HACIA EL OESTE, EL AVANCE DEL IMPERIO CONTINÚA

Como todos somos solipsistas y todos nos morimos, el mundo muere con nosotros. Solamente la literatura muy menor se ocupa del Apocalipsis.

ANTHONY BURGESS

¿Para quién es divertida la Casa Encantada?

Perdido en la Casa Encantada

ANTECEDENTES CON TENDENCIA A INTERRUMPIRSE: AMANTES Y PROPOSICIONES

Aunque era Drew-Lynn Eberhardt la verdaderamente prolífica y no Mark Nechtr, era Mark el que nos caía bien a todos los alumnos de primer curso del Seminario de Escritura de la East Chesapeake Tradeschool, y no D. L. Puedo explicarlo. D. L. estaba extremadamente delgada, delgada de una manera que no transmitía delicadeza sino una especie de tacañería a la hora de repartirse a sí misma a su alrededor. Era delgada como lo son ciertas monjas mezquinas. Caminaba de un modo raro, con la pelvis por delante, como un hombre frente a un urinario. Se rodeaba el pecho con los brazos o bien los mantenía rígidos y extendidos en ángulo recto como un espantapájaros. Era desarrapada y al parecer las feromonas que exudaba solo atraían a las bacterias. Tenía un gusto lamentable por: 1) el poliéster, 2) los trajes chaqueta, 3) el color lima.

Vs. Mark Nechtr, uno de esos selectos pospúberes que irradian esa clase de salud despreocupada tan perfecta que lo pone a uno enfermo. Comía poquísimo, no dormía bien desde mucho antes de que los Colts se fueran al Oeste y no hacía ningún régimen. Aunque era de constitución fuerte estaba bien proporcionado, tenía el cuello robusto y era moreno. Era fuerte. (Y hablo de cuando estas cualidades revelaban algo de la gente, antes de que los establecimientos de salud desbarataran el viejo orden ario y permitieran que quienes estaban destinados a ser pálidos y débiles se pusieran fuertes y morenos). No era atractivo de una manera que volviera loco, simplemente poseía una facultad monstruosa para irradiar una salud normal y corriente: un producto escaso en Baltimore, y por tanto valioso. Y como los alumnos del Seminario de Escritura éramos todos escoria, incluso los que venían de la facultad de teología de la East Chesapeake Tradeschool, solo amábamos lo que era valioso para nosotros.

Y también porque D. L. era rara, y lo era de manera muy llamativa, incluso en un ambiente como el seminario universitario de escritura, donde la neurosis era tan omnipresente como el oxígeno y los tics más variopintos eran ostentados como joyas. D. L. llevaba consigo un juego de cartas de tarot, las tiraba (en medio de clase), únicamente salía de su estudio con la aprobación de su vidente y se vestía cada día con los arriba mencionados tejidos sintéticos de color lima: una fruta solitaria en medio de un jardín de petunias compuesto de faldas de algodón meticulosamente informales, estampados psicodélicos, una especie de posbermudas holgadas, zuecos, sandalias, zapatillas de deporte y ropa de cirujano.

Y también porque parecía egocéntrica y rapaz y ni siquiera resultaba lo bastante tonta como para justificarlo. Idolatraba con pasión al profesor Ambrose, pero de una manera tan egocéntrica y rapaz que probablemente repugnó al propio Ambrose ya desde la primera clase del curso, cuando ella le trajo un ejemplar visiblemente gastado de Perdido en la Casa Encantada para que se lo firmara, algo que en la East Chesapeake Tradeschool No Se Tenía Que Hacer. Por tanto fue, a nuestro juicio, una sicofanta y una lameculos desde el primer día.

Y también porque iba por ahí diciendo que era posmoderna. No importa dónde estés, Nunca Hagas Eso. Por convención la gente lo considera pomposo y estúpido. Ella desobedecía muchas convenciones pero incluso sus desobediencias resultaban antipáticas. Nos daba la impresión de que era sinceramente incapaz de ver más allá del orgullo que sentía por su inteligencia tan elaborada y eso le impedía separar la actitud de la afectación, el deseo de la súplica. No era uno de esos espíritus libres que caen bien: hacía lo que quería pero ni era libre ni tenía mérito.

Todos recordábamos la primera línea del primer relato que trajo a la primera sesión del taller: «Los nombres verbearon, adverbialmente adjetivales». ¿Me explico? El profesor Ambrose lo resumió muy bien, aunque con bastante tacto, cuando dijo en clase que por lo general los relatos de la señorita Eberhardt no le convencían porque siempre parecía que estuvieran gritando: «¡Mira, mamá, sin manos!». Será mejor que no describa la cara que puso ella al oír aquello.

Pero al menos era prolífica. Tenía una fecundidad fría y diabólica. Es cierto que aquello generó algunas discusiones maliciosas de cafetería acerca de si era mejor el estreñimiento o la diarrea, pero Mark Nechtr nunca participó en ellas. Mark hablaba muy poco y nunca sobre sus compañeros en la clase de Ambrose, ni sobre lo que pasaría en el futuro con el trabajo de todos ellos, ni sobre sus neurosis y sus tics, ni tampoco sobre sus intercambios de fluidos corporales. No metía las narices en los fluidos ajenos y se preocupaba de sus propios y muy saludables asuntos. La comunidad de estudiantes interpretaba esto como la típica reticencia señorial que solo se pueden permitir los que tienen talento, así que todavía le queríamos más. En realidad todo era un poco enfermizo. Tom Sternberg, el compañero diplópico de D. L. en el anuncio de McDonald’s y actor publicitario, catalogó una vez a Mark como uno de esos tipos radiantes cuya aparente ceguera a su propio resplandor solamente consigue hacer más dolorosa la punzada de su luz. Sternberg ya lo tiene catalogado de antemano cuando se han reunido según lo acordado en el aeropuerto internacional de Maryland para ir en avión hasta el aeropuerto O’Hare de Chicago y luego en un helicóptero que LordAloft ha puesto a su disposición hasta Collision, Illinois, donde la agencia publicitaria de J. D. Steelritter ha organizado una reunión de todo el mundo que ha participado alguna vez en un anuncio de McDonald’s, y para ello ha convocado a una multitud sin precedentes, todos allí juntos para el espectacular anuncio colectivo de la Reunión, que servirá como majestuosa inauguración de la discoteca abanderada de la cadena de Casas Encantadas, y también está prometida la aparición de Jack Lord, que interpretó a un policía de Hawai, que ha sido escultor, piloto y —otra vez bajo la égida de J. D. Steelritter, que ya reunió en un mismo anuncio a Sternberg y D. L., de niños, trece años antes de este día cuyo principio he interrumpido— director de una nueva cadena privada de helicópteros, LordAloft, que acaba de extenderse a todo el país tal día como hoy, el día de la Reunión.

Todo esto puede parecer una digresión que ha interrumpido la presentación de los antecedentes, que por ahora está siendo prolija y ciertamente confusa, y tengo que decir que lo siento y que soy extremadamente consciente de que el tiempo que compartimos es muy valioso. En serio. Así pues, como soy consciente de que es necesario ir al grano sin más rodeos, a continuación voy a presentar algunas proposiciones sencillas, claras y escuetas que ofrezco solamente para ponerlas en tu conocimiento. Mark Nechtr es un nativo de Baltimore, joven y (otra cosa de la que nunca habla) destinatario de un fondo fiduciario por ser el heredero de una fortuna amasada en el ramo de los detergentes. Está inscrito en un seminario universitario de escritura en la East Chesapeake Tradeschool, en donde declinó una oferta de ayuda financiera, por razones bastante obvias pero presentadas con gran delicadeza. Es un buen tirador con arco y ha estado inscrito en competiciones desde que perdió técnicamente la virginidad a manos de una instructora achaparrada de la YWCA, de religión trinitaria y aficionada a las sudaderas, que lo ha iniciado en las virtudes de las cuerdas de doce hebras, los guantes de cuero sin dedos, la concentración total, el disparo seco y las ventajas de las flechas hechas a mano. Mark tiende a caminar casi de puntillas —por alguna razón relacionada con sus pies exageradamente planos—, tiene los ojos vagamente rasgados e irradia la claridad arriba mencionada, a pesar de que tiene los dedos más morenos que el resto de la mano por culpa de los guantes y cierta tendencia a las camisas de cirujano sin cuello y un poco afeminadas, ligeras imperfecciones que aumentan si cabe la perfección global del etcétera, etcétera.

Fue así, brevemente, como Mark se casó por lo civil con Drew-Lynn Eberhardt: un buen día vio cómo aquella joven posmoderna y vestida de color lima hacía una pintada completamente mezquina y asquerosa en la pizarra del aula del seminario, justo antes de que sonara el timbre para empezar la clase del doctor Ambrose. Ella vio que él la estaba viendo. ¡Coño!, estaba allí sentado, era el único de los once estudiantes que ya había llegado al aula. Pero aunque D. L. se dio cuenta de que él la estaba viendo, no le dio la gana borrar lo que había escrito. Para entonces ella ya había abandonado el seminario. Las acogidas diplomáticas y frías que Ambrose propiciaba a sus relatos siempre afectaban a sus nervios, que eran los que estaban más a flor de piel. A D. L. no le importaba que la viera aquel tipo improductivo de cuello robusto que sin embargo era objeto del amor de todo el seminario. Podía delatarla, revelarle a Ambrose que la había visto escribir aquello, o borrarlo, ya que tenía una relación pedagógica tan buena con su profesor. De modo que se largó, caminando con la pelvis por delante y los ojos llorosos, con los brazos cruzados sobre su chaqueta de poliéster y haciendo gala de una vulnerabilidad tan patética que consiguió enternecer al chaval, quien, bajo su superficie morena y saludable, también se veía a sí mismo como un ser vulnerable y torturado. Así que no se levantó para borrar el poema humorístico y mezquino, y tampoco le reveló a Ambrose, ni a ninguno de nosotros, quién lo había escrito. No le preocupaba que pensáramos que lo había escrito él, así que desechamos esa posibilidad, y por otra parte la identidad de la autora era evidente: D. L. era la única alumna que estaba ausente sin causa justificada aquel día, y la pintada tenía su toque personal amargo y cáustico (además de ser poco imaginativa y artificiosa). No había furia comparable a una autora posmoderna recibida con frialdad. Y aunque no dijo nada y al principio pareció que no iba a borrar la pintada, el profesor Ambrose estaba visiblemente dolido: tenía reputación de ser un tipo muy sensible, cuando no escribía. En realidad se quedó devastado, según le explicó por escrito a J. D. Steelritter, pero no le dijo nada a Mark Nechtr.

Por entonces a Mark y D. L. empezaron a verlos juntos. ¿Por qué? Les aseguro que todos nos hacíamos esa pregunta y había mucha gente que metía las narices en el tema de sus fluidos corporales.

Ella estaba con él porque era un chico saludable y popular, porque no la había delatado y se había ocupado de sus propios asuntos, a pesar de que la había visto y a pesar de que todos queríamos congraciarnos con Ambrose. D. L. no podía entender que no se hubiera ido de la lengua y se arrodillaba ante aquel hecho como si fuera un misterio sagrado, como algo que merecía un respeto especial, como una virtud (a ella le encanta la palabra «virtud», e incluso se las apaña, mientras los tres estornudan en armonía con las abruptas puestas de sol del Medio Oeste, para decirla vagamente cada vez que estornuda: ¡vir… vir… viiiiiiiir-TUD! Y aunque Mark no dice nada, esa costumbre le saca de sus casillas).

Sí, pero Mark, ¿por qué estaba con ella? Bueno, en primer lugar porque aquel bonito día con brisa de mar, a Mark le había parecido ver una pizca de verdad, un diminuto meollo de revelación en aquel verso satírico de baja estofa que D. L. había compuesto y escrito con intenciones hostiles a propósito del relato más famoso del profesor Ambrose —y de toda la metanarrativa americana—, y aquello había sido como una astilla accidentalmente aguda que se le había clavado a Mark bajo la piel y había acrecentado sus dudas y sus resquemores, como alguien a quien le explicaran cómo escribir narrativa pero no por qué. De pronto, para sus adentros, dejó por completo de confiar en su profesor. Estaba deprimido, bloqueado y confuso acerca de qué demonios estaba haciendo en la East Chesapeake Tradeschool, ya que no producía lo que tenía que estar produciendo. No ayudaba mucho a su condición el hecho de que todos los alumnos del programa sintieran tanto respeto —amor, en realidad— por él, salvo D. L.

En fin, Mark empezó a encontrarse con D. L. Él era un bebedor compulsivo de café y D. L. siempre estaba sentada en las cafeterías, sola, provista de un cuaderno para atrapar pequeños atisbos de inspiración antes de que pudieran escaparse. Para no extenderme demasiado, llegó un momento en que conectaron, en parte debido a algo que ella había escrito y algo que él no había dicho. Simplemente conectaron, en ese territorio difuso entre la simple amistad y alguna otra cosa que ya no es amistad. Charlaban sin parar, iban a la playa, cogían conchas raras, ella le explicaba sus problemas cotidianos y veía cómo él se clasificaba en tercer lugar en la División Juvenil de los Campeonatos de las Treinta Yardas de la Costa Atlántica. Un día lluvioso en que la brisa de la bahía no presentaba ningún aroma en particular, en que ella había comentado alguna cosa vaga relacionada con su padre y estaba terriblemente deprimida, D. L. le hizo proposiciones. Y terminaron haciendo el amor. Pero solo una vez. Fueron amantes una sola vez. Sin embargo, tal como a D. L. le gusta explicar, tuvo lugar un pequeño milagro. Esa clase de milagro que transmuta lo puramente físico (la sangre) en algo espiritual (la reclamación hecha a Mark para que fuera un amante honorable). Para Mark es muy importante que le vean como a un tipo decente y responsable, de modo que se pasó por el forro las objeciones de prácticamente todos sus amigos e hizo lo que tiene que hacer un amante ocasional y no amado. La mayoría de los alumnos del seminario pensaron que era uno de esos raros gestos pasados de moda que hoy en día solo se puede permitir alguien con un talento increíble. Aquel pequeño milagro —que básicamente fue obra de él, teniendo en cuenta que solo follaron una vez y con protección— ya se está acercando a su tercer trimestre, aunque a juzgar por cómo lo está llevando D. L. uno nunca diría que se encuentra tan avanzado.

A la ceremonia civil asistieron doce invitados, entre ellos la vidente de D. L. y la antigua entrenadora de tiro con arco y de religión trinitaria de Mark. El padre de Mark les regala una tarjeta visa sin límite de crédito, aunque con su nombre en ella, para ayudarles a obtener algo de crédito. La vidente le regala a D. L. un cristal de cuarzo demasiado grande y con demasiada forma de falo para tomárselo en serio. La entrenadora proselitista le regala a Mark una flecha de tiro marca Dexter Aluminum con la muesca para la cuerda tallada en madera de cedro de Port Orford. Lo mejor de lo mejor. El equivalente en flechas de tiro de un BMW. Aunque D. L. no se molesta en ocultar su desdén por los BMW, la Dexter Aluminum es la mejor flecha que Mark ha tenido nunca y constituye (¿lamentablemente?) la razón principal por la cual la ceremonia fue para él el punto álgido de un matrimonio que hasta entonces no parecía muy prometedor.

Vale, es cierto: todo esto ha sido demasiado rápido y lento a la vez para ser unos antecedentes, ha sido demasiado esquemático y ha habido demasiadas interrupciones. Pero por favor, no importa si he cautivado o no tu imaginación, tú limítate a acusar recibo de estas proposiciones. Porque el tiempo es muy limitado y lo importante viene más adelante. Así que como decimos en el ombligo verde y llano del país, vamos p’allá, sin más ejems ni preámbulos, demos un salto adelante inflexiblemente escueto, sin retrasos ni adornos, y pasemos a:

EL DÍA Y EL MOMENTO QUE TODOS ESTÁBAMOS ESPERANDO

Para los amantes, la Casa Encantada es divertida.

Para los farsantes, la Casa Encantada significa amor.

Pero ¿para quién, se queja el común de los mortales,

para quién es una casa la Casa Encantada?

A la hora de la verdad, ¿quién vive en ella?

Estos eran los ripios contra Ambrose que aquel pobre tipo sensible y marcado por su nacimiento se encontró cuando entró en el aula de seminario donde daba clases los lunes y viernes de tres a cinco, escritos en la pizarra con esa clase de tiza cuyas manchas prácticamente solo se pueden quitar lavando la ropa. Estaba devastado, decía en la larga carta que le envió a Steelritter y en donde le amenazaba con retirarse por completo del proyecto de la cadena de Casas Encantadas, como cliente y como empresario. En opinión de J. D. Steelritter, los niños y los estudiantes son todos unos traidores y unos cabroncillos. Con ellos pasa lo mismo que con los perros: cuando les das el trozo de carne que te están suplicando tienes que tener cuidado de que no te muerdan la mano. En la carta Ambrose explicaba que se había quedado devastado: allí estaba de nuevo, decía —cuando uno conseguía por fin limpiar su carta de florituras, alusiones y demás porquería—, allí estaba la crítica, donde uno menos esperaba encontrársela. La crítica: nunca le dejaba en paz. Rebajaba su calidad de vida. Así pues, lo había visto claro: ¿por qué intentar construir una Casa Encantada en los principales mercados, para que la gente las criticara? ¿Quién quería todo aquel sufrimiento? Ambrose no lo deseaba para sí mismo, había escrito, no más que el valeroso Filoctetes había deseado en tiempos remotos la mordedura de la serpiente.

¿Qué serpiente?, contestó J. D. en forma de telegrama. ¿Qué tiempos remotos? Relájate, escribió en el telegrama. Tranquilízate. Enfríate. Lee un poco de esa porquería estoica que te gusta. Fúmate un pitillo. Prueba esas rosas que te envié a escondidas para ti solo, amigo mío. Reflexiona. Piensa en todo lo que ha invertido todo el mundo en este asunto hasta el momento. En toda la inversión de tiempo, dinero, dinero, tiempo y ánimo. No hagas nada con precipitación. Confía en mí, que me he merecido tu confianza. Es normal rajarse cuando se acerca el día decisivo.

El ego hinchado de un gilipollas arrogante, es lo que en realidad había pensado J. D. Por supuesto que quieres ese sufrimiento. No me vengas con idioteces. La crítica es una reacción. Y eso es bueno. Si J. D. traza una estrategia de campaña y nadie la critica, entonces puede estar seguro de que la idea es una chapuza, una combinación incorrecta de melodía e imagen, un error que no va a producir, que va a quedarse ahí, sin que los engranajes se acoplen con éxito, sin que se produzca ningún giro dentro del giro de la rueda del mercado. La crítica es necesaria. Hay que tragarla. Significa que te prestan atención. Captura la imaginación. Vende. Amortiza el deseo y vende. Y si ha vendido libros también venderá sucursales de discotecas con espejos. La crítica es lo que llena los asientos de culos. J. D. se apuesta todo lo que tiene.

Ahora está de pie, muerto de cansancio, con su bello rostro, que tiende a organizarse en torno a un centro, organizado en torno a un puro cuya punta muerde y escupe con detenimiento; le flota en el paladar un regusto a flores fritas; está de pie delante de una ventana en el aeropuerto central de Illinois, engalanado con banderitas (BIENVENIDOS, VETERANOS DE ANUNCIOS DE MCDONALD’S. BIENVENIDO, JACK LORD. BIENVENIDOS. ACUDID A VUESTRO MIEMBRO MÁS CERCANO DEL PERSONAL DE ASISTENCIA A LOS VETERANOS DE ANUNCIOS, QUE OS GUIARÁ Y OS DARÁ INSTRUCCIONES, BIENVENIDOS) y redecorado para la ocasión (con los colores favoritos del señor Steelritter, el gris opaco y el color ciruela grisáceo), esperando a que salga el sol y llegue el puente aéreo de la compañía LordAloft que debe aterrizar a las 5.10 procedente del aeropuerto O’Hare y que traerá por fin a la última pareja de veteranos. Se apuesta todo lo que tiene. Es lo que hacen los publicistas. Se apuestan todo lo que tienen por la crítica, la atención, el deseo, el miedo, el amor y el matrimonio entre la franquicia y el mercado. Por la retención de imágenes. Por la lealtad a las marcas. Por la empatía con el cliente. Por las ventas. ¡Por la vida!

La vida sigue. ¿Estás triste, te sientes vacío y probablemente eres el virtuoso de la creatividad menos apreciado de toda la industria? Bueno, ¿y qué? La vida sigue aunque sea de manera triste y vacía, siempre hacia delante y siempre sin un centro fijo. La rueda sin centro gira y gira cada vez más deprisa, ¿no es cierto? Pues sí. Así es como los publicistas afrontan sus retos: uno acepta lo que es indudablemente cierto, todo aquello que no se puede evitar que la gente quiera que sea como es; se acepta sin más. Entonces uno levanta el brazo de su creatividad y clava una enorme cuña engrasada, tan dura como sea posible, en cualquier punto que esté abierto a interpretación. Se interpreta, pelea, canta, susurra y se dedica a clavar la cuña más y más adentro en la pulpa, donde está el meollo, donde la gente se siente sola, donde se cubre los genitales, donde abraza su propia sombra y donde se hallan sus anhelos más acuciantes, de allí sale un enorme gemido subsónico, un débil crujido de estática que solo el oído atento del publicista entrenado puede atrapar, retener y digerir. La interpretación, como siempre le explica a DeHaven, es el portal de entrada de la persuasión. Y la persuasión es el deseo. Y el deseo es ese latido monstruoso, ese río de un trillón de corazones que cuida y alimenta a J. D. Steelritter y a su esposa y su hijo el payaso DeHaven. Es carne en una mesa ya atiborrada de carne y engalanada con platos caseros. Así es como J. D. ha hecho las cosas desde su primera campaña, la de Lucky Strike en 1945. Luego vino la de McDonald’s, a través de Ray, en 1953. Y la de Coca-Cola, la de Arm & Hammer, la de Kellogg’s, la de Casa Encantada y la de los puentes aéreos de LordAloft. Es el sueño americano, el que Nos ha hecho grandes: haz una concesión y plántate ahí.

¿Así que por qué iba a perder el tiempo preocupándose por la Casa Encantada y porque el artista se raje? Se acerca una Reunión que va a arreglarlo todo y rematarlo de una vez por todas para J. D. Ya no puede esperar. Detrás de él en la terminal, su vástago DeHaven está saludando al penúltimo grupo de veteranos de anuncios, que acaban de bajar de un Dallas Delta, comprobando nombres de todos los credos y repartiendo las chapas de la Reunión: se trata de dos arcos dorados, que se prenden con un alfiler, y un adhesivo con la inscripción «¡Hola! Me llamo» seguida de un espacio en blanco para poner el nombre y el año en que el portador apareció. DeHaven tampoco ha dormido pero se ha drogado —con canutos, petardos o como se llamen ahora—, tiene los ojos tan rojos como su peluca de hilo y como el pintalabios rojo chillón con que se ha pintado la boca seca y entreabierta y su traje de payaso huele como esas amarras engrasadas que hay debajo de las cubiertas de los barcos. ¿Para qué perder el tiempo, cuando la preocupación en persona está de pie a su izquierda? Porque ese pequeño hijo de puta lleva dos días enteros y dos noches sin parar de repetir «¿Para quién?», mientras él mismo y J. D., que cree firmemente en el toque personal, conducían arriba y abajo, hasta averiar sus coches, llevando a los invitados al lugar de la diversión, hasta quedarse solamente con el coche trucado de matón de DeHaven, que al payaso, un amante de la conducción, le encanta conducir con una muñeca apoyada encima del volante, con un gesto que J. D. odia profundamente, con esa actitud de «todo-me-da-igual», y así es como fueron de arriba para abajo, padre e hijo, reuniéndose personalmente, saludando, tocando, orientando y llevando en coche a todos aquellos grupos de veteranos de anuncios impresionados y ansiosos hasta Collision (Illinois), durante un buen trecho, por carreteras rurales, peligrosas y además feas. Y por alguna razón que J. D. no entiende ni tampoco le importa lo más mínimo, ese cagón no ha parado de repetir: «¿Para quién?», una y otra vez, mientras conducían hacia el oeste y luego de vuelta al este, y era inútil gritarle que se callara; y es que hoy J. D. necesita un payaso Ronald malhumorado tanto como una piedra en el riñón. «¿Para quién?», iba repitiendo en tono maquinal y drogado como un zombie. Y la musiquilla del «¿Para quién?» —J. D. Steelritter tiene un oído incomparable para las musiquillas— se le ha enganchado y se le ha metido por ese oído castigado por la falta de sueño y se ha quedado ahí repiqueteando, como una de esas monedas que se quedan atascadas dentro de una máquina secadora, dentro de la cabeza de Steelritter, que es una bella cabeza, en forma de círculo perfecto, con la frente pecosa, con la nariz en forma de cimitarra, con el labio inferior grande y húmedo, con la cara siempre dispuesta a organizarse en torno a algo. DeHaven, que no sabe una palabra de ningún proyecto ni plan global, ha ido metiéndole la musiquilla como una abeja irritada debajo de la gorra a J. D. Y finalmente la musiquilla se ha independizado de su hijo vestido de payaso y resuena sin cesar convertida en un do agudo, constante e idiota, como el zumbido de una carta de ajuste, como la carátula de una emisión de emergencia, como el chirrido que producen cinco días sin haber dormido, como la pregunta quejumbrosa de un ego vestido con traje de tweed, una pregunta que aquel petulante y antiguo vanguardista había llevado a cabo con la intención evidente de responderla él mismo, una pregunta de las que más irritan: teatral y retórica, una pérdida de tiempo y de recursos… Y J. D. le dice a todo el mundo que no pierda el tiempo, que empiece de una vez el maldito espectáculo.

De acuerdo, pero hoy, en aquella pequeña refriega maliciosa llena de desprecio e ingratitud mutuos que ha tenido con su delicado cliente, a quien finalmente ha podido tranquilizar y hacer que firme pero no había podido convencer para que viniera, ¿no habría algo cierto? ¿Acaso una Casa Encantada necesita ser más que algo divertido? ¿Acaso tiene que ser algo más que una diversión nueva y mejorada? ¿Acaso en esta campaña hay consideraciones ocultas sobre casas verdaderas? ¿Para quién es la Casa Encantada un encierro, por ejemplo? ¿Acaso él mismo, J. D., vive en algo parecido a una Casa Encantada? J. D. Steelritter vive en el complejo de la agencia publicitaria J. D. Steelritter, en Collision (Illinois). J. D. vive en una plantación de rosas de pocos acres que él mismo cuida, que su propio padre sembró en la solapa de un estado lleno de maizales verdes y en el que luego invirtió todo lo que tenía. J. D. vive en las profundidades de sí mismo, uniendo imágenes con melodías publicitarias, sondeando el exterior con su nariz en momentos aislados y escasos para olisquear los vientos de la moda, el miedo y el deseo: los alisios del mercado que soplan por encima de las cabezas de la gente y van de costa a costa. J. D. ha construido la segunda agencia de publicidad más grande de la historia de América en ese margen que el país tiene en su mismo centro, en un pueblo pobre como las ratas nacido por accidente, un pueblo ruinoso, rodeado de maizales y enclavado en una extensión lisa de tierra tan verde y negra que se ha convertido en una de las dos únicas cosas que teme. J. D. es del centro de Illinois. El centro de Illinois no es, por mucha imaginación que uno tenga, una Casa Encantada.

Y tampoco es un sitio cerrado. ¿Cerrado? Es el sitio más abierto donde uno puede tener la mala suerte de encontrarse.

J. D. recuerda aquellos gráficos históricos que los agentes de Ambrose le trajeron en 1976, cuando por primera vez se izó en el mástil de J. D. la idea de hacer la cadena. El parque de Ocean City, en las afueras de Baltimore, esa ciudad de escritores galardonados, mareas y hedor a pescado —uno de los escasos hedores que todavía no se pueden quitar con desodorante—, ese parque de atracciones en donde el pequeño Ambrose deambuló en los años de la Depresión y que luego cubrió de una pátina de color bronce en aquel relato totalmente insoportable que J. D. había intentado leer con todas sus fuerzas, a fin de entender a su cliente, aquel parque de Ocean City sí que estaba cerrado. Era un parque cerrado, y no por espejos ni por taquillas de venta de entradas ni por cabinas de disc-jockeys. Pues eso.

Pero ¿por dónde iba? El parque se había quemado por completo. Él había viajado para investigar en persona y lo había encontrado. Todo había ardido hasta los cimientos antes de que toda la historia del gran negocio cambiara de manos, allá por los años sesenta, justo cuando J. D. estaba convirtiendo a Ray Kroc en una leyenda. ¿Qué impresión debió de causarle a Ambrose verlo todo quemado? Debió de ser triste. J. D. nunca había visto un incendio en serio. Nunca había estado en una casa que hubiera dejado de ser una casa, por lo que podía recordar. Incluso la granja de su padre, el invernadero y el coche de su madre, todo ello seguía en su sitio e intacto. Pero entonces, ¿hay alguna sugerencia siniestra y furtiva detrás de aquella cancioncilla rechinante y quejumbrosa del «¿Para quién?»? Digamos que estás de pie ante el esqueleto descarnado de una antigua Casa Encantada, con la puerta en forma de rostro sonriente convertida en ruinas, la Mujer Gorda de plástico fundida por el calor y luego caída de lado y congelada, convertida en un amasijo, quizá tumbada boca arriba, con los ojos antaño sonrientes y hoy derretidos y congelados mirando hacia un cielo del color blanquecino de la carne de cangrejo, y con la Casa destripada y abierta, convertida en un montón de vigas negras enmarañadas y retorcidas y sin un techo que sostener; digamos que estás ahí, y digamos que a lo mejor señalas y dices: «Yo estuve ahí, una vez». Pero ¿es cierto que estuviste? ¿Si el «ahí» está retorcido, despanzurrado y calcinado, si las piernas de plástico de la Fat May están retorcidas y separadas, si todo el recinto ha quedado abierto, como si se mostrara desnudo? No es de extrañar que el pobre cabrón intentara recomponerlo, ponerlo en pie y colocarle el tejado otra vez escribiendo su relato. J. D. casi sonríe con un puro en los labios cuyo sabor no puede percibir: el chaval de Tidewater tendrá otra vez su Casa Encantada, en el Oeste, multiplicada por mil. Y todo lo que quiera. Todos sus deseos se harán realidad. El estrellato.

J. D. está de pie rumiando frente a los ventanales de la terminal. Jesús, cómo debió de ser Ocean City en el pasado: ruidos de gaviotas, algas putrefactas ondeando como el pelo de una enorme cabezota sumergida, como un gigante ahogado con el pelo moviéndose a cámara lenta. Y las casas. Del color de los muelles, gris pálido y blanco sucio. Un olor penetrante a sal muerta. A cámara lenta.

Y en cambio, Illinois en el presente, el aquí y el ahora: el cielo negro que se tiñe de color caramelo y tal vez el graznido de algún cuervo. Amanece. El amanecer no pierde el tiempo en Illinois. Es porque siempre ha sido un lugar muy abierto. J. D. mira desde el ventanal de la terminal al asfalto de la pista de aterrizaje de LordAloft, al azul subacuático de las luces de aterrizaje dispuestas en círculo bajo un cielo que ya es de color caramelo, agujereado por los trillones de estrellas que ahora se van apagando; a los campos de maíz alto, negro, quieto a pesar del viento y húmedo por el rocío. Tal como está J. D., de cara al este, el simple hecho de mirar es difícil: el este no es más que una línea lisa que va resiguiendo la curva del horizonte. No es como el oeste, con sus colinas y las siluetas de los edificios de Collision, con los silos, los arcos y los rótulos de neón. Visto desde allí, el este es una amplia extensión vacía: no hay en qué fijarse, lo barres todo con los ojos, como si trazaras un enorme «No», y tus ojos se relajan tanto que parece que vayan a quedarse en blanco. Da miedo.

Pero en este preciso momento: J. D. aguarda, apaga el puro en la gravilla fina de un cenicero y se dice que en este momento no hay tiempo para preguntarse «¿Para quién?». En este preciso instante, y solo en el instante previo al amanecer, una especie de fuego anterior al alba lo incendia todo. Los enlaces aéreos que llegan a lo lejos y los camiones que transportan combustible, las estrellas que parpadean intentando no desaparecer, el maíz tembloroso y el mismo oxígeno de Illinois, todo ello parece estremecerse en este preciso instante al borde de la combustión. Un único instante cada día, con el horizonte liso del este empapado de gas de las compañías privadas que parece que está… esperando.

Y de pronto desaparece ese temblor anterior a la combustión. Sin que aparezca nada en sentido vertical entre uno y el horizonte, el sol sale de pronto. No hay rayos de color rosado, solo la palma de una mano carmesí que surge de repente. La ignición del día de la Reunión es espasmódicamente fugaz. El sol parece surgir dando un estornudo y se queda suspendido en el cielo desteñido. El horizonte del este mira tembloroso lo que acaba de expeler. Aparece un helicóptero, pilotado por uno de los orientales con cara de rata de Jack Lord, saliendo del amanecer instantáneo.

J. D. debería volver su enorme espalda y regresar al trabajo. Los chavales vienen en ese trasto: se lo han prometido. El LordAloft de las 5.10 procedente de O’Hare se posa en la pista como una mano gigante, una masa borrosa de aspas y cápsula esférica, y el tornado que provocan sus aspas levanta por los aires un montón de ahechaduras de maíz, desperdicios extraños, y agita los campos de maíz —normalmente verdes, ahora oscuros y pasto para los animales— y hace brillar el rocío, el maíz se mueve como un océano, fíjate en eso, J. D., es como si una mano pasara por encima de los maizales y produjera una ola. No lenta y moribunda, sino suave y…

… Pero este aterrizaje y este fin de la ignición le despiertan la curiosidad, al igual que la deceleración de las aspas del helicóptero. J. D. observa, cautivado. Si miras a una cosa que está girando y la miras fijamente, se puede ver algo dentro del torbellino de los giros, y si te fijas bien, puedes ver cómo ese algo parece que gire en sentido opuesto al giro. Sucede a veces. Puede llegar a haber cuatro giros distintos, cada uno en sentido opuesto al giro que lo circunscribe. Mirar las cosas que giran: es un hobby, pero J. D. sabe que tiene que ver con el deseo, con el deseo de que el tiempo no se consuma por completo. Aun así le encanta. Cualquier cosa que tenga un movimiento circular y unos ejes bien definidos, ya sea acelerando o decelerando: ruedas con radios, aspas de helicóptero (la verdadera razón de que haya invertido tanto tiempo en LordAloft, además de la admiración por Jack Lord y el descubrimiento de un hueco en el mercado), molinos de viento o los pétalos en forma de espiral de los ventiladores. Cualquier rueda que no tenga llantas ni la superficie lisa. Lo mejor que ha visto fue la rueda delantera derecha de un carruaje de caballos: una masa borrosa de radios delicados y finos que pronto generó en su interior un giro en sentido contrario, a medida que el trote de los caballos se convirtió en un medio galope y el carruaje se fue rodando por una calle de Londres. Recién licenciado de la guerra. De la Gran Guerra. Fue el primer giro que vio J. D.

Por cierto, nada de todo esto importa demasiado. Pero es verdad, y J. D. está aquí, delante del amplio y límpido ventanal del aeropuerto central de Illinois, en vez de estar acompañando a DeHaven y saludando a los penúltimos, para poder ver cómo llegan los dos últimos veteranos de anuncios: Eberhardt 1970 y Sternberg 1970. Se supone que están entre esa gente que ahora está bajando del helicóptero, agachados bajo las aspas y agarrándose los sombreros con la mano en medio de un torbellino de ahechaduras de maíz y neblina matinal. Pero no hay chavales entre ellos. Todo el mundo que desciende al asfalto y llega a la puerta de embarque adornada con guirnaldas de flores parece demasiado adulto, demasiado decidido, no hay ni traidores ni cabroncillos.

¿Cabroncillo o adulto? El hijo de J. D., DeHaven Steelritter trabaja como marca registrada. Es payaso. Es el payaso. Lleva un año haciendo de Ronald McDonald para la campaña, desde que la indiscreción que cometió el anterior Ronald con aquella niña malaya (¡pero Dios mío, qué piel tenía la chica, si parecía café cremoso, por no hablar de los ojos!) en el Bosque Encantado de las Patatas Fritas obligó a J. D. a encargarse de que aquel payaso no volviera a trabajar nunca en la industria. Nunca. ¡Oh, aquellas manchas de carmín lascivo en la barriga de color café con leche de la niña! ¡Aquella narizota roja del payaso aplastada sobre la de ella con toda la fuerza de la obscenidad adulta! ¡Aquellos moretones que le dejó al magrearle el trasero, aunque gracias a Dios no hubo señales de penetración, así que no hubo que hacer concesiones y todo pudo explicársele como un simple caso de miedo escénico a la madre malaya que subió al escenario para llevarse a la pobre criatura, a quien le temblaban las piernas como si fuera un potrillo recién nacido! Por Dios, se acabaron esos payasos canosos de circo, no hay que confiar en ellos, es mejor un tipo cualquiera de los que uno puede encontrar a docenas en un Honda Civic, ¿no es cierto? En efecto.

¿Qué hay entonces de este DeHaven Steelritter? ¿Adulto? ¿Hijo putativo? ¿Posible heredero? ¿Usurpador? ¿Quién puede amar a este DeHaven Steelritter —edad: necesita un buen afeitado; altura: camina deliberadamente encorvado; peso: ¿quién sabe, si siempre va vestido de cuero o con este disfraz de lunares con las caderas anchas y zapatones que parecen aletas de natación?; educación: como la escuela no es cien por cien sencilla y placentera, entonces la considera «una estafa»; vocación: (supuesto) compositor atonal y aceptar sueldos excelentes a cambio de un esfuerzo mínimo y pasarse el resto del tiempo (aparentemente) tocando los huevos—? Representa al producto. Es Ronald McDonald. Profesionalmente. Este hijo suyo, este orzuelo en el párpado del cosmos, este SHRDLU en el texto publicitario del cosmos, representa al restaurante de la comunidad mundial.

¿Y qué hay de la gratitud? Ese trabajo es un chollo en el mundo de los payasos. Cualquier payaso veterano daría su testículo izquierdo por una simple prueba donde poder arrancar unas risitas. Pero después de la gran cagada del pánico escénico hubo tongo. J. D. Steelritter controla, y ha controlado desde que todo empezó con el tenderete de hamburguesas que montó Ray Kroc en Collision (Illinois), la imagen y la percepción del imperio de sucursales de McDonald’s.

No hay veteranos de anuncios en este vuelo de LordAloft. Lo han perdido. Malditos críos. Son la mosca que se cuela en el lubricante de la máquina más perfecta. DeHaven mira en dirección a J. D. y se encoge de hombros, comprueba su portafolio y se encoge de hombros con esa apatía y ese «qué-le-va-mos-a-hacer» con que reacciona ante todos los contratiempos. J. D. reflexiona. ¿Qué es su hijo? Los judíos tienen una palabra para explicarlo, ¿verdad? ¿Schlemiel es el camarero patoso que te tira encima la sopa hirviendo? ¿Schlamazl es el pobre infortunado e inocente al que le tiran la sopa encima? Pues entonces el hijo de J. D. Steelritter es ese cliente que ha pedido la sopa (a crédito) y ahora quiere que le traigan su maldita sopa y que se calle ese tío que está chillando porque lo han escaldado para que él pueda comerse su sopa con toda la tranquilidad y la calma de espíritu que no ha hecho nada para merecer. Es un crío que ya salió ofendido del útero.

No es cuestión de provocar un malentendido ni una predisposición negativa; J. D. está triste, pero normalmente no se pone tan furioso. La razón de que esté así es en gran medida la falta de sueño, la ansiedad y una expectación digna de la víspera de Navidad, además de la proximidad prolongada de un hijo que, seamos realistas, pone a prueba incluso al padre más paciente. DeHaven no es un mal chico, J. D. ya lo sabe. Trata bien a los críos de los anuncios. Saca con ellos una amabilidad que sorprendería a un publicista de menor nivel. Está claro que el chaval no le provocaría el «miedo escénico» a nadie.

Pero es un simple aprendiz de payaso que se ha convertido en el tercer Ronald McDonald de la historia de la cadena en América y a estas alturas está claro que no lo sabe apreciar, no le gusta su trabajo —y lo peor de todo es que manifiesta su disgusto como lo haría alguien que estuviera durmiendo, con un gimoteo torpe y frunciendo totalmente el ceño, como un niño pequeño—, y esto último es lo que está haciendo en este momento, y su ceño fruncido irrita a J. D., le saca de sus casillas, ese ceño fruncido de su hijo encima de una sonrisa frenética pintada… Resulta grotesco, es una especie de círculo tosco de labios y pintura de labios, y la impresión que provoca, y que nunca debería provocar una boca que representa a un restaurante, es que se trata de un agujero, una moneda negra, una entrada vacía de la que uno solo querría salir.

Sternberg 1970 y Eberhardt 1970 llegan tarde. Han perdido el LordAloft de las 5.10. Hay otro a las 7.10. J. D. tiene intención de que circulen con tanta regularidad como trenes. Así pues, ¿qué puede hacer ahora, esperar al próximo LordAloft? ¿Tocarle un poco los huevos a la burocracia de dimensiones kafkianas del aeropuerto O’Hare para que busquen a los chavales o los llamen por megafonía? Pero todos los demás ya han llegado y están de camino a Collision, a la Casa Encantada 1 y al McDonald’s 1, donde esperarán la llegada a mediodía del LordAloft 1, y todas las diversiones hasta esa hora ya han sido cuidadosamente programadas. Y J. D. está obsesionado con que todo lo que él organiza tiene que salir limpio, ordenado, perfecto y cerrado. No ha habido ni una sola ausencia salvo la de esos dos chavales que prometieron en el contrato que llegarían a las 5.10. ¿Qué puede hacerse ahora?

J. D. se lleva un sobresalto cuando la voz de DeHaven suena justo al lado de su oído:

—Ya está —dice el enorme payaso. Se quita la nariz de plástico rojo del disfraz, provista de una luz a pilas, y hace con ella uno de sus gestos obscenos preferidos—. Pero hay un par de faltas, papi.

J. D. le grita que se ponga la nariz, delante de todo el mundo, por el amor de Dios, sin dejar de mirar con los ojos entrecerrados al avión que ha salido del este. Esa pregunta inquietante y formulada con voz soñolienta, «¿Para quién?», sigue resonando con el mismo do agudo, estático e idiota.

POR QUÉ HAN LLEGADO TARDE LOS CHICOS

Después del vuelo procedente del aeropuerto internacional de Maryland, después de la rueda del equipaje —no resulta precisamente fácil empaquetar un arco de setenta piezas con su carcaj y todo—, Tom Sternberg se ha dirigido con pasos furtivos al interior de un lavabo del aeropuerto O’Hare y se ha quedado allí dentro durante mucho rato. Mark Nechtr se ha distraído mirando a un tipo con una melena lacia y barba y provisto de un portafolio, que está repartiendo dinero en la terminal de enlaces aéreos. Va bien vestido y parece respetable. Los billetes que reparte están arrugados. Mark no pudo comprender dónde está el truco. Descarta que sea una secta porque el tipo tiene una expresión muy ordinaria. No hay música a lo Hare Krishna, no hay aplausos maquinales como en la secta Moon y tampoco disfraces de pirata a lo baguanita. Sin embargo la gente lo esquiva. Él no para de preguntarles de qué tienen miedo. Al final se lo llevan dos tipos musculosos con cartucheras y walkie-talkies. Pero ¿dónde estaba el truco? El tipo tenía treinta años como mucho. Mark, que era un observador nato, ha estado mirándolo desde lejos.

EXPLICACIÓN MÁS RÁPIDA DE POR QUÉ HAN LLEGADO TARDE

El piloto de LordAloft, un polinesio vestido con un traje de tres piezas acojonante y gafas de espejo, no permite que Mark meta en el helicóptero su arco desmontado ni su carcaj. Los doce pasajeros van todos sentados en el interior de una cápsula esférica: todo el equipaje de los aparatos LordAloft lo llevan consigo los pasajeros del vuelo. Las flechas de tiro son armas letales, a fin de cuentas. Hay normas de la Agencia Federal Aeronáutica que las compañías privadas no dictan pero sí han de acatar. Por otra parte, un arquero serio no abandona su equipo de tiro, así que no se sabe qué hacer. El helicóptero se eleva sin ellos y los rocía con una lluvia de esquirlas de asfalto. Las maletas, las bolsas de mano y el carcaj casi lleno quedan tirados en la pista de aterrizaje. Drew-Lynn está medio dormida, sedada y se aferra al brazo de Mark como si fuera un pasamanos. Sternberg se lleva el pulgar a la frente, donde se le ha formado un quiste por culpa de un zumaque venenoso. Sus asientos reservados se van volando. Ellos retroceden. Sternberg está un poco cabreado con Mark porque es de esa gente a quien no se puede dejar solo en casa. Está claro lo que hay que hacer. Vuelven a la terminal de enlaces del aeropuerto O’Hare y cambian sus plazas al LordAloft de las 7.10. Se dedican a matar el tiempo. D. L. duerme en una extraña silla con una televisión acoplada que funciona con monedas de veinticinco centavos. Sternberg vuelve a rondar el lavabo después de pedir en voz bien alta que le presten un peine. Mark embute la caja de su arco, las cuerdas, el carcaj, las flechas de madera, los guantes sin dedos de arquero, la tintura de benzoína (para los callos) y el estuche de las flechas en una taquilla de pago. La llave que obtiene a cambio de sus cuatro monedas de veinticinco centavos es lo bastante grande para no perderla. Se suponía que iba a escribir, pero sobre todo a disparar, alojado en el primer albergue para jóvenes cristianos que encontró al sur del estado, mientras D. L. y su amigo por correspondencia Sternberg, que tiene fama de ser un tipo un poco misterioso pero buena persona en general, se reúnen, se divierten, aparecen en un anuncio panorámico y aguardan la llegada de Jack Lord.

CÓMO VA EL VUELO CORTESÍA DE LA EMPRESA A CHICAGO

A Mark no se lo paga la empresa, sino que va por su cuenta.

Y en general no va muy bien. Drew-Lynn es la neurosis en persona y no puede soportar que el avión despegue porque le han salido ciertas cartas en el tarot que tira justo antes del vuelo en la bandeja plegable de su asiento. La Muerte en realidad no es mala: solo quiere decir cambios. Pero la Torre y el Nueve de Espadas, y en general cualquier arcano muy carismático que no sea la Muerte, resultan terriblemente inquietantes. D. L. asegura que todos los significados posibles de esta tirada de cartas señalan un cataclismo, aunque el cristal de cuarzo ayude a aglutinar iones negativos y karma positiva, así que las cosas empiezan pintando mal en el momento de dejar atrás el aeropuerto internacional de Maryland.

ILUSTRACIÓN AUDITIVA DE LA INSEGURIDAD DEL VUELO DESDE EL PUNTO DE VISTA DEL ACTOR CONTEMPORÁNEO Y ENFERMO DE CLAUSTROFOBIA TOM STERNBERG, TRÁGICO

—Creo que te debo una disculpa, Mark.

—No pasa nada, cariño.

—Tengo un problema de voluntad, ya lo he decidido. La posmodernidad no acentúa precisamente la eficacia de la voluntad, como bien sabes. Aunque no puedes negar que lo he intentado.

—D. L., no me parece que gritar «¡Nos vamos abajo! ¡Estamos todos muertos!» antes de que el aparato empiece a moverse sea un intento muy firme…

—¿Lo ves? ¡Estás enfadado!

—No pasa nada. ¿Cómo te va por ahí, Tom?

—Está intentando dormir.

—No puedo dormir. Odio estos trastos de mierda —dice Tom. El interior de la cápsula lo ha decepcionado bastante—. Son demasiado grandes por fuera y demasiado pequeños por dentro. Cuesta respirar. —Enciende un 100 y lo mantiene bien alejado de D. L., para quien el humo es como la antimateria.

—¿Quieres tomar algo? —le pregunta Mark.

—¿Algo?

—Sí, para tranquilizarte. D. L. no se ha tomado nada por el bebé, pero lleva de todo, desde ácido clorhídrico hasta Dalmane de quince miligramos —dice Mark.

—Ya veremos. No quiero ir dando tumbos por el aeropuerto O’Hare cuando aterricemos. Probablemente haya un buen trecho hasta las puertas de embarque de LordAloft. Odio los aeropuertos, casi más que los aviones. Son todos iguales. —Sternberg cierra los ojos.

D. L. se dirige a Mark:

—Me he tomado algo, cariño. Lo siento. Prometí que no lo haría, pero después me he tomado algo. Ha sido ese Nueve de Espadas…

—Ya sé que te has tomado algo.

—¿Cómo lo has sabido? No, no lo sabías. Me lo he tomado en el lavabo.

—Te has tomado treinta miligramos de ácido clorhídrico y quince de Dalmane. Lo sé por la manera en que te baila la cabeza.

La tragedia contemporánea de Sternberg consiste en que tiene un defecto físico fatídico. Uno de sus ojos está totalmente vuelto del revés. Desde delante parece un huevo duro. No hay manera de que se dé la vuelta y se coloque en su sitio. Es como una herida. Es terrible para su ambición de convertirse en actor de anuncios. Y nunca habla de lo que ve con ese ojo vuelto del revés. Se ha ofendido cuando D. L. se lo ha preguntado de buenas a primeras.

También tiene otros defectos.

—Tengo un problema de voluntad, Mark, ya lo he admitido.

—Y luego te has bebido un destornillador. En este preciso instante el pequeño milagro debe de estar dando vueltas totalmente colocado. No debe de tener idea ni de dónde está ni de qué está pasando.

—¡Sí que estás enfadado!

—No lo estoy.

—¡Pero si estás enfadado, dilo! ¡Exprésalo! ¡No seas completamente anal todo el tiempo! ¡Hasta Ambrose lo expresaría!

—¿Por qué no duermes un ratito, ahora que tú y el bebé os habéis tomado algo?

—Hay una palabra para la gente como tú, Mark: minimalista. Nunca consigues reaccionar ante nada. Ni siquiera con el arte. Casi nunca interactúas conmigo.

—Sí que interactúo, Drew. Interactué ayer mismo. Te dije que me gustaba la ambigüedad del título «Doctor firme como poste de teléfono». La razón de que estés enfadada es simplemente que te dije que un poema de veinte páginas donde solo hay signos de puntuación no puede resultar muy divertido para nadie que se ponga a leerlo. Eso es interactuar. Lo que pasa es que no es la respuesta que quieres oír.

—¡Tú confundes la respuesta con esa insistencia totalmente anticuada en…!

Sternberg suspira, se saca del bolsillo trasero de los pantalones deportivos un folleto informativo de la Reunión, caliente de haberse sentado encima, y lo desdobla. El folleto está impreso en papel reluciente y en colores chillones, excepto en las partes donde se ha quedado descolorido por los dobleces. Explica con detalle las actividades y el itinerario de la Reunión de toda la gente que alguna vez ha representado a McDonald’s.

CÓMO SE CONOCEN

Sternberg de Boston y D. L. de Hunt Valley participaron en el mismo anuncio de McDonald’s que usó como decorado la sede de la empresa en Collision (Illinois) en 1970. Por entonces eran niños pequeños. Luego han seguido siendo amigos por correspondencia, más o menos desde la pubertad. Así que Mark y Sternberg se conocen por medio de D. L.

DÓNDE VIVEN AHORA

Tom Sternberg vive con sus padres en Back Bay, en Boston, y se dedica a presentarse a audiciones públicas, acosar a agentes publicitarios e intentar meterse en el mundo de los actores adultos de anuncios. Mark y D. L. viven en un complejo de amplios apartamentos de estética yuppie en Baltimore. Allí ocupan una suite espaciosa que D. L. ha intentado que se parezca a una miserable buhardilla en la medida en que lo permiten las circunstancias (es decir, teniendo una casera que es totalmente filistea).

POR QUÉ D. L. Y TOM NUNCA HAN TENIDO HAMBRE A LA HORA DE COMER

No es muy conocido el hecho de que todo el mundo que ha participado alguna vez en un anuncio de McDonald’s recibe un carnet vitalicio que le permite conseguir hamburguesas gratis en cualquier sucursal de McDonald’s del mundo. Es un incentivo adicional que la agencia publicitaria de J. D. Steelritter otorga a los veteranos de anuncios en un golpe de pura genialidad publicitaria. Permite a McDonald’s proclamar bajo cualquiera de sus arcos dorados cuántos miles y miles de millones de hamburguesas llevan servidas a sus clientes. Por supuesto ni la Comisión Federal de Comercio ni la Comisión Federal de Comunicaciones obligan a McDonald’s a notificar que un buen porcentaje de esas hamburguesas que se sirven no se pagan. Las cifras altas engendran cifras altas. Naturalmente, a los clientes les impresiona la cifra exagerada de unidades consumidas y eso les hace consumir todavía más. La nutrición de los actores queda asegurada y por esa razón aparecer en un anuncio de McDonald’s se considera un verdadero chollo. Y ese volumen de servicios gigantesco (y parcialmente gratuito) conduce a lo que los microeconomistas llaman economías de escala: la carne llega a megatoneladas desde Argentina, se fríe por un lado, luego por el otro y se sirve a un ritmo cronometrado. La comida es la misma de costa a costa. Todo muy fiable. Muy tranquilizador. Sucede lo que casi nunca en las transacciones: todo el mundo sale ganando. Entendemos los letreros de hemos-servido-tantas-hamburguesas tal como los hemos descifrado enseguida: se trata del restaurante de la comunidad mundial. Ese fue el segundo golpe más grande de genialidad publicitaria de J. D. Steelritter. Y será el tercero más grande después de la Reunión y del anuncio sobre la Reunión.

A Tom Sternberg no le hacen ninguna gracia los aeropuertos. Se vuelven borrosos y no consigue verlos con detalle. El aeropuerto central de Illinois no es ninguna excepción. Para el trágico contemporáneo, todos los aeropuertos son iguales: rubias con la cara de color naranja, azafatas con rajas en el costado de la falda que saben cargar el equipaje con gran habilidad, estudiantes universitarios con pómulos de aspecto nazi y el inevitable chaleco verde del camarero de la cafetería del aeropuerto. Mujeres morenas vestidas de amarillo. Gente que habla por el sistema de megafonía como si tuviera la boca llena de piedras. Ejecutivos subalternos agobiados e inexpresivos, de esos a quienes sus superiores obligan a viajar, que transportan maletas de diseño complicado y llevan al hombro esa especie de bolsas para cadáveres donde guardan sus uniformes idénticos y con los fondillos gastados. Universitarias con los pómulos salientes y pantalones cortos de deporte con letras griegas en el Culo. Multitudes. Gente que se abraza. Ceniceros al lado de letreros de PROHIBIDO FUMAR. Un rabino que corre para no perder su enlace aéreo. Una mujer pálida que lleva en brazos a un niño cojo. Un oriental solitario y desorientado cuyo flequillo negro le atraviesa la cabeza como una cerca. Dos hombres latinos con pantalones de pata de elefante que caminan emparejados con aire de complicidad, uno de ellos con un maletín metálico.

—No me gusta nada la pinta de ese maletín —le dice a Mark, que camina de puntillas por la terminal de enlaces del aeropuerto central de Illinois, mientras espera a que D. L. se tome una aspirina y se lave la cara en el lavabo para despertarse del efecto de los tranquilizantes. Al menos ha dormido un rato. Aunque dice que se ha despertado más cansada.

Como llegan tarde no está el payaso Ronald ni hay nadie del personal allí para recibirlos tal como dice en el folleto. Sternberg está oficialmente afectado por la falta de sueño. Esto tampoco le hace ninguna gracia. Afecta a su visión. Ve los colores con ese brillo exagerado de las películas que se filmaban antes de que existiera el sistema Panavisión. En la periferia del campo visual de su ojo sano revolotean imágenes fantasmagóricas. Una estatua sin brazos en un monopatín. Un pantano sembrado de cipreses, con el agua lechosa arremolinándose en los hoyos y goteando sobre las raíces desnudas. Un arco iris restallando como un látigo. Y luego resulta que ni siquiera son alucinaciones: son pósteres: «Visite nuestra galería de arte», «Explore Louisiana», «Compre una silla de jardín en esta tienda y prepárese para contemplar una genuina tormenta del Medio Oeste». Y cosas por el estilo. No son alucinaciones. Sternberg siente cosquillas al cerrar su ojo vuelto del revés: son las pestañas que rozan los nervios puestos al descubierto. Una señal de alarma resuena en su cabeza: es una especie de carta de ajuste provocada por la falta de sueño, como algo estridente y recalcitrante metido dentro de una caja muy pequeña.

—¿Todo eso es maíz? —pregunta Mark, señalando al otro lado de la ventana de la terminal.

—Vaya si lo es, tan seguro como que es verde.

—Está por todas partes. No se ve otra cosa. Nunca he visto nada tan grande en mi vida.

—Esto es un país de plantaciones, tío. Plantaciones de verdad. D. L. y yo vinimos aquí cuando éramos niños para el anuncio. Entonces todo estaba blanco. Pero mi madre me trajo para hacer una prueba el verano siguiente y todavía tiene pesadillas con los campos de maíz. A veces se despierta por la noche.

Mark Nechtr mira fijamente, con una intensidad relajada, todo lo que le rodea. No parece que le afecte la falta de sueño, piensa Sternberg. El muy cabrón está radiante. Aunque tiene una mirada inquietante. Parece la mirada de alguien que esté sentado en primera fila de un espectáculo completamente absorbente.

Sternberg mira de reojo al personaje sin rostro y de hombros anchos que representa el lavabo de caballeros y lucha consigo mismo. Hace horas que tiene que ir de vientre, pero la situación se ha vuelto crítica desde que subieron al LordAloft de las 7.10. Lo ha intentado en el aeropuerto O’Hare. Pero no ha podido, porque tenía miedo, miedo de que Mark, que parece la típica persona que nunca tiene esa clase de necesidades, pudiera entrar en los lavabos, verle los zapatos bajo la puerta de uno de los retretes, descubrir que estaba yendo de vientre en aquel retrete y sacar la conclusión de que tenía vientre y por tanto órganos y por tanto cuerpo. Como muchos americanos de su generación en esta década, la más extraña de la era postimperial, una edad suspendida entre el agotamiento y la reposición, entre unos estímulos demasiado ordinarios para procesarlos y unos estímulos demasiado intensos para soportarlos, Sternberg tiene sentimientos muy ambiguos por el hecho de tener cuerpo; y un miedo fundamental al hecho de que, si él es meramente un organismo, entonces no es nada más que un -ismo de sus órganos.

Thomas Sternberg siente por tanto, como los Idealistas Históricos de antaño —a quienes, si fuera el poderoso en locuacidad y eterno enfant terrible, el doctor C__ Ambrose, el que estuviera narrando esto, podría hacer referencias frecuentes, explícitas e intelectualmente-fructíferas-por-muy-irritantes-que-resultaran— Sternberg siente una fascinación preternatural por la afectación engañosa de la abstracción desapasionada. Por las ideas. Es un hombre de ideas. No tiene nada que ver con lo inteligente que sea o deje de ser. Las ideas, buenas o malas pero siempre desapasionadas, son lo que conforma todo su carácter y su visión de las cosas.

Él y Mark miran a su alrededor en la terminal de enlaces. Cada vez hay menos gente. Se está vaciando. Resulta un poco inquietante. La terminal da esa impresión de silencio demasiado repentino que se crea en el momento justo después de que deje de sonar una música muy fuerte. Un grupo de hombres de aspecto hosco y con ropas blancas que parecen de presidiario están arrancando las tiras de banderitas que ponen «Bienvenidos, bienvenidos». Los pósteres de las paredes pasan a dedicarse en tropel al negocio turístico. Un grabado dentro de una vitrina anuncia una bolera para familias. Otro anuncia una proyección continua durante cuarenta y ocho horas de episodios de Hawai 5-0 en las cafeterías del aeropuerto en honor de Jack Lord, de J. D. Steelritter y la puesta en marcha a escala nacional del servicio de enlaces aéreos de LordAloft.

Un póster enorme domina la pared que Sternberg tiene delante: un J. D. Steelritter gigante aparece junto a un Ronald McDonald gigante, que bajo la capa de maquillaje se parece a J. D., de esa manera extraña en que, por ejemplo, el rugby se parece al fútbol americano. El Ronald gigante sostiene un póster ligeramente menos gigantesco de la discoteca original Casa Encantada, que a los ojos de Sternberg se parece bastante a una casa normal y corriente, como la que puedes ver a montones en cualquier comunidad de viviendas de cualquier parte, salvo por la enorme sonrisa cadavérica que representa la entrada a la Casa Encantada. J. D. tiene una expresión ingenua en el rostro que hace que uno se sienta desvalido por no estar allí con ellos.

—Llegamos tarde —dice D. L., regresando y abrazando a Mark de un modo que resulta difícil saber si a él le molesta—. Me temo que ya se han marchado. Aquellos conserjes se han encogido de hombros cuando les he preguntado dónde estaba la gente.

Sternberg se toca ligeramente la frente:

—Se supone que nos tienen que recibir con tarjetas identificativas y con arcos de oro de verdad, o eso dice el folleto.

—Mira esos campos —dice D. L., señalando el exterior y girando la cabeza del sur hacia el norte.

—¿Alguna vez habéis alquilado un coche? —pregunta Sternberg—. Es un jaleo increíble. Es como pedir la ciudadanía de un país. Hay que rellenar impresos. Hay que demostrar tu identidad. Hay que tener una puta tarjeta de crédito. Y hay unas colas increíbles. Es como Moscú el día que venden carne fresca.

—¿Tienes alguna idea mejor?

—Me parece que he visto cómo un chaval con una tarjeta identificativa de un anuncio de MacMuffin entraba hace un momento en el lavabo de hombres —dice Sternberg, muerto de ganas de fumarse un 100, mirando de reojo las colillas de cigarrillos y el pucho todavía húmedo de un puro que hay en el cenicero de arena frente al ventanal, pero sin atreverse a encender uno, porque el tabaco le hace ir a cagar de veras, cuando tiene ganas.

—¿Quieres entrar y echar un vistazo?

NO.

—Podríamos dar una vuelta y buscar a alguien —dice Sternberg con aire despreocupado—. Esto no puede estar tan vacío como parece.

Sin embargo, parece que sí lo está.

—Creo que voy a echar un vistazo —sugiere Mark.

A D. L. le encanta apoyar las manos en las ventanas.

—¿Os acordáis de qué dirección hay que tomar desde aquí para ir a Collision? —dice D. L. con un bostezo. No puede ver nada más que campos. El LordAloft que vuelve a Chicago ya no es más que un punto menguante que desaparece por el borde izquierdo de la ventana—. Si Collision estuviera ahí fuera, más o menos cerca, podríamos verlo, ¿no? Está claro que por ahí no hay nada.

—Collision está al oeste. Ese ventanal da al este.

—¿No veis a nadie a quien podamos preguntarle? —repite Mark en voz baja.

—¿Por qué en este sitio no hay ninguna ventana que dé al oeste?

Mark suspira, hace crujir los nudillos y se frota la cara:

—No lo sé. Podríamos alquilar un coche en Hertz o algo así. Tenemos una tarjeta de crédito. O podemos dar un paseo hasta que encontremos a alguien. O podemos comer. ¿Tú tienes hambre, Tom?

Sternberg no va a comer nada ahora de ningún modo. En realidad casi nunca come estando cerca de otra gente. Y a la inversa.

Hablando de hablar de mierda: el doctor Ambrose, a quien todos admiramos con una pasión reservada a la gente con carisma, llegado este punto podría hacer una provechosa alusión a los dos orígenes etimológicos distintos y sin embargo dotados de ciertos paralelismos que reviste hoy en día la palabra «escatología». Alusiones sutiles al caballo de Troya cagando al mortífero rey de Ítaca, a las visiones excrementicias de Lucrecio o a los incontinentes Yahoos de Swift. Ni D. L., ni Sternberg, ni J. D. y DeHaven —que ahora están parados en el aparcamiento de pago y peleándose por algo relacionado con el encendido del coche de DeHaven— están preparados para reaccionar a tiempo ante este tipo de alusiones. Y Mark siente en la actualidad cierta desconfianza hacia los juegos de palabras.

CÓMO LLEGÓ A INCORPORARSE LA CIUDAD DE COLLISION, EN ILLINOIS CENTRAL

A saber: todas las comunidades de Illinois, desde el imponente Chicago hasta Little Egypt, tienen su origen y su razón de ser en la producción de alimentos. El suelo de Illinois ocupa el segundo lugar mundial, solo después del delta del Nilo, en porcentaje de materia putrescente, es decir, en fertilidad. Illinois también ha sido siempre famosa por su infinidad de carreteras rurales sin arcenes, diminutas y mantenidas en pésimo estado, a ambos lados de las cuales el maíz crece deprisa, alto y robusto. Ese maíz alto, denso y frondoso impide que los conductores puedan ver, en los cruces de esas carreteras diminutas, si viene alguien o no. Y el dinero necesario para poner un letrero que diga CUIDADO parece que nunca acaba de llegar.

Y por tanto durante los años de la Gran Depresión, durante los cuales el suelo de Illinois central no se agostó ni una pizca y el maíz no perdió un ápice de su color verde, había un cruce sin señalizar hacia el que se dirigían una mujer acaudalada de Chicago de camino al sur en un turismo grande y un granjero en un pequeño tractor que estaba cruzando la carretera de este a oeste para pasar a la otra ribera de sus terrenos. El coche ganó la partida. El granjero salió volando locamente enamorado sobre sus campos, y allí, oculto por el maíz, expiró. Con gran estruendo. La mujer no pudo llegar hasta él porque su coche lo había lanzado a las profundidades del campo, y el suelo cuajado de humus hizo que a la mujer le fuera imposible caminar con sus zapatos de tacón. La mujer, que tenía un corte en la frente y había matado a alguien lanzándolo de un golpe a más distancia de la que ningún hombre puede recorrer volando, estaba completamente desquiciada por el trauma. Pero conservaba su voluntad; y juró, en ese instante, según cuenta J. D., que nunca volvería a viajar. Nunca.

Su juramento, junto con la fortaleza de su carácter, acarrearon ciertas consecuencias. Su coche turismo, ligeramente abollado, se quedó en el mismo sitio donde se había detenido, y la mujer se quedó a vivir en él. Era un coche bastante grande. La familia del granjero Kroc, que vivía al otro lado del campo, al principio estaba un poco cabreada por la colisión, la muerte y la (total) desaparición del cuerpo del sostén de la familia, pero la mujer, movida por los remordimientos, les pagó más dinero del que el propio granjero podría haber llevado a casa en toda su vida. Y no solo no hubo litigio, sino que la mujer se convirtió prácticamente en un miembro más de la familia Kroc, allí en el coche inmóvil que se había convertido en su casa. Varios niños de la plantación, movidos al principio por un sentimiento de caridad humana básica, le trajeron comida y objetos de primera necesidad, saliendo de las paredes de maíz como si aparecieran en medio de la nada con las cosas que ella necesitaba para vivir.

Y a modo de contrapartida, y también por gratitud y por remordimientos, ella les remuneraba por aquellos objetos de primera necesidad. De hecho pagaba a cualquiera que le trajera cualquier cosa que ella deseaba. De modo inevitable, y dada la manera en que funciona este mundo, pronto se estableció una especie de mercado: había una persona de la ciudad dentro de un coche enorme en un cruce en el centro equidistante de las poblaciones de Depressed Champaign, Rantoul y Urbana, que quería cosas y las cambiaba por dinero. La zona se transformó sustancialmente. La tristeza, los remordimientos y la caridad se convirtieron en prosperidad, redención y mercado. Una multitud de pobres Itinerantes y Deprimidos, pero poseedores de algunas cosas y de iniciativa empresarial, acudió al cruce donde permanecía inerte el coche golpeado por el tractor, con ella dentro. Aquellos pobres redimidos construyeron cobertizos, que se convirtieron en tiendas permanentes y luego en chabolas, y de este modo una especie de Rooseveltville de nouveaux-bourgeois se congregó en el escenario de la colisión.

Un vendedor ambulante con la nariz en forma de cimitarra, que había llegado en bicicleta desde el este, donde las cosas no marchaban igual de bien, trajo unas flores de la Costa Este que había hurtado del espléndido funeral de un banquero recientemente suicidado, y fue el único que se llevó el gato al agua, por decirlo de algún modo. Vio a la mujer en el coche, y haciendo gala de esa especie de brillante epifanía mercadotécnica sobre la cual se sustenta la leyenda de América, insistió en venderle a la mujer su bulbo de rosa de té de primerísima calidad. A precio de coste. El bulbo fue plantado en el segundo suelo más fértil del mundo y en un abrir y cerrar de ojos creció un rosal. El rosal produjo incontables rosales más, gracias a la fertilización, y una explosión de color rojo intenso empezó a imponer su belleza en la inmensidad verde de la belleza de aquellos campos desprovistos de granjero.

En una trama paralela, el mísero vendedor ambulante y la acaudalada mujer estacionada se enamoraron dentro de aquel coche enorme, engendraron una criatura y luego se mudaron fuera del coche (un coche no es lugar para criar a un hijo) hasta una plantación en expansión que el vendedor ambulante diseñó y la mujer financió, una plantación de la que ya nunca se movieron, mantenidos por los ocupantes de las chabolas circundantes cuyo origen y cuya razón de ser era precisamente mantener a aquella mujer adinerada y llena de remordimientos. La explosión de rosales se convirtió en una verdadera plantación de rosas de té, en una mancha de color rojo en el centro de la cara pintada de camuflaje verde y negro del estado, y así es como Jack Steelritter y su esposa criaron a su bien nutrido hijo en aquel cruce bajo techo que Jack había descubierto entre la belleza, el deseo y el descuento.

Al otro lado del campo de maíz reconvertido en plantación de rosas, la familia de granjeros de Ray Kroc Sr., desprovista de su patriarca pero provista de un asentamiento totalmente fuera de la ley y con un hijo que, recién salido de la sombra de su esforzado padre, acababa de descubrir que tenía visión de negocio, emprendió un giro y empezó a desplazar el énfasis de sus esfuerzos y de su capital en dirección al ganado, las patatas y el azúcar. Y les fue bien.

¿Para quién es una casa la Casa Encantada? Tal vez para los mentirosos, los creativos, los propagandistas y los ingenieros forestales que se esfuerzan en reparar el enorme Árbol Sajón. Para Tom Sternberg, la Casa Encantada no es tanto un lugar de miedo y confusión como (sonrisa) una idea, un telos siempre lejano, y llegar hasta él debe significar la transformación revelada de un presente que únicamente soportamos mirando más allá. Un presente que consiste en el miedo a la confusión.

Vale, es verdad, la Casa Encantada 1, igual que el resto de sucursales de la Casa Encantada que se han proyectado y diseñado, en realidad no es más que una discoteca. Un abrevadero, un mercado de carne y un lugar de reuniones donde los focos nos dicen de qué modo debemos movernos al ritmo de la música. Una diversión enorme, anárquica y cerrada, una Fiesta: en la cual nosotros, cumpliendo con las Leyes de la Fiesta, nos reunimos y fingimos con adusta fortaleza puritana que nos estamos divirtiendo mucho más de lo que nadie podría divertirse.

Vale, pero la Casa Encantada también representa para Sternberg —convertido en héroe, en Protágoras—, la Casa Encantada representa el futuro. Y por ahora, la profecía dice que Sternberg llegará, siguiendo la inexorable lógica interna de su elección y de sus circunstancias, a la Casa Encantada de Collision, como integrante debidamente etiquetado y registrado de la tan esperada Reunión de Todo el Mundo Que Alguna Vez Ha Representado El Producto en un Anuncio de McDonald’s. Que se unirá a la multitud de actores que ya están allí y que interactuará con ellos. Y que por fin, en el final de los tiempos, se enfrentará con su futuro. Y la consecuencia será que Sternberg, como emblema —o apéndice sinecdóquico— de su generación, llegará a aceptar, en su futuro, El Futuro.

Todo esto se hace explícito para evitar cualquier posible surgimiento de coqueteos simbolistas o neorrealistas, y también porque el verdadero eje de cualquier narración del día de la Reunión no debe descansar sobre estas cosas, y por tanto, afortunadamente, no queda amenazada ni anestesiada al ponerlas, tal como les dijo el doctor Ambrose a los alumnos del seminario justo antes del Memorial Day, «de-suprimidas, anti-reabastecidas, agotadas y a la vista de todos».

Nos diría: sí, amigos y asociación de vecinos, aquí la tensión y el desenlace del texto se hallan en el tipo preciso de Futuro de finales del Siglo Veinte que habrá de afrontar este introvertido aspirante a la representación de productos comerciales. Ambrose explicó —y todo está en los apuntes de Mark, escrito con su letra meticulosa y apretada—, Ambrose afirmó que hay muchos tipos de futuros posibles agitándose y graznando dentro de la piscina conceptual de un hombre. En concreto, que hay que distinguir entre la siguiente trinidad: un futuro interno al tiempo (historia y profecía), un futuro más allá del tiempo (resurrección y eternidad) y un futuro que acaba el tiempo (eschaton y apocalipsis). ¿Cuál nos resulta más atractivo?, preguntaría retóricamente y por fin borraría el poema soez y hostil de la superficie verde de la pizarra.

Hay tres cosas más que el doctor Ambrose dijo en el seminario (y que Mark Nechtr no incluyó en sus apuntes densos y apretados porque su atención se desvió hacia el pathos poco amigable de la posmoderna Drew-Lynn Eberhardt y la pintada que había hecho antes de saltarse aquella clase):

—El sujeto de una historia es aquello de lo que trata: el objeto de una historia es a donde se dirige.

—No confundáis la simpatía por el sujeto con la compasión que sentís por él: una de las dos cosas está mal.

—Es cierto: él, Ambrose, el autor, es un personaje en el relato seminal Perdido en la Casa Encantada y es también su objeto. Pero no es el personaje principal, el héroe o sujeto, porque los narradores que dicen la verdad no pueden usar sus nombres reales.

Puesto que J. D. y DeHaven Steelritter todavía están discutiendo sobre si vale la pena apagar el motor del coche de DeHaven, que no para de gruñir, y dejarlo allí en el aparcamiento de pago, y puesto que no se ve a nadie relacionado con los actos de hoy ni en la terminal ni en los lavabos (Mark ha entrado y ha buscado dobladillos de pantalón o calzado de algún colegio universitario bajo las puertas de los retretes) para guiarlos, el trío formado por Mark, D. L. y Sternberg se dirige hacia los letreros en forma de flechas que llevan al Área de Transporte por Tierra, con el objeto de alquilar un Datsun. Mark carga con su bolsa de mano y con la bolsa de D. L. y siente una punzada intensa en el tórax que, como tiene las manos ocupadas, no puede comprobar si está siendo producida por su flecha de tiro especial Dexter, que antes se ha metido debajo de la camisa para esconderla del piloto del LordAloft de las 7.10 y que todavía debe de estar ahí. D. L. camina con los brazos cruzados sobre el pecho de su chaqueta de color lima, un pecho cuyas dimensiones le siguen pareciendo a Sternberg decepcionantemente poco claras, y camina con la pelvis un par de pasos por delante del resto del cuerpo. Sternberg arrastra la bolsa que sus padres le han comprado y con su ojo bueno mira a un lado y al otro en busca de alguien que lleve una tarjeta identificativa con forma de arco dorado; tiene una expresión expectante y cara de payaso: tiene unos pómulos modestamente semíticos pero una narizota gentil, una boca carnosa pero poco definida y una cara desgraciadamente convertida en un caos de quistes producidos por unos zumaques envenenados, de infecciones y de cicatrices, con más muescas que un tejado metálico después de una tormenta de granizo. Y por supuesto, un agradable ojo azul que mira hacia el frente y un ojo antinatural y blanco como un cadáver que mira hacia atrás. Irónicamente, gran parte de su presencia incorpórea (fue idea suya llamar castigo corpóreo al hecho de tener un cuerpo) deriva de su defecto menos fatídico, su defecto en la piel, que a su vez deriva de un fin de semana hace años, justo antes de una audición pública para un anuncio de Wisk a la que no llegó a presentarse, un fin de semana que pasó acampado en solitario y metiéndose en la piel y en el cuello sucio de su personaje, en una tienda de campaña en las colinas Berkshire, al oeste de Boston, durante el cual contrajo un ligero sarpullido provocado por un zumaque venenoso y compró una medicina de oferta y sin marca para el envenenamiento por zumaque que luego habría de maldecir para siempre (como la mayoría de las medicinas genéricas con escasa información en la etiqueta, se trataba de un producto nada fiable, y luego resultó que en realidad era una medicina para el arbusto de zumaque, no para los que se intoxicasen con zumaque, pero si la etiqueta ponía «Medicina para el zumaque venenoso», ¿qué coño podía pensar uno?), que le provocó una terrible inflamación en el rostro, el cuello, el pecho y la espalda y le dejó la piel llena de quistes, erupciones, coágulos y cicatrices que parecían estigmas sagrados. La intoxicación por zumaque fue tan grave que le sigue doliendo —lo cual, por supuesto, es un recordatorio constante de que continúa ahí, en su cuerpo— y no tiene intención de desaparecer, y tan pronto es curada con antitoxinas de marca vuelve a infectarse. Todo es bastante repugnante, y no cabe duda que Sternberg está totalmente asqueado. Es infeliz, pero lo es de ese modo relativamente cómodo y pulcro de quienes conocen perfectamente la razón por la que son infelices y saben, ahora y siempre, qué es lo que han de maldecir.

Caminan con su equipaje a cuestas, Mark un poco inclinado, D. L. con el lomo por delante y probablemente embarazada, Sternberg a la zaga y mirando a su alrededor. Se colocan en los peldaños de la escalera mecánica, que se parecen al cabezal de una maquinilla de afeitar eléctrica, y descienden. Otra vez se encuentran con el oriental del flequillo negro y andrajoso, que sube en dirección contraria. Sigue estando solo. Sternberg se pregunta cuántas veces tiene uno ocasión de ver a un oriental solo en algún sitio. Siempre van en grupos. El sol ya casi está en posición de media mañana. Un montón de ventanales que dan al este se deslizan en diagonal hacia arriba a medida que desciende la escalera mecánica. La luz del sol es deslumbrante y a la vez turbia. El rocío convertido en humedad asciende lentamente como una masa enorme desde la extensión de color verde; la niebla se escinde en parcelas como un queso suizo a medida que se calienta y se eleva para fundirse con la pureza de la luz. Mark podría explicarle a Sternberg que la mayoría de los occidentales no se dan cuenta de que los orientales a menudo aparecen transitando solos y a menudo pronuncian las consonantes líquidas al menos tan bien como el típico locutor de megafonía de los aeropuertos. Que sus ojos no son más pequeños ni más maliciosamente sesgados que los nuestros: simplemente tienen una clase de párpado no circunciso que revela una parte menor de la superficie total del ojo. Los ojos que Mark tiene en su rostro saludable son vagamente orientales. Parecen hinchados como los de un boxeador en los últimos asaltos de un combate, sobre todo cuando no ha dormido. Es un WASP de Baltimore, alemán de tercera generación, aunque recientemente se ha convertido, tal como D. L. le explicó por carta a Sternberg, por culpa de la influencia mesmérica de una entrenadora de tiro con arco pedagógica e insidiosa, del ambiguo catolicismo de sus padres al trinitarianismo, también conocido como maturinismo o redencionismo. D. L., que es posmoderna, y por tanto atea, le explicó con acritud a Sternberg la conversión formal, llevada a cabo cuando todavía no eran Nada Más Que Amigos: fue un acto salvaje, medieval, caníbal, lascivo, la afirmación «este pan es mi cuerpo» convertida en verbos de acción y sustantivos calificativos, un acto de hechicería lingüística, un fraude leximántico: ¿cómo pueden tres cosas ser al mismo tiempo una sola y tres cosas? No pueden y ya está. Pero Sternberg cree que puede entenderlo. Si deseas algo con la fuerza suficiente, «desear» se convierte en un verbo de acción. Sternberg se quiere curar y ser actor. Lo desea por encima de todo.

La escalera mecánica que sube en sentido contrario les pone delante al oriental. Mark evita cruzar su mirada con la mirada no circuncisa del hombre. D. L. se pone a bajar los peldaños de la cinta transportadora, es de esas mujeres que actúan como si las escaleras mecánicas fueran escaleras normales, un comportamiento que siempre ha confundido y ha asustado a Sternberg. Tiene el culo desproporcionadamente plano, ancho y poco amable.

Pero se han puesto en movimiento, por fin, fíjate, aunque vayan tan despacio. Es evidente que ni siquiera tienen un transporte que los lleve a la Casa Encantada, y que todo está yendo terriblemente despacio. Ninguno de ellos lo negaría, y además están cansados, y D. L. todavía está recuperándose del efecto de los sedantes y Mark se muere de hambre y su flujo sanguíneo está pidiendo café a gritos. Y Sternberg necesita ir de v__ de un modo que nadie se imagina.

Y así pues todo va muy despacio, y del mismo modo que tú, ellos tienen la sospecha irritante de que cualquier satisfacción que haya de llegar todavía está muy, muy lejos, y eso es muy frustrante. Pero como son básicamente unos buenos chicos se aguantan y se callan, porque lo que les está sucediendo no es más que la realidad, y no importa que no les guste, el mundo real va muy despacio, hoy en día, para los chicos de nuestra edad. Probablemente va menos despacio a medida que uno se va haciendo viejo y el mundo se va quedando gradualmente detrás y cada vez hay menos delante por vivir, pero creo que a muy poca gente de nuestra generación va a gustarle ese proceso. El doctor Ambrose en persona le dijo a Mark Nechtr, mientras se tomaban unas cervezas alrededor de un florero en el bar restaurante de la Student Union de la Chesapeake Tradeschool, que el problema de la gente joven, que ya empezó en los sesenta, era que tienden a vivir de modo demasiado intenso dentro de su momento social, y por tanto tienden a ver toda la existencia más allá de los treinta años como algo poscoital. Entonces se relajan, se convierten en animales tristes y se retraen para contemplar —y descubrir, tal como Ambrose asegura que él aprendió durante una experiencia académica y artística muy dura— que la vida, en vez de ser una película para mayores de dieciocho años, o incluso para mayores de trece años, en realidad casi nunca llega a distribuirse. Tiende a ser demasiado lenta.

Mientras tanto, se encuentran con otro de esos jóvenes bien vestidos, en la planta baja de la terminal, cerca del Área de Transporte por Tierra, un joven con barba y acicalado que está repartiendo billetes como si el dinero hubiera pasado de moda y sostiene un portafolio tan grueso que sus manos delgadas tienen que esforzarse para que no se le caiga ningún papel. Mark se le acerca. Quiere descubrir el truco. Le parece que adivina quiénes son esos tipos: son mormones, debe de ser alguna de esas irritantes operaciones altruistas de los mormones. Quiere enterarse antes de darle su tarjeta Visa a D. L., pero D. L. está tensa, acaba de recuperarse del efecto del Dalmane, un miembro de la familia del Valium. Y a continuación empieza una discusión en un tono inesperadamente estridente acerca de los horarios, la seriedad, el retraso y quién tiene la culpa de qué en relación con varias metidas de pata anteriores. Es de esa clase de peleas en sitios públicos de parejas casadas a las que uno no debe prestar atención si es educado.

UNA INTERRUPCIÓN VERDADERAMENTE DESCARADA Y MALEDUCADA

Tal como se ha dicho antes —y si esto fuera un relato metanarrativo, que NO lo es, es muy probable que se mencionara el número de líneas de letra impresa entre esta referencia y el referente prenominado, lo cual sería un verdadero coñazo, además de una chulería, dado que significaría asumir que la narración simple, directa y sin adornos de un día lento, caluroso, frustrante y espeso en la vida de tres chavales que no han dormido y que ni siquiera son especialmente cordiales, puede acabar publicándose, lo cual en estos días sería bastante buena suerte, pero sí que se mencionaría ese número en caso de ser este un relato metanarrativo, no hace falta ni decirlo, es una convención posmoderna obligatoria encaminada a llamar la atención y las emociones del pobrecito lector acerca del hecho de que la narración que ha adquirido y ha pagado y que ahora está empleando su tiempo en inspeccionar no es una simple ventana que da a un mundo distinto y ciertamente entretenido, sino que en realidad es un artefacto, un objeto, una simple cosa de este viejo mundo de aquí, compuesto de una emulsión de pulpa de madera y de una serie de hileras horizontales de tinta, y de convenciones, y por tanto, en sentido profundo, no es más que la falsificación opaca de una ventana capaz de transformar la realidad, no es una ventana de verdad, sino una broma, y por tanto en sentido profundo (y ahora también intencionado) es algo artificial, es decir, fabricado, falso, una ficción, un pretendiente al estatus de real, un rey de España con el pelo de paja (y se supone que esta autoconsciencia explícita y esta revelación deconstructiva hacen que la metanarrativa sea más real que un relato «realista» y pre-posmoderno, que depende de una serie de técnicas anticuadas para crear la ilusión de una ventana que da acceso a otra «realidad» isomórfica a la nuestra pero dotada y armada con unas verdades superiores con las cuales toda verdadera persona humana mantiene una relación de aspirante), y todo esto el Realismo Resucitado, producto del esfuerzo laborioso, deshonroso y minimalista de un sinfín de oscuros seminarios de escritura creativa en las facultades de todo Estados Unidos de A., y que el mariscal de campo Lish (y él debe de conocerlo) ha llamado Nuevo Realismo, promete demostrar que no es más que un montón de chorradas, ¡toda esa mierda metanarrativa!, y además es un montón de chorradas totalmente ingenuas, puesto que se apoyan en las mismas «presuposiciones ocultas» que esa misma narrativa realista que la metanarrativa pretende «desacreditar» (y uno se imagina a un montón de nudistas arrancando a jirones la ropa del pobre emperador y luego retorciéndose de risa, como si ellos no fueran a regresar también a sus casas en colonias de edificios de cristal) y dicen los chicos del Nuevo Realismo que esa metanarrativa es todavía más odiosa, porque es una bofetada en las caras de la Historia y del Método Inductivo ejercido por los esbirros que-no-están-para-hostias de la Historia, y además abre la puerta de un armario lleno de maloliente habilidad gratuita, de autoindulgencia, de meter rollos, de malabarismos, lo cual, como te dirían Gardner o Conroy o L’Heureux o, coño, incluso el mismo Ambrose, son el mayor oprobio para cualquiera que desee convertirse en un apasionado virtuoso (lo más próximo que hay al tabú, a lo prohibido, al oprobio, al asur…), y por tanto no se mencionará el número de líneas que hay en medio, aunque el coñazo que supondría sería secundario y considerablemente más rentable, teniendo en cuenta que el tiempo está gravemente limitado, que esta consideración y este rechazo en particular…— hoy va a celebrarse una Reunión de todo el mundo que ha participado en alguno de los 6659 anuncios de McDonald’s que alguna vez se hayan concebido, desarrollado, producido, rodado y distribuido por la misma agencia publicitaria de J. D. Steelritter que ha enviado millares de seductoras invitaciones de alta tecnología, paquetes de información, cupones de viaje, folletos, así como incentivos y coacciones rigurosamente personalizados (aunque por alguna razón, no han enviado mapas) a todos lo que alguna vez hayan aparecido en uno de sus anuncios. Y fíjense en esto: la Reunión ha sido tan bien diseñada y promocionada que todos los que están todavía vivos han prometido venir. Un ciento por ciento de respuestas afirmativas, como muy bien sabe J. D., no puede lograrse por accidente. Esta Reunión se ha estado preparando durante mucho tiempo. Además de las cosas que giran, el diseño y la organización de esta gala han sido la pasión principal de Steelritter durante años. Desde el principio ya predecía que pasaría esto. Reunidos en la población de Collision, soñolienta y fragante a rosas, hay cerca de 44 000 antiguos actores, actrices, titiriteros y payasos en paro: miles de peregrinos pertenecientes a las doce clases de actores de anuncios determinadas por el mercado: caucásicos, negros, asiáticos, latinos, nativos americanos, esquimales, además de los que llevan máscaras de papel maché o disfraces, con las seis mismas categorías para los niños que actúan en anuncios infantiles dirigidos como revólveres de rayos catódicos al mercado de ojos abiertos como platos de los sábados por la mañana y de los días de entre semana por las tardes. Billetes de avión gratis. Enlace aéreo en helicóptero LordAloft también de obsequio entre O’Hare y el aeropuerto central de Illinois. Transporte en coche de payaso hasta el escenario de la Reunión (para quienes no llegaran tarde), tarjetas identificativas de oro, para llevárselas de recuerdo. Acceso a la discoteca abanderada de una cadena que promete extenderse como un carcinoma y convertirse en el lugar que hay que ver en el próximo milenio. Comida gratis (claro); la oportunidad de conocer y estar con J. D. Steelritter y los Ronald McDonald números 1 y 3; poder lanzar bolas de béisbol a la diana pintada en el tanque de agua sobre el cual estará colgado el Ronald McDonald número 2; emprender una orgiástica Walpurgisrevel generalizada que a Fausto le habría impactado en todas las pelotas; y finalmente la aparición, a las doce en punto del mediodía y en medio del cielo, de Jack Lord, la estrella, con un megáfono y un rifle de plástico, Jack Lord, un puto icono, volando en helicóptero y saludándolos. Será, tal como promete el folleto satinado, la madre de todas las reuniones. Signo de admiración. Y se convertirá en el anuncio de McDonald’s más grande de todos los tiempos. Y a todos les pagarán otra vez.

Además el Nuevo Realismo, como es joven y realista, también es muy lento. Pregúntaselo a Ambrose. Pregúntaselo a Mark, él lo ha comprobado. Su lentitud se distingue de la pura realidad únicamente por su extrema economía, su desprecio prusiano por la distracción, su obsesión por los límites restrictivos de su propio espacio, su lúgubre proximidad a su propio horizonte. Es una de las cosas más descorazonadoras que puedes adquirir en las mejores librerías. Yo que tú le echaría un vistazo.

Llegado cierto punto de una trama paralela y dotada de una paciencia sorprendente, en el mostrador de Avis del aeropuerto Central de Illinois, un granjero enorme vestido con un mono de trabajo —tan enorme que sin darse cuenta usa el mostrador como una banqueta para los pies, es decir, tiene la bota sobre el mostrador y el codo apoyado en la rodilla— está intentando cambiar toda una cosecha de mil fanegas de maíz de Illinois de primera clase y su trilladora-cosechadora marca Allys-Chalmers del 81 por tres semanas de alquiler de cualquier coche extranjero. Cualquiera con tal que sea extranjero, eso es lo más triste. Al parecer es para su chaval mayor. Sus chavales y los nuestros observan las negociaciones. La dependienta de Avis, que reconoce el imperativo de trabajar más duro que tienen las empresas que son el número dos en su ramo, está diciéndole que aunque no es ella quien hace las reglas, sino que solo puede explicárselas al público y por tanto debe rechazar el trueque, sin embargo comprende muy bien al granjero.

—Un Datsun o nada —vuelve a decirles D. L. a sus dos compañeros, y Mark Nechtr aprieta los dientes y deja escapar una sonrisa forzada. D. L. solo va en coches Datsun. Es una neurosis, claro, pero es una neurosis tan poderosa que ha habido que aceptarla en un montón de situaciones curiosas que no hay tiempo de explicar. Todo este rato, Sternberg ha estado observando, más allá del muslo enorme del granjero, otro póster, el que anuncia una bolera y centro de recreo familiar en el centro de Illinois. Aunque Sternberg ha vivido con su familia toda la vida, y en realidad son las únicas personas a quienes ha besado, está asombrado por el término «recreo familiar».

El rechazo por parte de la representante de Avis de la oferta de trueque del granjero no está falto de cierta lástima y comprensión, aunque carece de compasión o simpatía. La ausencia de simpatía probablemente se debe a que tiene la boca ocupada con un DoughNugget dulce mientras explica pacientemente que la política de Avis en relación a los pagos es inflexible y admite solamente dinero en metálico, cheques locales con documento de identidad o un número de tarjeta de crédito nacional, lo cual en los tiempos que corren quiere decir MasterCard, American Express, Visa, CitiCorp o la nueva, práctica y cómoda Discover Card. El granjero solo tiene maíz y la cantidad que tiene es (inusitadamente) demasiado grande para valer nada. Además, la perspectiva de beneficio que puede extraer Avis del alquiler de una trilladora en la red de aeropuertos es obviamente sombría. El granjero seguramente tiene que darse cuenta de que la situación no es culpa de nadie.

Se da cuenta. El granjero enorme se da cuenta.

Sternberg señala el enorme póster y se lo enseña a D. L. «Disfrute de una nueva dimensión en bolos» es su discurso principal.

Lo asombra el concepto de diversión en familia y el póster lo asusta un poco:

—Los bolos normalmente ya son bastante tridimensionales, ¿no?

Mark sonríe:

—¿Serán bolos cuatridimensionales? —D. L. se ríe. Su risa tiende a sonar como una tos. Y viceversa. Sternberg mira esa imagen en dos dimensiones y busca algún fallo en la familia de modelos publicitarios. Mark permanece de puntillas, con los tobillos flexionados; la flecha le hace una pequeña arruga vertical bajo su camisa de cirujano.

Y Sternberg descubre que de repente son los primeros de la larga cola que hay frente al mostrador. ¿Qué ha pasado con el granjero viejo y enorme que no consigue cambiar el fruto del trabajo y el sudor de toda una temporada, en la tradición que hizo que Estados Unidos —no, que toda la evolución desde el nomadismo cazador y recolector hasta el cultivo y la formación de comunidades— pudiera nacer y desarrollarse, por tres repugnantes semanas de alquiler de algún vehículo de mal gusto? ¿Acaso habrá recogido a su prole de hijos de cara chata, se habrá levantado la visera de su gorra de la compañía agrícola para rascarse su cara roja como un ladrillo y se habrá marchado a redoblar sus esfuerzos a la agencia número uno de alquiler de coches? Mark siente que debería deprimirse: el coche era para que el hijo mayor del granjero pudiera casarse con la hija de un administrador de préstamos. Pero Sternberg ya no ve granjeros ni vástagos ni nada parecido, y su imperativo de evacuación se ha convertido en un dolor terrible en su bajo vientre, así que saca un pitillo, un 100, una clase de cigarrillos que le gusta porque no solo quema durante mucho más tiempo sino que sus ascuas se mantienen cómodamente alejadas de su cuerpo. De nuevo hay que hacer notar que la generación anterior de escritores agobiantemente autoconscientes, obsesionados con su propia interpretación, llegado este punto mencionarían, justo cuando parece que vamos a llegar a alguna parte, que esta historia no va a ningún sitio, que no avanza siguiendo la curva freitagiana ascendente y continua que deberíamos estar registrando a estas alturas, página 35 del manuscrito. En cambio, seguirían la máxima de su hierofante C__ Ambrose, según la cual este reconocimiento interno y explícito de su incapacidad para entrar en materia los liberaba de algún modo de la obligación de entrar en materia. O incluso podría, de alguna manera llena de recursos y sobre todo ingeniosa, representar ese mismo movimiento que afirma negar. La impresión que tiene Mark de estos gamarahitas es que básicamente son unos tíos sinceros —unos críticos, en realidad, y no los sacerdotes que intentan ser— y que es irónico que sea precisamente su propia integridad como críticos lo que hace que queden atrapados por la misma industria de engaños que intentan regular. En la cola, Mark Nechtr muestra una paciencia pasada de moda. T. Sternberg encarna una historia generacional distinta. La mitad de su visión está cubierta de nubes grises que se mueven con lenta agonía. A medida que la nicotina se introduce en su brillante torrente sanguíneo y colisiona contra la falta de sueño, a Sternberg le acomete un montón de ideas feas que quedan registradas a continuación sin comentarios. Granjero patético de mierda. Dependienta de Avis patética y mierdosa del Medio Oeste con su peinado en forma de yunque, con una verruga traslúcida en la ceja y con restos asquerosos de azúcar en la comisura de los labios. El vello negro que tiene en los brazos es como si… brillara. Y el puto Mark con su mirada de zombie, con sus pestañas de persona sensible, con su hedor a salud y con su flecha de aluminio, ¿es que está liado con ese trasto fálico o qué? ¡Pues sí que se la ha escondido bien debajo de esa camisa sin cuello de afeminado, si le sobresale la punta justo debajo de la garganta! El muy bobo no se da cuenta de la pinta que tiene. Y la maldita D. L., con su esbelta barriga de tres meses, su pelvis de bailarín de limbo y sus muecas de listilla, con su incapacidad para estar a la altura de mis recuerdos y con un ejemplar gastado de algún libro de izquierdas siempre abierto sobre el pecho, en el sitio donde tendría que bambolearse algún asomo de tetas. Y el puto Tom, barnizado con una capa de fino sudor aceitoso ante la ausencia de un solo defecto físico en el póster de esa familia de jugadores de bolos que se divierten juntos en una nueva dimensión. Solo queremos un coche, tío. Y gratis. Para ir a la Reunión. Solo queremos hacer el esfuerzo mínimo e inevitable. Pagar impuestos y morirnos. Sternberg tiene tanto resentimiento y lo tiene tan adentro que ni él mismo se da cuenta. Está de un humor de perros y tiene una necesidad desesperada de evacuar su cuerpo. Es de una urgencia repugnante, por lo visto. Pero ¿qué se le va a hacer?

Empleada de Avis con verruga traslúcida y restos del DoughNugget detrás del mostrador de aluminio:

—¿En qué puedo ayudarles?

En la otra punta de la planta inferior de la terminal hay otra cafetería, casi vacía, las mesas de plástico son redondas y tienen un pie central como si fueran setas o nubes atómicas con la parte superior cortada, el camarero vestido con un chaleco verde cuelga copas recién lavadas por los pies bajo la televisión suspendida del techo, al estilo de las cantinas, en una esquina justo en el lado por el que Sternberg no ve nada, aunque su otro ojo está maravillosamente despierto, es como si fuera el ojo de un tirador.

—Creo que deberíamos avisarle desde el principio de que necesitamos un Datsun —dice D. L. El mostrador le llega a la altura del sitio donde debería tener los pechos.

Tanto Hawai 5-0 como el camarero están llegando al final de sus cuarenta y ocho horas sin interrupción. El camarero pone una cara siniestra: si tiene que oír otra vez cómo a Danno le dicen que registre a alguien… Pero Sternberg se sabe ese episodio y se gira para mirarlo. Le encantan los episodios que ya se sabe.

—¿Que ya no existen los Datsun? Mark, me está diciendo que ya no existen los Datsun.

Mira a Sternberg y a la televisión colgada del techo a lo lejos:

—Ahora los Datsun son Nissan, cariño. Pregunta si tienen Nissan. —Mark ya se lo ha explicado antes a D. L. Pero no hay manera de que lo asuma.

Aquí llega la primera pelea del episodio. Los enemigos de Jack Lord siempre aparecen llevando a cabo alguna acción violenta sobre un inocente o una estrella invitada. Fíjate cómo esos orientales entran en un salón de belleza donde un peluquero occidental está solo, ordenando recibos y a punto de cerrar. Con gesto amenazador cierran los visillos y le dan la vuelta al letrero que hay en la ventana de manera que el lado donde pone ABIERTO queda ante los ojos de Sternberg y del sorprendido peluquero, que intenta explicar que en esta peluquería no atienden a hombres. Uno de los orientales saca un estilete, con lujuria de final weltschmerziano brillando en sus ojos mucho más pequeños que los buenos y familiares ojos occidentales, y anuncia: «Nosotros sí». Y la revelación alcanza a la víctima y al espectador al mismo tiempo, y justo entonces la imagen da paso a una serie de planos de una ola enorme, casi un maremoto, que expresa el desorden y la masacre que tienen lugar en ese salón de belleza occidental de Honolulu mucho mejor que una escena de violencia realista. Y Mark también sucumbe al «encanto familiar de la cultura popular», deja las negociaciones del transporte a su mujer y se va junto con Sternberg, como si fueran los restos de un naufragio a la deriva, hacia la cafetería y hacia la serie televisiva Hawai 5-0. Numerosas referencias a la cultura popular invaden el arte que estos tres muchachos sexualmente maduros consumen y aspiran a producir o representar algún día. La cultura popular es la «representación simbólica de las creencias de la gente».

Y así es como los dos muchachos se sientan en sendas sillas perjudiciales para el coxis frente a una mesa redonda de imitación de madera, en una cafetería de la planta baja de la terminal casi vacía, como deben de estar todas las cafeterías por la mañana; Sternberg pide una Jolt cola y busca cigarrillos en los bolsillos de su camisa; Mark tiene que quitarse la flecha para sentarse porque tiene la punta en la garganta. Su garganta quiere café, y no se puede creer la respuesta hosca del camarero, que le dice que se vaya a la cafetería del piso de arriba si quiere algo caliente. Mientras tanto, en la otra punta de la terminal, a la vista de Mark pero no de Tom, que está absorbido por la reposición, Drew-Lynn está de pie, tan nerviosa como solo puede ponerle a uno la resaca de tranquilizantes, intentando negociar el alquiler de un Nissan, y la cola detrás de ella crece tanto que ya no se ve el final. Mark saca de debajo de una camisa de cirujano con inesperada capacidad de almacenaje una gruesa bolsa Ziploc, parcialmente llena de unas cosas grasientas y de color rojo oscuro. Sternberg está mirando a Che, el forense de Hawai 5-0, que dibuja una especie de ectoplasma de tiza alrededor del cadáver piadosamente desenfocado del peluquero. Nunca había oído hablar de las rosas hasta que Mark le ofrece una:

—¿Un trozo de rosa frita? —Mete sus dedos pálidos en la bolsa y se inclina hacia delante como si estuviera oliendo una taza de café.

—¿Rosa frita?

Mark saca un pétalo tan grasiento que le brillan los dedos.

—Es una exquisitez. Cortas las corolas, las fríes y te las comes.

Tom mira a Mark, luego a sí mismo y enciende un 100 como si fuera un puro, haciéndolo arder, de manera que la punta queda calcinada.

—Prueba una. Me las pasó alguien de confianza. Tienen mala pinta pero están buenas. Prueba una. Te levantará el ánimo.

Tom se la queda mirando:

—Creo que prefiero fumarme una pipa de marihuana antes que comerme algo que tenga esa pinta.

—Las pipas de marihuana no tienen nada que ver con esto.

—¿Estás seguro?

—Solo una, anda. Pruébalas. Tienes muy mal aspecto. Trágatela con Jolt y así ni siquiera notarás el sabor.

D. L., por su parte, no quería comestibles inapropiados. Su vidente estaba totalmente en contra de las rosas fritas. Las llamaba «entremeses de un menú al que no hay que acercarse». Fue ella quien le dijo a D. L. que solo tenía que ir en coches Datsun. Que la carta de la Muerte era básicamente una carta buena. Pero que la consultara siempre antes de salir de casa. Que llevara resina de ámbar en lugar de perfume, porque da buen karma, abre el tercer ojo y además huele bien, tiene un vago aroma a tarta de naranja. Así que D. L. lleva ámbar.

—¿Cómo dice? Solo he oído su dónut. Que sea un Nissan, entonces. Sí. No, no saldremos del estado. Solo iremos hasta Collision, un poco al oeste de aquí. Collision está un poco al oeste, ¿verdad? Con Steelritter, sí. Hemos venido para la Reunión de Todo el Mundo que Ha Participado en Algún Anuncio de McDonald’s —las mayúsculas son de ella—. El anuncio definitivo de McDonald’s. Una especie de logaritmo de todos los anuncios anteriores de McDonald’s. Un anuncio tan grande que el folleto, mire, este folleto, dice que «ha habido que diseñar nuevas instalaciones para abastecer el consumo de todos los actores aparecidos en los treinta años, para intentar captar una transfiguración final y multitudinaria que represente, y por tanto transmita, un deseo panglobal de carne, una erección colectiva del auténtico restaurante total de la comunidad mundial». Sí, ya sé, la agencia publicitaria Steelritter suele hablar en ese tono. Y el señor Steelritter no ha venido a recibirnos. Hemos llegado tarde. Mi marido y mi amigo están los dos —les mira—, mi marido está en la cafetería, allí en la otra punta, de cara a la ventana, ahí lo tiene. Mark Nechtr, mi esposo. Con «ch» y sin vocal. Él debería ir primero. Luego D. L. Eberhardt, aparecida en el anuncio de presentación de los restaurantes al aire libre y zonas de ocio familiar McDonaldLand, en invierno de 1970. Yo salía bajando por un tobogán curvado y mi culito probablemente desnudo chirriaba contra la superficie muy, pero que muy fría de metal. Luego le ofrecía con gesto inocente una hamburguesa al Ladrón de Hamburguesas, que ni siquiera la masticaba, sino que se la tragaba toda entera mientras yo retrocedía. El pobre hombre ya estaba muriéndose dentro de aquel disfraz para cuando Steelritter estuvo satisfecho con la secuencia. Era un perfeccionista. Nos daba la impresión de que no se llevaba nada bien con los actores que llevaban disfraces. A nosotros, al menos. También tiene que apuntar a Thomas Sternberg, como posible conductor. Apareció en la presentación de los restaurantes donde los clientes podían elegir que les sirvieran sin salir del coche, en invierno de 1970. Salía pidiéndole un FunMeal a un interfono en forma de carita sonriente, mientras el actor que hacía de conductor alargaba el brazo para alborotarle el pelo. Y saboreaba el descanso que se había ganado aquel día. Con esa información ya tiene de sobras. Solo que estamos cansados, hemos venido volando desde la Costa Este, no hemos dormido bien, no han venido a recibirnos y nos encantaría llegar allí de una vez. Con el menor lío posible. Llegamos tarde, tenemos necesidad de un transporte y el crédito necesario. Y la tarjeta de crédito nacional que elegimos es Visa. Tiene razón, técnicamente la tarjeta no tiene nuestros nombres. Técnicamente está a nombre del padre de mi marido, Mark Nechtr. Tiene una empresa de detergentes. Pero creo que Steelritter no trabaja con su empresa.

Hay movimiento narrativo. Sternberg está sentado, atemorizado, intentando no verse los zapatos. Se toca la frente, más atemorizado todavía, mientras el olor de lo que acaba de consumir hace que se levante alguna gente en las mesas vecinas. En otra parte, con los dientes teñidos de rojo, Mark hace que su flecha gire sobre sí misma y caiga sobre la mesa, en donde la punta de la Dexter afilada como una navaja se queda clavada. Se le da bien ese pequeño truco de cafetería: solo hay que dejar que la punta y parte del astil de madera sobresalgan del borde de la mesa, luego le das un golpecito desde debajo y la flecha sale para arriba, da la vuelta, cae hacia abajo y se queda clavada. Al camarero no le haría ninguna gracia ver cómo le agujerean la mesa, pero está absorto en lo que la banda de orientales amenazadores, ahora vestidos de cuero, está haciéndole a una monja occidental.

—¿Todo esto no será porque J. D. Steelritter, que probablemente posee este aeropuerto y todo lo que hay en él, no trabaja con empresas de detergentes? —pregunta D. L.—. Verá, no, estoy intentando decirle que esta tarjeta es nuestra, solo que está a nombre del padre de él. Es un regalo de bodas. Prácticamente somos recién cas… Pero ¿por qué tiene que estar a nuestro nombre? Tengo más de veintiún años. Por Dios, tengo veinticinco, mire mi licencia. Estoy embarazada. Estoy casada. No, Mark no tiene ninguna Visa a su nombre. Solo es estudiante. Todavía estamos obteniendo crédito. Y ya sé que Tom Sternberg no tiene tarjeta de crédito. Solo usa dinero metálico. Ni siquiera tiene talonario de cheques. El dice que es por razones políticas, pero lo que pasa es que tiene miedo de liarse y contraer demasiadas obligaciones financieras.

La dependienta de Avis mastica comprensivamente mientras explica que para alquilar un coche hace falta tener una tarjeta a nombre de uno. Que ella se limita a explicar las normas de la empresa. Que así es como están escritas. Que es una cosa legal. Hay que garantizar que uno es un adulto con crédito que puede asumir la responsabilidad sobre un coche que no le pertenece y que puede alcanzar gran velocidad.

—Pero señorita, esta Visa no tiene límite de crédito. Mire, aquí lo pone: LÍMITE: EL CIELO. En letras repujadas.

En la mesa de Mark están su Dexter de aluminio clavada en dirección vertical, su bolsa Ziploc llena de rosas fritas, un vaso en forma de tubo con refresco de cola y un 100 olvidado que se niega a apagarse en el cenicero.

—A ver si la entiendo —le dice D. L. a la dependienta de Avis con el peinado en forma de yunque, mientras el estado de ánimo de la cola de personas que esperan detrás de ella sobrepasa el simple nerviosismo y el mal humor y llega a una especie de calma asombrada ante la perspectiva de la conversación—. Aunque la tarjeta no tiene límite de crédito —dice lentamente—, usted dice que no es nuestra. ¿Aunque no haya límite, eso no afecta a la responsabilidad y por tanto en una agencia perdida de alquiler de coches no tenemos crédito?

La mujer de Avis, que se llama Nola, mastica un trocito de chocolate glaseado y asiente con esa comprensión genuina que le ayudó a conseguir su empleo.

D. L. se gira y se dirige a nadie en particular:

—Esto es un atropello.

Y en parte, lo es.

—¿Puedo ayudarla? —dice el joven de la barba, el de los billetes arrugados y el portafolio, que ahora sostiene una taza de papel de una de las máquinas de café por el mango endeble y plegable e intercambia una mirada de simpatía con Nola, la empleada de Avis.

—¿Está usted contratado para la Reunión de Todo el Mundo que Ha Participado Alguna Vez en Algún Anuncio de McDonald’s? —pregunta D. L.

—No —admite el tipo, sorbiendo un poco de café.

D. L. le da la espalda, mostrándole el dorso de su chaqueta de color lima:

—Pues entonces, no —dice—. Señorita, ¿qué propone que hagamos entonces? ¿Hay alguna clase de transporte público en Illinois central? No se ría. Tenemos un problema muy grave. Tenemos un lapso de tiempo muy limitado para llegar a Collision y a la discoteca Casa Encantada que J. D. Steelritter, que por cierto es el dueño de este aeropuerto, ¿no…?

—¿J. D.? —pregunta el hombre de la mirada amable.

—J. D. —dice D. L., sin girarse, demasiado cabreada para reconocer su presencia—. Y ni siquiera estamos seguros de dónde está Collision, yendo desde este aeropuerto. ¿A qué distancia al oeste se encuentra? ¿Se puede ir andando? ¿Hay alguna carretera? Lo único que hemos visto son campos de maíz. Resultan desconcertantes, azotados por el viento, totalmente verdes, frondosos y amenazadoramente fértiles. Toda esta comarca es espeluznante. Necesitamos un transporte. Apuesto a que por aquí debe de haber unos insectos de miedo. ¿Acaso el pájaro de vuestro estado es el mosquito? ¿Hay serpientes en este condado?

—¿Miedo? —dice el hombre que ofrece dinero, dirigiéndose vagamente a los que están en los primeros puestos de la cola—. ¿Alguien ha dicho miedo?

Por cierto, apuesto a que estarás preguntándote a quién podría resultarle placentero unirse de por vida con esa persona que está ahí gritándole a Nola al más puro estilo cliente-que-recibe-malas-noticias. Tal vez la respuesta más directa, eficaz y diplomática es que no hay ningún Datsun de alquiler en perspectiva.

Mark observa lo que acaba de aparecer en el cielo a la vista de todos. El helicóptero de Jack Lord asciende lentamente y aparece en el cielo de color azul eléctrico de Hawai, con Lord en los controles, vestido con un traje de negocios elegante que le da aspecto de no estar para tonterías, y Danno en el asiento del copiloto armado con su rifle de tiro, vestido con un traje un poco menos elegante pero también de negocios. ¿Y dónde está Tom Sternberg? Va a esperarlo hasta la siguiente pausa comercial conmemorativa, piensa Mark, intentando beberse otro trago de refresco a pesar de las erupciones de gas que le produce el primero. Sternberg tiene cierta cualidad furtiva apenas perceptible que hace que uno evite encontrarse con él en los lavabos. Por regla general, Mark es tremendamente sensible a estas cosas. Todavía tiene un trocito diminuto de flor frita entre los dientes e intenta quitárselo con su lengua sana pero un poco estrecha, sobre la cual pueden contarse las papilas irritadas.

Y entonces ve al tipo ese que debe de ser un mormón, al que reparte dinero, que está con D. L. y con la dependienta de Avis que tiene pelo en los brazos, al otro lado de la terminal, al otro lado del ventanal totalmente superfluo, que a su vez está al otro lado de la mesa de al lado, ocupada por una azafata de vuelo rubia y con la cara de color naranja y por un hombre amanerado con la cara estrecha y vestido con un traje de pana desgastado. Mark se pone en pie, alarmado. Lo último que necesitan ahora es un pedigüeño apocalíptico, con o sin reunión. Siempre aparece un mormón cuando uno menos quiere verlos, dispuesto a poner a prueba la paciencia de uno con su amabilidad injustificada.

—Perdónenme si me equivoco, pero aquí creo percibir un conflicto —dice el hombre de la barba, que resulta que no es un miembro de la Iglesia de los Santos de los Últimos Días, sino que trabaja para la agencia publicitaria J. D. Steelritter en una campaña de investigación que no guarda ninguna relación con la campaña de McDonald’s ni con la celebración—. Percibo deseos frustrados —murmura—. Está claro que hay algo que desea y un obstáculo, un, cómo se dice, un cheval-de-frise que le impide alcanzar lo que quiere. —Va apuntando todo lo que dice en su portafolio, que contiene más impresos de los que en realidad puede albergar—. Sin duda en la confrontación y la resolución potencial de este conflicto usted experimentará una serie de cambios en su experiencia, en su visión de las cosas, en su personalidad y tal vez en la composición de sus deseos…

—De nuestra necesidad. Necesitamos un transporte.

—… De sus propios deseos. A lo mejor esos cambios resultan interesantes no solo para usted, sino para los demás. Tendrá algo que podrá interesar a los participantes en la Reunión, cuando llegue.

—Si es que llegamos.

—Cuando llegue —repite él, con una cara llena de karma positivo que parece sacada de un anuncio de fe ciega.

—A lo mejor allí puede conseguir una tarjeta de crédito a su nombre —dice la dependienta de Avis, deseosa de ayudar y lamentando genuinamente el hecho de que ella no es la que hace las normas de la empresa, sino que solo puede comunicarlas. La segunda caja de DoughNuggets ya está vacía y el papel parafinado del envoltorio está lleno de manchas y arrugado. Incluso los granjeros que practican el trueque son mejores que los niñatos que no tienen crédito. Y simplemente no le parece posible que esa mujer solo tenga veinticinco años ni tampoco que esté embarazada, y además la gente que está en la cola está perdiendo la paciencia de manera simultánea, así que se vuelve para ocuparse de algo que parece peor todavía que el centro comercial de materias primas que abandonó para conseguir un trabajo que estuviera más cerca de las raíces de su familia. Y si alguna vez ha visto a alguien con aspecto de ser estéril, esa es…

J. D. Steelritter y DeHaven todavía están en el aparcamiento del aeropuerto, por así decirlo: su disputa inicial acerca del encendido del coche se ha metastatizado en una pelea realmente brutal sobre los comentarios no precisamente meticulosos sobre qué veteranos de anuncios han llegado y cuándo. Resulta que no faltan dos veteranos de anuncios, sino tres. Y J. D. está cabreado.

—¡Ya he dicho que lo siento!

—¡Ahí está el problema! —chilla J. D. por encima de las exclamaciones perezosas de DeHaven—. Dices las cosas, pero nunca demuestras nada. Demuéstrame algo de orgullo por una vez. Algo de deseo. Tienes un empleo, so cagón. Defínele a tu viejo lo que quiere decir «un empleo». ¿Qué quiere decir para ti «empleo»?

—Estas cosas pasan, papá —dice DeHaven, atusándose la peluca de hilo con una mano enfundada en un guante de algodón, mientras su perverso coche sigue gruñendo. Ni siquiera se puede apagar el motor, si luego se quiere que funcione otra vez, por eso ha empezado la discusión—. Lo siento, intentaré no cagarla nunca más —(también DeHaven está cabreado)—. Pero no puedo prometerte que no la cagaré más porque estas cosas pasan. O tal vez a todo el mundo menos a un genio como tú.

J. D. intenta encontrar el sarcasmo, pero resulta difícil por la falta de sueño y todo eso. Le cuesta mucho leer cualquier cosa en la mirada ingenua, inyectada en sangre y enmarcada por el rímel del payaso.

No es por tomar partido, pero a veces esas cosas pasan. Incluso en la realidad. En el realismo real. Eso de que la verdad es más extraña que la ficción es un mito. En realidad son igual de extrañas las dos. Las cosas más extrañas tienden a suceder. Tomemos como ejemplo el único texto solitario que Mark Nechtr ha sido capaz de producir hasta ahora en el seminario universitario de la East Chesapeake Tradeschool. Su engreimiento se erige y se despliega como si fuera un titular de portada en el Baltimore Sun. Nada dotado de una ambigüedad tan rica como DOCTOR FIRME COMO POSTE DE TELÉFONO, sino como un simple ASESINATO Y SUICIDIO EN UN ASCENSOR DEL CENTRO DE LA CIUDAD DESCONCIERTAN A LAS AUTORIDADES. Y los detalles de la historia dejan un rastro que lleva hasta la voluminosa correspondencia entre D. L. y Tom Sternberg, que tal vez sea el individuo más claustrofóbico de la historia de su generación.

El ascensor en cuestión está en un edificio ocupado por profesionales de la salud mental en el centro de Baltimore. Ocurre que un profesional de la salud mental, un doctor en la universidad, de los que no pueden emitir recetas, está tratando a dos tipos distintos por claustrofobia debilitante. El tratamiento de ambos pacientes empieza al mismo tiempo y transcurre de manera más o menos sincronizada, aunque ninguno de los dos pacientes llega a conocer al otro. Bueno, hasta que llega un momento en su tratamiento en que les toca enfrentarse directamente con el pico y las garras de su fobia. Sí, es la hora del ascensor. Los ponen juntos en el ascensor del edificio y les hacen subir y bajar una vez detrás de otra. Pero ahora juntos, para apoyarse mutuamente (el psicólogo es un seguidor de la escuela del tratamiento de fobias mediante el enfrentamiento-directo-pero-con-apoyo).

Así que entran los dos y suben y bajan una vez detrás de otra…

Pero llega un momento en que el ascensor se encalla, tal vez por culpa de toda la energía fóbica que se arremolina en su interior, y se queda atrapado entre dos pisos. Los botones no funcionan, el trasto se ha estropeado. Los dos claustrofóbicos están atrapados juntos dentro de un ascensor diminuto dentro de un hueco estrecho dentro de un edificio cerrado en el centro de una metrópoli atestada. Durante un rato, es cierto, se apoyan mutuamente. Pero como el tiempo transcurre tan despacio, como siempre que algo se queda encallado, por supuesto, acaban por perder la chaveta.

—¡YAAGH! —le grita uno al otro—. ¡Estás acercándote!

—¡No! ¡No! ¡Tú estás acercándote!

—¡YAAGH!

—¡GAAH!

—¡Vete lejos, más lejos!

—¡Estás creciendo! ¡Estás ocupando todo el ascensor!

—¡Para de acercarte!

—¡GAAH!

—¡YAAGH!

—¡Estás respirando todo el aire que tenemos para los dos! ¡Estás consumiendo mi aire! ¡Para de respirar así!

—¡Déjame solo! ¡Vete! ¡Oh, Dios mío!

—¡Ya no hay aire! ¡No se puede respirar!

—¡YAAAAAAGHURGHLURGHLURGHLURGHL!

Y siguen así durante un buen rato. Sus peores miedos, que lentamente y gracias a la ayuda habían llegado a comprender que eran ficticios, se hacen realidad. El relato era una especie de ademán de «¡vamos allá!». Mark nunca se lo enseñó a D. L. Por entonces D. L. ya había abandonado el seminario y se acercaba la fecha de la boda.

Creo que lo que sucedía era que Mark se sentía culpable, porque la historia era básicamente un pastiche de hechos reales. Además de horrorosa y repugnante. Sin embargo, el doctor Ambrose se mostró inesperadamente receptivo, puesto que resultó que él había escrito un relato muy similar, hacía mucho tiempo, sobre un incendio en el bungalow de una pareja de ancianos que eran los dos terriblemente pirofóbicos y atrozmente agorafóbicos. Mark aseguró que no había leído el relato de Ambrose. La idea del encierro en el ascensor era totalmente suya. Con alguna ayuda de los hechos reales, hay que admitirlo. Ambrose se palpó con gesto ausente la mancha de color oporto que tenía en la sien y le dijo a Mark que por supuesto que le creía. Que confiaba en él.

Y Mark Nechtr tiene algo que infunde confianza. Por ejemplo, si promete que va a hacer algo, uno puede estar seguro de que la única razón de que no lo haga es que no puede. Incluso si está liado con alguien a quien en realidad no desea o con quien no quiere estar liado, la única manera de que no siga liado con esa persona será que no pueda seguir. Si ha prometido llevar a D. L. y a Sternberg a esa Reunión que llevan tanto tiempo esperando, tiene que intentarlo. Aunque ahora mismo no parece que lo intente con todas sus fuerzas: su gran defecto es que resulta extremadamente fácil distraerlo y fascinarlo, y ahora está fascinado ante ese distinguido jenízaro con barba de la agencia Steelritter (que hace una llamada al complejo de oficinas de la agencia publicitaria Steelritter en Collision y allí una voz con acento gangoso del Medio Oeste le asegura que van a enviar una furgoneta de urgencia ya mismo, porque J. D. y DeHaven Steelritter y Eberhardt ’70 y Sternberg ’70 y alguien apuntado como Ambrose-Gatz ’67 están llegando todos tarde y los veteranos de anuncios están poniéndose inquietos, algunos están borrachos como cubas y por supuesto empiezan a tener hambre), y que, según le dice a Mark, está repartiendo dinero gratis como parte de un ingenioso plan de pruebas de difracción del mercado que ha ideado Steelritter.

Mientras Hogan, el repartidor de dinero, le cuenta al embelesado Mark dónde está en realidad el truco, Tom Sternberg todavía está en los lavabos y acaba de salir ahora mismo del retrete, lo cual puede darles una sutil idea del poder laxante de una flor frita. Ahora Sternberg se mira en un espejo del tamaño de una galleta que hay empotrado en la pared encima de un lavabo automático de aeropuerto. Al acercarse, el grifo del lavabo empieza a manar automáticamente. Retrocede un paso y el chorro se detiene. Se ahorra agua, sí, pero es un poco desconcertante. El pobre chaval está cansado. Más que cansado: detrás de esa cara que se refleja en el espejo, una fatiga postespantosa es indicada por el gañido sibilante de algún objeto inflable que está creciendo en el centro de su cabeza. Si D. L. viera un atisbo de esa cosa inflable que está cobrando forma lentamente en su cabeza, señalaría el ojo invertido y preguntaría qué es lo que puede ver. Que te jodan, D. L.

Porque normalmente, ahí detrás, en las entrañas de sus ojos, solamente hay oscuridad. A veces aparece un sistema de colores sinápticos en forma de telaraña, cuando intenta mover demasiado deprisa el ojo malo. Pero normalmente no hay nada. En fin, ya se curará. Se dará la vuelta. Es del todo psicológico, él lo sabe. Es una herida con espíritu de rebelión juvenil. Desde siempre la señora Sternberg le advirtió que los niños que hacen cosas prohibidas, como por ejemplo poner los ojos en blanco para fastidiar a su madre, esos niños se quedan así para siempre. Todo el mundo lo sabe. Compruébalo en cualquiera de las fuentes a las que tienen acceso las madres ortodoxas con hijos que se portan mal. Igual que dormir: lo que va bien es dormirse antes de que se haga oscuro. Igual que no llorar: porque vales más que todos esos que se ríen de ti. Igual que probar esa pomada, que va muy bien para el zumaque.

Ahí está el nuevo quiste provocado por el zumaque, ahí, chico, entre los ojos. Se ha oscurecido mucho desde la última vez que se examinó los quistes en el aeropuerto O’Hare, ha madurado y ha pasado del color tomate rosáceo al mismo color ciruela oscuro que la cafetería del aeropuerto. El espejo no engaña.

La típica víctima de deformidades tiene una relación de amor-odio con los espejos: hay que vigilar cómo progresan las cosas pero al mismo tiempo uno odia el hecho de que estén progresando. Sternberg no está nada seguro de que le guste compartir espejo con un montón de actores. No está seguro de querer alquilar un coche burocrático y salir hacia el Oeste sin haber dormido ni haberse lavado para ir a una Casa Encantada que según dice el folleto ha sido meticulosamente diseñada usando básicamente sistemas de espejos. Un sitio atestado y lleno de espejos… Sternberg considera la idea mientras el lavabo automático borbotea y se llena hasta la hendidura de desagüe que hay junto al borde. El quiste de zumaque que tiene entre los ojos le produce la sensación de estar vivo, joder. El quiste empieza a mostrar una pizca de color blanco en la punta. Eso no es bueno. Es una evidencia clara de que hay glóbulos blancos, lo cual implica que hay glóbulos, o sea, sangre. No hace falta ser un genio para adivinar que eso quiere decir un cuerpo. Una pizca de blanco en la punta de un quiste infectado es la corporeidad personificada. Pero no va a meterse con ese cabroncillo. Le encantaría que se metieran con él. Saldría reforzado. Y la fase siguiente a la ciruela es la berenjena, enorme, oscura y curvada, como un nuevo órgano del que convertirse en -ismo. Y D. L. está con él, después de todo. Él la amaba cuando era niño. Pero qué decepción personal tan grande le ha reportado D. L. No porque estuviera casada y preñada, eso era una simple cuestión de accesibilidad. La decepción la causaba el hecho de lo poco deseable y lo poco adorable que se había vuelto con el tiempo. Llevaban tres años de correspondencia desde que sus sueños se habían vuelto húmedos y le había escrito a la dirección de la agencia Steelritter, borracho de hormonas frescas, para confesarle a aquella chica, sobre cuyo paradero no tenía ni idea, el efecto que había tenido sobre él cuando era niño, hacía ya una década, durante el rodaje de uno de los anuncios en el primer McDonald’s en Collision, Illinois, conservado y transformado en estudio de grabación de anuncios. El espejito del lavabo lleva a cabo aquel efecto nebuloso y acuático que da paso a los recuerdos. El tiene nueve años, ella tiene doce. Ella parecía tan… bueno, desarrollada. Su trasero hizo cantar a la superficie metálica del tobogán. Sus pechos incipientes eran una enloquecedora uniformidad horizontal en las arrugas de su jersey. Sternberg llevaba pantalones cortos y calcetines negros y la miraba pasmado, con las glándulas funcionando a cien por hora, aunque solo estaba a medio camino de la pubertad (por culpa del bajo rendimiento de su pituitaria). Era una tarde de invierno en Illinois, los campos sin sembrar y completamente nevados parecían una sábana bien planchada, el cielo era del mismo color azul que una llama de gas, plano y tan ancho que ocupaba todo el paisaje, como una bandeja con los bordes ennegrecidos. Una luz astringente como de aula escolar bañaba el complicado decorado de McDonald’s. D. L. y Tom compartían una hamburguesa muy hecha bajo el mostrador de aluminio mientras las madres del anuncio parloteaban y los niños, el payaso y el Ladrón de Hamburguesas eran dispuestos de manera adecuada para rodar una toma interior. Ella era una especie de Beatriz con zapatos de cordones que había dado lugar a algunas de las primeras ideas de Sternberg. Las cartas pubescentes de ella (había contestado a su carta, lo cual era simplemente correcto) al principio habían sido muy simpáticas, cantarinas y llenas de amabilidad con el lector. Los poemas y los relatos que había enviado más tarde ya no lo eran: resultaban fríos, premeditadamente evasivos y le recordaban constantemente que estaba sentado en una silla en el salón de sus padres, leyendo tinta sobre papel. Sin embargo parecían profundas, ambiguas y llenas de ideas a diferencia seguramente de las audiciones públicas para anuncios de Wisk. Y la foto que le envió, ¿se suponía que era de ella? Si lo era, algo rotundamente desagradable ha tenido lugar desde el momento que la hicieron. Ahora parece tan… bueno, tan subdesarrollada. Como una inversión completa. Es espeluznante. ¿Y acaso ha sonreído una sola vez desde que se han encontrado en el aeropuerto internacional de Maryland? ¿Acaso le ha mirado una sola vez cuando él hablaba? Nechtr sí que le mira, pero eso resulta más aterrador todavía: ese Mark lo mira a uno con la misma concentración distante con que uno mira lo que se está comiendo.

Sternberg se lava la cara irritada con jabón. Ya ha pasado mucho tiempo ahí dentro, eso seguro. A lo mejor todos lo están esperando fuera y ya han deducido la actividad, y por tanto la existencia, de su vientre.

Ya tiene encasillado a Nechtr. Es uno de esos tipos radiantes y distantes, de esos que normalmente no puedes saber si están tomándote el pelo. ¿Y entonces qué demonios hace con esta chica tan desagradable que tiene una pinta mucho más horrible que en la foto y que dice que actualmente está trabajando en un poema consistente tan solo en signos de puntuación? ¡Que tiene una cara que es como… larguísima! ¡Que lleva ropa sintética de color verde! ¿Fue un embarazo deseado? ¿O una boda de penalty? Todavía no se ha inventado el penalty que pudiera hacer que Sternberg se casara con la mujer en que D. L. ha acabado convirtiéndose, una mujer que guarda un parecido inquietante con la señora Sternberg, de esa clase de personas que si los visitas en su casa sonríen durante todo el tiempo que estás con ellos y en cuanto te marchas se ponen a limpiar vigorosamente. Sternberg dice a eso un «nyet» de dimensiones cósmicas. Además, ahora resulta que sus tetas son exactamente igual de grandes que aquel día de su infancia, del día del anuncio que los convirtió para siempre en veteranos de anuncios de McDonald’s. ¿Por qué Nechtr no se ofreció para pagar el aborto? ¿Acaso son trinitaristas y militantes pro-vida? Además, ella huele raro: huele como a naranjas en un primer momento y luego como si hubiera algo muerto y embalsamado debajo. Afrontémoslo. Tiene pinta de olerle mal la vagina. Personalmente él ya la habría dejado, joder. Con o sin aborto. Él ya no sería nada más que una vela roja en el horizonte del crepúsculo a estas alturas si ella intentara…

El lavabo emite un gemido borboteante como si pidiera compasión y finalmente se desborda, con la ranura del desagüe inundada, de tanto tiempo que Sternberg ha pasado impávido ahí dentro. El agua borbotea por encima del borde y le cae en la entrepierna de los pantalones de tela de gabardina. Genial. Totalmente genial. Ahora parece que se ha meado encima. ¿Y qué puede decir ahora? En realidad da igual que no diga nada. Da lo mismo que dé explicaciones o que deje que los demás interpreten, él parecerá culpable. Le pide compasión al espejo, del que se ha alejado un poco con la esperanza de que se detenga el chorro de agua. Pero no se detiene. A lo mejor el agua lleva demasiado rato saliendo. Ahora está vertiéndose por el suelo. Genial. Pide compasión. Pero ¿a quién se la puede pedir?

—J. D. utiliza el mismo principio que usan los científicos para etiquetar y rastrear animales. Cada billete tiene incorporado este minúsculo transmisor de silicio, ¿lo ven? —Hogan les señala a Mark y D. L. algo que se parece vagamente a un monóculo superpuesto al ojo que separa las palabras Annuit y Coeptis en el Gran Sello de los billetes—. Al mismo tiempo —explica Hogan—, le pido a la persona que se queda el dinero que me diga, de manera espontánea y sin pensarlo, la cosa que más temen en el mundo. El miedo que rige sus vidas.

Hogan extiende su pesado portafolio y lo abre por un impreso que lleva por único encabezamiento MIEDO. Mark recorre la página con la mirada:

«Bomba».

«Accidente nuclear o bomba».

«Cáncer lento».

«Hiperinflación».

«Efecto invernadero».

«Que mi mujer me queme con agua hirviendo cuando estoy dormido».

«Hiperinflación y consiguiente colapso fiscal».

«Que toda la población de China dé un salto al mismo tiempo».

«Bomba de los rusos».

«Confusión».

«La voz de mi padre».

«Agotamiento de la capa de ozono».

«Apocalipsis».

«Que me llamen de madrugada para darme una mala noticia».

«Cáncer lento provocado por accidente nuclear o bomba».

«La oscuridad».

«Quemar a mi marido mientras está dormido».

«Invierno nuclear».

«Que allí en la URSS aparezcan líderes que sean demasiado jóvenes para recordar lo que fue la Segunda Guerra Mundial».

«Exceso de obligaciones fiscales».

«Del propio miedo».

«Contaminación de la raza blanca aria por la subversión de negros y maricones».

«Quemarse con agua hirviendo».

«La luz».

«Terrorismo nuclear».

«Confusión».

«De mí mismo».

«Que no exista Dios».

«Malestar».

«Mis genitales».

«Que haya una secuela de Three’s Company».

«Que me muera y vaya al cielo y cuando llegue deje de ser el cielo porque yo he llegado».

«Ahogarme».

«Bombas que caben en maletines de metal».

«Que Dios exista».

«Que la gente que inventó a Max Headroom se haya puesto a inventar alguna otra cosa».

—Y la lista sigue —dice Hogan, cerrando el portafolio—. La distribución fue similar por el lado del deseo, cuando hicimos listas de deseos. J. D. calcula lo siguiente: que cualquiera que coja dinero de un extraño en un aeropuerto a cambio de nada, sin tener ni idea de quiénes somos ni de cuál es el truco, y que además sea capaz de revelar su miedo más grande y su deseo principal para que lo apunten en un impreso a cambio de dinero, es un consumidor nato, un micromercado en sí mismo, lleno de deseo y miedo y viceversa, el objetivo perfecto para la próxima ola de campañas selectivas. Queremos seleccionar sus hábitos de gasto. Por eso ponemos un transmisor en los billetes.

—Dios mío —dice Mark, fascinado.

—Mark, cariño —dice D. L. apretando los dientes.

—Tranquilícense. Ya les dije que he llamado a una furgoneta —dice Hogan, inclinándose hacia atrás para apurar las últimas gotas ya frías de la taza de papel. Le da a la frenética empleada de Avis la taza para que la tire en su lugar y mira a los dos muchachos—. Ustedes dos han trabajado antes con J. D., ¿no es cierto? ¿Van a la Reunión y todo eso?

—Bueno —empieza a decir Mark—. Yo…

—Entonces ya saben que el hombre para quien trabajo es un genio. Ese hombre es un genio. Es un honor poder hacer investigación de mercado para J. D. Steelritter. Incluso en este sitio olvidado de Dios. —Mira a su alrededor por si hay fisgones escuchando—. Se trata del hombre, del hombre legendario, estoy convencido de que ustedes lo saben, que hizo que los compradores de bicarbonato Arm & Hammer empezaran a tirar el producto por el desagüe. ¡Para que sirviera, oigan esto, como desodorante del desagüe! —Se chupa un resto de edulcorante de la base de la mano—. ¿Qué es eso? ¿Genialidad? ¿Obsolescencia premeditada de manual o qué? Y todo gracias al miedo. J. D. se dio cuenta de que cualquiera que fuera capaz de comprar un paquete de bicarbonato por miedo al mal olor de la nevera no dudaría un segundo en soltar la pasta para llevarse otra caja y prevenir los malos olores del desagüe. —Deja escapar una risa maravillosa—. ¿Mal olor del desagüe? ¿Y eso qué demonios es? No es más que miedo. Investigación minuciosa, miedo y la visión de un genio. Ese hombre es una leyenda. Llegué a tener un póster de él en mi pared, en la escuela de publicidad.

D. L. ve a Sternberg que sale con andares furtivos y con mirada de curiosidad del lavabo, marcado con su símbolo ancho de hombros, y regresa a la cafetería, con movimientos serpenteantes y los hombros encogidos hacia delante, intentando darle la espalda a todo al mismo tiempo, y con las manos frente al cuerpo como si se hubiera quedado repentinamente desnudo. Le hace una señal con el brazo levantado, para ponerlo al corriente de la evolución del tema de los transportes posibles, pero él ni siquiera mira en su dirección. Se vuelve a sentar cuidadosamente en la mesa redonda con su vaso de refresco ahora casi vacío y sus cigarrillos de combustión lenta, justo a tiempo para oír cómo en Hawai 5-0 el último Jack Lord le da sus últimas instrucciones a Danno, para que registre a ciertas personas por asesinato en primer grado. El astil de la flecha Dexter Aluminum de Mark sobresale del borde de la mesa. La superficie de imitación de madera de la mesa está llena de agujeros causados por el truco de cafetería de Mark.

—Todos los que tiene ahí parecen miedos de gente adulta —le dice Mark a Hogan—. ¿Hay alguno de ellos que sean miedos de gente joven? ¿Tiene una lista distinta para niños?

La mirada de Hogan se vuelve fría. Cierra con fuerza la cubierta del portafolio y le coloca el pasador.

—No puedo decírselo —dice con sequedad.

—¿Por qué? El miedo es solo miedo ¿Qué importa de quién sea?

—Por cierto —Hogan señala el billete arrugado que D. L. está metiéndose en el monedero—, ¿puedo ver sus miedos, por favor?

—¿Quiere nuestros miedos?

—Nadie da nada gratis, chico. —Hogan se encoge de hombros.

—Ese es precisamente el miedo del que le hablaba —dice Mark—. No entiendo por qué usted no…

Llegado este punto, alguien como el doctor C__ Ambrose probablemente interrumpiría el relato para hacer notar que parece haber pasado un rato bastante largo desde la última interrupción encaminada a comentar la textualidad general de lo que está sucediendo. Sin embargo, casi da la impresión de que han pasado demasiadas pocas cosas verdaderamente importantes como para provocar otra interrupción irritante y revelar la historia como un artefacto convencional. Pero ahora están a punto de suceder cosas nuevas. Dos figuras, una de ellas un payaso muy esperado, toman la amplia curva alfombrada de la terminal inferior, adelantan a la multitud que espera junto a la rueda de equipajes y se aproximan. J. D. ha dejado en paz por fin al lánguido, apologético, cagón y totalmente inservible DeHaven y ahora le echa un vistazo a su reloj, luego las dos figuras acceden al área superior y echan un vistazo a los manifiestos de vuelo del LordAloft de las 7.10 y del BrittAir de las 7.45. Los veteranos y las veteranas de anuncios aparecen en la documentación de dichos manifiestos. J. D. y DeHaven han estado batiendo todo el aeropuerto central de Illinois. Parece que los últimos veteranos de anuncios van a ser transportados.

POR QUÉ STEELRITTER LE DIO A SU HIJO DEHAVEN EL EMPLEO COMO RONALD MCDONALD, DEJANDO DE LADO EL INCIDENTE DEL «PÁNICO ESCÉNICO»

Porque DeHaven Steelritter, su hijo, le ha proporcionado sin saberlo a J. D. algunas de sus ideas más creativas e inspiradas. Fue DeHaven quien primero tiró el bicarbonato Arm & Hammer por el desagüe de la cocina de la casa de campo de Steelritter, con el propósito de eliminar el olor imborrable de dos colillas de marihuana que se habían ido por el desagüe accidentalmente junto con los restos de unos dulces. ¿Dónde está el bicarbonato de la nevera?, pregunta la señora Steelritter, que teme el olor escandalosamente aceitoso de las rosas fritas que engalanan el segundo estante de la nevera empezando por abajo. ¿Dónde está mi Arm & Hammer?, pregunta, mientras todos se sientan frente a una enorme cena del Medio Oeste. DeHaven —que, como todo el mundo que fuma droga bajo el techo paterno, es raudo a la hora de inventarse tremendas incongruencias ambientadas en la cocina— muestra una honda preocupación por la impresión que el olor del desagüe de los Steelritter podría haber provocado en el próximo inquilino de la casa, que podría visitar la cocina y tener la oportunidad de olisquear el desagüe, que, según explica él con la boca seca, olía como la misma muerte.

El resto forma parte de la historia de la publicidad.

OTRO EJEMPLO DE CÓMO ALGUNAS DE LAS CREACIONES MÁS PODEROSAS Y LEGENDARIAS DE J. D. STEELRITTER EN EL CAMPO DE LAS RELACIONES PÚBLICAS NO SON MÁS QUE UNA LIGERA TRANSFIGURACIÓN DE LO QUE EN REALIDAD SUCEDE EN SU CASA, EN SU PLANTACIÓN DE ROSAS

Una bonita mañana de invierno, ya hace años, J. D. Steelritter se levantó temprano para ir a trabajar al complejo de oficinas de la agencia Steelritter, que estaba al otro lado del cruce y de los campos nevados y sembrados de invernaderos. En cualquier caso ya se dirigía a la puerta cuando el pequeño DeHaven, que estaba en casa en vez de estar en su clase de sexto de primaria (repetía curso), con uno de esos misteriosos resfriados sin fiebre que piden a gritos ser cortados de raíz, le dijo a J. D., con total inocencia, la inocencia de un niño frente al televisor, que tuviera un buen día.

El resto, como suele decirse…

CÓMO, AUNQUE J. D. STEELRITTER Y RONALD MCDONALD ESTÁN APROXIMÁNDOSE CON LA SIMPLE INTENCIÓN DE REUNIRSE CON LOS TAN ESPERADOS VETERANOS DE ANUNCIOS, SALUDARLOS, PERDONARLES LOS TRASTORNOS EN EL HORARIO Y LLEVARLOS HACIA EL ESTE, TOM STERNBERG AMENAZA, ANTE EL DISGUSTO INCONMENSURABLE DE TODAS LAS PARTES IMPLICADAS, CON RETRASAR TODAVÍA MÁS LA SALIDA FINAL DEL AEROPUERTO AL QUE HAN LLEGADO, EL OJALÁ RÁPIDO VIAJE A COLLISION, ILLINOIS, Y EL TAN POSTERGADO CUMPLIMIENTO DE LA PROMESA DE LA REUNIÓN Y EL PAGO

Sternberg ve un montón de nativos de tez morena remando sobre el fondo de los créditos del último episodio, que van desplegando los nombres de toda la gente que ha aparecido. Ve que Mark está enfrascado en una conversación con un tipo que se parece un montón a su idea del aspecto que debió de tener Jesucristo en la vida real, mientras que D. L. está de pie, apoyando el peso de su cuerpo alternativamente sobre un pie y sobre el otro, vestida con su jersey verde, insegura y con la cara seria. Sternberg todavía tiene la entrepierna mojada, y ahora también caliente, y no se siente nada cómodo. Ve la bolsa de flores fritas de Mark en la mesa agujereada por la flecha. Qué cosa tan rara lo de esas flores. ¿Quién quiere cocinar una rosa y comérsela? Es como plantar y regar un palo de escoba. Es perverso, e incluso un poco obsceno, comerse una cosa que ha sido puesta en el mundo para estar bien lejos de los estómagos de la gente. Y tampoco es que tuviera tan buen sabor. Y todavía le queda un trozo encallado entre dos muelas, con esa persistencia con que se encallan las cosas minúsculas.

Sin embargo, después de tragarse la rosa con una sonrisa forzada y con la ayuda de un refresco Jolt, de pronto ha sentido que por fin podía expulsar lo que tenía que expulsar. Todavía tenía miedo, pero era como si la balanza que hasta entonces había mantenido su deseo de evacuar y su miedo de que descubrieran que tenía cuerpo suspendidos a un mismo nivel de parálisis hubiera sido no solo inclinada hacia un lado, sino arrancada y dejada fuera de toda consideración. Todavía tenía mucho miedo, pero después de la rosa, el miedo se convirtió en algo muy tangente a su deseo de ir. A su necesidad de haber ido. Se siente vacío y mejor. Y se pone chulo, como le pasa a menudo a la gente que acaba de aliviarse.

Básicamente lo que le pasa ahora es que intenta hacer el truco que ha hecho Mark con la flecha de tiro pero no le sale. Ha visto cómo Mark lo hacía un par de veces y al muy cabrón le sale un truco de bar perfecto y ejecutado con despreocupación. Sternberg, quizás de manera casi inconsciente, siempre ha querido hacer un truco de bar con despreocupación, de esos que emplean cucharas y huevos, pirámides de vasos, cuchillos y manos abiertas, jeringuillas y salsa de aperitivo. Y ahí lo tenemos con su cigarrillo, su refresco, su cenicero, las flores fritas y la flecha extendida sobre el borde de la mesa. Y antes de darse cuenta ya ha lanzado la flecha hacia arriba. Y sobre su mano.

La cuestión es que ese truco esotérico de la flecha sobre la mesa requiere que la flecha que sobresale del borde sea golpeada de abajo arriba para que vaya hacia delante, luego suba y caiga sobre la mesa que hay enfrente de su artífice despreocupado. Sin embargo Sternberg, quizá por ignorancia o por orgullo, golpea la flecha desde arriba: por eso sale despedida en órbita parabólica hacia atrás, por encima de su hombro y, como alma que lleva el diablo, sale volando a su espalda, golpea en el cristal anormalmente grueso de la ventana de la cafetería, rebota y finalmente aterriza a la manera de una jabalina en la compota de pera de aquel vendedor de pesticidas amanerado, de cara estrecha y vestido de pana que ha conseguido ir a tomarse algo con la azafata rubia con la cara de color naranja que le ha servido en el vuelo de enlace desde Peoria y que ha comentado durante el viaje, mientras sacaba el cambio del monedero que llevaba en el cinturón, que tenía que quedarse en el aeropuerto central de Illinois después del aterrizaje, esperando a que alguien la llevara en coche a alguna parte, y a quien el vendedor de pesticidas desea tirarse con todas sus fuerzas, dejando de lado temporalmente todas las consideraciones acerca de su edad y del color de su cara, porque últimamente al vendedor las cosas no le están yendo muy bien, al contrario, puesto que la generación de parásitos del maíz que se ha desarrollado durante el último año parece haber desarrollado una inmunidad genética —peor todavía, una especie de deleite epicúreo— hacia la línea de pesticidas que fabrica su empresa, de modo que los campos de maíz que han sido regados con esos pesticidas ahora son buscados por los parásitos de paladar más distinguido, que han sido observados con lentes especiales de laboratorio y se ha descubierto que usan sus patitas y sus mandíbulas para extender el pesticida sobre una hoja o un grano de maíz como si fuera mermelada antes de hincarle el diente, es horrible, y ahora la única esperanza que tiene la empresa para rescatar el año fiscal es aceptar la sugerencia de su asesor publicitario de la agencia Steelritter y vender el producto como «distracción para parásitos», con el nuevo nombre de Ven-Bicho, para servirlo en campos infértiles o sin cultivar como si fuera un arenque rojo a la vinagreta, con el propósito de distraer y por tanto prevenir las rutas de los insectos hacia los campos de maíz más verdes y libres de condimentos. Pero ya es un poco tarde para que esta estratagema consiga algo más que cubrir una parte de las pérdidas, y ahora el vendedor de pesticidas está dominado por la angustia, lloroso y amaneradamente bajo de autoestima, y desea con todas sus fuerzas tirarse a esa azafata de cara anaranjada, de edad incalculable pero extrañamente sexy, a modo de cobertura adicional contra las pérdidas previsibles. La azafata tiene el pelo de color caramelo, la cara de color naranja y una mancha de color oporto junto a la sien. Tiene una maleta que se puede arrastrar en vez de llevarla a cuestas. Se llama Magda, con una «g» que no se pronuncia y la «a» consiguientemente diptongada para que suene «ai», como en «baile» o «alcaide».

Pero el vendedor de pesticidas de cara estrecha, inclinado sobre su compota, reacciona ante la aparición —repentina, temblorosa e indudablemente baja-en-el-ranking-de-apariciones-esperadas— de la enorme y perversa flecha de tiro Dexter con un espasmo de sorpresa que derrama todo el brandy matinal de Magda la azafata de vuelo encima de su falda.

—¡Qué coño es esto! —Sternberg oye cómo grita el vendedor detrás de él y hace un gesto de dolor como diciendo «por qué ha tenido que ser él».

—¡Oh, Dios mío! —chilla Magda, poniéndose en pie de un salto e intentando alejarse de su ropa, como hace todo el mundo a quien se le acaba de derramar algo encima.

Sternberg, que como la mayoría de la gente de su generación intenta escabullirse apartando la vista y encogiendo los hombros cada vez que provoca algún disturbio, y además ahora mismo no está precisamente deseoso de enfrentarse con nadie, con esa mancha oscura y ominosa en la entrepierna de sus pantalones de tela de gabardina —y por si fuera poco en ese preciso instante ve cómo un Ronald McDonald patoso y vestido de lunares se acerca caminando con la gracia de un elefante a apagar una colilla en el cenicero del mostrador de Avis y a ponerle una tarjeta identificativa con un arco de oro a D. L. y a Mark Nechtr, y cómo este último rechaza la tarjeta y desvía la atención del payaso, de la empleada de Avis, del tipo que se parece a Jesucristo y, ¡hostia!, de J. D. Steelritter en persona, hacia la cafetería y hacia él, Tom Sternberg—, intenta escabullirse con los hombros encogidos del disturbio que la flecha de Mark acaba de provocar. Sin embargo, el vendedor de pesticidas comprensiblemente cabreado después de que su compota haya sido asaeteada y el objeto de su amor rociado de brandy, detiene la huida de Sternberg con una mano en la que lleva una alianza y dirige un sistema de poros nasales en forma de triángulo isósceles hacia el ojo bueno de Tom.

Sternberg intenta una variante brusca de la frase «lo siento», con los hombros encogidos y juntando las palmas de las manos.

—Me temo que aquí no basta con un «lo siento», joven.

—¿Joven?

—Mire mi falda —gime Magda.

—Acaba usted de… asaetear mi desayuno.

La mancha de brandy en la falda tampoco es que sea tan desoladora. No si uno la compara con el agua fría que hay en la entrepierna de ese cuerpo recién revelado. El agua del lavabo automático estropeado todavía sale a borbotones, por cierto, de un caño situado debajo y al sur de una mujer cuyo rostro pálido, congelado por la fotografía en un clímax eterno, adorna la máquina de condones de la pared. Y la inundación ya está empezando a brillar por debajo de la puerta del lavabo de hombres y a dibujar una curva de color oscuro en la delgada alfombra industrial de la terminal inferior.

—Ha sido un accidente, tío —dice Sternberg, que nota que le arde la frente mientras se aproximan a la cafetería los pasos gigantes de goma del payaso Ronald—. Llego tarde a un viaje muy importante y por fin acaban de venir a buscarme, así que podríamos simplemente…

—Yo no soy ningún «tío» y no te vas a ninguna parte sin algún gesto claro de disculpa.

—¿Qué pasa, pandilla? —pregunta el payaso desde la puerta de la cafetería. Es un payaso chulesco, que cierra el puño y se mira las uñas a través de los guantes de algodón. Detrás de él, a lo lejos, J. D. está haciéndole alguna observación ampulosa a Nola (la de la verruga traslúcida) frente al mostrador atestado.

—Ya te he dicho que lo siento, hombre —dice Sternberg, comprendiendo que fingirse igualmente cabreado es la única manera de tratar con ese tipo.

—¿Hay alguien aquí que se llame Sternberg o Ambrose-Gatz? —pregunta DeHaven, haciendo un gesto con la cabeza en dirección al camarero a quien tantas horas extra le han provocado bolsas debajo de los ojos, que está fichando para marcharse y quitándose el inevitable chaleco verde mientras el televisor suspendido del techo da paso a una tranquilizadora pantalla llena de granos de estática por primera vez en varios días.

—Sí, ese es el problema; te has limitado a decir que lo sientes y solo porque te he parado —con sus ojos de color azul pálido enrojecidos, el vendedor, que ha logrado la proeza considerable de parecer amanerado a pesar de ir vestido de pana, oye su propia señal de alarma causada por los vuelos nocturnos y la falta de sueño: el ruido de una infinidad de diminutas mandíbulas mutantes que mastican y de patitas que golpean pequeñas cavidades torácicas—. Pero todavía no has hecho ningún gesto.

—Si lo que quieres es un gesto, te puedo hacer un gesto.

—Ha dicho que lo siente, pero no lo ha demostrado —le dice el vendedor de pesticidas a la azafata.

—Yo soy Magda Ambrose-Gatz —dice Magda, limpiándose con una servilleta húmeda.

—Y yo soy Thomas Sternberg.

La sonrisa pintada de DeHaven se dibuja sobre una capa de barba incipiente y llena de grumos de maquillaje, mientras se ocupa de distribuir las últimas tarjetas identificativas de la Reunión. Luego mira a Sternberg:

—Vaya grano más chungo tienes en la frente, chaval.

—No es un grano, es un quiste de zumaque venenoso. Y esto que tengo en los pantalones es agua.

DeHaven se vuelve hacia el vendedor, con un aspecto tan amenazador como solo puede tenerlo un payaso profesional, y lo mira de arriba abajo, calibrando su tamaño:

—¿Te crees que eres la hostia, verdad?

—Lo que yo crea no tiene nada que ver. Esta especie de… aparecido ha tirado a posta el Rèmy encima de mi chica.

—No es un grano.

—Y yo no soy su chica. —La voz de Magda, que es suave cuando ella está tranquila, le llega a Sternberg desde el lado de su ojo malo.

Sternberg intenta contener sus ganas, alimentadas por el efecto de la rosa, de pinchar la mano del individuo amanerado, que todavía está agarrándolo, con la punta llena de compota de la flecha de Mark, que Magda, todavía situada en el lado ciego de Sternberg, ha recogido y ahora está examinando. Pero la mano que está agarrándolo es apartada finalmente por la mano suave y regordeta de J. D. Steelritter, que en ese momento aparece en el campo visual de Tom precedido de un puro, una barriga y una mano que surge desde arriba y lo libera. J. D. carraspea.

Hay gente que sabe preguntar si hay algún problema de una manera tal que asegura una respuesta negativa. Imagínese justo lo contrario de la petición lasciva de una amante a medianoche:

—¿ESTÁS DESPIERTO, CARIÑO?

El escritor y académico C__ Ambrose, con su marca de nacimiento, su sonrisa risueña y sus risotadas maníacas que todos los alumnos del seminario hemos decidido asociar directamente con castillos góticos y retratos con ojos que se mueven, ejerce una influencia enorme en la visión del mundo de Mark. Aun cuando no confía en él, Mark le escucha. Incluso cuando no le escucha, reacciona deliberadamente contra la opción de escuchar y escucha lo que no tendría que estar escuchando.

Ambrose nos cuenta a los alumnos del seminario universitario que la gente lee novelas de la misma manera que los parientes de la gente que está secuestrada escuchan la voz del cautivo que habla por un teléfono sostenido por el secuestrador: prestan atención, naturalmente, a lo que la víctima dice, pero están totalmente absortos en el tono, el temblor y el timbre de lo que se dice, y leen un código forjado en la intimidad en busca de pistas entre líneas acerca de las condiciones de la víctima, de su paradero, de las perspectivas y de la probabilidad de que regrese sano y salvo… Esa pequeña nota al margen le costó a Mark dos meses.

Pero el doctor Ambrose tampoco es inmune a estas cosas. Está claramente obsesionado por la crítica igual que uno se obsesiona por algo que provoca un miedo que acaba siendo su razón de ser. Justo antes de Acción de Gracias nos dijo que nos imagináramos que caminamos por la Tienda de Críticas y de pronto vemos un letrero en un escaparate que dice: ¡LIQUIDACIÓN TOTAL! ¡OFERTA EN REVELACIONES, DESENLACES, EXPLICACIONES Y CUMPLIMIENTO DE EXPECTATIVAS! ¡TODO REGALADO! ¡REVENTAMOS PRECIOS! Entonces uno entra con su tarjeta Visa y resulta que lo que venden es solamente el letrero que hay en el escaparate.

D. L. asegura que Ambrose también plagió esa imagen obsesiva y que todo el supuesto «arte» del profesor no es más que el armario de un cleptómano con muy buen gusto.

Y sin embargo todo esto ejerce una especie de atracción gravitatoria sobre Mark Nechtr, que desconfía de los juegos de palabras, que piensa de la alusión lo mismo que Ambrose de la ilusión, que mira la metanarrativa igual que un hemofílico mira una navaja. Pero todo esto se aposenta en su cabeza. A diferencia de D. L. Es un prodigio que consiguiera producir algún texto, allí en el este.

De un modo parecido, si tú estás encogido de hombros y a treinta metros de distancia en trayectoria ortogonal del anillo rojo que rodea al color amarillo, y tensas tu cuerda de doce hebras hasta que toca la punta de tu nariz, la punta de tu flecha, con la cuerda tensada al máximo, está a una distancia aproximada de tres a nueve centímetros a la izquierda de la verdadera línea recta que va hasta el centro de la diana, aun cuando el astil de la flecha, penetrado por la cuerda, esté sobre esa línea. El arco se mete por medio, vaya. Así pues, por lógica parece que si tu visión y la dirección en que apuntas no te engañan, la flecha siempre debería clavarse justo a la izquierda del centro de la diana, porque ya se dirige en ángulo desviado desde que sale del arco. Pero la flecha que parte en línea recta siguiendo ese ángulo desviado se clava en el centro, en el mismo corazón de la diana, todas las veces. Es una ley del tiro con arco que no tiene sentido. ¿Cómo es posible?

De un modo parecido, hay veces en que un escritor se encuentra con una historia que es suya pero a la vez no lo es. Me refiero a un escritor de historias inventadas, no a una de esas inteligencias que analizan la sociedad y la cultura, sino uno de esos seres ignorantes y codiciosos que sueñan con cuentos de hadas. Esas criaturas saben muy pocas cosas: saben atarse el cordón del zapato, saben cuándo hay que ir a comprar el pan y conocen el efecto preciso de una historia que le pertenece a él y solo a él. Saben ponerse un condón, saben en qué parte de la puerta de un retrete hay que escribir «Cuidado con los bailarines de limbo», saben cómo decirle a la maestra lo que quiere oír y conocen el olor crudo y cobrizo del relato sobre el cual han de ejercer, y no sufrir, una autoridad absoluta. Y sin embargo hay veces en que el relato ya ha sido autoritariamente destripado, asesinado en público de modo brillante y liquidado por otra persona. O bien dotado de una amenazadora vida propia, autosuficiente, orgánico, emitiendo ese ronroneo lejano de las cosas que crecen, intercambiando con brío sustancias químicas con el aire, pero sin embargo alejado de esa criatura que desea apropiárselo y hacer con él un milagro. ¿Cómo es posible?

La explicación de esto último está muy lejos del alcance de todos los que están en el coche espantoso de DeHaven Steelritter, a menos que uno preste crédito al axioma post-ley de Murphy de Tom Sternberg, según el cual la vida es una mierda que te coge, te escupe en un vaso de papel, luego tienes que pagar la cuenta, la propina y el impuesto sobre las ventas del estado de Massachusetts.

La explicación de lo primero es tan evidente como la nariz que vemos ante nuestros ojos: hay que buscarla en lo que le sucede a la flecha bien dirigida cuando ya ha sido disparada. En lo que le ocurre mientras está volando hacia la diana.

Los objetos que hay al borde de la carretera desdibujan y reconstruyen todo el tiempo la sombra del coche. El aeropuerto central de Illinois va quedando cada vez más lejos a su espalda, al sudeste, aunque todavía es claramente visible, en caso de que alguno de los que van en el coche se molestara en mirar atrás. Las luces de la torre de control parecen cuentas de collar y brillan en ese tono pálido que el sol produce sobre las luces artificiales. Dejan atrás un animal atropellado, el letrero de un correccional que prohíbe recoger autoestopistas, una serie de caminos de gravilla sin señalizar, algún buzón ocasional y algún campo en barbecho todavía más ocasional, sin cultivar pero hirviendo de parásitos con una furia que Mark no puede imaginarse.

Pasan por en medio, o mejor dicho, son engullidos por un túnel de maíz, entre dos murallas de color verde que se elevan con exuberancia a ambos lados de un camino asfaltado que Sternberg confía en que vaya en línea recta y sin desvíos hacia Collision y la reunión. DeHaven conduce con solo una muñeca en el volante y con su guante blanco tamborilea un ritmo brioso y marcial sobre la parte superior de la guantera. De vez en cuando, y por alguna razón desconocida, exclama:

—¡Baraguiéeen!

D. L. va sentada en el hueco que hay entre el asiento del payaso y J. D. Steelritter, que ocupa el sitio del copiloto. Magda está en el hueco entre los asientos traseros, flanqueada por Sternberg y por Mark Nechtr, que está tan enfadado con D. L. por todo el tema del Datsun que tiene miedo de que alguien acabe por perder los nervios.

Acababan de dejar atrás la cabina del cajero del aparcamiento de pago, donde J. D. ha mostrado un comprobante capaz de abrir cualquier puerta, cuando han sido adelantados por la derecha entre gritos por dos jóvenes y una silueta difusa con barba montados en una cosa de carrocería baja y exquisitamente extranjera que trata a los badenes como si fueran magnates.

Mark se da cuenta de repente de que ya no tiene su flecha de tiro Dexter Aluminum. La misma que ha estado pinchándole todo el tiempo bajo su camisa de cirujano. Sternberg se la ha dejado en la cafetería, hundida en la compota de aquel individuo de aspecto triste.

—¿Y qué pasa con la furgoneta? —grita D. L. junto a la oreja exageradamente blanca de DeHaven.

—¿Qué?

—El tipo que apunta los miedos de la gente para Steelritter dijo que había llamado a una furgoneta para nosotros.

—¿Eh?

—¡Mentía! —vocifera J.D.

—¿Cómo?

—¡Que mentía! ¡Cierra esa puta ventanilla, chaval!

DeHaven se queja. Sternberg gimotea cuando la ventanilla se cierra y los deja cerrados herméticamente dentro del coche.

—Estaba mintiéndoos —les dice J. D.—. También hace investigación de campo sobre mentiras que tranquilizan a la gente. Estrategias tranquilizadoras y su efecto.

—¿Aquel tipo que parecía Jesucristo estaba mintiendo? —pregunta Sternberg.

—Parecía mormón.

D. L. se gira:

—Los mormones no llevan barba, cariño.

Mark no se molesta en mencionar la barba que acaba de dejarse crecer Donny Osmond. Tiene un disgusto de todos los demonios. Su mejor regalo de bodas se ha quedado clavado en un jarabe pastoso. Era su posesión más preciada, aunque fuera barata.

—No quedan furgonetas —explica J. D., aplastando con entusiasmo la colilla de un puro Rothschild—. No quedan limusinas. Todo se ha averiado, todo está en Goodyear, con el señor Llave Inglesa —J. D. tiene una cabeza bella y perfectamente redonda, un pelo encrespado y grueso que parece cortado a medida sobre la frente y unas orejas muy rojas, bordeadas por unas patillas cortadas casi a ras de piel. Su pelo evoca la firmeza achaparrada de las mejores fachadas románicas. No sabe, claro está, cómo es el pelo auténtico de DeHaven, aunque el viento que entra por la ventanilla le ha descolocado la peluca de hilo por la parte de en medio brillante y un poco rala.

—Mi propio coche —dice J. D.— está con el señor Llave Inglesa y compañía. Hemos estado llevando gente sin parar. Todo está en el taller.

—Tres días seguidos de baraguiéeen —dice DeHaven.

—Tres días prácticamente sin pausa supervisando y llevando gente de un sitio para otro. Hemos llevado a miles de invitados y a la mayoría en persona —dice J. D. En los sitios cerrados su voz es mucho más poca cosa que él, apenas si tiene resonancia alguna y parece emanar de una persona más pequeña que viviera en alguna parte de su faringe, una raíz cuadrada de Steelritter.

—Vosotros dos habéis llegado endemoniadamente tarde —añade, sacando un encendedor con una llama enorme.

—Problemas con LordAloft.

—Hey, tíos, quedan tres millas —dice el payaso, mirando con los ojos entrecerrados al otro lado del eje afelpado del volante—. Quedan tres millas y el cuentarrevoluciones dará la vuelta entera. Se pondrá todo a ceros. Eso quiere decir que esta nena habrá hecho doscientas mil millas. Eso es un baraguiéeen muy grande, si el cuenta…

—Cállate, cagón.

—Joder, papá —dice con una voz que a Mark le parece propia de un matón huraño y quejumbroso.

—Odio este coche —gruñe J. D. Se da la vuelta y mira a los que van atrás. Su rostro parece un planeta rojo empalado por un puro y sus ojos están inyectados en sangre. Observa el ojo malo de Sternberg—. En nombre de McDonald’s os pido disculpas por este coche. Era el último que nos quedaba. Collision no está muy surtida de medios de transporte.

—Y no hay manera de que los veteranos de anuncios se separen de sus coches —dice DeHaven.

—No está tan mal este coche —dice D. L., y sonríe a DeHaven, cuya pintura de labios lo condena a parecer siempre que está devolviendo las sonrisas. DeHaven enciende un cigarrillo con una despreocupación artificiosa que confirma las sospechas de Mark.

El coche estaba parado en una zona prohibida mientras los seis se acercaban. Sternberg se había ofrecido para llevar a rastras la maleta de Magda. D. L., todavía aturdida, iba mucho más despacio que los otros cinco, con una lentitud casi epiléptica, y caminaba medio a rastras de su marido, que observaba con curiosidad a Magda y su vestido manchado.

El coche en sí no parecía ni para niños ni para adultos. Era un coche deportivo enorme, de edad incalculable, peraltado y de aspecto perverso: prácticamente era un coche con colmillos. La capa de pintura, más bien tosca, era de ese color dorado con puntitos plateados que recuerda la formica de posguerra. El interior era rojo. Era un pastiche de coche, montado en casa a partir de piezas pirateadas, complicado y con una capa de pintura que imitaba escarcha: era el típico coche que arman, cuidan y conducen esos matones de Maryland que se meten paquetes de cigarrillos en las mangas arremangadas de la camisa y que zurran a herederas sensibles de fortunas de la industria del detergente por una simple cuestión de principios. Mark miró a DeHaven con los ojos entrecerrados: quizás tuviera un paquete en la manga del traje de lunares de Ronald McDonald. Era un payaso macarra.

Aunque llenaron el maletero con un montón de equipaje pesado, el coche no se movió ni una pizca de su posición peraltada.

—Esto no es un Datsun —dijo D. L. con rotundidad, cruzando los brazos y tamborileando con un pie. El hecho de que ahora Mark esté en el asiento trasero y ella en el delantero tiene su origen en ese comentario. Sternberg, que nota un sabor metálico en la lengua con solo pensar que van a ir seis en un coche, puso su ojo bueno en blanco. Aquella muchacha era lo peor. Sin embargo, sus pantalones se habían secado de inmediato bajo el sol. Y como el brandy era más duro de pelar que el agua de los lavabos automáticos, la falda marrón del uniforme de azafata de Magda todavía estaba manchada. Y le iba ajustada y tenía una raja en el lado y era sexy. La manera en que caminaba J. D. Steelritter recordaba a como se deslizaba sin hacer ruido la maleta de ella.

—Yo solo voy en coches Datsun —dijo D. L.

—Este coche está hecho de partes. —Ronald McDonald cerró con un fuerte golpe el maletero atiborrado, de modo que los dados que colgaban del retrovisor se balancearon con un movimiento irregular—. Yo construí a esta nena de la nada. Técnicamente no es de ninguna marca. Si es algo, ese algo soy yo.

—Cállate, cagón.

—Tengo instrucciones de no subir en coches que no sean Datsun —dijo D. L. con firmeza.

—Me cago en la puta —se lamentó Sternberg.

Mark tenía las manos extendidas delante de sí, con las palmas abiertas y separadas, y miraba hacia arriba.

Magda le miró a su vez:

—¿Vas a rezar?

—Hay un mosquito. —Dio una palmada y se miró las manos enrojecidas—. Y regordete.

J. D. Steelritter miró a D. L. con aire especulativo. A esas alturas ya estaban todos sudando por culpa de la humedad, aunque Sternberg se llevaba la palma con sus pantalones de tela de gabardina y la frente surcada de afluentes. Su quiste de zumaque latía bajo el sol.

—Déjame que lo adivine —dijo Steelritter, mirando a D. L. con aire especulativo, cogiéndose el grueso labio inferior con un dedo y apoyando un codo en la parte interior del otro—. Eres artista —especuló—. Escultora informalista.

—Escritora. Poeta. Posmoderna. He publicado en mi región.

—Yo me siento en el hueco. —Magda Ambrose-Gatz se prestó voluntaria. Se metió con gracilidad en la parte trasera del coche ronroneante y se deslizó sobre el asiento.

—Te diré lo que vamos a hacer, Eberhardt. —J. D. Steelritter sabía que hacía falta conocer el momento apropiado para hacer pequeñas concesiones. Y ella iba a obtener la suya—. Vamos a escribir DATSUN en esta capa de polvo vergonzosa que hay en la luna trasera de mi chaval, aquí —y escribió un enorme NISSAN junto a una pintada ya existente que ponía ¡LÁVAME! Hizo un gesto de «voilà» con las manos. Uno de los dedos se le había quedado negro—. Ahora es un Datsun.

Mark se rió. Un hombre con recursos.

El truco alivió a Sternberg y al mismo tiempo le dio mala espina:

—¿Un Datsun instantáneo?

Después de un intervalo de interpretaciones y persuasión adicional, tiene lugar una especie de reparto de sitios embarullado y no muy digno, las posiciones resultantes del cual se han mencionado más arriba. DeHaven cambia de marcha, la palanca de cambios de este coche está al lado del volante, en un sitio donde Mark solo había visto cambios de marchas automáticos. Las manipulaciones que lleva a cabo DeHaven de este peculiar cambio de marchas evocan imágenes de combates de esgrima.

DeHaven le da gas al coche y este, en vez de temblar o ronronear como se supone que hacen los trastos de fabricación casera, más bien parece concentrarse todavía con mayor densidad dentro de sus contornos ya apretados. Y sigue dándole gas. Parece que haría falta un silenciador.

—¡Baraguiéeen! —grita el payaso, baja su ventanilla y coloca en posición las ruedas de buena calidad.

—¡Vamos p’allá! —grita J. D. Steelritter, y piensa que si el cagón vuelve a decir una sola vez más «¿Para quién?», le va a…

A la Salida. A la Casa Encantada.

Y mientras se internan en las profundidades de la campiña de Illinois central, embutidos en un obelisco cartográfico que tiene murallas de maíz a los lados y se estrecha hasta sendos puntos verdes en los horizontes de delante y de detrás, Magda Ambrose-Gatz —que hace mucho tiempo, cuando acababa de divorciarse, con solo veintiún años, hace mucho, muchísimo tiempo, en una época prehistórica para los cuatro jóvenes que hay en el coche, representó a la primera ama de casa en la entonces embrionaria campaña nacional de McDonald’s, en la que ella tenía la revelación, después de interpretar un número de claqué, de que, ¡hey!, se merecía un respiro de la aspiradora y de la cocina, y entonces su marido, que también bailaba claqué con alegría, la dispensaba de esas tareas para que pudiera tomarse un respiro—, Magda entabla una conversación en el asiento trasero, una conversación que no resulta nada fácil, metida como está en el hueco entre asientos y flanqueada por dos muchachos, girando la cabeza de un lado a otro como el espectador de un partido de tenis, en respuesta a Sternberg, que comenta que no tenía ni idea de que hubiera tanto maíz en el planeta entero. Ella le explica que el gobierno de Estados Unidos, que normalmente da muestras de una generosidad atroz, sin embargo no subvenciona a los granjeros de Illinois para que dejen sus campos en barbecho —el suelo en esta comarca es demasiado rico y la macroeconomía de los campos más ricos del país impone que se cultiven al máximo—, mientras que en los oscuros remolinos de la microeconomía de este paisaje agrícola, esa misma fertilidad ha producido tanto maíz —tan alto y tan frondoso que DeHaven se ve obligado (como ya se ha explicado en cierta medida) a cambiar de marcha y detenerse suavemente en cada cruce de caminos rurales, a reducir la marcha y buscar con la mirada cualquier vehículo cuyo acercamiento perpendicular pudiera quedar oculto por la enorme envergadura de las plantas—, tanto maíz que ya no tiene literalmente ningún valor, cantidades astronómicas (en palabras de ella) de suministros de maíz que se intersectan con la curva superelástica (en palabras de Sternberg) de la demanda del mercado muy cerca de su base, allí donde los suministros alcanzan cantidades astronómicas y el precio alcanza esa cantidad de monedas que no te molestas en agacharte a recoger si se te caen al suelo. Hay una amargura agronométrica en la voz de ella, que resuena incluso a un volumen mínimo —Sternberg supone que es consecuencia de sus pechos de gran calibre— cuando dibuja con gruesas pinceladas históricas el matrimonio impracticable que la llevó al oeste desde las regiones de Tidewater, en la posguerra, justo a tiempo para casarse con un especulador de tierras de Illinois, y entonces la tierra se volvió tan fértil que perdió su valor, si tal cosa es posible, pero el especulador en cuestión —¿quizás el señor Gatz?— estaba casado con la Tierra y no quería marcharse, incluso después de que la ejecución de su hipoteca los obligara a vivir en su coche, un coche de color rosa cervical y con alerones (la decoración se la imagina Mark), de modo que muy pronto ella tuvo que ponerse a hacer anuncios, en la comarca de Collision, en busca de ingresos suplementarios. Pero las ofertas para aparecer en anuncios mermaron a medida que ella envejeció (con elegancia) y su cara se volvió de color naranja (la deducción es de Mark) —y el apego del especulador a la tierra llegó a ser…—. En fin, ella se divorció del especulador, que ahora tiene negocios en la industria de los pesticidas, aunque no tiene acciones de esa marca desgraciada que los parásitos han empezado a ver como un incentivo, y ahora trabaja como azafata de vuelo —una camarera voladora, en sus palabras— para una línea de enlaces aéreos, de aviones con turbopropulsores y cabinas despresurizadas, aunque todavía hace apariciones fugaces en algún que otro anuncio de Steelritter para BrittAir, aunque siempre aparece filmada por detrás, y es que tiene un trasero bien torneado y que seguramente no debe de ser de color naranja (las deducciones y las imaginaciones vuelan como metralla invisible por todo el interior del coche), y ahora mismo ese trasero está rozando con suavidad la pierna de Sternberg enfundada en tela de gabardina a través de la falda marrón de Magda, mientras que queda un trozo considerable de asiento de vinilo rojo entre su otro muslo y la pierna de Mark Nechtr.

Y en cierto modo hay una especie de separación entre Mark Nechtr y todos los demás ocupantes del coche de fabricación casera de DeHaven. No tiene ninguna relación histórica con el sitio adonde van, nunca ha aparecido en ningún anuncio de McDonald’s, y no tiene relación con ninguno de los presentes salvo con D. L., una relación establecida mediante una equivocación, un milagro y un despliegue de profundidad moral que lo llevó a hacer lo más correcto pensando en ella, aunque ¿no debería notarse ya el embarazo al cabo de seis meses? Y en la Reunión nadie lo conocerá ni querrá nada con él, y además se ha dejado su equipo de tiro en una consigna del aeropuerto de O’Hare y en un plato de compota demasiado cara. Se siente solo, sin lazos con nadie, como alienado, en tránsito, metido en un recinto cerrado y rodeado por una nada enorme y dotada de vida.

Le hace a Magda la pregunta previsible de a quién se refería su comentario acerca del matrimonio impracticable en Maryland, dado que ahora tiene un apellido compuesto, pero la pregunta se pierde en un viento de gran velocidad cuando J. D. enciende otro Rothschild y su ventana abierta emite un auténtico rugido y deja entrar también un montón de mosquitos diminutos, y entonces Sternberg, sentado detrás de J. D., enciende un 100 a modo de represalia y abre también su ventana, y D. L. tose de manera intencionada y se pone a toquetear la radio Heathkit que DeHaven ha montado en la guantera roja del coche, con gran estruendo. Y mientras D. L. busca algo contemporáneo, la estática de la radio le suena a Mark como la espuma del Atlántico. La mezcla de las emanaciones incandescentes de J. D. y Sternberg forma una especie de gas violeta que se enrosca de modo frenético alrededor de la luz solar que ilumina la mitad oriental del coche de fabricación casera y peraltado.

Sternberg pregunta, con un nerviosismo apenas disimulado, si ya falta poco para llegar.

D. L. se detiene en un programa de esos donde el público llama para participar en una emisora de crímenes y sermones que se identifica a sí misma mediante una cuña musical en tres partes como la Wonderful W. I. L. L. El programa, que suena casi al volumen máximo del aparato de 110 vatios de DeHaven, lleva por título La comisaría popular: crímenes de la vida real, y el episodio de hoy es «Asesinato o suicidio: ustedes, el público, deciden». Una tormentosa aventura amorosa del Medio Oeste termina con la muerte por empalamiento de uno de los amantes. El otro amante estaba en la escena del crimen, pero en el arma solamente se han encontrado las huellas dactilares del muerto. «Ustedes», dice el locutor, «el público, deciden». Y da un teléfono con el prefijo 900. Se presentan ciertas pruebas y Mark siente una punzada de familiaridad con la historia, aunque les haya sucedido a otros.

Sternberg le pregunta a Magda dónde están. El coche chirría en las curvas y chasquea sobre la superficie lisa del asfalto. Ya han girado varias veces por diminutos desvíos rurales. Las dos ventanillas abiertas se llenan todavía más de insectos minúsculos cuando pasan frente a un extraño campo en barbecho de color negro como el carbón. Son unos insectos raros, minúsculos, con las alas transparentes y que al parecer no vuelan, sino que se limitan a quedarse posados en la parte interior de las ventanillas, invitando a que los aplasten. Y cuando uno los aplasta, entonces huelen mal.

D. L. levanta la vista del cuaderno donde está escribiendo su poema —es la única persona que conoce Mark que puede crear en cualquier lugar, incluso cuando va dando tumbos en un coche—, asume su postura de monja mezquina al oír cómo la radio presenta el crimen repugnante y le grita a la oreja colorada de J. D. Steelritter que una de las señales más claras de que está aproximándose alguna clase de Apocalipsis es el hecho de que la balanza de las prácticas criminales violentas está decantándose: cada año que pasa la violencia se revela cada vez menos como la capacidad, y cada vez más como la simple y pura oportunidad, de hacer daño. DeHaven responde gritando que la única señal verdaderamente clara de que se acerca un cataclismo es que los Chicago Cubs lleguen a ganar la liga y este año hay peligro de que esto suceda. J. D. le dice que se calle y hace señas con gesto irritado a un coche que está pisándoles los talones para que pase delante. El coche les adelanta, un Chrysler atiborrado de orientales. Va a unas cien millas por hora.

J. D. Steelritter les llama malditos orientales con cara de rata. Están invadiendo el planeta. Al final solo quedarán ellos o los insectos. Y la verdad es que no hay mucha diferencia, añade. Aplasta unos cuantos insectos que están posados con estoicismo encima de la superficie traqueteante de la guantera. Luego se huele los dedos. Esos orientales de mierda están por todas partes, dice. Trazan sus planes de vida a los ocho años y luego trabajan veinte horas al día. Se dan cuenta de que su única fuerza está en los números. Pregunta cuándo fue la última vez que alguien de los que hay en el coche vio a un oriental solo, sin estar rodeado de un hormiguero de orientales. Viajan en manada. El Chrysler que acaba de adelantarlos llevaba un adhesivo en el guardabarros que decía: CUIDADO, NIÑO A BORDO. J. D. es capaz de hablar, gesticular con las manos y fumar al mismo tiempo.

Mark aplasta con el dedo un mosquito maloliente y mira por su ventanilla. DeHaven conduce lo bastante deprisa como para que la línea discontinua entre los carriles de la carretera rural deje de parecer discontinua. En esta zona el maíz está un poco raquítico y Mark puede tener una perspectiva a ras de suelo hasta el horizonte: el verde oscuro se convierte en verde pálido, luego otra vez en verde oscuro y por fin en verde a secas, con algunas granjitas blancas y algunos árboles para cortar el viento amontonados en la línea del horizonte del sur.

Como otros muchos adultos, J. D. Steelritter es un poco fanático. Mark Nechtr, como la mayoría de los jóvenes en estos días extraños, NO lo es. Pero él mismo tendría que admitir que su falta de racismo deriva de razones totalmente interesadas. Si todos los negros son grandes bailarines y atletas, si todos los orientales son listos, trabajadores e idénticos, si todos los judíos son grandes hacedores de dinero y literatura, y ostentan una gran influencia gracias a su cohesión, y si todos los latinos son grandes amantes y llevan navaja y se cuelan por las fronteras, entonces vaya, ¿qué pasa con los simples WASP americanos? ¿Cuál es el gran rasgo, según los racistas, que unifica a los blancos bajo la sólida cúpula del estereotipo? Ninguno. Lo que queda es un Gran Varón Blanco sin nombre y sin rostro. A Mark el racismo le parece una especie rara de masoquismo. Una manera de hacer que nos sintamos extremada y absurdamente solos. Sin identidad. Y Mark odia pensar que está solo, más de lo que Sternberg odia tener su cuerpo o D. L. odia el realismo pre-modernista. El solipsismo le afecta igual que la metanarrativa de Ambrose. Es el agudo canto de sirena de la gran cuchilla en la muñeca. Es como el final de una carrera muy, muy, pero que muy larga que estás contemplando pero cuyo ganador al final no consigues ver quién es porque estás demasiado embelesado mirando la belleza exhausta de las caras de los corredores a medida que cruzan la meta marcada por una cinta de lado a lado y cómo luego se ponen a tambalearse en círculos, inclinados y con las manos en las caderas.

Ahora que viene al caso, mencionaré que a Mark Nechtr le han diagnosticado problemas emocionales. En realidad ha pasado temporadas entrando y saliendo de clínicas, algo que asombraría a esos chavales de la East Chesapeake Tradeschool que tanto lo valoran y lo aman. No es que las emociones de Mark sean problemáticas y desordenadas, sino que es él quien tiene problemas para relacionarse con ellas. Por eso siempre parece tranquilo y dotado de una jovialidad neutral. Cuando tiene emociones, es como si el acceso a ellas le fuera negado. Nunca se siente a sí mismo en posesión de sus emociones. Cuando las tiene, parece que estén muy lejos. Se siente fuera de sí mismo, como si fuera otro. Salvo cuando tira con arco, casi nunca siente nada en absoluto. Cuando dispara, cuando tensa lentamente su complejo arco, con sus manos de estatua enfundadas en guantes negros sin dedos, cuando las doce hebras de la cuerda resuenan y el astil de la flecha sale despedido con un silbido y desde la izquierda de la diana, él está fuera de sí mismo y es testigo ocular de su propio regocijo.

I. e. o bien Mark no siente nada, o bien Mark no siente nada.

El aprieto en que se encuentra Magda Ambrose-Gatz es el contrario, y resulta mucho más noble y trágico. Pero nadie puede saber esto. Porque así como el carácter de Mark es el de un sujeto, el de Magda —mujer y pre-contemporánea— es el de un objeto. Mark finge algo de lo cual Magda es un efecto. Ella siempre ha sido un objeto: de la añoranza prepubescente y femeninamente rimada de Ambrose cuando era niño; de la construcción fría y posmoderna del Ambrose ya adulto; de la necesidad que tenía el especulador de tierras de un läbensraum; de la mano impasible de la micro y la macroeconomía agraria; del deseo de J. D. Steelritter de vender deseo; y ahora de la maquinaria especulativa de Mark. No hay ni claustrofobia ni salida para esta antigua actriz de edad incalculable, esta encantadora chica de la costa que tiene una Casa Encantada bidimensional estampada en su zapatilla, que probablemente no reconocería el sabor de una flor frita ni aunque esta la mordiera en su nariz anaranjada de edad incalculable. Pero nunca se queja. Se lo toma todo extremadamente bien. Nunca tiene que fingir jovialidad despreocupada ni buena salud. A diferencia del joven Mark Nechtr.

La luz del sol se vuelve de color de cuarzo, ahora que el sol está al sur. Sus rayos inclinados reptan por la falda de Orlon veteada de Magda, en dirección a él. Mark Nechtr tiene mucha más suerte que ella. Él se opone en silencio a casi todo. Tiene deseos, aunque no sabe de qué. Desearía tener las pelotas y la arrogancia para poder inventarse allí mismo un relato sobre Magda, sobre la Reunión y la cadena de Casas Encantadas, sobre Jack Lord, sobre la provisión de rosas fritas de Ambrose, su recompensa perversa por haberse comido la belleza, y sobre la flecha especial que ha perdido pero a la que no puede renunciar. Un canto de amor rudo para una generación cuyos ojos se han desplazado a los lados de su cabeza como si fueran peces, cuya visión hacia delante ha sido reemplazada por una necesidad entumecida de sobrevivir al momento presente, cuyos ojos ahora situados a los lados buscan cualquier garde de la que ser avant. En el relato que quiere escribir, ese que no logra emocionarle, él no es más que un objeto, de irritación, de acusación, de deseo: de reacciones ajenas. No quiere ser el sujeto. Eso no. Eso nunca. Ser el sujeto es estar solo. Atrapado. Apartado de uno mismo. Nechtr, Sternberg y DeHaven Steelritter conocen todos ese horror: que no pueda besarse nada más que la cola de uno mismo. Que no pueda hacerse el amor con nadie ni con nada salvo con…

Pero Mark no puede saber que los otros chicos también saben esto. Porque nunca habla de sí mismo. Ese silencio, por el cual es amado, es irradiado como un grito desde su centro, donde residen su engaño y su defecto contemporáneo. Si bien sus jóvenes compañeros tienen sus propios engaños —el de D. L. es que el cinismo y la ingenuidad se excluyen mutuamente, el de Sternberg es que el cuerpo es una prisión en vez de un refugio—, el de Mark es que él es la única persona en el mundo que se siente como si fuera la única persona en el mundo. Es un engaño solipsista.

—Yo describiría mi pensamiento actual como una especie de minimalismo progresista —DeHaven le explica a Drew-Lynn, que ha apagado el programa de radio para oír cómo el payaso describe sus ambiciones como compositor atonal provisto de un Yamaha DX-7 brutalmente caro con el cual ha reemplazado a su ya anticuado Moog—. Lo que estoy buscando es una especie de fusión de la energía y, cómo se dice, el brío de la música popular con el intelecto de alguien como Smetana o Humperdinck.

J. D. suelta un soplido de impaciencia, pero en realidad está inusitadamente silencioso, como si estuviera rumiando algo. Hace demasiado calor incluso para mencionarlo.

—Detesto todos los tipos de minimalismo —dice D. L. con firmeza.

DeHaven se encoge de hombros y se quita la nariz roja luminosa y la peluca de hilo, revelando una nariz curva como la de Steelritter y un cabello negro de brevedad y brillo sorprendentes.

—Bueno, el minimalismo en música simplemente quiere decir la repetición de una serie de acordes muy simples. Pero el atractivo de lo minimal viene de la simplicidad de la repetición, y no de la simplicidad de los acordes.

—Ponte eso otra vez —gruñe J. D., moviendo el puro de su boca para indicar, sin molestarse en mirarlo, el amasijo de color rojo que ahora descansa, sin parecerse a ninguna otra cosa que una peluca de hilo y una nariz brillante, debajo de los dados bailarines que cuelgan del retrovisor.

—Papá, hombre, por Dios…

—¿Acaso yo puedo hacer lo que me dé la gana? ¿Acaso no hemos tenido una conversación hace un rato? ¿Acaso los dos no hemos hecho concesiones? ¿Acaso no hemos llegado a un acuerdo negociado sobre lo que quiere decir un empleo?

—Pero papá, por Dios, hace calor, y yo…

J. D. le mira fijamente:

—Defíneme, cagón mío, el significado que hemos acordado que tiene la palabra «empleo», otra vez.

DeHaven mira con frialdad en dirección a la autopista de color negro que ya hace rato que ha dejado de tener que mirar y se vuelve a poner la peluca, pero se la pone torcida. La nariz roja, que pesa por culpa de la pila que lleva dentro, resbala hacia la rejilla de la calefacción que hay entre el parabrisas y la guantera y se pierde de vista.

DeHaven murmura entre dientes:

—Un empleo es un sitio donde, cuando lo aceptas, haces cosas sin importar que te apetezcan o no, porque lo has prometido por el hecho de aceptar un empleo.

—¡Qué memoria! Esto hace qué tu padre se enorgu…

—Me parece que a nadie de los que estamos aquí le importa una mierda si llevo una peluca roja o no.

—¡Tú representas a McDonald’s, cagón! ¡No eres tú quien está conduciendo! ¡Representas al restaurante de la comunidad mundial!

—Hace un calor terrible, señor Steelritter —dice Magda, inclinándose hacia delante para que puedan oírla. Mark la oye. El único indicio de que lleva sujetador es una especie de bulto en el centro de su espalda, debajo de su blusa marrón de Orlon, justo encima de su espina dorsal.

J. D. no le hace el menor caso:

—Ten un poco de orgullo, joder, DeHaven.

—¿Ya falta poco para llegar? —dice de pronto Sternberg, con las manos sobre el regazo y con los ojos yéndose en contra de su voluntad hacia el bulto que tiene Magda bajo la blusa, allí donde los broches que los hombres no saben abrir y las mujeres saben abrir con una sola mano se entrelazan en complejas posiciones imaginadas.

—No —dice J. D.

—Hum, ¿y falta mucho?

—El cuentarrevoluciones está a punto de dar toda la vuelta —dice DeHaven, observando los giros implacables del rodillo donde están los números.

J. D. rumia algo, quita la ceniza de su puro, muerde el extremo y vuelve a encenderlo. El interior tapizado de rojo del coche se llena de nuevo del hedor verde del puro. Sternberg se sienta de nuevo para volver a pasar inadvertido. D. L. suelta una tos que suena como una risa y que también pasa inadvertida. Un espantapájaros elegante e imponente de hierro negro trenzado, con más aspecto de objeto decorativo que de espantapájaros de verdad, situado justo en el margen exuberante de la carretera, juguetea en actitud perversa durante un instante con la sombra del coche. A Mark le parece bien que la peluca vuelva a su sitio, y no es que tenga nada contra ese chaval que hace de Ronald…

—En cualquier caso, la música que quiero hacer presenta afinidades con la obra de alguien como Glass o Reich pero es más… progresiva. Armónicamente es todavía más atonal y rítmicamente tiene una especie de cualidad fascista que me gusta mucho, una especie de timbre como de botas-altas-marchando-sobre-un-pueblecito-de-Polonia.

—Cállate —dice J. D. en tono ausente.

—Es una música que te agarra de las solapas y te dice: dame toda tu tierra o destripo todo tu ganado —resume rápidamente DeHaven—. Aunque de una manera mucho más cerebral. Y con percusión por todos lados.

… sino porque al quitársela ha revelado que la gruesa y estridente capa de maquillaje del payaso se termina de pronto, rodeando la parte superior de su cuello y la curva de sus pómulos redondos, y da paso a una piel steelritteriana normal, un poco roja y tostada por el viento, de un modo abrupto que a Mark no le gusta nada.

—¿Es que no te acuerdas? —D. L. se da la vuelta para dirigirse a Sternberg—. ¿No te acuerdas de que el decorado de McDonald’s estaba totalmente apartado del camino?

—Collision está en medio de la nada, chavalín.

—El aeropuerto central de Illinois es el aeropuerto y helipuerto más cercano, pero aun así la distancia que hay hasta Collision no es ninguna broma.

—Está hecho a propósito —dice J. D., con el puro apoyado en su grueso labio inferior—. Uno no tiene que ir hasta el cliente. Uno tiene que hacer que el cliente venga. De esa manera es él quien se quita el sombrero. El cliente recorre un laberinto de caminos para llegar hasta ti, hace un viaje durísimo, encuentra malas carreteras sin mapas y desvíos: el cliente ya viene convencido, por el camino, de que tus servicios son de gran valor, porque le han hecho venir atravesando el mismo infierno solamente para encontrarte. —J. D. deja escapar una sonrisa macabra. Mark se da cuenta de que DeHaven es capaz de mover los labios de manera sincronizada con el discurso de su padre. Y también con su conclusión:

—Es la estratagema de que «hay-un-gurú-muy-sabio-en-lo-alto-de-una-montaña-muy-difícil-de-escalar» —dice J. D.—. No es ninguna casualidad que los gurús más sabios sean los que están en lo alto de las montañas. Si llegas a la cima ya estás en sus manos.

Todo el mundo escucha esta explicación en silencio.

Sternberg carraspea con su garganta de fumador, dirigiendo el ruido hacia la azafata de vuelo que tiene sentada al lado:

—Siento mucho lo de su falda, y también siento haber asaeteado la compota de su novio.

—No pasa nada —dice Magda, atusándose el pelo rubio por detrás de las orejas—. Y no era mi novio.

—¿Y qué pasa con mi Dexter? —pregunta Mark en tono cansino.

—Solo era un pasajero —explica Magda.

—Mi flecha, Sternberg —dice Mark, inclinándose un poco para mirar al otro lado de Magda, al ojo de color de huevo pasado por agua de Tom, e intentando sentirse enfadado—. Te la has dejado allí, ¿verdad?

—La tengo yo —dice Magda.

Mark la mira a ella. Una sacudida repentina causada por un bache —«Mierda», exclama DeHaven— le provoca un vuelco en el estómago como cuando uno cambia de altura muy deprisa.

—Está en mi bolsa de mano —dice ella, y sonríe—. En el maletero. Te la devolveré cuando lleguemos.

Mark observa su rostro de color naranja:

—Gracias. Es mi favorita. Es la única que puedo pasar por el detector de metales. Es de aluminio. —Hace una pausa—. Gracias de nuevo.

Ella se ríe:

—Tenía una pinta un poco obscena, allí sobresaliendo en medio de la compota. Se me ocurrió que igual la querías.

—Vaya, gracias —dice Sternberg.

—Sí, gracias.

Era imposible perder aquella flecha. Incluso la había disparado al mar una vez, desde un viejo muelle. Y se había quedado flotando, lanzando destellos desde el agua. Suspendida en el agua gracias a su astil de madera de cedro. Había regresado con la marea al cabo de unas horas.

Y Mark la había esperado. En aquel muelle ruinoso que olía a pescado. El hecho de que la flecha no pueda desaparecer es al mismo tiempo un alivio y una preocupación. Hace que Mark se sienta ciertamente especial. Pero ser especial no es muy distinto de estar solo.

Pero todos, y Mark lo sabría si se hubiera molestado en preguntarle a J. D. Steelritter, que en los tiempos idílicos de los bares de solteros había investigado los miedos-procedentes-de-engaños-solipsistas, todos tenemos nuestros pequeños engaños solipsistas. Todos nosotros. La verdad está toda allí, registrada e ilustrada con gráficos en blanco y negro —y olvidada, ahora que el miedo a la enfermedad ha reemplazado al miedo de envejecer en soledad—, colocada en carpetas de aluminio polvorientas en un archivo recóndito de la agencia publicitaria J. D. Steelritter, en Collision, adonde se dirigen. Todos tenemos nuestros pequeños engaños solipsistas, nuestras sospechas macabras de ser totalmente singulares: creemos ser los únicos que llenamos la cubitera, que retiramos los platos limpios del lavavajillas, que meamos ocasionalmente en la ducha, los únicos a quienes les tiemblan los párpados en las primeras citas. Que solo nosotros convertimos la súplica en cortesía. Que solo nosotros oímos el gemido dramático que se esconde tras el bostezo de un perro, el suspiro arcano que suena al abrir una jarra sellada herméticamente, la risotada estrepitosa al freír un huevo, el lamento en re menor al rugir la aspiradora. Que solo nosotros sentimos al anochecer ese pánico que siente el niño novato en el jardín de infancia cuando su madre se marcha y lo deja solo. Que solo nosotros amamos el solo-nosotros. Que solo nosotros necesitamos el solo-nosotros. El solipsismo es lo que nos une, y J. D. lo sabe. Sabe que nos sentimos solos en la multitud; que evitamos reflexionar sobre qué es lo que ha creado la multitud. Que nunca somos otra cosa que caras en la multitud. De eso se alimenta Steelritter.

¡Oh, la tristeza de J. D. Steelritter, ese hombre que hace que existan las multitudes! Un planeta entero se prestaría voluntario para amar al hombre que construye lo que quieren que se construya. Pero ¿y al hombre que construye sus deseos? ¿Acaso alguien le invita a su casa a tomar una bebida? ¿Alguien le da aunque sea una palmadita en la espalda? ¿Un abrazo? ¿Alguien le produce un telefilme semanal, La historia de J. D. Steelritter, con patrocinadores y donde J. D. salga retratado como un héroe de esos que siempre triunfan? ¿Acaso hay alguna novela sensible de C__ Ambrose donde J. D., el manipulador de imágenes y signos, se rinda por medio de una epistasis al embrujo del Laberinto Mesmerizante que él mismo ha urdido y mediante su resolución sea obligado a trascender, a madurar, a ver? ¿Es que no hay nada así? Pues no. La tele solo se ocupa de cuerpos políticos, de gente con cuerpos que se están muriendo, de atracadores o policías que perforan cuerpos o de médicos que remiendan de nuevo los cuerpos. Y solo hay novelas sobre novelistas que escriben novelas sobre novelistas que nunca se rinden. Relatos efectistas que se repantigan eternamente, huraños, listillos, evasivos y sin pelo en el pecho.

Pero no dejemos que se nos ponga el pelo de punta por nada de todo esto: en realidad no tiene nada que reprocharle a Ambrose-el-constructor, el-empresario, el-consumidor. ¿Y por qué vamos a preocuparnos de nada salvo de lo que tenemos justo delante? La Reunión será enorme. Será colosal. Inenarrable. Cuarenta y cuatro mil actores, promotores, famosos y veteranos de anuncios van a regresar al lugar. Cuarenta y cuatro mil personas que van a reunirse, saludarse, conocerse —todo ello registrado en imágenes— y a comer. A comer. Las cámaras filmarán grandes panorámicas. Uno necesitará tener los ojos a los lados de la cabeza como un pez abisal para albergar la esperanza de abarcarlo todo. La enorme multitud que J. D. ha ido construyendo durante treinta años de tiempo carísimo y pagado segundo a segundo va a congregarse, renunciará a esa cortesía de los suplicantes que atomiza las multitudes y deseará por encima de cualquier consideración terrenal la puesta en escena de la grasa, el suspiro del aceite, el chisporroteo de las bebidas gaseosas y la consunción de la carne inspeccionada por el gobierno. Se deleitarán con la carne y sus labios se mancharán del color púrpura de la sangre frita de las toneladas de la ofrenda floral de Steelritter.

La población todavía distante de Collision se ha convertido en un manicomio. Frenético, apiñado y atiborrado de veteranos de anuncios locos por quedarse allí. Lo contrario que la caída de Saigón. Los lugareños, descendientes de un mercado accidental, han aprendido a cambiar los billetes grandes de los visitantes: por todas partes hay souvenirs y franquicias instaladas en puestos callejeros de construcción casera. Se han construido dos arcos gemelos enchapados en oro, cada uno de ellos del tamaño del Portal de San Luis, y debajo de sus gigantescos cenits parabólicos, un altar de piedras preciosas exige, con voz pregrabada, que le dejen ofrecer un respiro a la gente. La predela del altar es una hamburguesa dorada del tamaño de un parterre. Y todo lo que se ha construido —los arcos, el altar, la predela— ha sido perforado y rellenado para asperger sangre de primera calidad comprada al departamento de agricultura en el momento de éxtasis en que se acerque el helicóptero de Jack Lord. Esa imagen será paradisiaca, celestial. Lord observará cómo el deseo se eleva hasta ese extremo rojo y dorado, ese temblor y ese estornudo sincronizados de todos los consumidores que ha habido durante treinta años que sucumbirán como un solo hombre. Y he aquí el único secreto de un genio público: que todo eso será la Tormenta que preceda a la Calma. Atiborrados con toda la fauna y la flora que su dinero ha servido para matar, congelar y enviar en barcos para ser servida a billones de clientes, los veteranos de anuncios cederán, deleitados, por completo.

Y eso será todo, como suele decirse. Nadie se marchará nunca más de la Reunión de la plantación de rosas. La revelación de Lo Que Quieren descenderá sobre ellos. Y gracias a esa revelación del Deseo, se convertirán en Poseedores. Todos Pagarán el Precio, sin que haga falta convencerlos. Será el canto del cisne de J. D. Ya no harán falta la agencia publicitaria Steelritter ni la genialidad de su timonel. La vida, la realidad, se convertirá en su propio anuncio. La publicidad habrá llegado por fin a la muerte que ha sido su meta durante todo el tiempo. Y al llegar a su muerte, por supuesto, se convertirá en la Vida. El último anuncio. La cultura popular, esa gran canción de cuna tarareada por Estados Unidos de América, ese gran bloc de notas sujeto con un imán en la nevera de la fe, se lanzará, desprovista para siempre de patrocinadores, al suelo cuidadosamente cubierto de sal. El público, esos grandes necesitados, ya no echarán de menos que se les recuerde en qué creen. Dudarán de sus temores, creerán lo que ansían; y unidos, convertidos en Reunión, sus deseos harán que esto acontezca. Sus deseos, sí, se harán realidad. Los hechos serán narrativa que será hechos. Ambrose y sus herederos reinarán sin leyes. Metanarración de la carne.

Y Steelritter, ¿cuál será su porvenir? Se retirará al cruce donde todo empezó. Alcanzará la paz en el centro de la multitud rugiente. Tal vez se eche una siestecita que hace tiempo que necesita, tumbado en el cruce de carreteras, con los miembros extendidos señalando las cuatro direcciones y con el puro a modo de reloj de sol. Se relajará y sentirá cómo el enorme y pesado giro de la tierra debajo de su espalda se entrecorta, parpadea y cambia de dirección.

Se convertirá en el objeto del aprecio de todos. No solo lo necesitarán. Lo amarán. Será amado. Porque Re-Presentará el Producto.

Ahora reflexiona, en el asiento del copiloto. Ya ha consumido todo el puro hasta que siente el calor de la brasa en sus labios. El espantapájaros de hierro trenzado se queda atrás en un abrir y cerrar de ojos. Sostiene la colilla fuera de la ventanilla y, a voluntad, deja de rumiar y su frente enorme se alisa como una sábana extendida con habilidad. Pronto tomarán el último desvío al oeste.

Son adelantados por un camión lleno de pollos que va a una velocidad tremenda. Sus costados son como los costados de un cajón de embalar. Al pasar provoca una lluvia de pienso y plumas sobre el parabrisas de DeHaven. El movimiento (furioso) de los limpiaparabrisas de fabricación casera hace que la nariz de payaso con su resplandor intermitente se caiga por la rendija que hay entre el cristal y el tablero de mandos. La nariz se cae sin que nadie se dé cuenta y se queda atrapada en algún lugar del interior de la guantera.

A su vez, nuestros seis amigos dejan atrás a un granjero viejo y enorme que está haciendo autoestop en el recodo que hay en la carretera rural a falta de poco para llegar. Su vieja cosechadora puede verse estropeada y vagamente escorada a estribor detrás de él, entre el maíz agitado por el viento. Al otro lado del coche se hacen visibles las cúspides de un par de arcos gigantes y resplandecientes, inclinados como las cejas graves de un niño, justo por encima de la línea que separa la tierra del color azul como el iris de un bebé de ese cielo que se pasa el día contemplando las extensiones de comida. J. D. es el primero en ver las cúspides de los arcos —hay que darle un puro a ese hombre, dice con una sonrisa—, porque los otros cinco están mirando al granjero enorme que hace autoestop, inmóvil, como una estatua que se desliza en su dirección. Es un tipo enorme. Su pulgar proyecta una sombra considerable. El coche perverso del payaso lo rocía de grava.

—Aquí no tenemos sitio para un granjero tan grande, tío —dice DeHaven.

—Es muy raro ver viejos tan grandes —dice D. L. en tono reflexivo—. La gente grande parece que se muere joven. ¿Habéis visto muchos viejos grandes? Es muy raro. Se mueren.

Ha sido un comentario irreflexivo. Los dos Steelritter son bastante grandes. Y Mark Nechtr también.

DeHaven usa solamente dos dedos para girar el volante hacia la izquierda mientras busca una emisora con la otra mano. El coche chirría al tomar la curva. Aparece un trozo más de los arcos gigantes, que ahora quedan justo delante, todavía lejos pero revelando un poco más de sí mismos, como dos cejas nórdicas que se van desplegando, volviéndose menos graves, a medida que el coche peraltado se les aproxima. El letrero que hay en el cruce dice 2000 Oeste. Aquí en el campo parece que las carreteras solo se identifican con números y direcciones. J. D. deja escapar una tos espesa. Las cinco superficies de cristal del coche están salpicadas de insectos diminutos, todavía vivos pero inmóviles. Y si no están muertos, supone Mark mientras mata uno, es porque matarlos no resulta nada interesante y además es asqueroso.

Algo que nadie ve es que ha aparecido una linea negra —en realidad de color obsidiana— cuando giraban al oeste por la línea recta de la 2000 Oeste. Posiblemente se trata de nubes de tormenta. Aparecen como un nacimiento de cabello semítico por encima de las cejas doradas.

Entretanto, las manos enguantadas de DeHaven han rescatado de la corriente de interferencias diurnas el avatar en la FM de la misma estación Wonderful W. I. L. L. de antes, ahora enfrascada en un antiguo sermón pentecostal de media mañana. El predicador —es obvio que es un hombre carismático y un evangelista porque es capaz de hacer con el inglés lo que hacen los suizos con el francés: añadirle a cada sílaba una coletilla entrecortada— el predicador está entregado a la temática de los ojos, las pajas y las vigas. Se refiere a las estaciones que dan forma a la espiritualidad rural. Hace alusión a los estrechos ciclos de la vida, pasaje, la muerte, pasaje, y la vida. Todo el tiempo el tono de su voz es un do agudo, monótono e idiota que va repitiendo dos o tres melodías muy simples. El aullido agudo y constante y las coletillas repican contra los diapasones doloridos por la falta de sueño de todos los presentes salvo de Magda, que duerme cada noche, sin necesidad de medicarse, como si estuviera en la tumba. La única variación perceptible está en la respuesta del público al predicador. Cada epíteto es repetido tres veces. Su tono es frenéticamente lacónico, si es que tal cosa es posible. Mark se hace una imagen de Camus drogado con speed.

J. D. Steelritter, cuyo estado de ánimo ahora varía de manera inversamente proporcional a la distancia entre el coche y los arcos todavía lejanos pero por lo menos ya visibles y ensanchándose, y que ya piensa en la fiesta que los espera, intenta vagamente recordar dónde y cómo contrató a estos chavales problemáticos e impuntuales. A Eberhardt recuerda haberla visto mientras él se daba una vuelta, acompañado de un guía, por las ruinas desvencijadas del parque de Ocean City del que hablaba Ambrose en su relato. Ella estaba con su padre, un tipo realmente robusto y de aspecto macizo, el equivalente humano de un Volvo, con el pelo rapado, musculoso y vestido con una chaqueta de satén negro en cuya espalda llevaba un Sudeste Asiático de color azul rodeado por una serpiente hexagonal roja que se mordía la cola y con la inscripción «Yo he muerto allí» escrita debajo en letras blancas. Fue la manera en que la niña tocó la carcasa derretida y macabra de Fat May en las ruinas de la Casa Encantada, apoyando la palma de la mano en su enorme frente hundida, como una madre diminuta haría con su hija gigante enferma de fiebres, lo que excitó a J. D.: allí tenía a una niña mostrando todo su encanto con algo que había quedado despanzurrado de forma macabra. Cuando J. D. se presentó a sí mismo, el padre le ofreció el garfio que reemplazaba su mano amputada. Eberhardt era una niña bien desarrollada y atractiva. A ese chaval Sternberg no consigue recordar dónde lo enroló ni por qué, pero recuerda muy bien el gorjeo metálico de la voz de su madre, que no paraba de manosear el pelo y la ropa del niño y de alisarlos hasta convertir al pequeño en algo perfecto y falso después de que J. D. hubiera empleado todo su tiempo y su atención en caracterizarlo como el típico niño triste y arrugado que le pide la comida a un interfono y luego se la come mientras juega.

—¡Veo los arcos! —canturrea D. L.

El cuentarrevoluciones se acerca muchísimo al punto en que ha de dar toda la vuelta.

—¡Baraguiéeen! —dice DeHaven, mirando el contador de la guantera. Luego ve otra cosa.

Los arcos se aproximan con lentitud enloquecedora, y por encima de sus cúspides doradas la línea negra que viene por el oeste ya ha crecido hasta convertirse en una amplia mancha.

A DeHaven vuelven a adelantarlo, esta vez un camión de combustible cilíndrico que con toda seguridad va volando hacia Collision. Su enorme cisterna en forma de tubo plateado efectúa un viraje y vuelve a enderezar su rumbo, bamboleándose de un lado a otro y con letreros rojos en el trasero que piden precaución porque transporta material inflamable y que explican exactamente cuántos metros de largo tiene el trasto. Luego desaparece a lo lejos.

Una de las razones por las que desaparece es que DeHaven ha disminuido un poco la velocidad, ya que acaba de encenderse la lucecita roja de la guantera que indica el nivel de aceite. Esto es una noticia bastante terrorífica. D. L. también ve la luz roja. Pero D. L. no se lo dice a nadie de los que van en el coche. ¿Por qué no? ¿Por qué no? A lo mejor es que le gusta DeHaven Steelritter, dado que le ha contado sus ambiciones atonales. Uno podría pensar que semejantes ambiciones sonarían absurdas viniendo de la boca pintada de rojo de un payaso. Pero por alguna razón no es así. DeHaven y D. L. se miran discretamente con el rabillo del ojo y Magda Ambrose-Gatz los ve, mirando por el retrovisor desde el asiento trasero. El coche parece rugir todavía más ahora que va un poco más despacio.

Aunque está en el asiento del copiloto, J. D. puede ver que la línea discontinua de la carretera rural empieza a dejar de parecer continua por la velocidad.

—Pisa a fondo, chaval, que llegamos tarde. ¿Qué estás haciendo? Ya te he dicho que tenemos que llegar como muy tarde a mediodía. Por aquí, hazme caso. Ve desde el norte. Nos ahorraremos diez minutos. Pero pisa a fondo. Dale a todo gas y vamos allá. —Se pasa las manos por el pelo, que no se le mueve ni un milímetro.

DeHaven gira de repente a la derecha y toma un camino diminuto, sombrío y sin recodos, una carretera llamada 2000 Norte que a Mark le da la impresión de que acaban de inventársela: el alquitrán está nuevo y la grava es de un color blanco inmaculado y repiquetea frenéticamente contra los neumáticos y los pozos del coche. Los enormes arcos pareados vuelven a aparecer, después de permanecer ocultos tras un grupo de árboles que hacen de cortavientos, al otro lado de la ventanilla de Mark. No es raro que al verlos le parezcan una inicial.

Sternberg habla con voz estridente y casi fuera de control:

—¿Vamos al norte?

—Papá va a llevaros por el noroeste para ahorrar tiempo —dice DeHaven, escrutando la luz roja del aceite—. Toda la parte sur de Collision está atestada. Hay un tráfico increíble. Camiones de combustible, camiones de pollos, camiones de la Coca-Cola, turistas, franquicias, camiones de carne, de sangre. De todo, vamos.

El coche parece rugir más fuerte cuanto más despacio va. Sternberg cree que el rugido y el repiqueteo de la grava le van a volver loco.

—Este coche no es tan silencioso como un Datsun —dice D. L. con desdén.

—¿Qué te pasa con los Datsun? —dice DeHaven, mirando a su padre de reojo y quitándose de nuevo la peluca sudada. Mark mira a J. D., pero no parece que Steelritter se dé cuenta de nada.

—Los Datsun son un simple montaje publicitario —continúa DeHaven, que ahora vuelve a parecer distinto y más cortante—. Tienen unos motores de mierda. Son de plástico y aleación. No tienen acero. No tienen alma. Y si se estropean tienes que sacarles el motor entero para cambiar cualquier pieza. Y se estropean. Son coches para esa gente, ¿cómo se llaman? Juppies.

—Querrás decir yuppies.

—No, quiero decir Juppies. Jóvenes Urbanos Petimetres y Penosos, es como los llamamos por aquí. Son yuppies pero sin el buen gusto y la clase que son tal vez las únicas cualidades que redimen a un yuppie. Conocemos la distinción entre yuppies y juppies. Illinois no es otro planeta, tío.

Y por primera vez Mark oye un deje del Medio Oeste en la voz huraña de DeHaven.

—Por no mencionar las tarjetas de crédito, hablando de jóvenes penosos —dice J. D.—. ¿Ninguno de vosotros tiene una miserable tarjeta de crédito? Eso es lo que dijo Nola, la chica de Avis.

—Las tarjetas de crédito no son ningún juguete —dice Sternberg en voz bien alta y con firmeza.

Esto puede explicarse en un momento. Ahora mismo el estado emocional de Sternberg ya es oficialmente el pánico. Y el pánico se suma a la claustrofobia. Origen del pánico: el coche va dando sacudidas, y los golpes del seno derecho de Magda, dotado de una firmeza casi protésica —los dos van sentados muy pegados— le han provocado una de esas erecciones que se ríen de la capacidad de contención de la tela de gabardina del mismo modo que la resaca se ríe de las aspirinas.

—Las tarjetas de crédito no son juguetes que uno pueda sacar, ponerse a comprar y a jugar con ellas —dice en tono agresivo pero con una especie de calma reflexiva y una gravedad propia de un adulto, ese tono que uno usa cuando sus abuelos le preguntan por sus planes de futuro.

—Nosotros usamos la Visa de mi suegro —dice D. L.

—Pero cuando viene la factura, la pagamos —añade Mark.

—Las tarjetas de crédito piden reflexión —insiste Sternberg, encorvado y con la mano colocada de manera un poco demasiado casual sobre el regazo abultado. Mark ve la anomalía del pantalón y Magda parece que está evitando diplomáticamente mirar hacia abajo. Sternberg cierra su ojo bueno, se concentra en mirar hacia dentro y lucha con todas sus fuerzas contra esa función autónoma que siempre ha desafiado a su voluntad. Y viceversa. Básicamente, por supuesto, lo que intenta es desviar su mente del sexo a otros ámbitos más elevados. Y lo hace como mejor puede un chaval que no practica deporte, no pinta óleos abstractos ni toma depresivos del sistema nervioso central.

—El crédito es político —afirma—. Es una herramienta de las élites. Si usas el crédito sin reflexionar, estás refrendando inconscientemente el statu quo.

—Oh, Dios mío —gruñe DeHaven, que también, curiosamente, está intentando desviar el miedo que le produce una función mecánica distinta y situada fuera de su control—. Es otro de esos tipos políticamente correctos, papá. En los últimos días hemos oído a bastantes veteranos de anuncios que nos salían con esta mierda de la corrección.

—Cálmate, chaval —dice J. D.

DeHaven frunce la mitad del ceño y gira la cara, mitad humana y mitad de actor de teatro Kabuki, en dirección al rincón apretado donde va Sternberg:

—Eres uno de esos tipos políticamente correctos, ¿verdad? ¿A que pronuncias «Nicaragua» sin consonantes? Pronuncia «Nicaragua» para que te oigamos.

—Te he dicho que dejes en paz al chaval, cagón.

En una trama paralela que va a terminar de manera bastante dramática, Mark saca la bolsa Ziploc (que no se ha dejado al marcharse de la cafetería, lo cual da que pensar) de debajo de su camisa de cirujano. Casi de inmediato J. D. olfatea el aire del interior del coche. La oscuridad que tienen a su izquierda, al oeste, ya cubre casi la mitad del cielo, como una tapa que se pone encima de una olla para que hierva a fuego lento. Podría ser su imaginación, ya que está bastante concentrado en lo que tiene entre manos, pero a Mark le parece que Magda está mirándole con una especie de gesto de horror en su rostro naranja. Como si reaccionara ante algo totalmente funesto.

—Y por supuesto, eso que tienes en la frente es un grano, tío. ¿Qué coño es esa tontería del zumaque? Apuesto a que no vas a ponerte en primera fila cuando empiecen a filmarlo todo, ¿verdad?

—¿Dónde vives? —dice Magda.

Mark la mira, un poco confundido:

—En Baltimore. Al norte de Baltimore, en Hunt Valley.

Ella abre ligeramente la boca.

—¡Todo tiene implicaciones políticas, por el amor de Dios! —dice en voz alta un J. D. enojado dirigiéndose a algún punto a medio camino entre DeHaven, que tiene ganas de armar bulla con alguien de modo general y por norma, y Sternberg, que está encorvado en su rincón, intentando como un loco desviar su mente del sexo.

—Ya no. —D. L. manifiesta su desacuerdo con firmeza.

—¡Amén a eso y baraguiéeen! —DeHaven deja escapar una sonrisa llena de intención.

Sternberg, al borde del colapso, también ve la bolsa Ziploc de Mark. Magda se ha puesto un poco amarilla. Las ideas empiezan a volar por su cabeza estresada por la falta de sueño como si fueran ahechaduras, como una especie de urdimbre biselada de rosas, aceite, cuerpos, ámbar, zumaque, hamburguesas, mierda, Nechtr, Magda, sexo, erecciones, fuerza de voluntad y, sí, también política.

—Estás rodeada de política, Drew —dice Sternberg—. El señor Steelritter tiene razón. La política está por todas partes. Excepto gracias a Dios en cosas como la cultura popular. Por eso es tan importante el entretenimiento. Por eso la televisión es la bomba total. Aunque en realidad no tiene ningún interés. Porque no debe tenerlo. Que los jodan a los de la tele pública. ¿Verdad que sí, señor Steelritter?

—Es casi la única escapatoria. —Mark manifiesta su acuerdo en voz baja.

Todo el mundo asiente con la cabeza excepto J. D. y Magda. DeHaven ha disminuido un poco más la velocidad del coche perverso.

J. D. se gira, fumando, haciendo que no con su cabeza elegante y disgustado:

—No sé quién de vosotros está más rodeado de qué, chaval. ¿La tele no es política? ¿Y qué hay de esa serie, Hawai 5-0, la que Nola ha dicho que estabais viendo con la boca abierta y tan absortos que ni siquiera pestañeabais? —Apoya un codo en el respaldo del asienta delantero para dirigir su cara redonda y el puro apoyado en su grueso labio en dirección a Sternberg y Nechtr—. ¿Me estáis diciendo que no hay política en esa serie?

La respuesta de los chicos es inmediata, unánime y negativa:

—Es entretenimiento puro.

—Es como una manta tan vieja que ya empieza a deshilacharse. Es reconfortante.

—Es como hacer burbujas con tu saliva. Es descerebrada. Es divertida por el mero hecho de serlo.

—Sobre todo en las reposiciones, cuando la venden a otras cadenas y ya lo has visto todo —dice Sternberg, absorto, sintiéndose incorpóreo, distinto, fláccido—. Es increíblemente balsámica. Sabes perfectamente cómo va a funcionar el universo durante la siguiente hora. Es totalmente seguro. Estás conectado pero a distancia. Es un útero con vistas.

Steelritter no puede creerse la estupidez de esos pequeños cínicos. Le gustaría cruzar a través del retrovisor una mirada de complicidad con la azafata de vuelo, mucho más mayor que ellos, si no fuera porque la cabeza esbelta de D. L. está justo en medio. D. L. y DeHaven observan cómo el cuentarrevoluciones da finalmente toda la vuelta. Resulta excitante y maravilloso. Produce una sensación parecida a estar delante de una máquina tragaperras, que los dos experimentan al mismo tiempo y son conscientes de que están experimentándola. La luz roja del aceite se ha estabilizado en una especie de parpadeo continuo, lo cual resulta todavía más temible, conociendo el aceite.

—No me puedo creer cómo son estos chavales de hoy —dice J. D.—. ¿Conque Hawai 5-0 no es política? ¿Estamos hablando de la misma serie? ¿La que se emitió desde 1965 a 1973? ¿La que tenía imaginería de helicópteros en todos los episodios? ¿Aquellos helicópteros llenos de tipos blancos con caras firmes e impasibles vestidos con esos trajes de ejecutivos genuinamente capitalistas? ¿Todos aquellos tipos blancos volando por ahí en helicópteros y restaurando el orden en una isla del Pacífico incapaz de gobernarse a sí misma y atestada de indígenas de raza oriental malvados y violentos? ¿Hablamos de aquella serie policíaca donde todos los jefes eran blancos y sus ayudantes eran orientales buenos vestidos con traje, y todos cooperaban y prosperaban juntos a base de disparar a los orientales malos desde helicópteros? ¿Y las alusiones continuas a un «continente» que parecía hallarse cerca de la isla y que estaba en peligro por culpa del desorden de la isla y que necesitaba, cuál es la palabra, inmunizarse, y eso requería que Jack Lord se pusiera a pegar tiros y justificaba todas las matanzas de nativos desde helicópteros?

—¿Intenta usted trazar un paralelismo con el Vietnam? —pregunta Mark.

El asco y la incredulidad se disputan el control del enorme rostro de J. D.:

—¡Dios mío, escúchame, pobre cagón, aquella serie fue la demostración política más descarada que ha habido nunca! —dice, imaginándose cómo va a ser la Reunión. Apaga su grueso Rothschild y se palpa el bolsillo con un ruido tintineante, intentando decidirse entre un pétalo y un fino Dutch Master.

—A lo mejor tiene razón —le dice Sternberg a Nechtr—. ¿Es como esos westerns de Clint Eastwood, donde al Pistolero lo tienen que llamar para que vuelva del Desierto y a la misma Comunidad amenazada que llevada por el miedo lo desterró al Desierto?

—¿El Héroe-Libertador, con su Rifle, montado a Caballo?

—¿El tutor inflexible pero en el fondo cariñoso que va templándolo como si fuera acero de primera calidad? ¿Los Bush? ¿Kinobe? ¿Yoda?

D. L. permanece totalmente en silencio durante esta conversación, observando cómo el cuentarrevoluciones empieza a perder lentamente su cualidad mágica. Hay una razón para su silencio que en cierto modo también es paralela al conflicto histórico de Estados Unidos con Vietnam. Para ella Vietnam no existe salvo como una sucesión de cartas llenas de sellos complicados y llamadas telefónicas establecidas en susurros, y como un padre de mirada totalmente impasible a quien vio por vez primera tendido sobre el asfalto a los nueve años. Que tenía un garfio. Que se tiraba al suelo cuando oía las explosiones de los tubos de escape (los tubos de los Datsun nunca producen explosiones, no son lo bastante potentes), que se quedaba mirando con gesto embotado y sumiso cómo un mosquito le picaba en su único bíceps. Que ahora ya hace tiempo que se marchó. Que dejó una nota.