Mark. Mark estudia con él.

J. D. ni escucha a la chica:

—Los programas de escritura creativa son una de las razones de que la cadena de Casas Encantadas haya levantado por fin el vuelo. Los profesores de escritura no ponen problemas. Saben hacer concesiones. Dejan hacer a la gente que sabe lo que hay en la industria.

—Técnicamente forma parte del departamento de literatura inglesa… Técnicamente es una licenciatura en inglés —murmura Mark vagamente en dirección al estruendo de la ventanilla que acaba de abrir. El humo sale por el hueco de la ventanilla y se escurre como los últimos granos de algo que desaparece por un desagüe. La mezcla del humo de todos los que están fumando es del mismo color que esas nubes que acaban de dejar atrás los arcos, al oeste del coche, y vienen acercándose ostensiblemente. Aparecen hebras de luz brillante para desaparecer de inmediato en el seno de la masa de nubes: son como filamentos de bombillas estropeadas. El aire se enfría todavía más y por la ventanilla abierta se filtra ese típico olor de la lluvia que se acerca. Magda se inclina un poco sobre Mark, sosteniendo las flores, y respira hondo en la estruendosa corriente de aire:

—Lluvia —dice con un suspiro.

Y dejan atrás una granja inesperada y solitaria, justo en el margen de la 2500 Oeste, con una arboleda y un pequeño grupo de silos, un columpio hecho con un neumático y algunas piezas de maquinaria oxidada y tirada de lado entre la densa hierba del patio sin cercar. Los terrenos que rodean la casa están llenos de un material extraño que podría ser hierba o heno. Una mujer de brazos gruesos sentada en una silla de jardín los saluda con la mano desde el porche de color gris, con una guadaña húmeda y un ventilador de poliestireno a sus pies. El buzón de la casa tiene un nombre escrito y está bostezando en espera de alguna carta. La mujer saluda con la mano al coche chirriante y peraltado que se dirige a la reunión. Su saludo es lento y acompasado, como el movimiento de un limpiaparabrisas. Es una observadora de tormentas. Se trata de un deporte con público en las zonas rurales de Illinois. En cualquier otro sitio sería una actividad rara. Pero aquí las tormentas van y vienen como si fueran el viento, no están para bromas, se forman y descargan en un momento, a menudo con violencia, a veces con granizo, estragos y tornados. Luego se marchan con ese ritmo tranquilo de quien sabe que te ha dado una buena tunda y desaparecen, todavía majestuosas, en dirección al este, detrás de ti. Es todo un espectáculo. En circunstancias normales Mark sentiría un mayor interés por las implicaciones de la silla de jardín y el saludo con la mano. No le parecería mal que se detuvieran en esta granja y pidieran que los orientaran con precisión. Pero es imposible que se pierdan. Los Steelritter viven por aquí. Y si llevan tres días enteros con sus noches llevando gente de aquí para allá, tal como dice J. D., el camino de llegada ya tendría que haberse convertido a estas alturas en una arruga profunda y autónoma en el cerebro de DeHaven. Pero están viajando en círculo. No están en absoluto tomando un atajo entre el aeropuerto central de Illinois y la población de Collision. Mark entiende de líneas rectas y de atajos. A lo mejor J. D. y DeHaven son de esa clase de gente que no sabe hablar y orientarse al mismo tiempo. Mark nota en el bolsillo de sus pantalones de diseño a la moda el bulto de la enorme llave de la taquilla de pago del aeropuerto O’Hare.

—Pero la verdad es que nunca escribe nada —dice D. L.—. No puede crear. Está bloqueado. Está planteándose abandonar el seminario, ¿verdad, Mark?

J. D. mueve la cimitarra de su nariz y la brasa de su puro en dirección a Mark con verdadero interés:

—¿Estás pagando para ir a escribir a la facultad y no escribes nada?

—¡Baraguiéeen! —dice DeHaven.

—No soy terriblemente prolífico —dice Mark, pensando que le gustaría querer hacerle daño a D. L. en la nuca donde su pelo está recogido.

—Solo ha escrito una cosa en todo el año —les dice a los Steelritter—. Y era tan malo que ni siquiera quiso enseñármelo. Ahora está bloqueado. Esas cosas pasan a menudo en los programas de escritura. Por eso he decidido que detesto todos…

—¿Estás bloqueado? —le pregunta Sternberg a Mark.

Mark decide comerse un solo pétalo, que le ayude a aguantar hasta el momento de llegar.

—Probablemente sea un problema de nivel de exigencia —dice J. D., asintiendo con la cabeza como se hace ante algo que resulta familiar—. Cuando tengo algún creativo a mis órdenes que está bloqueado, al final siempre resulta ser un problema de ponerse un nivel de exigencia poco realista. Es lo más habitual.

D. L. y DeHaven sueltan un resoplido al oír ese uso de la palabra «realista» y mientras tanto otro camión de combustible de color metálico los adelanta como una aparición por el carril de la izquierda, con una espita en la parte trasera, justo al lado de los rótulos, que gotea un líquido de color ámbar.

—¿Y qué hago yo? Pues les llamo a mi presencia y les digo a la cara que lo que tienen que hacer es ajustar su nivel de exigencia —dice J. D., con el puro sobresaliendo, allí quieto, oscurecido por la saliva, apoyado en su labio inferior, de manera que va moviéndose al compás de la despreocupación garbosa con que habla—. Que rebajen el nivel y que lo ajusten —gruñe—. Que ajusten su conceptualización creativa de los aciertos que están, ¿cómo se dice?, a su alcance.

D. L. levanta la cabeza de golpe al oír esto.

—Eso es una mentira cochina de escuela de arte, tío —murmura DeHaven—. Solo los artistas que son una estafa se mueven en manada.

—Cállate y acelera, cagón —dice J. D., apoyándose en un codo nuevamente para girarse y mirar a Mark Nechtr, ese chico a quien nadie conoce, y hacia quien J. D. muestra una amabilidad extraña pero genuina. Hace un gesto paralítico, por decirlo de algún modo—. Que ajusten ese deseo paralítico de crear anuncios perfectos y totalmente nuevos, es lo que les digo —dice—. Les pido, y recordad esto, chicos, este consejo es gratis, les pregunto: ¿creéis que es casualidad que «perfeccionismo» rime con «paralítico»?

DeHaven pone los ojos maquillados con rímel en blanco. Los demás intercambian miradas de incomprensión. D. L. empieza a decir algo:

—Pero…

—¡Bueno, pero se parecen lo suficiente, eso les digo! —J. D. se ríe, como si tuviera una persona diminuta encerrada dentro, y su frente vuelve a alisarse. DeHaven mueve los labios en perfecta sincronía con las palabras de su padre. La risa de J. D. hace que su puro se mueva en todas direcciones. Hay una montaña de ceniza peligrosamente escorada. Su risa se convierte en un acceso de tos espesa.

Mark se ríe también, le gusta ese hombre a pesar del macarra de su hijo.

Sternberg deposita la colilla que acaba de fumarse en uno de esos ceniceros que hay detrás de los asientos delanteros y que será mejor que no describa, y carraspea a su vez:

—Nechtr, ¿te parece que podríamos negociar durante un momento la posibilidad de tomarnos una de esas flores? —Y señala con el órgano adicional que le ha salido en la frente hacia la bolsa Ziploc que Mark y Magda están arreglándoselas para mantener fuera del campo de visión de J. D., limitado por el apoyacabezas de su asiento.

El rostro de Steelritter se anima de repente. Ahora los arcos están extremadamente cerca. Está muerto de hambre:

—¿Tomas flores, hijo? ¿De qué clase? ¿Violetas? ¿Rosas, quizás? Yo tengo una pequeña plantación de rosales en mi casa. Cuando lleguemos, y os aseguro que llegaremos, os voy a enseñar un invernadero que os va a…

Magda interrumpe con suavidad, intentando hacer notar que todavía no saben nada acerca del presente ni del futuro de Drew-Lynn. Pero entonces D. L. la interrumpe para contarles a ella, a DeHaven y a J. D. que ella, D. L., ya no es estudiante universitaria, sino que se ha convertido en una verdadera y esforzada artista. Una artista posmoderna.

—¿Una artista posmoderna? —sonríe DeHaven.

—Sí, bueno, nosotros trabajamos con Kellogg’s —dice Steelritter con brusquedad—. Así que déjate de tantos productos post.

—Especializada en la poesía del lenguaje, en la Literatura apocalípticamente críptica de las Últimas Cosas, en el agotamiento en general y en la metanarrativa.

Asombrado, DeHaven se rasca el cuero cabelludo con la furia de quien acaba de sacarse una peluca:

—¿Y a quién conoces?

Mark está avergonzado de Drew-Lynn. Es de suponer que alguien tiene que estarlo.

—En realidad a mí también me habría gustado que el doctor Ambrose viniera hoy a la apertura de esta discoteca, aunque tengo que admitir que ya no creo en él como un verdadero artista. Pero yo tenía fe en él y me gustaría ver cómo corta él mismo la cinta —dice D. L., bostezando con aire aturdido.

Magda tose y se palpa su bonita garganta.

—Es un hombre serio y agradable —J. D. asiente para manifestar su acuerdo—. Como cliente nunca ha dado un solo problema a lo largo del proceso tan prolongado de creación de la Casa Encantada. Ha habido dudas, eso sí, pero nunca ha sido agresivo ni ha presionado. Nunca ha levantado la voz. Apenas tiene ego. Y también es un fan de las flores, por cierto, va por el chico fotogénico de ahí detrás. ¿Estudias con él? Y tiene una mujer que nunca deja de sonreír —dice—. ¿La conoces? Es tan agradable todo el tiempo que produce malestar. Tiene unos hoyuelos en las mejillas que parecen orificios de bala.

Detrás de una maraña de alambre de púas ahora se ven las instalaciones de la prisión cuyo letrero, situado en la salida del aeropuerto, decía que no se cogieran autoestopistas. La prisión tiene unas ventanas en forma de hendidura, es baja y achaparrada salvo por las torres de vigilancia construidas sobre pilotes, y en su conjunto es un complejo enorme, se tarda varios segundos en dejarla atrás. Otro letrero, esta vez rojo, dice que está entrándose en zona federal y el acceso está restringido. Mark no puede ver ninguna señal de movimiento. La muralla de imponentes nubarrones de tormenta ahora está pegada al sol de última (ultimísima) hora de la mañana y le confiere al cielo del sudoeste el aspecto de una pared por la noche provista de una lamparilla. Sternberg hace ademanes todo el tiempo para que Mark le dé una de sus rosas fritas. Mark no le hace caso y escucha, absorto:

—Pero te voy a decir una cosa, en confianza —dice J. D., estirando el cuello para ver cómo finalmente el sol queda tapado—. Nunca me he podido terminar uno solo de esos mamotretos que escribe. Ni uno solo, y eso que somos amigos. Me envió todos sus libros. La caja pesaba tanto que no podía levantarla. Tendría que haberme imaginado que eso era mala señal.

Se oye un trueno.

—Y así fue —dice J. D.—. Era ilegible. Todo el tiempo salían matrimonios con problemas. Costaba horrores leerlo.

—¿Matrimonios?

—A veces también es aburrido —dice D. L., asintiendo con la cabeza como si admitiera algo—. Es indulgente. Cerebral pero infantil. Masturbatorio. Tiene una especie de tono de ¡mira-mamá-sin-manos!

—¡Hey, cariño, oye!

—Y también en el sentido contrario —dice J. D. Steelritter, apagando la colilla del puro en otro de los horrendos ceniceros y escuchando al maíz, que ante la vecindad de la tormenta susurra esa cantinela idiota y aguda de «¿Para quién?» que él atribuía a la idiotez de su hijo—, resulta demasiado listo. Es demasiado ingenioso para su propio bien. Resulta demasiado evasivo.

—¿Consciente de sí mismo hasta extremos talmúdicos? —dice Mark—. ¿Obsesionado con su propia interpretación?

Magda se apretuja contra Mark del mismo modo asexual que un extraño sentado a tu lado en una película realmente aterradora. Su hombro izquierdo es musculoso y la mancha de nacimiento de color oporto destaca en su piel.

—Yo personalmente respaldo al ciento por ciento ese fenómeno básico vuestro de la interpretación —dice J. D.—. La interpretación para mí significa un plato en la mesa y vales para canjear por hamburguesas en vuestros billeteros. Pero por ejemplo ese relato que tuvimos que usar para hacer el proyecto de la campaña de la cadena de discotecas… Ese relato del sesenta y siete que empieza «¿Para quién…?». Me gustó la idea. Pero no me gustó el relato. No me gustan las historias sobre otras historias.

D. L. hace un ruido despectivo muy suave, casi para sus adentros.

Steelritter la mira:

—Porque yo nunca he hecho un anuncio sobre otro anuncio y nunca voy a hacerlo. ¿Lo harías tú? ¿Te imaginas a un vendedor que vendiera vendedores? No tiene sentido. No tiene corazón. Es una mala combinación. No tiene ningún valor.

Mark se ha inclinado hacia delante y ahora nota un olor a hachís, polvos de talco, ácido fénico y ámbar que viene de DeHaven y D. L.

—Los relatos son básicamente como campañas publicitarias, ¿vale? —dice J. D. DeHaven no mueve los labios en sincronía con esta frase—. Y ambas cosas, en términos de su objetivo, son como follar con alguien, tal como debes saber por la universidad, Nechtr. —Lanza una breve mirada a la parte de atrás del coche—. «Déjame que te la meta», dicen las dos. ¿Y a ti te gustaría follar con alguien que está todo el tiempo diciendo: «Aquí estoy yo, follando contigo»? ¿Sí o no? Pues no. Estoy seguro de que no. Sería una auténtica tortura. Sería no tener corazón. Es cruel. Una historia tiene que llevarte a la cama corriendo. Todos esos coqueteos y evasivas son chorradas.

A modo de parte meteorológico: los dedos negros de la avanzadilla de nubes ya han dejado atrás al sol y están manoseando el cielo amplio y liso que hay encima del coche de aspecto perverso. Las sombras avanzan ocupando franjas del tamaño de condados y trazan barrotes grises sobre el terreno de color verde mustio, como una acuarela oriental que sugiere un color apagado. Y Tom Sternberg, a quien Mark ha estado ignorando de modo deliberado, cuya claustrofobia debilitante es probable que tú ya hayas olvidado porque hasta ahora se ha portado como si fuera la misma fortaleza personificada, dentro de ese coche veloz, atestado y cerrado, que tiene todavía la misma erección, y que no sabe cómo introducir la política en la conversación antes detallada, ahora siente un pánico atroz por sí mismo y desea una de esas flores fritas que-te-sacan-de-un-tirón-del-camino-que-lleva-al-estatismo, solo que no consigue llamar la atención de Mark, que permanece absorto y distraído. Y de pronto una idea le golpea justo entre los ojos. Le pregunta a J. D. Steelritter si es en su granja de rosas donde crecen las flores que el académico de Maryland que cuenta con toda la confianza de Mark luego se encarga de cortar, freír y en cuyo hábito ha metido a Mark. Esto tiene efectos cataclísmicos: el silencio amarillento en que cae Magda es uno de esos silencios horrorizados que uno adopta en público cuando su compañero de asiento se tira un pedo en un espectáculo de ballet.

ÚLTIMA INTERRUPCIÓN

Mark Nechtr se ha tomado un interés personal por la crítica informal que ha hecho J. D. Steelritter del famoso relato metanarrativo del doctor C__ Ambrose, Perdido en la Casa Encantada. Cree que J. D. se equivoca, pero piensa que la analogía que ha hecho el publicista entre un relato y una amante es apropiada, y además ayuda a explicar por qué Mark siempre ha tenido tantos problemas con ese relato, y también con la intención que ahora tiene Ambrose de construir una cadena de discotecas para añadirle a su relato una tercera dimensión, de construir Casas Encantadas «reales». Ahora ya no cree que J. D. Steelritter y el doctor Ambrose simplemente se hayan «vendido» (esa acusación resulta muy fácil de dirigir hacia otra persona), sino que en realidad lo han hecho al revés: quieren construir una Casa Encantada para amantes a partir de un relato que no ama. El propio J. D. ha dicho que el relato no ama, ¿verdad? Pues sí. Sin embargo, Mark postula que Steelritter solo tiene razón a medias. El relato no ama, pero esto pasa precisamente porque no es cruel. Un relato, a lo mejor, debería tratar al lector como si quisiera… bueno, follárselo. Y sí, especula Mark, se puede hacer un relato a partir de una Casa Encantada. Pero no usar la Casa Encantada como la clase de símbolo que uno puede usar a su antojo. No hay que poner a los pobres personajes dentro de una, ni fingir que el pobre autor está vagando dentro de una. La manera correcta de hacer que un relato sea una Casa Encantada es coger el relato y meterlo dentro de una. Para un amante. El lector debe ser un amante y tiene que querer meterse dentro. Luego hay que follárselo. Hay que fingir que todo el proceso es como hacer el amor. Caminar cogidos del brazo del objetivo elegido a través de la puerta en forma de cara sonriente. Dar un empujón. Y salir corriendo antes de que las mandíbulas sonrientes se cierren. Lo único que importa es que el lector esté dentro. No es como uno se lo imaginaba. Resulta un poco solitario. El sitio está terriblemente desordenado, pero de un modo siniestro, todo es duro y frío como el cristal de un parabrisas. Todos los posibles ángulos sensoriales se visan, todas las técnicas meticulosamente aprendidas que uno guarda en su carcaj se ponen en juego, puesto que todas las «técnicas» en realidad no son más que superficies reflectantes que defraudan lo que fingen revelar.

Sin embargo, la salida siempre está a la vista. Es un letrero luminoso resplandeciente y lascivo. No hay laberintos donde se pueda seguir el hilo, no hay oscuridad que sortear, no hay barriles ni suelos giratorios para desorientarlo a uno, no hay un artefacto de cera en forma de minotauro que aparezca de golpe impulsado por muelles y provoque una sacudida en los esfínteres de quienes se han perdido. El camino de la Salida está claramente señalado, delante de uno y ni siquiera está muy lejos. Tiene que ser el material con que el sitio está hecho lo que lo haga divertido. Toda la obra es un plano sin fricción. Liso, impasible, sin una sola adherencia, bien lubricado, absolutamente desprovisto de asideros y pulimentado hasta brillar como un espejo. El amante intenta atravesarla: se produce un gesto de avance, pero no un avance real. Es más: las superficies reflectantes que se extienden en todas direcciones reflejan todos los pasos estáticos hacia delante y los interpretan como pasos atrás. Se producen al mismo tiempo las ilusiones (sic) del sprint inmóvil del que está soñando y del deslizamiento hacia atrás del bailarín de moonwalking. Durante todo ese tiempo la Salida, la Puerta y el Final están a la vista.

Pero tío, hace falta ser un cabrón con agallas para erigir un sitio así mediante la escritura. Hay que ser de una raza totalmente distinta a la del metanarrador básicamente benévolo y jovial en quien Mark confía. Haría falta un arquitecto que odiara lo bastante el hecho de sentir suficientemente el amor necesario para perpetrar esa clase de crueldad especial que solo los verdaderos amantes pueden infligir. El relato apenas conseguiría obedecer a la voluntad del narrador. La misma mezcla de terror insondable y lujuria filogénica que siente Mark cuando se inclina sobre la sartén chisporroteante para ver qué…

Sin embargo, Mark siente en su vientre joven y liso que dicho relato no sería metanarrativo. Porque la metanarrativa es una amante infiel. No sabe traicionar. Solo sabe desvelar. Ella misma es su único objeto. Es el acto de amor consigo misma de una solipsista solitaria, es una lamparilla de noche en esa quinta pared que es la condición del sujeto, es un rostro en la multitud. Es una amante que no es amante. Que se besa su propia cola. Que se folla a sí misma. Es cierto, hay viejos contorsionistas que son realmente hábiles. Ambrose, Robbe-Grillet, McElroy y Barthelme pueden follarse a sí mismos con una habilidad tremenda. Mark ha podido comprobar la orgía que tienen montada. El lector infortunado no es el objetivo de ese cuadro, aunque sí puede oír el silbido agudo y siente la brisa afilada como una cuchilla y comprende que ahí por gracia del páter de todos nosotros yace alguien, empalado y rojo como el centro de la diana, boca abajo y dispuesto, con los miembros extendidos en todas direcciones, sobre una tierra tan ilimitada que no hay nada en ella sobre lo que posar el ojo salvo la comida, el cielo y la sombra de un reloj que avanza lentamente…

Por favor, no se lo cuenten a nadie, pero Mark Nechtr desea, en algún día lejano y esforzado, escribir algo que emocione de verdad. Que lo atraviese a uno, que le haga pensar a uno que va a morirse. A lo mejor ese algo se llama metavida. O metanarrativa. O realismo. O gfhrytytu. No lo sabe. Y se pregunta a quién demonios le importa. A lo mejor no se llama de ningún modo. A lo mejor es la enrevesada relación que se establece en los actos de traición. En el hecho de que «venderse» es fundamentalmente una afirmación redundante. Y es probable que esa cosa use la metanarrativa como un disfraz resplandeciente y sonriente, como una indumentaria que ya no llevara zapatos de trapo, porque la metanarrativa es una lectura sin riesgos, es tan familiar como el trabajo con agencias. Y no hay ninguna víctima tan deliciosa como la que sonríe aliviada cuando ve acercarse tu imagen familiar. La que ve la afilada flecha de aluminio lo bastante desviada hacia un lado como para exponerse por completo…

Pero ahí va una consideración. Recuerden que las flechas reglamentarias de competición, cuando el arco es tensado al máximo, quedan un poco desviadas a la izquierda del centro de la diana, debido a la envergadura del arco, que es el objeto que dispara y que se mete por medio, pero que, ahí en medio, resiste, es tocado, desplazado e irritado por el empuje obstinado hacia la derecha del astil de la flecha. Porque aunque lo irriten resiste, y ahí entran en juego leyes pre-modernas muy simples. La flecha descentrada, lanzada hacia la izquierda por la resistencia del arco, resiste a su vez esa resistencia dirigida a la izquierda con una sacudida y un espasmo idénticos y en sentido contrario, hacia la derecha (el aluminio es óptimo para ese espasmo). Y esa resistencia en forma de sacudida de nuevo produce una reacción hacia la izquierda; y el efecto resultante es que la flecha silbante avanza en zigzag, moviéndose —casi serpenteando en realidad— alternativamente a izquierda y a derecha, aunque esos movimientos van decreciendo gradualmente (física, leyes, gravedad, estrés, fatiga, agotamiento), hasta que llegado cierto punto la flecha, que se dirigía con toda sinceridad al oeste del amante, ahora apunta directamente a su corazón. Algún día.

Sí: suena menos erótico que homicida. Olviden las semejanzas renacentistas entre follar y morirse. En el mundo enfermo de hoy día, todo es literal. Y Mark admite que esto resulta tremendamente chiflado. Es como bailar el pogo, como los asesinatos en serie, como los documentales de Faces of Death, como las poblaciones civiles cautivas de su propio miedo a ser objetivo de la artillería extranjera. No romántico ni inteligente, Mark lo sabe. Es frío. Mucho más frío que el día de hoy. Más frío que matar a gente porque uno necesita lo mismo que ellos. Más frío que pagar a alguien lo justo para no reventar el mercado. Que quedarse dormido mientras tu amante enfurecida dice entre sollozos que siempre te quedas dormido en vez de escucharla. Que tirar tierra encima de alguien que no cabe en su féretro.

Y lo peor es que suena deshonroso. Es como una traición. Es como salir de ese cuerpo que se ha abierto para dejarte entrar y dejarlo ahí, follado y ensangrentado, dejarlo tirado como a un animal de peluche para que se quede retorcido en la misma posición en que ha caído. ¿Dónde está el honor en todo eso que Mark considera? ¿Dónde está la simple integridad de antaño?

HE MENTIDO: AHÍ VAN TRES RAZONES POR LAS CUALES LO ANTERIOR NO ERA REALMENTE UNA INTERRUPCIÓN, YA QUE ESTA NO ES DE ESA CLASE DE NARRACIONES QUE PUEDAN INTERRUMPIRSE, PORQUE NO ES UNA NARRACIÓN, SINO LA MISMA REALIDAD TAL COMO ESTÁ SUCEDIENDO AHORA

Si esto fuera ficción, el cataclismo que evitaría que las seis personas que van en el coche de fabricación casera de DeHaven llegaran por fin a la Reunión prometida en Collision sería una colisión. DeHaven, movido por una atracción hosca y desconcertante hacia esa chica lacónica y minimalista que va a su lado, o bien movido por una hostilidad intemporalmente griega hacia el padre que va en el asiento del copiloto con su enorme puro mojado, cerraría los ojos y pisaría el acelerador justo en el cruce más frondoso y con menos visibilidad de todo Illinois —pongamos por caso el que hay entre la 2000 Norte y la 2000 Oeste— y colisionaría a tres bandas con el Chrysler atestado de orientales y con el coche extranjero y resplandeciente en cuyo interior van los hijos criados con maíz del viejo y enorme granjero. Los orientales, como son prescindibles porque hay grandes cantidades de ellos, lo tendrían crudo. Los dos coches llenos de occidentales afectados por el shock pero ilesos terminarían uno encima del otro, en direcciones opuestas, con los parabrisas acoplados como dos hipotenusas unidas para engendrar un cuadrado de chasis y ruedas girando desbocadas. Nuestros seis chavales y los seis del granjero se quedarían allí sentados, del revés, mirándose mutuamente a través de las lunas irrompibles patentadas, con los rostros iluminados en medio de la oscuridad de la lluvia cercana por las llamas de un Chrysler extranjero.

Si esto fuera ficción, entonces resultaría que Magda no es en realidad Magda Ambrose-Gatz, sino el mismo doctor C__ Ambrose disfrazado. Resultaría que Mark Nechtr habría sido elegido mucho tiempo atrás por el doctor Ambrose como el muchacho que habría de heredar la mitra y el orbe de la narrativa inteligente y académica, y que Ambrose llevaría mucho tiempo siguiendo la pista de Mark, vigilándolo y encontrándose con él bajo un montón de disfraces, igual que Henry Burlingame en la seminal novela El plantador de tabaco. Magda/Ambrose explicaría, haciendo uso de una ilustradora y entretenida variedad de voces y dialectos, todas las identidades bajo las cuales ella/él ha mantenido una vigilancia atávica sobre el desarrollo de Mark hacia la edad adulta:

—¡Por mi fe eterna, rapaz, si estás creciendo como el mismo brezo de las colinas!

—¿Padre Costello? ¿El viejo sacerdote de mamá? ¿El que la oía en confesión y venía a comer a casa una vez al mes?

—La próxima esquina a la izquierda, por favor.

—¿Agente Al? ¿El agente de policía que me hizo mi primer examen de conducción, en mi viejo Datsun?

—¡No, no, ahí no! ¡Déjame… oh, sí, ahí! ¡Oh, sí! ¿Lo ves? ¡Oh, Dios!…

—¿Charlene Hipple? ¿La del albergue para jóvenes cristianas? ¿La entrenadora de tiro con arco que me robó la virginidad?

Y así sucesivamente. El doctor Ambrose, amante de ese anonimato que solo puede lograr un voyeur disfrazado, iría por tanto de camino junto con los otros cinco, no tanto para ver la apertura de la Casa Encantada como para presenciar el desarrollo de la Reunión, que él, igual que J. D. el publicista, percibe como el advenimiento americano de un Apocalipsis largamente prometido, un Apocalipsis después del cual todos los deseos serán satisfechos de modo natural, la gente dejará de tener necesidades y lo valorarán todo por el mero hecho de ser. En la mejor tradición continental-marxista-capitalista-apocalíptica, la distinción entre esencia y existencia, entre gestión y trabajo, entre verdad y falsedad, entre ficción y realidad, se colapsará bajo el implacable estupor causado por los focos del helicóptero de Jack Lord.

Si esto fuera una ficción, las rosas fritas que reúnen a J. D. como cultivador, a Ambrose como distribuidor, a Mark como consumidor y discípulo, a D. L. como maniquea, a Magda como apóstata y a Sternberg como suplicante, se volverían —mediante el proceso mágico de la fritura— todavía más maravillosas, como rosas: carmesíes y quebradizas, como cristal verdirrojo bellamente torneado, barnizadas con mucho aceite y preservadas en todo su rubor para ser inspeccionadas con detenimiento, como los insectos de una plaga magnífica que quedan atrapados en pleno vuelo dentro de un bloque de ámbar. Sin embargo, las rosas que J. D. Steelritter acaba de pedirle a Mark Nechtr que le pase en ese puto instante son negras como el hollín, están retorcidas, arrugadas, son urbanas, polvorientas, feas, aceitosas y están dentro de una de esas bolsas sucias donde se mete la droga en los institutos.

—¿De dónde han salido esas? —pregunta el mejor del ramo en tono cortante.

—¿A qué se refiere?

—Dices que te las ha dado Ambrose, ¿no?

Magda observa a J. D. con tanta atención como Mark:

—Que yo sepa no he dicho nada, señor.

DeHaven mira hacia atrás con un miedo característico de hijo mientras J. D. cede ante un acceso de cólera tan vigoroso como el maíz a través del cual circula el coche:

—¡Escucha, pequeño cagón, estas rosas son mías! Yo las planto, las cuido, las arranco y las preparo. Estas rosas vas a dejarlas para después. Serán parte del paquete de actividades de la Reunión. Ese capullo de profesor y yo habíamos hecho un pacto entre caballeros. Estas rosas son para sus miedos. No para que vaya repartiéndolas por la calle. Voy a preguntártelo otra vez: ¿te las ha dado él?

—Nechtr dijo que se las había dado alguien de mucha confianza —se oye en la esquina de Sternberg.

—Lo voy a machacar. Está acabado en este negocio. En todos los negocios. Ambrose está muerto. Está fulminado.

—Claro que se las dio él —dice D. L. El cansancio de su voz se impone sobre el regocijo—. Díselo, cariño.

—Me las dieron con la condición de que si me preguntaban de dónde las había sacado no se lo dijera a nadie —dice Mark en voz baja.

—Esa rata —dice J. D., con tono agudo y en actitud de incredulidad—. Ese capullo calvo y arrogante a quien yo he sacado de la nada para darle una cadena.

—Papá, esta luz del aceite ahora está brillando mucho.

J. D. se golpea su frente enorme con la base de la mano:

—¡Hostia, qué golpe tan bajo!

—Nechtr dijo que dan una extraña capacidad de autocontrol, señor —dice Sternberg. No es verdad que Mark dijera eso. Mark ni siquiera le mira. Está mirando el bello rostro de J. D. Steelritter.

—Estas rosas suponen el final violento de la publicidad en América, chaval. —J. D. sonríe con gesto severo mirando la porquería polvorienta y muy viajada que hay dentro de la bolsa sucia—. Son la encarnación de la publicidad.

Sternberg está sinceramente horrorizado:

—¿Qué?

DeHaven, confuso y distraído, se rasca el cuero cabelludo y levanta una nubecilla de polvos de talco:

—Pues nosotros nos comemos esas porquerías todo el día —dice—. Tenemos la nevera llena de ellas. Mamá tiene que comprar bicarbonato extra. No son muy buenas, saben un poco a maíz. Mamá dice que los genios creativos tienen gustos perversos, eso es todo —mira a D. L.—. ¿Qué problema hay?

La luz del aceite de DeHaven parpadea mostrando la palabra ACEITE y brilla con un resplandor rojo cada vez que la nariz de payaso encendida sufre una sacudida al compás de los tumbos que va dando el coche sobre la carretera rural pésimamente cuidada.

—Son obscenas —dice D. L. de modo inexpresivo—. Ese es su problema.

—Pueden hacer realidad ciertos deseos, ¿verdad, señor? —dice Sternberg.

Magda mira a Sternberg como si este tuviera cinco años:

—¡No seas idiota! —grita J. D., y en ese instante casi rozan el Chrysler, que acaba de salir dando un coletazo sobre la grava de un cruce frondoso y sin visibilidad y ahora se dirige hacia el este, en la dirección equivocada. El color de la luz del sol a través de las nubes es como el de un caramelo de calidad y el aire está helado. Un relámpago se retuerce en el flanco occidental del cielo.

—¡Cómo van a hacer realidad los sueños! —dice J. D. en tono despectivo. No tiene su puro en la boca—. ¡Hacen los sueños! Hay cierta diferencia, ¿no? —Sí, piensa. Pero solamente hasta la Reunión.

—Son obscenos —dice D. L. con el sonsonete que uno pone cuando nadie le hace caso.

—Coge lo que más temes y conviértelo en deseos. Ambrose sabe dónde estáis metiéndoos él y tú, chaval.

Mark dice que no tiene ni idea de qué está hablando el señor Steelritter.

Lo que Mark Nechtr teme más: el solipsismo de solipsismos: el silencio.

Lo que Tom Sternberg teme más: esa cosa dentro de la cual está él.

Lo que Drew-Lynn Eberhardt teme más: como todavía no se ha revelado, no lo sabe.

Lo que el doctor C__ Ambrose teme más: la pérdida de su objeto y de su cuña interpretativa: la falda manchada, la prótesis, el fingimiento, que se le tuerza la peluca.

Lo que DeHaven Steelritter teme más: véase más abajo.

—¿Crees que un anuncio es una obra de arte? —dice J. D.—. ¿Crees que no trata de lo que trata la vida en realidad? ¿Que vuestros miedos y deseos crecen en los árboles? ¿Que salen de la nada? ¿Que vosotros deseáis de modo natural todo eso que nosotros, vuestros padres, trabajamos día y noche para asegurarnos que deseáis? Creced de una vez, hostia. Entrad en el mundo. Nosotros producimos lo que hace que vosotros deseéis consumir. La publicidad. Los laxantes. La Organización para el Mantenimiento de la Salud. El bicarbonato. Los seguros. Vuestros miedos son construidos, y también vuestros deseos, sobre esos cimientos. —Levanta el alijo de rosas de Mark, que es también suyo—. Estas rosas eran de mi padre. De un funeral que tuvo lugar en el este. De un matrimonio de violencia. De una boda de penalty.

—¿Se supone que freír flores te coloca? —dice DeHaven. Su perfil de payaso dividido por la mitad bascula entre una confusión espantosa y un miedo absoluto a los instrumentos de la guantera que él mismo ha fabricado.

—¿Son una droga? —dice Sternberg—. ¿Una droga natural? ¿Una droga anti-miedo y pro-deseo?

—Están mal —dice D. L. con la voz estridente de su profesora de Tarot—. Representan el hecho de que están mal. No solo son símbolos obscenos, también son símbolos burdos.

—Steelritter… —empieza a decir Magda con voz ronca.

J. D. desecha de un manotazo la imagen reflejada en el retrovisor de su rostro de color naranja y su peluca torcida, tan enfrascado en la cuestión en la cual ha invertido toda su vida que casi ha conseguido olvidar su extremo temor a que la lluvia diluyera la Reunión. Mierda de clima del Medio Oeste.

—La señorita post-todo tiene razón en eso. Solo son símbolos. Son tan sutiles como un ladrillo, hostia.

—¿Símbolos comestibles?

DeHaven observa la luz roja, encendida de modo constante.

—¿Papá?

J. D. no puede creerse la inocencia conmovedora de ese tipo que pasa por alto los símbolos como si crecieran en los árboles. Se dirige al asiento de atrás por el retrovisor:

—¿Y crees acaso que tu apariencia y el modo en que te sientes son las dos únicas palancas que usan los publicistas? ¿Que son la única fuente de tus miedos? ¿Que todo ha sido siempre igual que el día de hoy?

La respuesta afirmativa de Sternberg es ensordecedora.

—Pues entonces todavía tienes que crecer bastante, señor que-se-pasa-la-mitad-del-tiempo-mirándose-el-ombligo. Porque el negocio de la publicidad es muy, muy antiguo. Uno tiene miedos condicionados tan profundamente que ya han echado raíces. Se han desarrollado por dentro. No se ven a simple vista. Los sientes ahí, ya sabes. Es un sentimiento tan condicionado que es parte de ti. Por ejemplo hay ciertas cosas que no se hacen pase lo que pase. No hay que matar al padre. No hay que traicionar a la amante. No hay que mentir. Salvo cuando sea totalmente necesario. No hay que apuntar con un arma cargada. Salvo cuando es autodefensa.

—No hay que desaparecer —dice D. L. en tono apagado—. No hay que quemar a la gente con agua hirviendo mientras duermen.

—Iba a continuar añadiendo esos dos —asiente J. D. en tono grave, lúgubre—. Y uno más, fíjate. No hay que poner lo que es bello dentro de ti, a modo de combustible, cuando precisamente la razón de que sea bello es que está fuera de ti. Se supone que ciertas cosas están en el mundo para que las miremos. No para que las mastiquemos, nos las traguemos y las expulsemos.

El punto de vista de DeHaven sobre este tema está difractado. Por un lado piensa en las toneladas de rosas, probablemente bastantes, que ha consumido en la granja, durante su infancia. Por otro lado experimenta una afinidad creciente con D. L. Eberhardt, que a medida que escucha cómo se confirma la sabiduría de su vidente tiene cada vez más aspecto de gato que resopla ante la sombra enorme de una amenaza innombrable y total —y tiene unos caninos muy bien desarrollados, por cierto—, y también está creciendo su temor de que a J. D., afectado por la falta de sueño, tal vez se le haya ido un poco su paternal chaveta con esas flores que a DeHaven nunca le han provocado ningún efecto, ninguno en absoluto. Y el payaso sin nariz también tiene miedo a que J. D. le obligue a conducir ese coche perverso suyo, que construyó y engrasó con sus propias manos sin guantes, hasta que se quede sin aceite, le dé algún achuchón y se quede averiado. Y empieza a desear fervientemente que pudieran detenerse, hacer un poco el vago, permitir que J. D. se tranquilizara ante lo que en realidad no es nada más que un tentempié y un anuncio, que DeHaven pudiera comprobar por sí mismo el nivel del aceite con la varilla… que pudiera simplemente detenerse a ver cómo van las cosas bajo el capó brillante del coche. Que pudieran permitirse una breve interrupción que en última instancia probablemente les sirviera para ahorrar tiempo. Ojalá…

—Papá.

—Pero esas sensaciones que uno tiene en las entrañas también son condicionantes —dice J. D.—. ¿Sabéis cuál fue la primera campaña publicitaria ingeniosa y atemporal? —Ve por el retrovisor dos miradas perplejas y en medio un par de ojos cerrados—. Hostia. —Mueve la cabeza en gesto disgustado—. Pues el aburrimiento, nada menos: hasta vosotros sabéis cómo se siente el aburrimiento en las entrañas, junto con el miedo. «No hagáis lo que no está bien». Es una imagen gastada. Una melodía demasiado manida. Ya no hay matrimonio. Se ha quedado obsoleto. El condicionamiento lleva la obsolescencia escrita dentro. Es como ese judío como-se-llame, el de los timbres y los perros que salivan. Un perro oye una y otra vez el ruido de un timbre de mierda, y sus cachorros también, generaciones enteras de perros, cling, clang, hasta que el ruido se parece tanto al ruido que hace la sangre de los perros en sus cabezas —ya no pueden oírlo más, no lo escuchan— que al cabo de un tiempo se detiene el proceso de babeo marcado por el ruido del timbre. Dadles el tiempo suficiente y los timbrazos suficientes y empezarán a bostezar cada vez que los oigan. En la agencia Steelritter hemos hecho investigación de condicionamiento hasta aquí. —Se lleva una mano recta como un cuchillo hasta la cima de su bella cabeza y con la otra aprieta con suavidad la bolsa de las flores.

—¿Acaso es aburrido no hacer lo que uno sabe a ciencia cierta que está mal? —dice Mark, notando la punzada de un entumecimiento característico que él asocia con cualidades que deberían entusiasmarlo.

J. D. no oye nada salvo su propia vocecilla y el «¿Para quién?»:

—Así pues, los mismos miedos que moldean tu, cómo se dice…

—Carácter —murmura Magda Ambrose-Gatz.

—… tu carácter, tú no puedes oírlos, no puedes conmoverte con ellos, ya no suponen ninguna novedad para ti hoy en día —dice J. D. Se gira y levanta un codo—. El reto básico del publicista es cómo levantar vuestros pompis de la silla. ¿Cómo darle la vuelta al aburrimiento del milenio? ¿Cómo volver a poner las cosas en el camino correcto y encauzarlas hacia la línea de meta? ¿Cómo convertir el estatismo en movimiento, ya sea de huida o de persecución?

—¿Desacostumbrar la escucha? —dice Mark.

J. D. asiente y sus ojos fatigados se ensanchan:

—Pero ¿cómo hacer eso? ¿Cómo hacerlo? Pues con símbolos. Hay que hacer una señal. Hay que mostrar que deseas no oír el timbre.

—¿Hay que decapitar una imagen burda de la belleza, freír-la con manteca de cerdo, consumirla, digerirla y excretarla?

—¿Hay que convertir tu miedo más grande en tu único deseo real?

—Suena tremendamente político —sugiere Sternberg.

—Pero ¿cuál es el miedo más grande de todo el mundo?

—Aquel investigador mormón tenía listas enteras.

—¡Papá!

—¡No, no, no! —J. D. niega impacientemente con la cabeza y hace un ademán con un puro que no tiene—. El más grande de todos. El único que todo el mundo tiene. El que nos une a todos como multitud.

—¿La muerte?

—¿El deshonor?

—Yo prefiero la muerte, querido.

—Mi voto sigue siendo para el hecho de tener un cuerpo, tíos.

—¡Papá!

—Hay que hacer señas —dice J. D.—. Hay que vender el chirrido del riego sanguíneo de la propia cabeza. Venderse, sí, pero por el mero hecho de venderse, sin finalidad ni propósito. —Mira hacia arriba, a las nubes de tormenta, que empiezan a tener un aspecto espectacular—. Hay que cambiar ese canal agotado de la vida y el honor, por ninguna razón más que el deseo de amar lo que uno teme: y entonces toda la enorme campaña publicitaria histórica judeo-cristiana empieza a girar en sentido contrario, en su interior.

—¿Las campañas publicitarias giran?

—Somos animales aburridos. —J. D. hace un gesto concluyeme—. Incluso los más ingenuos lo saben. Ya estamos aburridos hasta el aturdimiento por culpa de tantos timbrazos y de tanta carne. Pero haced sonar un trozo de carne —dice— y apostad lo que queráis a que os comeréis un timbre. Y os gustará.

El ruido estridente del motor se apaga, el coche peraltado se desliza en medio de una ausencia repentina y rechinante de ruidos de fabricación casera y se detiene en el espacio sin arcén que hay entre el asfalto de la carretera rural y el campo vacío en barbecho, junto a la acequia del campo, en el suelo de tierra, tal vez a un cuarto de milla del sitio en donde la carretera por la que van dobla el último recodo a la izquierda, por el oeste, directa al nordeste donde está Collision. Lo único que hay en ese lugar donde puede posarse la vista son tres cabañas rurales diminutas, chabolas, junto a la amplia curva que gira a la izquierda. Las chabolas impiden que uno vea con exactitud adónde se dirige la curva de la carretera.

El silencio total que reina en el coche enmudecido, mientras este va rodando hasta detenerse con un crujido en el suelo de tierra, es como si ese instante que tiene lugar justo después de que se detenga una música muy alta se prolongara durante minutos enteros. La palabra «gustará» rebota en el interior de color rojo mientras el coche perverso pasa a mejor vida en la tierra del margen de la carretera, yendo a descansar en sentido perpendicular a una cerca de alambre de púas que separa un campo de maíz frondoso, exuberante y sano y un rico suelo de tierra negra de barbecho, infestada de parásitos confusos a los que ha atraído hasta allí su gusto por la buena calidad.

—Baraguiéeen —dice el payaso débilmente, para sus adentros, y aplasta un mosquito apacible.

De pronto J. D. se muestra muy tranquilo. Lleva un reloj de pulsera. Según el programa Jack Lord tiene que llegar pronto a Collision. Tiene miedo. La tristeza, la rabia y el disgusto por la traición inmerecida de Ambrose se extienden como el polvo que el coche ha levantado al detenerse, todo ello como antesala al gran viento helado del miedo de un genio. Las dos pesadillas capaces de romper las sábanas de J. D. son perderse su propia Reunión y quedarse tirado en algún lugar amplio y panorámico, abierto e ilimitado.

Se oye el enorme pedo estridente de un trueno.

—Arregla el coche, por favor —dice en tono suave mientras los primeros goterones golpean el parabrisas.

DeHaven sale fuera, dejando escapar un gemido entumecido. El parabrisas muestra de pronto la imagen de un capó con purpurina.

—¿No podríamos ir andando?

—No salgáis del coche —dice J. D. con tranquilidad—. Todavía faltan dos millas enteras o tal vez más. Y llueve. Se me va a desteñir el traje. No puedo presidir la ceremonia mojado. Nos quedamos aquí. Al chaval se le dan bien los trastos.

Se ven algunas franjas del rostro real de DeHaven a través del rostro patentado cuando el payaso cierra de golpe el capó entre salpicaduras de lluvia. Los dados que hay bajo el retrovisor saltan al cerrar el capó y la luz del aceite parpadea.

—Ese filtro es una joya —dice, entrando de nuevo—. La varilla del aceite está limpia como una patena.

—Te pasaré eso por alto —dice fríamente J. D.

—El lubricante parece estar perfectamente —concluye el payaso en un tono que hace pensar que él preferiría que no lo estuviese.

—Entonces arranca el coche —dice J. D., apañándoselas para dar una palmada y consultar su reloj al mismo tiempo—. Vamos p’allá. Venga. Un par de millas más. Todo va a ir de pelotas.

DeHaven mueve la cabeza con gesto triste y con la pintura de labios corrida que le ha dejado una mueca triste. El repiqueteo de hojalata de más truenos ya es indistinguible de los ecos de dichos truenos. Enormes gotas del Medio Oeste empiezan a golpear el techo del coche de esa manera tentativa y sin ritmo previa a la llegada de algo más serio.

—¡Arranca el coche! —grita Sternberg, haciendo que Magda dé un bote en el espacio entre los asientos traseros. Mark cierra los ojos, callado y reservándose su opinión.

DeHaven apoya una muñeca sucia encima del volante tapizado y enciende uno de sus cigarrillos sin filtro con parsimonia exasperante. Niega con la cabeza:

—Este coche no se para y arranca así como así. El motor es de Detroit y el sistema de encendido es extranjero. Admito que es una combinación ad hoc. Se puede llamar una unión desafortunada, papá. Pero esas son las piezas que conseguí a buen precio. Así que tengo que mantenerlo encendido todo el tiempo. No puedo dejar que se pare el motor. Es un cabronazo, ese motor. No me dejabas aparcarlo junto a los invernaderos, ¿te acuerdas, papá? Por el humo del tubo de escape. Ni siquiera necesita llave de contacto, ¿lo ves? —Señala con la punta embadurnada de grasa de un dedo del guante la superficie inclinada y vacía del receptáculo donde debería ir la llave de contacto—. Porque si se para, cuando intentas arrancarlo, el motor queda fuera de control. —Expulsa el humo con gesto vigoroso—. Además, papá, ha sido la luz del aceite la que ha hecho que se cale. —Indica la ventanilla de plástico que tapa la nariz de su disfraz—. Estoy seguro de que tenemos problemas internos en alguna parte. Me cargaría las correas.

—Inténtalo, por favor.

—Haré que salte la correa de la distribución si lo intento. Haremos que salte la distribución. Fundiremos los cilindros.

—Inténtalo, por favor, hijo —murmura J. D. mientras la lluvia repica sobre el techo.

El encendido vuelve a la vida con un grito. Y tal como ha asegurado el payaso, la distribución se vuelve loca, como si la torturasen. El motor acelera de manera peligrosa, haciendo un ruido demasiado agudo, y los indicadores de la guantera se agitan de manera espasmódica. El coche perverso se cala en el preciso instante en que el payaso llega al volante tapizado para darle a la marcha adelante. El coche se estremece.

—¡Genial! —aúlla Sternberg, que acaba de agenciarse la bolsa Ziploc que J. D. se ha dejado en el respaldo del asiento delantero—. ¡Genial! ¡Arregla el coche, payaso cagón de mierda! —Se siente tan encerrado que ya no puede soportarlo.

El publicista está mirando a través de los regueros de agua que caen en trayectoria oblicua por el parabrisas, en dirección a las tres chabolas de color gris portuario situadas en el lugar donde el último tramo de carretera dobla el último recodo hacia el oeste. Las tres viejas cabañas están conectadas entre sí por un sistema de cañerías corrugadas. J. D. respira hondo y cuenta en voz alta las tres chabolas, deseando que la Reunión se postergue momentáneamente. Tienen que esperarle. Jack, suspendido en el aire con su megáfono, sobrevolando un mar de sonrisas rojas, y las cámaras filmando planos panorámicos, buscando un punto en donde detenerse. Ya se las apañarán con la lluvia. Incluso podría mejorar el concepto. La Casa Encantada 1 podría abrirse, usarse y luego ser derribada. A J. D. Steelritter solamente le apuñala un cliente por la espalda una sola vez. Se acabó la cadena de Casas Encantadas. Nada de edificios a la memoria de esa rata de Herr Professor C__ Ambrose. Nada de sistemas de espejos oblicuos abrillantados con Windex por las noches por equipos de trabajadores analmente compulsivos y vestidos de blanco. Nada de barriles y discos giratorios en el suelo de la pista de baile. Nada de felices puertas felatorias. Nada de secciones relucientes que reflejan y desvían la mirada hacia el resto de las secciones. Se acabó la nueva dimensión en diversión solitaria.

Va a caer un puto diluvio, todos se dan cuenta. La 2500 Oeste despide vapor. La lluvia parece caer formando cortinas brillantes que se cierran y se abren al capricho de las ráfagas de viento. La lluvia amenaza con envolver por completo el coche varado. La mejilla del lado malo de Sternberg está apoyada en su ventanilla sucia, apretada contra el cristal, blanca por la falta de riego sanguíneo. Está seguro de que va a vomitar. Las nubes que hay delante de la curva y el coche son gigantescas. Hacen gala de una ambición arquitectónica digna de Donald Trump. Mark puede ver todavía más lluvia aproximándose, lejos por el oeste pero acercándose, trenzas de lluvia que cuelgan del cielo y se agitan hacia adelante y hacia atrás por efecto del viento. El verdadero meollo de la tormenta ahora debe de estar encima de Collision, de los arcos gigantes que permanecen ocultos y del tejado protector de la discoteca Casa Encantada, donde todos los adultos y los antiguos niños de anuncio se han resguardado de los elementos y están esperando, levantando tarjetas donde está escrita la palabra VASO y brindando simbólicamente por la propia idea de brindar. No le cabe duda de que ahora sí que lo habrán retrasado todo.

—Mira, chaval. Ahí hay tres chabolas —señala J. D. Aprieta la hombrera de color pastel de su hijo—. Quiero que vayas a echar un vistazo y llames, a ver si hay alguien dentro. Algún campesino que sepa arreglar una correa de transmisión de fabricación casera.

—El coche va a hundirse con todo este barro, papá. —DeHaven se sorbe los mocos delante de D. L.—. Vamos a quedarnos atascados, seguro. El muy cabrón ya tiene la parte trasera por debajo del nivel del barro. —Se quita unos grumos de talco que tiene en la mejilla—. Cielos, lo siento, papá.

—Tranquilo, chaval. No es culpa tuya. Limítate a echar un vistazo. Por favor. Ten. —Coge de la guantera el amasijo de hilos sin la nariz y se lo da—. Ponte la peluca. Así no te mojarás la cabeza. No te resfríes. Ronald no se sorbe los mocos.

DeHaven mantiene la barbilla alta:

—Es verdad.

Sale del coche, se mete detrás de la cortina plateada de la lluvia torrencial —se oye el susurro de su cigarrillo al golpear el suelo y apagarse— y se marcha por la carretera, sosteniendo la peluca de color naranja sobre su cabeza como si fuera una redecilla, agitando las caderas acostumbradas a correr dentro de los pantalones de color naranja, con los zapatones rojos salpicando agua en todas direcciones, se marcha por la carretera rural asfaltada de donde emana una nube de vapor y se pierde de vista tras el parabrisas empañado por el vapor del aliento que llena el interior del coche totalmente cerrado, resguardado y azotado por la lluvia.

Esto es en gran medida el clímax de todo el viaje, por cierto, en espera de la llegada. El obstáculo final: la recompensa, la fiesta, la carne y las rosas fritas, todas las rosas que uno puede desear, tantas rosas que no le caben a uno en la boca, todo eso queda delante: más allá del obstáculo.

Drew-Lynn Eberhardt comprende que DeHaven Steelritter y J. D. se aman mutuamente, en el fondo, y esto la conmueve. Ella es tremendamente sensible al hecho de quién quiere a quién.

Mientras J. D. Steelritter se reclina en su asiento, sin su puro, y deja que el vapor se condense sin limpiarlo sobre su rostro expectante, que rechaza mostrarse preocupado porque preocuparse no sirve de nada; mientras D. L. agita los dados que cuelgan del retrovisor; mientras Tom Sternberg se come un aperitivo y observa cómo sus pantalones suben y bajan como una grúa bajo el control de su voluntad, Magda usa un pañuelo de algodón con iniciales bordadas para limpiar la ventanilla de Mark y ambos miran fuera, al campo en barbecho que queda a la izquierda de la cerca, a ese campo de tierra negra y cenagosa que permanece vacío a la derecha del horizonte salvo por los parásitos excitados por el Ven-Bicho y por un espantapájaros viejo, destartalado, vestido con uniforme y totalmente superfluo. De algún modo el espantapájaros parece al mismo tiempo noble y patético, como un guardián estoico que permanece vigilante día y noche ante una bóveda vacía. Tanto Mark como Magda miran el campo, el espantapájaros y la inmoderada lluvia de Illinois como si se hallaran desvalidos. Magda siente un impulso irrefrenable —y en absoluto oracular— de hablar con alguien. Mark, un oyente nato desde el día en que nació, no siente nada en absoluto.

EN REALIDAD ES PROBABLE QUE NO SEA LA ÚLTIMA INTERRUPCIÓN MALEDUCADA

La actitud ambigua que en el terreno artístico mantiene Mark con su profesor el doctor Ambrose —dejando de lado el hecho de que Ambrose es amable, tiene tacto y no se parece a un amante, y dejando totalmente de lado y olvidando por completo la cuestión de las rosas— en realidad procede de la desconfianza que como trinitarista Mark acaba de adquirir por las clasificaciones narrativas que parece que a Ambrose le encantan y en las cuales ha entrado, encogiéndose, con la intención de resguardarse de los mismos vientos glaciales de la crítica que, con el decurso del tiempo, han acabado por labrar el nicho clasificado de Ambrose.

—Mira —le dice Mark a la azafata de vuelo de cara anaranjada mientras ambos se abren paso por una cortina de agua abierta-pero-brevemente y se internan en la lluvia relativamente inadvertidos, ella con su falda marrón y sin zapatos, él con su camisa de cirujano a la moda que se empapa rápidamente hasta convertirse en una delicada película de color verde que trasluce su abundante robustez—: dividir todo esto de la narrativa en realista, naturalista, surrealista, moderna, posmoderna, neorrealista y meta- es como dividir la historia en cósmica, trágica, profética y apocalíptica. Es como dividir a los seres humanos en blancos, negros, morenos, amarillos y anaranjados. Atomiza, no cohesiona a las multitudes, y, como todo lo que es intemporalmente insensato, lleva al odio ciego, la lealtad ciega y la súplica ciega. La diferencia no es un amante; vive y muere deslizándose por la piel de las cosas, trazando simples perfiles mientras palpa en busca de avenidas para entrar dentro de la misma cosa que ella ha convertido en una superficie sin fisuras. Lo que hacen los «distintos» tipos de narrativa de Ambrose no es más que sombras, que parecen distintas por los movimientos de los hombres frente a una misma luz. Esta luz es siempre el deseo. Esto es una verdad tan cierta que existe desde antes de Cristo. Si quieres hacer listas para esconderte dentro de ellas, le dice a la azafata —aludiendo ahora a D. L., a quien le encantaría poder odiar—, si quieres clasificarlo todo, al menos usa el cuchillo de lo que se desea, de ese punto en el cielo donde hay que buscar el sol de lo no-nuevo. Divide desde dentro. La narrativa homilética desea la paz. La narrativa elemosinaria desea la caridad. La narrativa iconodulística desea el orden. La narrativa lasciva desea el deseo. La narrativa apocalíptica desea ese cambio inevitable que se oculta tras el miedo.

Si fuera un verdadero escritor de narrativa, Mark cree que le gustaría intentar ser un escritor trinitarista. La narrativa trinitarista, específicamente americana, desea ese cambio que siempre lo mantiene todo idéntico. Es tan fría como un supermercado —probablemente es más economía que arte— y calcula el ritmo del ritmo de cambio del cambio como un cero que fingimos que no vemos y que se halla oculto tras la hoja de parra de Newton. Es un arte que se oculta, diminuto y con colmillos, en el ojo de los huracanes, en el eje de los giros y en el corazón frío y quieto que hay dentro del corazón pulsátil del amante. Es tres veces sujeto y tres veces bueno.

(Otra razón por la que Mark tiende a reservarse su opinión sobre las cosas es que, una vez que se deja ir, puede ser un charlatán pelmazo que habla por los codos. Sus amigos de verdad, sin embargo, se lo aguantan debido a una especie de lealtad ciega que me temo que no puedo evitar admirar).

Sí, Mark, como cristiano se ve a sí mismo como un proyecto de artista que se ve a sí mismo como arquero; como el niño Cupido; como Filoctetes enfermo y mordido por la serpiente, como amante más allá del tiempo y de toda analogía. Es, según dice, su único deseo, el único que está más allá de toda circunstancia y de todo alimento obsceno.

Pero tal como le cuenta a la señora Ambrose-Gatz, esa tarea se halla fuera de su control. Cuando dispara se da cuenta. Siente en sus entrañas que en verdad harían falta tres arqueros para conseguirlo, para dejar al lector asaeteado, rendido y ruborizado. Y los niños americanos disparan solos: así se forma el carácter.

—¿Tres? —pregunta ella, con todo el uniforme de azafata ahora tan oscuro como su falda manchada y sosteniendo los zapatos con una mano que usa para mantener el equilibrio por un sendero de barro tan fértil que apesta. Los insectos atiborrados se han ahogado en los charcos lechosos del Ven-Bicho y cabecean en el líquido.

Uno, dice Mark, para apuntar un poco a la izquierda y por tanto atravesar el centro de la diana. Otro, dice, para desvelar la perfección de su compañero, para rebanar la primera flecha por la mitad con su propio astil.

¿Y el tercero?

Para ser el amado. El que se deja traicionar de buen grado. El que lleva pintada la diana y baila a la luz del foco. El que invita ese mismo final que todos rechazamos, de rodillas. El que quiere que le apunten a él: la reunión tan esperada del amor y lo que el amor ama.

Pero en fin, ese espantapájaros viejo y no precisamente elegante hace su trabajo: no hay un solo cuervo bajo la lluvia. El coche perverso se puede ver bajo el chaparrón ondulante, a lo lejos, más allá de la acequia que hay junto a la carretera y que está infestada de restos de pesticida. Sternberg tiene las manos sobre la ventanilla y su rostro mira el exterior. El vapor que empaña los cristales no deja ver a J. D. y a D. L. El payaso vestido de colores está en el porche torcido de la tercera chabola, la más lejana, y golpea con los nudillos una puerta abierta.

El poderoso espantapájaros abandonado que ahora tienen al lado no es nada más que una cruz rudimentaria de maderos mal cortados vestida con un uniforme militar descolorido. Carece de cualquier sutileza. El nombre que lleva en el pecho de la chaqueta del ejército no puede leerse. El espantapájaros lleva una gorra empapada de los Chicago Cubs sobre la calabaza rancia que le sirve de cabeza, y como es una cruz, tiene los brazos extendidos hacia los lados, aunque la madera de los brazos ha sido rota de mala manera para simular unos codos y para que las mangas del uniforme caigan hacia el suelo. Esos brazos rotos ofrecen un ligero resguardo a Magda, que se ha puesto bajo una de las mangas vacías.

Mark se da cuenta de que Magda Ambrose-Gatz es lista. No brillante ni sabia ni leída. No es un hombre de ideas ni un genio creativo. Simplemente es lista, de esa manera que resulta de la perseverancia, de todas esas vicisitudes cotidianas y putadas en general que te vuelven listo. Ella salía en aquel relato de Ambrose, le cuenta a Mark, aunque salía disfrazada y alterada, porque ya entonces tenía la cara un poco de color naranja. Y es cierto, se había unido con Ambrose, durante una temporada, en sagrado matrimonio. Todavía sentía algo por él. Aunque no habían estado en contacto durante mucho tiempo. Pero desea hablar con Mark Nechtr, aquí, dice ella, bajo la ausencia de sombra del espantapájaros, porque bajo la frialdad exterior fingida de Mark le parece adivinar a un muchacho lo bastante bravucón como para pensar que algún día heredará la corona de calvicie y el cetro en forma de bolígrafo de Ambrose, como para pretender convertirse en el cantor de la siguiente generación de los mismos chavales.

Esta tormenta no es una de las peores del Medio Oeste, afirma ella, mientras permanecen junto al espantapájaros azotado por la lluvia horizontal. Hay demasiado viento para que sea peligrosa de verdad. Las peores tormentas siempre se ocultan detrás de una calma chicha y un ciclo de color verde amarillento. Entonces es cuando tienes que esconderte en la bodega.

Mark debería mantenerse lejos de las rosas fritas, en opinión de Magda. No porque sean fatales ni perversas. Magda afirma que ella usó algo parecido, tanto con su amante de Maryland como después, para preservar su rostro anaranjado y su historia voluptuosa frente a la marcha imperial del tiempo a través de una Depresión, tres recesiones, una guerra, una acción policial, un conflicto, nueve sequías, tres plagas de parásitos mutagénicos, doce cosechas de maíz tan abundantes que perdieron todo su valor, una privatización de líneas aéreas, tres (ups, cuatro) escándalos presidenciales y la erosión eventual de las medidas de apoyo a los precios de la agricultura como resultado de la presión del lobby de verduleros. Y no porque los aperitivos arrancados sean una encarnación de la publicidad ni símbolos desvergonzados ni obscenos. Ni porque bloqueen a Mark y lo encierren solo dentro de ese silencio que le aterra.

Sino simplemente porque no están bien. Y «bien» no es una simple indicación de deber. También alude a una cuestión de dirección. Intentar digerir el miedo y convertirlo en deseo es ir hacia atrás. El miedo y el deseo ya están unidos en matrimonio. Libremente. Uno ha asaeteado al otro desde los tiempos antes de Cristo. Lo que a uno le da miedo siempre ha sido lo que le motiva. Y el sitio al que uno aspira siempre ha sido su meta verdadera, su Deseo.

(Todo esto es un resumen, una, cómo se dice, una sinopsis, y no reproduce las palabras exactas de Magda, a las cuales no puedo hacer justicia).

Lo que le da alas a uno, incluso hoy día, es lo que quiere querer. Lo que uno valora. Y lo que uno valora es inseparable de esas cosas que uno nunca haría. Y he aquí un tópico que se ha ganado su estatus de tópico: el hecho de que uno esté encerrado o sea libre depende, y depende solamente, de lo que uno quiere. Lo que uno tiene importa más o menos lo mismo que el color del cielo. O de los barrotes.

La lluvia suena a lluvia. El coche de fabricación casera de DeHaven gimotea y chirría en medio de la zanja inundada y bajo el empuje de su hombro. Las enormes ruedas traseras del coche giran, aúllan y se hunden todavía más en el barro. La silueta normalmente inclinada del coche ahora es una silueta en declive.

Por qué está mal usar la belleza como combustible; por qué es burdo: pues porque es superfluo. Ya estamos ardiendo de deseo por lo que tememos.

Esto a Mark le suena inquietantemente familiar: es una oleada impenetrable de musculosas ideas anglosajonas. Apesta al doctor C__ Ambrose. En quien Mark, obviamente, ya no confía.

Pues entonces Magda le va a poner algunos ejemplos a Mark. Sternberg es a todas luces un claustrófobo de alto nivel —ella enseguida nota la claustrofobia en los pasajeros—, entonces ¿por qué todavía sigue dentro del coche cerrado, comiendo? J. D. Steelritter desea por encima de cualquier otra cosa que le dejen vivir feliz y en paz. Entonces ¿por qué, aunque consume bastantes rosas como para teñir de rojo todo un manantial de Tidewater, se pasa toda la vida preocupado, haciendo planes, haciendo concesiones, debatiendo, convenciendo, interpretando y manipulando a una multitud sin rostro para que asuma ideas retrógradas de lo que ella misma desea? ¿Por qué está intentando llevar a cabo una Reunión que silenciará ese clamor que alimenta y da vida a la cabeza en la cual resuena?

Y la novia de Mark. D. L. quería quedarse embarazada, milagrosamente, para que Mark la quisiera y para que hiciera honor a su virtud. Entonces ¿por qué no lo sedujo cuando era fértil, en vez de construir una mentira obvia y evasiva cuya vigencia no puede exceder las tres temporadas?

La lluvia que cae sobre Mark, aunque cae de manera violenta, le hace sentirse bien, resulta familiar, igual que esas ráfagas intermitentes que soplan en un dormitorio imaginario justo antes de conciliar el sueño. No le sorprende que esta mujer de carne y hueso que vivirá para siempre como un simple objeto en el relato que Ambrose escribió sobre la pasión conozca el secreto que solo saben los padres de D. L., ahora también los padres de Mark y el propio Mark, y que solamente D. L. cree que él no sabe. Por qué le mintió sobre el pequeño milagro al muchacho al que amaba.

—Porque es estéril; no puede producir —dice Magda—. Cuando le preguntes, te contará que es por culpa del pasado. De su padre. Invocará a Electra, el Vietnam, la amputación, a Laing y a Freud. Pero lo cierto es que en el fondo, a la hora de la verdad, lo desea con todas sus fuerzas.

La lluvia revela los cuerpos de ambos y el esqueleto que hay bajo las ropas del espantapájaros. En realidad Magda no es guapa en absoluto, su rostro no lo es, salvo por el placer extremo y expresado de modo inconsciente que le produce el tacto del agua, el olor a hongos de la manga que cuelga encima de ella y el caldo lechoso que tiene entre los dedos de los pies.

—¿Cómo sabes eso?

—Porque es verdad, Mark. Todo el mundo que lo desea realmente puede conocer la verdad. La mayoría de la gente no lo desea. Porque requiere escuchar desde muy adentro. Y la mayoría de la gente no quiere. Pero la gente que es especial escucha. En tu interior puedes oír lo que es verdad. Escucha. Siempre se oye. En la lluvia. En las interferencias que hay entre canales. En el ruido magnético de las cintas, antes de que empiece la música. Y en ese ruido que el silencio completo y absoluto causa en tus oídos: ese tintineo reluciente, como campanillas que suenan a gran altura. Creo que te conozco y me parece probable que seas especial. Hay muchas posibilidades de que seas un oyente nato.

Mark escucha. Es cierto: él es especial. Los dos son especiales (pero yo no soy especial y es probable que tú tampoco. Coño, no todos podemos ser especiales, es obvio, no hay sitio suficiente para tanta gente. Hay que aguantarse). Así pues, él es especial. Magda tiene razón. Es un oyente nato.

Pero no puede oír nada que no sea ordinario, nada que suene especialmente verdadero.

Magda se ríe al ver a DeHaven trotando como un elefante de vuelta al coche chirriante, con la peluca pegada a la cabeza como un casquete y llevando consigo a un granjero viejo y corpulento con un impermeable del ejército. El granjero lleva un caballo enorme atado con una pesada cadena.

—Me temo que no oigo nada, señora. Oigo la lluvia, el coche, la bocina del coche, los cascos del caballo y el ruido que hace su cadena. Pero no oigo nada que suene especialmente verdadero.

—Ya lo oirás. Te lo prometo. Confía en mí. Yo lo sé. Lo verdadero nunca cambia su melodía. Él lo oyó una vez.

—¿Ambrose lo oyó estando con usted?

—Y te equivocas sobre la razón por la que él se equivoca. Tanto tú como Steelritter os equivocáis. Yo no soy posmoderna, ni siquiera soy artista. No sé mentir. Pero aun así sé que el centro de la diana que tú buscas no está en las clases, en las categorías ni en la religión ante la cual elijas arrodillarte. Está aquí. —No señala a ninguna parte—. Donde tú estés. Está a tu alrededor. En todo momento. Ese ruido que oyes cuando hay silencio y no puedes dormir. O estás despierto escuchando. Un silencio tremendo. —Su mirada se extravía en dirección al cabello que se le está cayendo, intenta recordar—. Él amaba ese silencio. Se quedaba absorto, escuchando. —Mira a Nechtr—. Eso era antes de que tú nacieras. Antes de que él escribiera algo que pudiera comprar alguien que no fuéramos él y yo.

—¿Antes de que el señor Steelritter le hiciera adicto a la carne, el aceite y la metatraición?

Ella sonríe con su cara anaranjada y se alisa el pelo mustio y torcido con una manga del mono.

—Y lo que es verdad nunca cambia, decía él. Desde antes de Cristo hasta este mismo Fin del Tiempo que los jóvenes parecéis adorar. Yo creía en él, como artista. Le quería muchísimo. Lo bastante como para seguir confiando en él ahora.

—Si quieres —dice ella—, toda tu vida en el mundo adulto puede ser como este país. En el centro es totalmente plano. Una gran extensión. Para que uno pueda ver hasta el horizonte donde el mundo se curva. Para que todo pueda estar delante de tus narices. Por eso a veces tiro las cartas. Para ver mis propias narices.

—¿Usted tira las cartas? —dice Mark, haciendo una mueca con su rostro sonrosado—. Dios mío, D. L. las tira. —Mark desconfía de las cartas del tarot: todas esas categorías arcanas, significados imprecisos y deseos disfrazados de profecías—. Yo desconfío de ellas —admite—. A D. L. solo le dicen lo que quiere oír de antemano. Son lo bastante imprecisas como para que uno pueda hacerles predecir lo que uno desea que suceda o lo que las neurosis de uno temen que suceda —casi suelta un soplido despectivo, si es que hay algo parecido a un soplido entumecido—. Y luego resulta que tú y su vidente llamáis a eso profecías. Es obsceno, esa es la verdad.

Magda le observa, impasible, junto a la cruz de maderos de brazos rotos vestida con un mono del ejército. La lluvia está remitiendo a su alrededor. El verdadero corazón de la repentina tormenta se ha desplazado al este, parece que vaya desfilando, un poco de puntillas.

—Tu amante no tira las cartas —se ríe Magda—. Las lleva encima, probablemente en una funda de seda, tal vez incluso tiene un cristal de cuarzo de tienda de souvenirs. Las baraja, cierra los ojos y las despliega, con miedo a mirarlas, igual que esa gente que formula deseos tiene miedo de contarte sus deseos porque teme que la magia sea frágil y sensible a la luz.

(De nuevo me siento en la obligación de decir que esto es solamente una sinopsis y no es fiel a una voz que me temo que no sé imitar).

—Ella intenta usarlas —sigue diciendo (más o menos) Magda—. Les otorga el poder de cambiar lo que en realidad solo pueden desvelar. Ella quiere un refugio, una estructura. Una casa hecha de naipes, con muebles diminutos. No es el mismo barrido a ciegas que cuando las tiras. —Imita el gesto de tirar algo con una habilidad y una ligereza sorprendentes—. No es un espejo que se limita a mostrarte tus propias narices —mira a Mark—. ¿Cuándo fue la última vez que te viste las narices?

PRIMER PLANO QUE SE ENTROMETE PERO QUE EN REALIDAD ES DEMASIADO DIMINUTO PARA VERLO: PROPOSICIONES SOBRE UNA AMANTE

Tal vez porque nunca, ni una sola vez, ha tenido que ser otra cosa que lo que los demás ven, Magda Ambrose-Gatz tiene enormes depósitos sin explotar de virtud, inteligencia y agallas en general. D. L. lee unos naipes de colores marca Elkesaite, conoce su propio ascendente y consulta a médiums. Aunque a Magda la han contemplado tanto que su cara ha adquirido el color de una calabaza, nunca le han pedido que mire a los demás ni tampoco que hable con sinceridad. Así pues, se limita a escuchar. Y ve desde el interior. Nunca le han pedido que hable, por eso puede gustarle su propia lengua, del mismo modo que los que han nacido esclavos aman su piel, sus oídos y sus ojos. Es capaz de contar los cabellos que uno tiene en la cabeza, de oír los gritos de mis células cuando fallecen. Puede ver. Es capaz de coger todo el exterior, extenderlo por completo en su interior y tirar esas cartas incoloras que revelan lo que nunca cambia. Y lo hace para Mark, y no se muestra condescendiente cuando el muchacho se queja de que ella no tiene cartas, solo una falda reglamentaria de azafata de vuelo y una chaqueta del ejército que le ha quitado a la figura superflua que tienen encima y que se ha puesto por encima para protegerse de ese frío desabrido que siempre viene después del tercer acto de una tormenta.

Lo siento. Tengo tanto respeto por esta mujer que simplemente no puedo mostrártela bajo la luz que su sombra merece. Estoy enamorado, y sin madurar, y no conozco figuras retóricas, términos toponímicos ni imágenes que estén a la altura. Ahora tengo que hacer de suplicante: debo pedirte que aceptes sin más algunas proposiciones que no puedo adornar ni edulcorar lo bastante como para estimular tu imaginación. Todos estamos ya muy cansados, muy faltos de sueño y cada vez está más claro que probablemente caigamos dormidos cuando por fin empiece la fiesta. De modo que voy a dejarme de rodeos y a decirte simplemente lo que Magda le dice a Mark: lo que ella ha descubierto con la única ayuda de sus sentidos, que jamás son solicitados.

Magda sabe que el agua que D. L. hierva finalmente no será para ningún parto. Magda sabe que D. L. surgirá, a su debido tiempo, desMarkada, como la mejor redactora publicitaria que ha tenido nunca la agencia J. D. Steelritter. Surgirá entre las filas de publicistas, ocupará un cargo directivo, se casará en algún momento con el hijo atonalmente ambicioso y vestido de arlequín de J. D. (que será un padre sensible y sorprendentemente amable) y será la única mujer entre los que sostienen el féretro cuando la mente más creativa de la historia de la publicidad americana sucumba finalmente a un carcinoma de labio inferior y sea enterrado en una parcela que no necesite adornos florales. Drew-Lynn, con el paso del tiempo, se convertirá en la agencia publicitaria J. D. Steelritter, y descubrirá que la clave de toda publicidad ingeniosa, efectiva y original no es la creación forzosa de melodías e imágenes totalmente nuevas, sino la simple disposición de palabras antiguas y escenas todavía más antiguas formando combinaciones que el público ya considera de antemano verdaderas. Echará raíces, crecerá y madurará en un entorno de responsabilidad, y le hará verdaderos honores a su difunto mentor continuando con la orquestación magistral de las dos campañas ya veteranas de construcción de marcas corporativas de las cuales J. D. morirá más orgulloso. Ella vivirá para ver cómo la pequeña franquicia de Ray Kroc en Collision se convierte realmente en el restaurante de la comunidad mundial. Se encargará personalmente de que la Casa Encantada de un solo piso y destruida del doctor C__ Ambrose, en Maryland, llegue realmente a ofrecer una nueva dimensión en diversión solitaria y se convierta en la discoteca donde los americanos puedan ser ellos mismos. Impondrá su voluntad sobre los clientes sobrecogidos, afectados por la falta de sueño y agobiados por el viaje con una falta de pasión resultante de un instinto oracular que le dice Lo Que La Gente Quiere. Cuando sea adulta, D. L., sin tener tarjeta de crédito, predecirá el futuro económico de todo un país pos-posmoderno. Las Casas Encantadas permitirán a los clientes brindar por la idea de brindar con bebidas reales: el consiguiente aumento de la clientela, del consumo, de la Demanda y por tanto del precio de admisión, se cruzará con la curva del suministro en un punto provechoso. McDonald’s suspenderá eventualmente su política de comida-gratis-para-siempre-para-los-antiguos-actores-de-anuncios, impasible ante las noticias esporádicas sobre veteranos de anuncios que son vistos vagabundeando y apretando sus narices demacradas contra los escaparates cálidos como la carne: y en consecuencia, suspenderán sus anuncios ampulosos acerca de cuántos trillones de hamburguesas se han servido ya desde el principio de la historia de la cadena. El público interpretará el nuevo silencio de McDonald’s sobre el número de hamburguesas servidas como esa clase de reticencia modesta que solo se puede permitir mostrar el verdadero restaurante de la comunidad mundial. Comunicado a la prensa. Y estará bien que así sea.

La lectura dominada por Torres y Arcanos que hace Magda de Thomas Sternberg me la voy a saltar, por respeto a las limitaciones de tiempo y por una repulsión general por todos los que son como nosotros. Has de saber, sin embargo, que se comerá lo que no debe comerse, que será lascivo, que tendrá ideas, que creerá que quiere curarse y ser actor, que no se curará y tampoco será actor, que se pasará toda su vida adulta deambulando por la casa que sus padres muertos dejarán tras de ellos, y que, en general, se convertirá en una de esas presencias del vecindario de Back Bay con las cuales Uno No Quiere Tener Nada Que Ver.

La prospección temporal de Mark es más difícil de escrutar, puesto que, como fundamentalmente es todavía un niño, su futuro todavía es susceptible de ser cambiado. Cree que hay algo en él que es simple y radicalmente distinto. Confía en que sea genialidad, pero teme que sea locura. Magda sabe que no es ninguna de las dos cosas. Sabe que en realidad Mark es tan solo una persona radicalmente simple, tremendamente carente de complejidades, uno de los escasos hombres para quienes ha leído las cartas que puede describirse de modo exhaustivo con menos de tres adjetivos. Predice que, en el período elemosinario que venga después de un infeliz divorcio por el cual querrá estar deprimido, donará una fortuna amasada con detergentes a la Corporación de Caridades Unidas para la Redención. Que viajará sin cesar, pero no del mismo modo que su padre o J. D. o Ambrose, que se guían únicamente por sus espejos retrovisores, sino con esa simple voluntad de seguir adelante de toda una generación para la cual todo lo que queda detrás ya está estropeado, usado, gastado, ya es el este.

Pero ya que J. D. Steelritter es de ese tipo de parusía cuyo advenimiento no deja absolutamente nada al azar, la prospección sangrienta y desastrada de los próximos cinco días de la Reunión no puede cambiarse. Y Magda ve que, después de ese tiempo, Mark, que ha cambiado su arco de complicada estructura por la voluminosa llave de la taquilla de alquiler, cerrará las puertas de la franquicia de la Casa Encantada para dejar atrás el murmullo de la fiesta, se sentará y escribirá realmente un relato, aunque creerá que lo que escriba no es suyo. Verá el relato básicamente como un plagio modificado del episodio radiofónico de la «Comisaría popular» que acaban de escuchar, y de todo el largo, lento y paralítico viaje en general. Será una especie de plagio, una pequeña usurpación; y Mark estará visiblemente avergonzado por el hecho de que ese relato que el profesor Ambrose aprobará por encima de los demás, y en el cual tal vez base sus cartas de recomendación, no pertenecerá a ninguna clase reconocida de narrativa, sino que será únicamente un simple reordenamiento a ciegas de algo que ha permanecido todo el tiempo a la vista de todos al otro lado de las ventanillas. Porque su propia pretensión de ser una mentira será mentira.

La historia de Mark Nechtr que no es de Mark Nechtr trata de un joven competidor de tiro con arco, llamado Dave, y de la amante con la que vive, llamada L__. Dave, que no es en absoluto una persona tan sana como Mark, cree que las únicas cosas que le dan sentido y dirección a su vida son las competiciones de tiro con arco y su amante, L__, que es mucho más atractiva y simpática que D. L. y que tiene unos pómulos de aquí te espero y un entusiasmo por la vida que Dave no puede evitar que se le contagie. L__ es en gran medida un emblema de la generación de Dave: desvalida, sin objetivos y ligeramente chiflada, puesto que sus estados de ánimo cambian como las fases de la luna que la obsesiona. Dave puede ver todos los defectos de ella, aunque solamente ve algunos de los suyos propios, y a pesar de todo quiere a L__. Se sobreentiende que él depende de ella y necesita su apoyo. Ella está en las gradas silenciosas del torneo mientras él permanece perpendicular a la diana y compite disparando con su complejo arco de fibra de vidrio y sus flechas Dexter Aluminum. Dave es un arquero joven y prometedor, pero no es para nada el mejor, ni siquiera en su categoría de edad, y al inicio del relato solamente se siente como un arquero verdadero y nacido para el tiro cuando L__ está en las gradas, mirando cómo apunta y dispara.

Pero como amantes, tienen peleas. L__ es tímida, neurasténica, insegura, taciturna e indecisa. Dave es introvertido, hermético y tiende a ser tan expresivo como el queso fundido. Cuando el humor más sombrío y encrespado de L__ choca con el silencio blanco y glacial de él, tienen peleas muy violentas que parecen transformarlos por completo. Dave nunca le ha levantado la voz a una chica antes de enamorarse de L__, y odia el hecho de que cuando se enfrentan sus manos (que considera muy valiosas) le tiemblen. Pero cuando a ella le sale lo peor de sí misma, entonces gritan, se pelean y arman jaleo como si estuvieran poseídos. Los objetos personales puntiagudos vuelan como metralla. El aire se llena del color cobre de la violencia. En realidad, Dave a menudo tiene miedo de darle la espalda a L__, sobre todo en la cocina, donde hay cosas afiladas a mano. Y se avergüenza de esto, y del hecho de que después de una pelea a menudo le da miedo irse a dormir mientras que ella está despierta, llena de malas intenciones y el agua hirviendo está ahí al lado, en una tetera en el fogón. A pesar de todo ama a su amante y no puede comprender la vehemencia sombría que le acomete cuando se pelean, ni la necesidad que siente de relamerse mientras ella va enumerando motivos de queja reales e imaginados; ni tampoco que la única preocupación verdadera que siente durante los duelos a gritos sea que los vecinos de su comunidad oigan los gritos de ella, o los de él, o los gritos de un cariz distinto que deja escapar ella cuando se reconcilian, siempre mediante una unión violenta. Aunque sea inmaduro, imberbe e inexperto, Dave ama lo bastante a L__ como para fingir que está excitado durante amplios lapsos de apasionado acoplamiento; y L__ se lleva la falsa impresión de que es un amante nato. Ella le ama físicamente con una intensidad que toma fuerzas de su pasión por una vida que ella misma consume. Pero la intensidad de su lealtad a Dave está plagada de vetas de algo que solo puede calificarse como una especie de codicia. Cuando ella hace el amor con él y se pone a gritar a través del escaso grosor del techo y tal vez todo el vecindario la oye gritar cuánto y cuánto le quiere, él teme que en realidad ella quiera decir únicamente que ama lo que ella siente. Y él desea, en la fría tranquilidad de su corazón de arquero, que él mismo pudiera sentir la intensidad de sus reconciliaciones con tanta fuerza como siente la de sus batallas.

El seminario y Ambrose aprueban esta apertura, este planteamiento, aunque señalan que se alarga un poco más de lo absolutamente necesario, y los límites de espacio y de la paciencia son unos límites constantes y definitorios en estos tiempos que corren de rapidez y distracción.

Pero sí, en realidad todos notamos cierto cariz de obsesión por sí misma en el amor de L__. Por ejemplo, ella quiere que Dave le diga, en vez de que él la ama, que ella es amada. Ella explica que su padre solía decírselo cuando la arropaba cuidadosamente con su poncho sobrante de los marines a la hora de dormir, y esto a ella la hacía feliz. Saber que ella era amada. Que ella es amada. Dave siente que no es él, sino más bien el deseo que ella tiene de ser amada, de ser querida, lo que le confiere a la vida de L__ una orientación y un sentido. Y hay un arquero diminuto en su interior que le chilla que no diga que ella es amada únicamente porque el hecho de que él la ama no baste para ahuyentar su inseguridad, su timidez, los desacuerdos y las peleas.

Etcétera, etcétera. Dave, bastante testarudo en lo que respecta a los chillidos de su arquero diminuto, se niega, en su fuero interno, a usar la voz pasiva para articular su amor. Y un buen día llega a articular este rechazo, así como los argumentos razonables que hay detrás del mismo. Lo hace a pesar del riesgo personal significativo que corre.

Porque cuando él articula esto, L__, encolerizada, manda al carajo su aparición en el torneo más importante de tiro con arco júnior de la temporada de tiro de Tidewater. Dave dispara solo, sin nadie que le vigile, lleno de temor: pero lo consigue, dispara tan inesperadamente bien que se coloca el tercero en la clasificación global de su categoría de edad. Es su mejor puesto hasta la fecha. Cuando L__ entra en tromba por la noche en el apartamento que comparten, sombríamente transformada tanto por el rechazo manifiesto de él a usar la voz pasiva como por su subsiguiente fracaso a la hora de fracasar sin ella, Dave se propone aparecer tranquilo, distante y mudo en materia emocional, pero en cambio empieza a relamerse furtivamente y una oscura vehemencia se despierta en su interior y empieza a dividirse en afluentes y saltos de agua complementarios y a extenderse. La que quizás sea la pelea más estrepitosa de la historia del amor verbal de esta generación se inicia entonces, con rotura de objetos de valor y amenazas de un apuñalamiento considerable.

Pero L__ se odia a sí misma más de lo que ama u odia a Dave, resulta ser eso lo que sucede. Y esto hace que cuando ella lleve a cabo su acometida de amante en el momento culminante, esta sea casi perfecta en ambas direcciones. Después de sacar del carcaj y blandir la mejor flecha de tiro Dexter Aluminum de Dave, la que resulta imposible de perder, como si fuera a apuñalar con ella a su amante, L__ le da la vuelta al astil de la flecha y con una mirada totalmente increíble en su rostro de enamorada —una mirada que comunica a la perfección sus tres yoes verdaderos: el que muestra una lealtad ciega, el que ha cambiado la pasión por la codicia y el que es prisionero de su odio hacia sí mismo—, con esta mirada, que se refleja de manera distorsionada en el ojo verde de la tele apagada de Dave, ella se atraviesa desgraciadamente su propia garganta blanca como la leche y a menudo depositaria de besos con la flecha Dexter Aluminum, clavando toda la punta. Luego se desploma y yace allí, victoriosa y asaeteada, con la pelvis agitándose y la vida manando como una fuente resplandeciente alrededor de la flecha imperdible del muchacho.

Hasta el momento es un buen relato de seminario de licenciados, de esos relatos raros que imponen ellos mismos la lógica que luego han de seguir. Y además tiene esa cualidad innombrable pero impactante de lo que es real, todo un alivio después de oír esos temibles textos que parecen estar diciendo «mira qué listo soy», o, lo que es más temible todavía, uno de esos ejercicios minimalistas modernos que están de moda, que va avanzando con ritmo tedioso y arrastrando los pies hacia su epifanía. Lo que «funciona menos bien» en opinión del doctor Ambrose y de los colegas de Mark en el seminario de la East Chesapeake Tradeschool es la parte que explica por qué el tal Dave es arrestado, juzgado y encarcelado por el asesinato de L__. Toda esa parte es farragosa y tan sutil como un ladrillo, pero lo fundamental es que has de imaginarte esto: L__ yace retorcida, asaeteada, hecha polvo y ensangrentada frente al Sony apagado de la habitación compartida de Dave, perdiendo sangre a cada latido de su corazón, después de apuñalarse a sí misma con la flecha de alta tecnología que le ha conseguido el tercer puesto a Dave sin compañía de nadie. Claramente está a punto de morirse y mira con gesto suplicante y con una confianza que nace del amor verdadero y de la lealtad ciega a Dave, y espera a que él obedezca a un instinto humano básico y corra a sacarle el astil de la flecha que tiene dentro. Pero Dave, que de pronto se ha hecho adulto, no oye el ruido del timbre del instinto. Tan solo experimenta esa clase de objetividad visual que hace que un tirador con arco nato sea adulto. Emplea un tiempo precioso en contemplar la escena. Se aleja para tener una perspectiva más amplia. Ve que L__ ha conducido su coche con un tremendo chirrido de las ruedas directamente hasta la entrada cubierta de grava de la muerte y que no hay ninguna manera de llegar a tiempo para salvarla (es bastante obvio que un torniquete no sería nada práctico). Tiene miedo de que el oído colectivo de su comunidad haya oído la violenta discusión que él no ha comenzado. Concluye que si agarra el astil de aluminio para sacar la flecha, las huellas de grasa que dejen sus dedos se convertirán en su marca forense sobre la flecha Dexter. De todos modos su amante se morirá y todo el asunto podrá ser interpretado por los demás exactamente tal como parece que ha sucedido. Como un crimen pasional. Asesinato en primer grado. Dave se relame con gesto ausente mientras intenta imaginar cómo va a ser interpretado. Esto dura eternamente, en términos narrativos. L__, sin que su mirada se aparte de la de su amante, por fin, para alivio de todos, expira.

Los alumnos del seminario tienen básicamente dos objeciones. La primera es que eso que se afirma en el relato de que Dave tiene cuidado de no dejar sus huellas dactilares no tiene sentido, porque las marcas de su grasa ya están en la flecha: en la competición celebrada ese mismo día ha montado su flecha especial, la ha sostenido, la ha colocado, ha tensado la cuerda y la ha disparado tres veces. Dado que en la página 8 del manuscrito de Mark se hace mención explícita y verosímil a los guantes de cuero finos como una segunda piel que llevan todos los tiradores con arco serios, la credibilidad del hecho de que las huellas dactilares de Dave estén en el astil de la flecha depende de que uno sepa o no que los guantes de arquero solamente cubren la muñeca y la palma de la mano (porque protegen del restallido con que el astil reacciona a la presión del arco hacia la izquierda): la desnudez de los dedos de los arqueros, argumenta de modo razonable el doctor Ambrose, no es un dato que Mark pueda esperar que el lector común tenga en el arsenal que los lectores comunes llevan consigo al relacionarse con relatos comunes. Básicamente lo que uno hace cuando escribe narrativa es contar una mentira, nos dice a los alumnos del seminario. Y la psicología de la lectura dicta que solamente nos creemos lo que concuerda, en un nivel muy profundo, con las cosas que ya creemos de antemano.

Peor todavía, asegura Ambrose (aunque con tacto y jovialidad), es la afirmación del relato de que la investigación judicial del juez de instrucción de Tidewater revele que la causa de la muerte de L__, que yace en el suelo con la flecha maldita sobresaliendo, no ha sido ningún traumatismo en el órgano respiratorio ni la pérdida de ningún fluido corporal, sino… la vejez. Un «¿!?» colectivo responde a este giro del relato de Mark. Aunque con amor.

Haz un análisis simple de coste/beneficio, le aconseja Ambrose a Nechtr, frotándose las comillas que sus gafas le causan en el puente de su nariz anaranjada: ¿para qué comprometer la atmósfera de sinceridad elaborada con tanto cuidado y el encantador realismo emocional con un detalle surrealista como este, repentino, gratuito y, peor todavía, simbólico?

Sobre todo porque el verdadero meollo del relato está por venir, en el Centro Correccional de Maryland, donde Dave, traumatizado hasta el aturdimiento y con la salud todavía más maltrecha, aguarda el proceso y la retribución judicial que no puede negar que merece. El giro epistático del cuchillo consiste en que Dave es No-Culpable, pero al mismo tiempo es culpable por ser No-Culpable: su miedo adulto a cómo la comunidad interprete sus huellas dactilares en el astil ha hecho que abandone su flecha, que traicione a su amante y que viole su propio instinto primario de ser fiel al honor. Qué inteligente tanto a nivel técnico como ético es este giro de doble filo, nos dice Ambrose mientras tomamos apuntes. Y qué encanto pasado de moda reviste hoy en día el sustantivo «honor».

Mientras tanto, dentro de ese relato que todos, como parte de las obligaciones del curso, hemos leído y en cuyos márgenes hemos anotado copiosos comentarios, se nos dice que no hay absolutamente nada en la experiencia acomodada de Dave que le haya preparado para el infierno que es la prisión en donde está aguardando el juicio. Vive en una celda estrecha, gris y repulsiva. Y no está solo en ella. Tiene un compañero de celda. Este compañero es el horror personificado. Se trata de un criminal profesional y empedernido que espera una sentencia por estafa, que se relame sus labios húmedos cuando llega Dave, que es un Perdedor de Tres Juicios, y que por tanto bajo la ley de Maryland tiene la misma expectativa de vida que tiene Dave. El cuerpo de su compañero de celda es repugnante, fofo, blanco como el vómito, con forma de araña gorda, flatulento, lleno de pústulas, de quistes y de ácido fénico. Dave lo encuentra asqueroso, y el hecho evidente de que el estafador, que se llama Mark, sienta repugnancia por su propio cuerpo, que le moleste el hecho de que la celda tenga dos tercios del espacio que su contenido requiere y que se sienta trastornado por los ruidos y los olores que él mismo produce cada vez que se mueve, respira o utiliza de manera constante el cubo de evacuación de la celda, todo este asco que Mark siente hacia sí mismo solamente incrementa la repugnancia del joven arquero. Y su horror. El compañero de celda es tan cruel, tan bestial, tan insensible, tan terrible, sádico, depravado y repugnante (se sienta encima de la cabeza de Dave y este tiene que hacerle de bidet y afrontar las consecuencias) que Dave considera con serenidad la idea de suicidarse como algo preferible a la posibilidad de vivir en esa celda fétida y apretada con el diabólico estafador. Ni un solo momento, asegura el relato, Dave se siente maltratado por el universo en general, ni tampoco pone en duda el hecho de que se encuentre en el lugar al que pertenece: no puede cerrar los ojos sin experimentar la imagen doble diplópica de la mirada fija, suplicante y anciana (!?) de su amante, y después ve su propia mirada vertical sobre la de ella, mirando a un lado y al otro, más preocupado por cómo le vea la gente que por lo que ve. Sí, cuando no está siendo atormentado y violado, cuando no se sientan y cagan encima de él, Dave tiene tiempo de pensar. Y allí en la cárcel vuelve a crecer. El relato corre el riesgo de decir que él «se arrepiente», lo cual, en su etimología franco-latina, tal como nos recuerda Ambrose desde su puesto en la pizarra de color verde, denota un proceso y no un estado. Dave acepta, aturdido pero no con pasividad, las condiciones inaceptables de su encierro.

Sí, pero Mark, el estafador, odia la celda diminuta más todavía que Dave, aunque el suicidio no tiene cabida en las mentes arácnidas nunca penetradas por ideas ingenuas y románticas como el honor o la traición. Pero Mark tiene Ideas (vaya si las tiene). Cree —y lo dice una y otra vez en susurros, mientras Dave se queda dormido con la nariz marrón y ensangrentado en el espacio violado de la litera de abajo— que si él, Mark, consigue terminar las muescas de su llave falsa, puede escaparse simplemente, dejar atrás la diminuta celda gris y el complejo de la Prisión protegido por guardas y alambre de púas, y regresar a los pantanos míticos y fértiles de Tidewater por donde vagabundeaba cuando era un niño repugnante, y de ese modo ser feliz, sentirse completo y ser un hombre. Es un hombre de ideas, postula que el único propósito del encierro en celdas con barrotes, con ventanas diminutas y enrejadas —esto último perjudica todavía más al prisionero capaz de ver un exterior dividido en franjas que los barrotes convierten en algo al mismo tiempo visible e inalcanzable—, que el único propósito de todo es «deshumanizar», y que él, Mark, como el ser escasamente humano que es (y Dave, que no es idiota, guarda silencio sobre este punto), tiene un derecho a escaparse análogo al derecho que tiene cualquier hombre que es objeto de un ataque a defenderse y a matar para mirar por su propio bien.

Información: Mark ha pasado la mayor parte de la última etapa de su vida tras barrotes, dentro de cárceles, y preside toda una escuela depredadora de condenados a perpetuidad desmoralizados que constituyen el mandato básico para la erección de la Prisión. Mark tiene tentáculos subterráneos que se extienden hasta los mercados más negros. Él y su escuela de seguidores le hacen cosas inenarrables a Dave, violan al arquero enfermo, débil y arrepentido de modos tan complejos y depravados que Nechtr, con honestidad, no tiene coraje ni imaginación perversa para poder describir. Esta falta de habilidad, sin embargo, es interpretada por el sensible instructor y por el amante seminario como una disciplinada compostura, y es debidamente aplaudida.

Etcétera, etcétera, pero una noche, después de que se active el dispositivo de cierre de puertas y se oigan los gritos ahogados del sueño previo a la violación, Mark hace honor a la profecía de su huida. Dave se despierta de su familiar pesadilla diplópica y ve, bajo las franjas de luz del pasillo del bloque de celdas, a su bulboso compañero de celda que está manipulando una llave falsa, una que Mark ha pasado dos meses templando en el taller de construcción de matrículas de coche, introducida en el mecanismo de cierre de la puerta de su celda. La llave, que tiene una forma y un borde dentado sorprendentemente simples, sin embargo le confiere al estafador empedernido un control total sobre los movimientos de todas las puertas automáticas ultramodernas de la cárcel. La llave, como llave, no parece gran cosa: Mark la ha tenido a simple vista durante semanas, junto al cubo de evacuación: solo a Dave, dijo, le había dicho lo que era, o lo que, si se decidía a usarla, podía hacer.

La puerta con barrotes se desliza a un lado en silencio por sus raíles perfectamente engrasados. Dave oye cómo Mark inclina su oreja blanda y de color vómito para oír cualquier ruido: no se oye nada más que la sinfonía lejana de los gemidos de los presos que están soñando.

Y en ese momento familiar de indecisión, el que precede al salto siempre que alguien salta, el compañero y torturador de Dave se gira para inspeccionar el espacio que ha estado ocupando y que ahora va a vaciar. La atenta claridad digna de un arquero del ojo abierto de Dave se refleja en la ausencia de las sombras de los barrotes que normalmente se proyectan sobre él. Él, tendido boca arriba, y Mark, de pie, se observan mutuamente en ese instante de silencio. Dave no sabe, en ese instante, si lo que dicen es en voz alta:

—Sabes lo que he hecho. Me has oído susurrar. Ves lo que estoy haciendo.

Dave asiente.

—Y sabes adónde voy.

Dave lo sabe.

—No te vayas de la lengua. No te vayas de la lengua.

Dave asiente.

—Si te vas de la lengua te mataré.

Dave lo oye.

—Si te vas de la lengua haré que todo el mundo vaya detrás de ti. Te follarán hasta que estés lleno de sangre y te harán comerte tu propia polla. Te destrozarán. Tu débil cuerpecillo será encontrado en varios sitios. Fíjate en que he usado el plural. Cagón.

—Te oigo —dice, en una voz tan baja que no se oye ningún eco.

Pero la voz de Mark siempre produce eco:

—Vete de la lengua y eres un chaval difunto. Machacado. Fiambre. Lo prometo. Tengo tentáculos y tengo derechos. Me defenderé contra ti.

—Yo nunca me voy de la lengua.

—¡Papáaa! —chilla un exhibicionista compulsivo al otro lado del bloque de celdas.

—No te vayas de la lengua.

—Vete ya, tío —Dave está feliz de que Mark se vaya, a quién vamos a engañar—. Bon voyage. Que Dios te acompañe. Por ahí está la puerta. Y no intentes hacer autoestop.

Las últimas afirmaciones de conexión entre el hecho de irse de la lengua y la muerte violenta, junto con sus ecos respectivos, se alejan con el estafador, que sostiene la llave delante de sí como si fuera una vela en el pasillo iluminado del bloque de celdas.

Pero como es comprensible, a las autoridades penales profesionales del Centro Correccional de Maryland no les hace ninguna gracia que el estafador tres veces condenado se haya marchado. Que ande suelto. Los helicópteros de la prisión baten sus hélices y traquetean toda la noche, en lo alto. Dave da la espalda a la puerta todavía abierta, agarra con los puños los barrotes de su ventana y contempla los focos que bajan desde las nubes y barren los terrenos del exterior. Oye los gemidos suplicantes de los perros atados con correas, el ritmo sinusoidal de la sirena de fugas de la prisión. Se queda allí, observando, hasta el amanecer gradual de Maryland, y entonces es llevado por brazos uniformados hasta el despacho sobrio, espartano y serio del director de la Prisión.

Aquí, después de algunos cálculos, se asume un riesgo narrativo. El director es el famoso Jack Lord. Con esa especie de inconsistencia aparente que convierte a los profesores de escritura creativa en deliciosos duendecillos desconcertantes, Ambrose aprueba este toque no realista/simbólico. Admite que una parte de la rica ambigüedad del realismo es sacrificada. Pero ya que el seminario interpreta que todo el relato de Nechtr trata del sentimiento de culpa amorfo pero merecido de toda una generación; de su encierro, su miedo, su confusión, y, sí, del papel que desempeña el honor en el sistema general de la América posmoderna, su uso ficticio de un icono popular, forjado en un medio que es (¿tristemente? ¿Cómo que tristemente?) la ventana irrompible por la cual esa generación se observa a sí misma, ese uso resulta bastante auténtico, tal como nos cuenta Ambrose. También conecta con la intensa imaginería de helicópteros que sigue a la fuga, lo cual crea una sensación de unidad, de oficio, de elaboración. Y eso está bien.

También es bueno el hecho de que Jack Lord necesite poca descripción, puesto que es una imagen famosa. Su rostro cuadrado y pétreo —blanco como la cara de un hombre que agarra con mano de hierro unas riendas siempre recalcitrantes—, su mandíbula improbablemente sincera, su labios escasos, sus ojos negros y su cabello muy negro, lacio y ladeado, están marcadas en la conciencia de toda una generación post-pantalones de pata de elefante. Dave ni siquiera tiene que levantar los ojos para reconocer el temple de su carcelero cuando escucha a Jack Lord, lo escucha y luego le miente, niega que conociera los planes de fuga de Mark, o que fuera testigo de la fuga, o que sepa nada acerca de los medios de que se ha valido el estafador para marcharse, de su destinación, de su ruta o de su velocidad de desplazamiento. Mark, dice Dave, no confiaba en él. Mark lo repelía, lo aterrorizaba y lo violaba. Para ser honesto, se alegra de que el Tres Veces Condenado se haya marchado, sí, pero no sabe adónde. Le importa un comino. Si hubiera tenido conocimiento del asunto, ¿acaso no se habría ido también? ¿Acaso no se escaparía cualquiera que tuviera ocasión y que estuviera a perpetuidad?

No si fuera culpable, replica Lord. Ni fuera uno de esos pocos seres especiales que hay aquí y que saben cuál es su lugar.

Jack Lord siempre sabe más de lo que sospecha la gente a quien interroga. Es la naturaleza de su personaje. Es la ley.

Otra ley de los personajes es que un fugado siempre le revela a su compañero de celda el sito al que se dirige. Y Mark, como todos los prisioneros que ponen en peligro el orden del Continente, como todos esos hombres repugnantes cuyos movimientos nunca se dirigen a ningún sitio sino que únicamente pretenden alejarse, es un parlanchín. Un charlatán nato. Y este Dave, Lord se da cuenta nada más mirarlo, es un oyente nato. El dedo con que Jack Lord está señalando es el dedo de un Dios poderoso que se hace la manicura. Sus ojos despiden un brillo oscuro. No puede sonreír. Dave lo sabe y tiene que hacerlo. Tiene que decir la verdad.

Dave permanece allí diciendo mentiras y más mentiras y más mentiras.

—Y aunque lo supiera —dice por fin, con una voz más firme que un roble—. Yo nunca me voy de la lengua. No me voy a ir de la lengua. Y usted no puede obligarme. Me espera la cadena perpetua. La comunidad entera oyó los gritos de mi amante. Los fluidos de mi cuerpo estaban en el astil de la flecha que la mató. Voy a ser condenado de perpetuidad. Estoy intentando aceptar ese hecho y aceptar esta cárcel. Estoy madurando. Esto es un infierno mucho peor que las peores pesadillas del Bosco y voy camino de hacerme habitual. ¿Qué recursos puede usar usted? No hay nada que pueda hacerme.

Los diálogos de Mark Nechtr tienden a volverse un pelín floridos cuando se deja llevar. Pero qué coño. ¿Me entiendes?

Jack Lord muestra la única clase de sonrisa que le está permitida: esa sonrisa que no encuentra sentido del humor en lo que no puede cambiar. El mundo ordenado en donde él trabaja como piloto es en blanco y negro. La cara de Dave se pone amarilla cuando Lord le explica cuatro cosas básicas. No es cuestión de lo que puedan hacer las autoridades penales. Es lo que puede hacer su compañero de celda, aunque esté ausente. Dave es el único cabo suelto en la urdimbre perfecta que es la fuga del estafador. Y este estafador es un profesional curtido: sabe que un murmullo adormilado podría destruir meses enteros de trabajo artesanal. Tal vez —no, indudablemente— Mark amenazó a Dave diciéndole lo que les pasa a los que se van de la lengua. Sin embargo, debió de omitir de su exposición, advierte Lord, lo que les pasa también a los que no se van de la lengua. Dave representa una mancha. Un cabo suelto. Un problema estético. Y los estafadores tienen un comportamiento compulsivo en relación a la integridad estética de su trabajo. Lord hace una predicción: Mark va a hacer que a Dave lo exterminen. Que se lo carguen. Que lo liquiden. Que se encarguen de él. Mark tiene un círculo de adeptos, un grupo de repugnantes seguidores aquí en la Prisión. Lord predice que vendrán. La única opción de Dave es irse de la lengua, revelarle a Jack Lord los medios, la ruta, la velocidad y la meta de Mark. Entonces, y solo entonces, Lord, que no hace las reglas sino que se limita a hacerlas cumplir pase lo que pase, podrá dar cobijo y proteger a un testigo ventajoso como Dave, un tipo muy valioso, desde el punto de vista penal. Solo entonces Jack Lord estará legitimado para preservar la vida de Dave. Para permitir que el arquero coma, se bañe, haga ejercicios y haga sus necesidades a solas, en privado, bajo guardias de confianza, a salvo de Ellos. A lo mejor incluso puede trabajar para que a Dave lo transfieran a una prisión distinta. Para que pueda empezar de nuevo en ella. En cualquier otra parte. Borrón y cuenta penal nueva. Pero Lord promete que todo eso, y no la simple supervivencia precaria de siempre, únicamente puede suceder si el arquero revela lo que Lord sabe que él sabe. Si no… bueno, no hace falta describir las cosas con detalle en ese ambiente, ¿verdad? En una cárcel nadie está solo.

Jack Lord muestra esa sonrisa en blanco y negro que ya conocemos. El asunto está en manos del tirador con arco, no en las del director. A Dave se le invita a que piense de manera apresurada sobre el asunto, de vuelta con la población del Centro. En medio de la comunidad de presos.

En efecto. Las cosas suceden en un abrir y cerrar de ojos. Vienen a por él en el patio de ejercicios, en la ducha, en el taller de matrículas, en la celda. Dave es atacado, torturado, violado y apuñalado con armas de fabricación casera que resultan más temibles todavía por el hecho de ser de fabricación casera. Ha corrido la Voz. Las paredes oyen. Suenan tambores a lo lejos. Se ha ofrecido algo. Una recompensa inconmensurable. Cien cigarrillos.

Jack Lord le explica a su subdirector teutón —en una interrupción narrativa que Ambrose asegura que deja pasar solo por los pelos— que el precio de la vida en el sistema penal es bajo, porque el Centro está a rebosar de vidas, vidas que no son más que números, vidas sin honor, sin valor ni propósito. No hay demanda de ellas. La mano invisible del mercado levanta un dedo y condena a los culpables a una existencia de libertad extrema, libertad para morir ahogado y de hambre, a solas en medio de un disturbio.

Nechtr jode con su didacticismo. Pero ese día en el seminario Ambrose estaba siendo indulgente. Nos dábamos cuenta de que amaba a aquel chaval, con toda su alma.

De modo que aquí tenemos al arquero débil, enfermo y terriblemente herido, en la enfermería desatendida del Centro, con cara de ser la misma encarnación de la muerte, convertido en una momia llena de vendajes y de mirada sombría, alimentado por tubos y orinando también por tubos que a menudo se tiñen de rojo. Jack Lord aparece al lado de la cama, todo vestido de negro. El hecho de que sus pantalones negros tengan patas de elefante simboliza lo que todos ya sabemos: que este hombre está por encima del ridículo.

Lord le pregunta a Dave cómo va la vida en general últimamente por aquí abajo. Se trata de ese tipo de preguntas frías que constituyen su propia respuesta. La lógica de la profecía de Lord ha sido inmaculada. Mark, que todavía anda suelto por ahí fuera, aunque es probable que ya haya pasado el tiempo suficiente para que algún miembro de la población carcelaria se acomode a la demanda que ha formulado con sus tentáculos, ha puesto un precio de cien cigarrillos a la cabeza vendada del tirador con arco. Cien cigarrillos marca 100. De los buenos. De los que arden durante una puta eternidad. La voz ha corrido, chaval. Ni siquiera esta enfermería es segura, con lo valiosa y despreciable que ahora se ha vuelto de manera simultánea la vida de Dave. Lord invita a que Dave eche un vistazo a ese ordenanza de aspecto leal que hay ahí al lado, sonriendo entre dientes y llenando una jeringuilla de aspecto tosco con algo que no parece nada prometedor. Mientras tanto, al otro lado de la malla de la ventana del hospital una población penitenciaria ansiosa de cigarrillos aguarda, implacable, paciente, golpeándose las palmas de las manos con calcetines rellenos de arena.

Es una cuestión de tiempo, chaval. Jack Lord no va a perder tiempo repitiendo lo que ya ha dicho. Es parco en palabras, todo el mundo lo sabe. A Dave pueden cepillárselo o puede irse de la lengua y delatar a ese estafador que lo ve como una mancha, como un lamparón, que tiene la capacidad y el capital necesarios, y sus proveedores tienen ocasiones de sobras, para causarle al arquero un daño extremo e irreparable. Los ayudantes del director tienen las manos atadas por el sistema penal. Dave tiene que dejar que lo ayuden. Para recibir tiene que dar. Puede que haya almuerzo, pero no será gratis.

Ambrose nos dice que esta conversación, el diálogo entre Dave lleno de vendas blancas y Lord vestido con traje negro es desarrollado con una destreza que merece nuestra aprobación, una economía prolongada resultado de una precisión que promete Recompensa. Que «suena de verdad». Y que el final del relato, «como todos los climae tragicómicos de apokes» (que me muera si encuentro esas palabras en algún diccionario normal o de sinónimos), resulta no menos triunfante por su pathos.

Vale, admite Ambrose —no es ningún pedante—, aquí el relato va demasiado lejos —casi hasta el limbo— para explicar que la negativa culminante de Dave a irse de la lengua no tiene nada que ver con su inocencia culpable en el asaeteamiento y muerte de su único amor. Que aquí se despliega performativamente mucho menos odio a sí mismo que generosidad. La generosidad es, por supuesto, la encarnación del horror, pero la cuestión es que mantiene a salvo en su centro silencioso y lúgubre la almendra verde que es el yo verdadero.

Ambrose admite que hay algunas cagadas técnicas, que el relato corta las piernas de su propio argumento desde debajo, a saber, cuando Dave admite que su negativa a irse de la lengua con Jack Lord, aun con todo, en cierto modo es un acto egoísta. Que tiene que ver con el Deseo. Que él, Dave, codicia algo, una sola cosa, incluso en las profundidades del dolor y la anestesia de saldo sobre los cuales flota la imagen famosa y lógica de Jack Lord.

Tiene que ver con el honor, ¿sabe?, dice el prisionero.

Dave le cuenta a un icono de la cultura popular que siente que sus propias experiencias y sus cagadas, su juicio, sus tribulaciones y su angustia, tanto en el Exterior como en la Prisión, le han dado cierta comprensión —cierta perspectiva desde dentro— que lo ha ayudado a salir adelante, en un camino que no lleva tanto al «proceso de madurar» como al simple hecho de vivir en el mundo de los adultos. El mundo adulto, en opinión de Dave, ha resultado ser un sitio traidor y cabroncillo. Es peligroso, a menudo triste y siempre es tremendamente inseguro. Lo abruma totalmente lo inseguro y frágil que es el lugar que ocupa en su propia vida. Ahora sabe que casi todo lo que uno considera Suyo en el mundo pueden quitárselo otras personas, suponiendo que lo deseen lo bastante. Pueden robarle a uno la libertad de estar en un sitio u otro o la libertad de movimientos, si tiene lugar un juicio. Unos tipos a los que no has votado pueden quitarte la vida apretando un botón rojo, Jack. El mundo te puede quitar a tus seres queridos, a tu amada, a la única persona a la que quieres. Te pueden quitar tus sueños. Tu hombría, la integridad de tu polla y de tu culo: como vapor ante un vendaval. ¿Qué le queda, entonces, a lo que pueda aferrarse y considerar seguro?

He aquí la única cosa, dice. Ha tenido tiempo para pensar, no es un idiota y ha sido capaz de sacar en claro una única cosa. No pueden quitarle su honor. Es la única cosa que tiene que entregarse. Y uno puede entregarla con buen juicio o sin buen juicio. Pero tiene que ser entregada. Le pertenece. Es su pertenencia. Es la única flecha que no puede perder a menos que la deje irse volando. Es la única cosa que le queda.

Dave lo ha rumiado y ha decidido que él no se va de la lengua. No traiciona. Ni siquiera a Mark. Dave va a ser codicioso. Va a negarse a entregar la última cosa que le queda.

Prepárense, porque Jack Lord está… desconcertado. ¿Este chaval debilucho considera que su propia vida vale menos para él que una idea? El director, si fuera más joven, sería capaz de convertir su cara en una mueca de sorpresa que el doctor Ambrose confiesa que le gustaría que le enseñaran. Porque aquí no hay lógica. No hay instinto. No hay sentido. ¿Una deuda imaginaria contraída con un ser escasamente humano que te liquidaría sin dudarlo por una simple cuestión de puñetera estética? La cara de Jack Lord se altera un poquito. ¿Qué clase de bestias son estos chavales de hoy en día? ¡Nuestro futuro! ¡El mañana del Continente! ¡Este muchacho tragaría todo lo que le echaran y moriría para cumplir con una estúpida obligación abstracta contraída con una persona sin ningún valor, y Jack Lord quiere decir exactamente valor cero!

Al asesino tumbado le encantaría sinceramente que el oficial de policía erguido le entendiera. No importa para nada la cuestión de con quién se tenga la deuda. Dave es demasiado egoísta para ceder. Siente que su sentido de la obligación borroso por culpa de los porrazos recibidos es lo único que tiene ahora. Es su yo en la misma medida en que lo son su pasado, su presente y su futuro. Su pasado ya se ha ido, no puede cambiarlo. No está bajo su control. Dios sabe que el futuro tampoco. El presente, en efecto, probablemente no consista más que en esperar a ser liquidado por un mercado ansioso de lumbre interminable. Oh, señor Lord, pero el hecho de no irse de la lengua, esa es la moneda de su yo, es un valor constante frente al ascenso en forma de oleada de cualquier curva. Dave codicia, valora, atesora y no piensa gastar su honor. No va a negociar, por mucho que el puñetero cosmos tenga atesorado detrás de alguna cortina de plata.

(Y vale, se hace un poco largo. La pasión de amante obstinado de Nechtr, una vez desatada, no admite ningún imperativo minimalista, Magda lo sabe bien).

Pero no. Lo siente. Le encantaría comprar el almuerzo. Le encantaría ver a ese estafador que se sentaba en su cabeza dando botecitos encima de algo puntiagudo hasta el fin de los tiempos. Le encantaría ayudar a Jack Lord a mantener el orden. El famoso director puede conseguirlo todo menos lo que le pertenece a él. Y esto le pertenece.

Esta última escena es, aunque cueste creerlo, un monólogo, endiabladamente difícil de resolver, que resultó todavía más impactante para los que estábamos en clase gracias al sentimentalismo patético y denodado con que un chaval saludable pero sencillo y bastante angustiado nos reveló hoy a sus colegas y a su profesor, el antiguo amante de Magda y astuto cliente de J. D., algo que permanecía escondido tan a la vista como una nariz.

Pero bueno, ¿se va de la lengua Dave o no? Esa es la pregunta con la que el texto inacabado y básicamente inacabable de Mark Nechtr deja al seminario de la East Chesapeake Tradeschool. Finalmente y después de todo, ¿el arquero se va de la lengua o no? Está claro que no lo parece. Pero Ambrose nos invita a que escuchemos esa voz que permanece silenciada. Este tal Dave es caracterizado de modo muy cuidadoso durante todo el relato como alguien fundamentalmente débil. Es el defecto que conforma su carácter. ¿Es este su yo verdadero, lleno de vendajes y postrado ante ideas tan viejas que datan de antes de Cristo? Todas esas chorradas que le ha dicho a Jack Lord: todo eso no son más que palabras. ¿Acaso una persona débil podría actuar así? El debate, antes de que suene el timbre, es vigoroso y apasionado. Hay una de esas ambigüedades ricas y accidentales: se sugiere por igual concesión e inflexibilidad.

Y en fin, como es comprensible, Mark Nechtr también lo quiere saber. ¿Acaso ese arquero que se siente culpable por su amante acaba yéndose de la lengua? ¿Acaso él, Mark Nechtr, no necesita saberlo, si es que tiene que imaginar la historia? ¿Y cómo puede él, en conciencia, apropiarse, tragarse, digerir y expulsar como si fuera suyo lo que una antigua actriz que tiene la cara anaranjada y veteada y que lleva peluca ya ha visto antes y con claridad? ¿Sería eso honorable o débil? No se lo tomen a la ligera. No se rían. Mírenlo, implorante, empapado, escaldado. Parece uno de los suplicantes, uno de nosotros, uno esos tipos del montón que se consumen sin llegar a arder, mientras permanece ahí, emocionado de verdad, por fin, por ese único don que siempre regresa, con los pies en el barro formado por culpa del Ven-Bicho, entre minúsculos cadáveres atiborrados, delante de un espantapájaros a quien le han quitado la ropa para revelar lo que todo el tiempo se ha sabido: dos tablones diametralmente opuestos, una cabeza de color naranja podrida y coronada por una peluca que ha ocupado el lugar de la gorra, y el poder para provocarles un miedo contemporáneo únicamente a unos cuervos que no tienen ningún interés por un lodazal negro y muerto, situado en medio de dos campos fértiles de comida verde y chorreante.

Y de un modo parecido, Mark Nechtr no va a irse de la lengua. Nunca hablará de esa compasión realista y sentimental que el mal camuflado y evidente doctor Ambrose, reconfortado por la chaqueta del espantapájaros en cuyo pecho secado por el sol resulta que no pone nada más que un sufijo y un número, con los brazos fuertes como robles, con la cabeza carnosa y el pelo ralo aplastado de un lado a otro debajo de una gorra de los Chicago Cubs que este año sí que pueden ganar. Nechtr nunca revelará el sentimiento genuino con que el genio de la cerebralidad sostuvo contra su pecho el cuello robusto y saludable de un niño, para sacar al heredero de una industria de detergentes exhausto y repuesto pero aun así desvalido fuera de un sitio despanzurrado, hasta otro lugar donde alguien pudiera transportarlo. Las lombrices de tierra hierven confusas a sus pies, los parásitos vuelven desfilando a su tarea como hombres dotados de una misión y hunden sus pajitas diminutas en los surcos inundados de restos del Ven-Bicho, El Producto Que Se Lleva a Tus Bichos, mientras el académico va dejando un sendero doble de pisadas dejadas por unas zapatillas nada prácticas, una falda manchada de fruta, una chaqueta de la empresa, los pétalos fritos y una blusa rellena de prótesis. Se ha portado bien, llevando al arco y al arquero, y ni siquiera ha pensado en irse de la lengua.

No es que no resulte irritante, claro. Siendo como es un orador nato, le recuerda varios hechos obvios a mi compañero de clase. Que han dejado la Costa Este, que han dejado atrás el aeropuerto con más tráfico del mundo, que han dejado atrás el aeropuerto central de Illinois, el que tiene menos tráfico del mundo, y su inevitable aparcamiento de pago, que han conducido de allí para aquí y ahora no es que estén perdidos, sino que únicamente se han quedado tirados, con el motor sobreacelerado por culpa de una nariz espantosa de plástico, en la última carretera, cuyo recodo en dirección oeste ya está a la vista y lleva directamente a Collision. Que lo peor de la tormenta, nuevamente, se ha marchado hacia el este, de donde vienen. Que han dejado a unos tipos hechos polvo dentro de un coche que está medio hundido en el barro, pero ahora están desandando sus pasos de vuelta hacia esa gente que permanece apretujada dentro de un coche de payaso cuya admonición y cuya marca extranjera han sido borradas por la lluvia, un coche de fabricación casera, que en este momento está siendo atado con un trozo de cadena a la yegua color castaño de un granjero viejo y enorme, con la cosechadora averiada, que estaba haciendo autoestop para que lo llevaran solamente hasta la tercera chabola que hay en la curva. Que tiene un impermeable de sobras, un montón de hijos con la cara chata, que es un manitas con la física y con las cadenas, y que tiene la caridad elemental que tendría cualquier animal para sacar un coche perverso del barro y volver a ponerlo en la carretera. Que aquí está el representante público de McDonald’s con sus prominentes caderas de color pastel y con las piernas arqueadas a ambos lados de la yegua que está soltando espuma por la boca, que tira, suelta humo y galopa, con los haces de sus músculos moviéndose como olas nutridas con maíz debajo del pellejo en tensión. Que todo resulta al mismo tiempo mítico y familiar, con el trasfondo del sol de siempre que acaba de regresar y el mediodía verde y chorreante: el perfil impecable de J. D. delante del volante tapizado, bajo los dados danzantes, con el puro apagado, con su ventanilla limpia y abierta, mientras que las de Sternberg y D. L. están cerradas, porque les gusta palpar la superficie a través de la que miran, con las manos apoyadas en los cristales. Y la escena del caballo de tiro, que galopa sin encontrar dónde aferrarse en el barro vidrioso, y el enorme granjero que le empuja por el trasero, pero cuyas botas enormes no se adhieren al suelo, de manera que está, en efecto, caminando sin moverse. El coche, con J. D. Steelritter pisando a fondo el acelerador, emite un rugido infructuoso, cada vez más agudo, con las enormes llantas marca Goodyear y los rayos de las ruedas traseras girando como torbellinos en la tierra empapada, negándose a aferrarse al suelo y no dejándoles que continúen su camino.

Que exhaustos pero a tiempo, llegarán a lo que ha sido construido. Que ya es demasiado tarde para echarse atrás. Así pues, a la Reunión de Todos Los Que Han Aparecido, a la Salida, a la Casa Encantada, la Casa Encantada de Ambrose hecha realidad, diseñada según principios internacionales para ser —más allá de toda la publicidad que apoye su lanzamiento— solamente eso. Una casa. Que, aunque Ambrose preferiría estar entre aquellos para quienes es diseñada, se conformará con triste jovialidad ante el hecho de que él, como constructor, no está entre ellos: no es un rostro en la multitud de aquellos para quienes está ahí: los más desvalidos, los fóbicamente desvelados, los que necesitan cobijo. Los niños.

¿Un pelín demasiado largo? ¡Enfermo de amor! ¡Markado! No he ocultado absolutamente nada. Así que confía en mí: llegaremos. Lo prometo. Apuesta lo que quieras. Para ser sinceros, a lo mejor ya hemos llegado. El asfalto reluciente refleja el mediodía sin párpado de nuestro estado. Podemos vernos a nosotros mismos reflejados en el suelo que pisamos. Incluso el helicóptero promocional LordAloft de Jack Lord puede verse ahora, reflejado, en las alturas, entrando y saliendo de las últimas nubes, sondeando con un dedo de color blanco en busca de los que nos hemos descarriado, nos hemos quedado tirados, llegamos fuera del horario. La luz casi solar de su imagen ilumina el neumático trasero de nuestro vehículo de fabricación casera, que rueda sin avanzar, mientras la yegua galopa sin avanzar, mientras el enorme anciano empuja sin avanzar, sin puntos de apoyo. ¡Y la rueda! Desprovista de asideros, la rueda marca Goodyear gira y gira, ha perdido la llanta zumbante y ha dejado al descubierto los rayos en forma radial. Detenidos en esa pausa imposible, la mejor de las interrupciones: ese momento en todo tiempo radial en que algo invisible dentro de la masa borrosa de los rayos parece chisporrotear, imponerse y girar en sentido contrario al giro, dentro de este.

Mira esto. Mira dentro de lo que gira sin puntos de apoyo. Cierra los ojos. No va a llamar a tu puerta ningún vendedor. Relájate. Túmbate. No quiero nada de ti. Túmbate. Relájate. La tierra de buena calidad se va con agua. Túmbate. Abre los ojos. Mira a tu alrededor. Mira. Escucha. Usa esos oídos que yo estaría orgulloso si fueran nuestros. Escucha el silencio que hay detrás del ruido de los motores. Dios mío, querida, escucha. ¿Lo oyes? Es una canción de amor.

¿Para quién?

Eres amada.