¿Qué cosa no es divertida? Los problemas del estómago. Si no me cree, pregúntele a la señora Tagus y ella le aclarará el asunto. Yo, no problemas del estómago. Mi estómago, hecho de materiales duros, como la piedra. Artritis, sí tengo. Problemas del estómago, no.
El té, no bueno para los problemas del estómago de la señora Tagus.
—¡Mucho malestar, señor Labov! —me dice en la cocina de mi piso, en donde estamos—. ¡Perdone que siempre me esté quejando —dice—, pero me parece que cualquier cosa que es preocupación últimamente es automático que me pone estómago como un puño! —Mueve puño en el aire, enfundada en abrigo, y se inclina para soplar su taza de té, que suelta humo muy fuerte en el aire frío de mi cocina—. Y ahora, ¡tanta preocupación! —dice la señora Tagus. Ella hace ejemplo con el puño de una manera firme que yo envidio, a causa de la artritis que tengo en brazos y piernas todos los días, sobre todo ahora en invierno. Pero solo enseño compasión hacia el estómago de la señora Tagus, que ha sido mi amiga mejor y más íntima desde que mi mujer y después el marido de ella fallecieran con tres meses del uno al otro, hace siete años, que en paz descansen.
Soy sastre. Labov el sastre del Northside que puede hacer todo. Ahora, jubilado. Yo elegí, corté, medí y cosí el abrigo de piel de mapache que la señora Tagus lleva desde hace muchos años y que ahora tiene puesto en mi cocina, que mi casero hace que sea fría, igual que el resto de este piso que mi difunta esposa Sandra Lebov y yo alquilamos hace muchos años, cuando presidente Truman.
Yo hice también aquella gabardina de invierno forrada con varios tipos de piel con que enterraron al difunto marido de la señora Tagus y amigo íntimo mío, Arnold Tagus, este agosto hará ocho años.
—Lenny —murmura la señora Tagus mirando a su té. Ya no tiene puño en el aire. Ahora está calentándose las manos en taza de té de urgencias—. Lenny —dice, distraída de mí por el objeto caliente que tiene entre manos resecas.
Lenny es el hijo del señor y la señora Tagus. También hay otro hijo más joven, Mike Tagus. Yo, no hijos. La señora Labov tenía problemas de reproducción pero yo no quería menos a ella por eso cuando nos enteramos. Pero no hijos. Pero los Labov y todos los Tagus somos así. Muy íntimos. Yo vi crecer a los chicos de los Tagus, Lenny y Mike, orgullos y alegrías.
¿Sabe esa clase de gente que se lo saca todo de dentro? La señora Tagus no es de esa clase de gente. ¿Le ronda algo en la cabeza? Le va dando vueltas, un gesto por aquí, una palabra por allí, como mucho un suspiro. Le va dando forma por dentro como si es una materia blanda, por ejemplo arcilla, y entonces tú tienes que ayudar a ella a trabajar esa materia con paciencia, para sacar todo fuera.
Yo, me lo saco todo de dentro, cuando tengo algo.
—¿Todavía quieres salir con ella?
—¿Estás quedándote conmigo o qué? Yo lo que quiero es estrangularla.
—Ah, ya.
—Me encantaría volver a salir con ella.
—Apártate de ella. No parece una buena pieza. Parecía que iba en serio contigo.
—Es ella quien ha cortado. Yo no he cortado con ella.
—¿Exactamente cómo ha sido?
—Carlina ha cortado conmigo.
—Pero ¿cómo, Tagus?
—Pues me ha dicho que no quiere salir más conmigo. La verdad es que no ha sido muy agradable. Me parece que ahora entiendo por qué lloran cuando cortas con ellas.
—¿Y ya está? ¿Eso es todo lo que ha dicho?
—Después de que yo le metiera medio gramo por la nariz y estuviera toda la noche pagándole la bebida.
—Qué putada.
—Debí de meterle casi un gramo por la nariz.
—No creo que tuvieras que meterle nada por ningún sitio. Apuesto a que su nariz no necesitaba ayuda de nadie.
—La noche empezó bien. Estábamos yo, ella y Lenny, y yo quería que ellos dos se hicieran amigos. Ellos se metieron todo mi gramo mientras yo iba a la barra y compraba bebidas para todos. Luego él se largó a meter a sus críos en la cama o algo así. Le caía la coca de las narices, se iba dando con las paredes y el tío se fue a meter a los críos en la cama. Luego ella y yo tuvimos una discusión. No me acuerdo por qué. Y entonces cortó conmigo.
—¿Quieres una cerveza?
—Me dejó allí sentado. Todavía no sé cómo se las apañó para volver a casa.
—…
—Me parece que quiero matarla.
—No vale la pena. Tómate una cerveza.
—Dos meses, tío. Dos meses metido hasta el cuello. Le presenté a todo el mundo. A mamá, a Labov. Le conté cosas personales, hostia. Cosas privadas mías.
—Qué putada.
—Te juro por mi madre que ha sido una putada, Lou. —¿Y qué dice Lenny del tema? ¿Has hablado con él de esto?
—Me perdona la vida. Siempre se porta como un capullo en estas situaciones. Me habla como por encima del hombro. De hermano mayor a hermano pequeño. Y encima nunca está en casa. Bonnie dice que no sabe dónde: si en el despacho, en el bar o dónde. Ella está medio llorando todo el día. Ella y Len tienen sus propios problemas. Están así los dos por algo. Temblando. Cabreados. Lenny bebió y esnifó la coca como si le fuera la vida en ello. Me fui a la barra para invitarlos a bebidas y ellos se lo metieron todo sin mí. ¿Quién iba a imaginárselo?
—Nadie, tío.
—Y luego les pagué la bebida toda la noche.
—Abre la cerveza.
—Me parece que voy a matarla.
—Nadie va a matar a nadie, Mikey.
—Piensa en alguien a quien pueda partir la cara, al menos.
Piel de color canela, crema picante, miel en los labios, fundida alrededor del centro de mi cuerpo.
—Lenny es su orgullo y su alegría —le digo a la señora Tagus, le digo—: ¿Qué puede ser que pasa con Lenny que hace tantos problemas del estómago a una madre tan orgullosa y alegre como usted, señora Tagus?
—Si usted había recibido una carta y luego una llamada telefónica como la que he recibido yo hoy, señor Labov, también el estómago perfecto de usted se pondría como puño. Y a mí, mis problemas del estómago… —Niega con la cabeza, vestida con abrigo muy bien hecho.
Yo aprieto a señora Tagus para que coma una galleta salada.
—Lenny es problema… —murmura, da vueltas a eso que ella tiene en cabeza. Mientras mastica la galleta despacio va murmurando—. Bonnie.
Así yo puedo descubrir que hay problema entre Lenny Tagus, el hijo de la señora Tagus, profesor en universidad, que escribió un libro sobre los alemanes de antes de Hitler (con una letra tan pequeña que no se podía leer), un libro que lo llaman «serio» y «académico» en un artículo que la señora Tagus tiene pegado a su nevera con esa clase de cinta adhesiva invisible que luego cuesta tanto de arrancar. Hay problema entre Lenny, el hijo de la señora Tagus, y Bonnie, la mujer de Lenny Tagus, su esposa de ocho o nueve años, una chica mucho más buena y cariñosa que hasta un buen partido como Len no puede esperar, que le ha dado hijos sanos y educados, y que hace un knish tan bueno que comérselo es pecado.
La señora Tagus murmura cosas que no se oyen y se bebe a sorbos su té, que ahora está más frío y ha dejado de soltar humo muy fuerte en el aire frío de la cocina de mi piso.
—¿Y cómo posible que la carta y el teléfono y sus hijos que yo quiero como si son míos hacen a usted esos problemas del estómago? —le digo. Pongo cuatro galletas amontonadas junto al platillo de la señora Tagus.
—¡Si usted había recibido esa llamada de Bonnie que he recibido yo…! —dice la señora Tagus—. ¡De esa chica que quién quiere hacer daño a ella! ¿Quién quiere no darle sus sentimientos lo mismo que ella da?
Puedo ver el blanco de mi respiración un poco en el aire de la cocina. Me reconforta que yo puedo verlo. Pongo mano encima de puño de la señora Tagus en la mesa de la cocina. La piel de los nudillos de la señora Tagus está tensa y reseca, y cuando abre puño para dejar que yo acaricie la mano de ella, noto que la piel de ella se arruga como papel. Yo, por desgracia también piel como si fuera papel. Miro las dos manos de nosotros. Si mi difunta esposa Sandra estaba aquí con nosotros esta noche, yo contaría a ella, en privado, muchas cosas sobre vejez, el frío, dificultades con las escaleras, la piel reseca como el papel, con salpicaduras marrones y las uñas amarillas, y que Labov cree que nos volvemos como animales. Se nos ponen garras en las manos, el rostro coge la forma de nuestra calavera y los labios se van para atrás y enseñan nuestros dientes como si vamos a gruñir. Anguloso, viejo y gruñón: no me extraña que a nadie le importe mi dolor más que a otra gruñona como yo.
Sandra Labov, la clase de persona a quien le podías decir cosas sobre temas de esta clase. La echo de menos en todo el tiempo. La pérdida de Sandra Labov es lo que hace que las manecillas negras del reloj de mi cocina den vueltas y me digan cuándo tengo que hacer las cosas.
La señora Tagus y yo ahora estamos íntimos, y yo pienso, con respeto, que eso es lo que los viejos tenemos de hacer hoy día en esta ciudad. Su marido y yo también estábamos así, muy íntimos. Para el señor Tagus y los Tagus: ropa a medida a precio de descuento. Para mí y la señora Labov: seguros a precio de coste. Los Tagus y los Labov están íntimos. Tan íntimos que de repente miro mi reloj y aprieto a la señora Tagus para que me explique así ya la causa que hace sus problemas del estómago.
—Suéltelo ya, señora Tagus —le digo.
Ella suspira y se frota por el frío que hace. La veo respirar. Se inclina hacia mí y lo suelta finalmente, me susurra las palabras:
—Infidelidad, señor Labov. —Ella me mira a los ojos con los ojos suyos nublados y operados de cataratas, detrás de las lentes gordas de las gafas suyas, carraspea y añade—. Traición, también.
Dejo un instante de silencio después de esa revelación, que por fin ha salido a las duras condiciones de fuera, y luego le pido a la señora Tagus que me haga claro a mí qué es eso de la traición.
—Va a matar a Bonnie, va a dejarla morir de dolor y de vergüenza. O puede que Mikey levante la mano con justicia contra él, contra su propia sangre. —Eso es lo que, según la señora Tagus, le hace esta noche los problemas del estómago terribles. Esta especie de problema por tres lados entre los tres chicos, que yo todavía no me pienso que entiendo muy bien.
La señora Tagus lucha contra las lágrimas suyas. Su té se ha puesto frío y tiene un color más claro que el té. Me levanto a buscar el bote del té y el agua caliente que hay en la tetera de cobre que Arnold y Greta Tagus regalaron a mí y a Sandra el día de nuestra boda, el día mismo que murió Roosevelt, que en paz descanse. La señora Tagus carraspea otra vez y se toca estómago a través del abrigo que yo cosí para ella, usando hilo de tripa del bueno para soldar las pieles.
Ella explica que la llamada telefónica que le ha mandado hoy su nuera Bonnie Tagus y que la ha puesto así de malamente estaba relacionada con media carta fotocopiada de Lenny, su hijo amado, la media carta de la señora Tagus la ha recibido en buzón, hoy también, pero antes de la llamada telefónica de Bonnie Tagus. Todo venido muy precipitado. La media carta de Lenny, ella dice que fotocopia (¿ni siquiera es personal?). Ha enviado muchas fotocopias de la carta por correo expreso. Ha sido una cosa muy precipitada.
—Dice que él, desahogado —cuenta la señora Tagus— a todos sus amigos y su familia —me mira a mí, yo con la tetera que está en cocina donde solamente el fogón grande queda con gas. ¿Es posible que yo, el señor Labov, también ha recibido esa media carta? Pero yo solo recibo el correo, un día a la semana, el jueves (ahora ya, casi viernes, según el reloj), porque el buzón que tengo aquí en el edificio me lo han abierto, y yo pienso que es inseguro, y como mi cheque de la pensión del gobierno lo recibo en correo, por eso tengo apartado de correos en la oficina postal pero la oficina postal está media hora de aquí en el El o tienes que gastarte siete dólares en taxi, y no hablo de las rutas del autobús y con este tiempo que hace, ¿quién quiere tomarse esta molestia más que una vez por semana? Por eso a lo mejor la carta está en mi apartado de correos. La señora Tagus tiene confianza en la seguridad del buzón que ella tiene aquí en el edificio, adonde ella y el señor Tagus vinieron a vivir desde el mismo fin de semana que electrocutaron a los Rosenberg por culpa de Nixon.
Pongo más té caliente y oscuro delante de la señora Tagus, en una taza especial que compré en el Mug House del Marshall Fields, con tapa encima, para mantener el calor en el té, que tengo por emergencias como esta quizá, siempre en el fondo de mi cabeza. La noche hace muchos años cuando Mikey Tagus se tragó la lengua suya jugando a fútbol americano en el instituto, tazas y tazas se llegaron a beber Arnold y Greta, en unas tazas de emergencia, con tapas, que yo les llevé a la sala de urgencias del hospital. Todos nos sentamos juntos con té y rezamos con preocupación. Aquella noche fue primera vez que el estómago de la señora Tagus se pone como puño. Ahora ella hace un puño en el aire otra vez para enseñar a mí las páginas arrugadas de la carta de Lenny, manchadas igual que las fotocopias cuando se mojan. Se mece en la silla mía de cocina y mira al otro lado del callejón a la salida de incendios que es el paisaje, leyendo en voz alta:
21-2
Queridos padres y maestros:
Pongo en conocimiento de ustedes que el que escribe, Leonard Shlomith Tagus, Sr. y Dr., autor de El movimiento en poesía: el tema de la velocidad en la poesía de la República de Weimar, monografía cuyos derechos de autor por encima de los tres ceros se prevé que se acumulen en el año fiscal de 1985; único teutonista de la Northwestern University; estudiante, profesor, hijo, padre y hermano; «el más astuto de los marineros connubiales», ese mismo L. S. Tagus, después de haber navegado durante nueve años entre la Escila y Caribdis de la Inclinación Personal y el Oportunismo, en el día de hoy, 21 de febrero de 1985, ha cometido adulterio, en cuatro ocasiones, con la señorita Carlina Rentaria-Cruz, antiguamente amada por mi hermano, Michael Arnold Tagus; que el que escribe prevé episodios ulteriores del mismo adulterio; y que dichos episodios, tanto los pasados como los que muy probablemente acontezcan en el futuro, serán puestos en conocimiento de la esposa del que escribe, Bonnie Flutterman Tagus, entre la 1.00 y las 2.00 pm (hora del almuerzo) del día de hoy.
Pongo también en su conocimiento que el deseo & intención de L. Tagus, así como el proyecto de esta carta abierta y sonda, no consisten en ninguna de las cosas siguientes: a) justificar esas actividades libidinales/genitales en beneficio del que escribe para evitar que causen desaprobación o -contento en el seno de la constelación de sus íntimos. Ni tampoco: b) dar explicaciones sobre las mismas, dado que la explicación de cualquier transgresión se metastatiza inevitablemente en una justificación [ver a)]. Sino únicamente: c) informar a aquellas partes sobre las cuales se espera que mi existencia y la conducta que la define produzcan algún efecto, acerca de los sucesos resumidos más arriba, y, como es habitual, tratados más abajo. Y también: d) describir, probablemente mediante la péntada heurística avalada por el tiempo, las circunstancias y razones que explican por qué dichos sucesos han tenido, tienen y tendrán lugar. Y: e) proyectar las consecuencias que dichas actividades se prevé que tengan para el que escribe, para aquellas partes afectadas directamente por sus acciones (B. F. T., M. A. T.), y para aquellas otras partes cuya trayectoria emocional esté vinculada en alguna medida con la nuestra.
Una vez reconocidos los puntos a) y b), liquido el punto c) mediante la siguiente explicación:
Muchacha de piel canela. Muchacha de tipo sudamericano, con labios carnosos, piel dulce y cabello de color coñac. Muchacha del color de la luz sucia, con ojos de un blanco limpio y nítido y con el cabello centelleante y neblinoso como un licor. Pechos firmes y puntiagudos que vibran cuando ella encoge el pecho, cuando lo encoge y se lleva la mano al esternón como resultado de la risa. Lo cual sucede constantemente. Porque se trata de una muchacha jovial. Se ríe ante cualquier estímulo que no sea macabro ni político y evita la controversia acerca del aborto, pero por lo demás su humor nunca cambia, es algo que la lleva a ella de un lugar a otro y no al revés, una risa de tipo estridente que más bien parece un estado de posesión, algo inevitable, que cubre por completo su percepción de la anomalía o la vergüenza, algo que no puede hacer daño a ningún habitante de un mundo que es una caricatura violenta, unos ojos húmedos que miran en derredor en busca de ayuda, la reactivación de la circulación sanguínea de un pezón marcado con las rayas de la tela, una distracción que le permite estirar los miembros. Una jovialidad que casi llega a bordear el dolor.
Y la vi doblarse de risa, con sus ojos del color de la crema muy batida, apoyada en una larga y ruidosa cañería Graphix en el piso de Mikey Tagus. Y entonces un hombre con los oídos taponados con cera y perdido en medio de una ciudad de sirenas oyó la llamada fatídica de una sirena, y las malvadas rocas dispuestas en un largo zigzag se unieron y atravesaron con un crujido la proa, frágil como una cáscara de huevo seca, de mi carácter precavido. Carlina Rentaria-Cruz, auxiliar administrativa en las oficinas que el Chicago Park District tiene en el barrio de Northside. Veinte años, encantadora, blanca y morena, el pelo pegajoso por la ginebra, nuestra señora de los aros húmedos dejados por los vasos en las portadas de los discos, con una cadencia hispana al hablar, botas de punta, un lustre lechoso en su piel de color blanco rosado, unos labios que brillan, que tienen luz propia, que brillan sin ayuda de la lengua: que manufacturan su propia humedad.
Compárese todo esto (y por favor, no quiero justificarme ni ofender a nadie), compárese con una mujer de treinta y cuatro años con el culo gordo, robusta y con la piel pálida por no salir nunca al sol. Con una mujer de la que ya conozco hasta el último milímetro. Que tiene un lunar en forma de calabaza en el brazo izquierdo del que salen pelos negros. Que tiene unos pezones como gomas borradoras de lápiz, duros y ortopédicos, en medio de unos pechos anchos y planos cuyas curvas amplias me sé de memoria, igual que las curvas cansinas del lago Michigan. Una mujer eternamente provista de un cojín para las hemorroides en una de sus dos posiciones de inflado, un dónut obsceno de plástico rosa y duro, una mujer que protege con su propio dióxido de carbono el legado que guarda del largo y trabajoso parto de Saul Tagus. Una mujer cuyos labios están siempre resecos (por falta de flujo sebáceo) y en cuyas comisuras se forma una pasta blanca. Cuya pose, lo confieso, siempre ha sido un poco demasiado bondadosa para mi tranquilidad de ánimo. Y cuya risa silenciosa y estática siempre resulta apropiada, consciente y complicada por una preocupación automática y sofisticada hacia las sensibilidades personales de todos los presentes.
A saber: Bonnie solo se ríe con. Carlina ha sido concebida y construida para reírse solo de.
E. g. Caso representativo de risa: B. F. Tagus:
Imagínese una cena con invitados. B. F. Tagus cumple con su cuota autoimpuesta de anécdotas familiares para hacer reír a los presentes:
—Y entonces el camarero le da su trozo de tarta a Joshua, y Joshua abre muchísimo los ojos —hace una imitación inverosímil—, mira la tarta y cuando el camarero se marcha me dice en voz muy baja: «Mamá, mamá, ¿por qué me ha puesto helado en la tarta?». Y yo le digo: «Joshua, el camarero te ha preguntado si querías una tarta helada, cariño, y tú has dicho que sí». Y Joshua me mira y el pobrecito casi se echa a llorar y me dice: «¿Helada? Mamá, yo he entendido que me decía “sin nada”». El pobre… había entendido…, (se tapa la boca con la mano, sus hombros suben y bajan de manera sincronizada, suelta una risa llena de amor, buenas intenciones, etc.).
Vs. Caso representativo de risa: C. R-Cruz:
—Len, Len, ¿qué diferencia hay entre los huevos de Pascua y los huevos de Navidad? Este me lo contaron en una fiesta en el Loop —pronuncia lúup—. ¡Pues que los huevos de Pascua valen cincuenta centavos y los huevos de Navidad están por debajo de un pavo! —se dobla de risa, se vuelve otra persona, indefensa en las garras de la perversidad (¡en las garras de la perversidad!).
Por no mencionar ese acento totalmente letal, esa felación de cada sílaba en el portal autolubricado que es al mismo tiempo un jardín profundo y una ciudad de edificios altísimos. Es todo un planeta.
—¡Ay, Leniiito, que te voy a comeeer…!
(Los encuentros sexuales con ella, por cierto, han resultado ser ruidosos y exquisitamente poco judíos: llenos de gritos de Carlina y secundarios respecto de una desesperación que solamente es canalizada de forma parcial. Es como escarbar de forma caótica y entrelazada alguna clave escondida en el centro de un sistema de cuerpos).
Y es tan impíamente precisa acerca de todo:
—Len, Len, ¿cuántas chicas de esas que ahora llaman princesitas judío-americanas hacen falta para poner una bombilla?
—¿Princesitas?
—Pues me han contado que dos. ¡Una para llamar a su papá y otra para comprar el Tab! —Y se contorsiona de risa en su asiento (¡es tan mala! Hay mucha maldad escondida en todos sus rincones y creo que es sana. Mirar abajo. (Aunque tengo que decir que ese chiste en particular me pareció ofensivo)).
Además,
—¿Y entonces por qué tengo que llamarle?
—Para que te aconseje, Tagus. Es mayor. Ha visto muchas cosas. Ha pasado por lo mismo. Puede darle perspectiva a todo este asunto.
—Se porta como un capullo en situaciones como la mía con Carlina, ese es el problema. Me habla con superioridad cuando le pido consejo.
—Él vio que la tratabas bien y vio que ella actuaba como si la cosa fuera a durar.
—Bueno, yo tampoco quería que durara para siempre, ni nada de eso.
—Len es un tío listo, Mikey.
—Lo único que pasa es que si dejo de acostarme con alguien, quiero ser yo quien decida dejarlo, eso es todo. O al menos quiero hablarlo antes.
—Él lo entenderá, casi seguro. ¿No dices que la ha conocido? Ya verás como te dice que no le des más vueltas.
—Me parece que prefiero pegar a alguien.
—Tagus…
—De todos modos su teléfono está comunicando.
—Tómate una cerveza. Al menos es seguro que están en casa.
—A lo mejor tendría que hablar con Carlina.
—Yo no lo haría.
—Ya te digo de antemano que se portará como un capullo.
Le he contado a la chica de piel de canela que esto nunca me lo van a perdonar. Que cuando llegas a un punto dado en una historia y una situación, ya estás vinculado a otras personas y formas parte de algo más grande. La constelación entera se vuelve como un líquido y cualquier agitación provoca que haya olas. Ella me preguntó quién fue el que por primera vez dijo nunca digas nunca. Yo le dije que debió de ser alguien que estaba solo.
Ella es como la seda de una cama de satén comprada por correo. Es completa y sin fisuras, es una bola de puro músculo sexual. Mis movimientos cuando estoy encima de ella son dislocados, frenéticos. Mi único intersticio es una esencia transcultural que me da ánimos y que huelo con la espina dorsal. Cuando entro en él y avanzo, llamo a gritos a un dios cuya ausencia nunca he sentido tan profundamente.
Ella lleva medallas católicas que hacen su propia música. Me he disculpado por invocar el nombre de Dios en un momento como ese. Ella me toca la cadera. No hay ateos en las zanjas con aroma a mujer. Ella se ríe en mi pecho. Noto el apretón de sus ojos.
Ella es mala para mí.
He puesto silla de la señora Tagus para que ella puede usar el teléfono que tengo en la pared de cocina para hablar con su hijo Lenny sin tener que estar de pie, porque estando malamente, y en las horas estas, con problemas del estómago y de la familia, estar de pie no iría nada bien a ella. Ella está al teléfono con Lenny. Hay mucha valentía cuando la señora Tagus escucha sin llorar unas cosas que Lenny dice en el teléfono de la pared. A mí se me sale el corazón. Yo quiero a la señora Tagus como un amigo hombre quiere a una amiga mujer. Ella es mi única vieja amiga de verdad en el mundo, menos el viejo Schoenweiss, el dentista, que ya es demasiado sordo para hablar hasta del tiempo. Me bebo el té mío y miro, la señora Tagus con ese abrigo tan bien hecho y ese vestido viejo de lana tan bonito que deja ver un poquito de las enaguas suyas por encima de medias negras y gruesas, y también miro sus zapatos blandos de color blanco, y esas suelas de goma gordas, para los pies que se le han puesto planos, y esas gafas tan gordas que lleva, y ese pelo que todavía tiene tan negro, y ese sombrero de piel de castor que se me rompe el corazón de recordar que su difunto Arnold Tagus lo llevaba cuando venía conmigo a los partidos de los Bears, en el frío de los otoños de antes; y aquí dentro, yo sé que amo a la señora Tagus, y la llamo Greta en la cara de ella cuando la ayudo a sentarse en la silla que he puesto debajo del teléfono de la pared, y la he apremiado, como amigo se lo he dicho, que por el bien de su estómago haga la llamada telefónica que a lo mejor podría aclarar un poco este malentendido total. Soy un animal amarillo y gruñón que se ha enamorado de otro animal.
Al lado del teléfono mío de pared hay un trozo largo y ancho de papel floreado, en la pared de la cocina mía, que lleva despegándose desde Jimmy Carter (intente usted explicar a mi patrón), y ahora está colgando encima del sombrero y la cabeza de la señora Tagus, como una ola de color azul lavanda, con flores. No me gusta el aspecto que tiene colgando encima de Greta Tagus.
¿Enfado en mí con Lenny? Esto no puedo hacerlo yo aunque pueda entender el problema que tiene a la señora Tagus doblada por su estómago debajo de mi teléfono. Lenny Tagus es un chico bueno. Esto es una cosa que yo sé. Conozco al Lenny Tagus que se metió en la universidad, hasta con un doctorado también, y todo el tiempo estuvo ayudando a las finanzas de Arnold y Greta Tagus cuando la oficina de Arnold fue comprada por State Farm y a Arnold lo pusieron a comisión solamente, que si se lo preguntas a cualquiera es lo que lo mató. Al Lenny Tagus que habría ayudado también a meter a Mikey en la universidad si Mike no hubiera recibido la beca deportiva de fútbol universitario para el Illini de la Universidad de Illinois, pero luego lo deja porque descubrieron que nunca había aprendido bastante de leer, y por eso se fue a trabajar en la sección de béisbol del Chicago Park Department, y allí hace un trabajo fijo y serio, aunque cualquiera puede ver que deben de ser muy despacio los inviernos, en cosas de béisbol.
Al Lenny Tagus que llama a su madre, la señora Tagus, dos veces por semana, como mi reloj, «solo para charlar» es la excusa, pero razón de verdad es decirle a su madre que la quiere y no la tiene olvidada en el piso frío y bastante viejo de ella y Arnold. ¡Por no mencionar que a la señora Tagus, y a veces a mí además, Lenny la invita a su casa y su familia para menudas comidas que hace Bonnie Tagus! Una vez al mes o más veces. Josh Tagus, Saul Tagus y la pequeña Becky Tagus con pijamas que tienen pies de pijama añadidos, siempre están bostezando y tienen unos tazones de plástico para la leche con dibujos animados por fuera. Lenny les acaricia ese pelo tan bonito de los niños y les lee cosas de Gibran o de Novalis bajo una lamparilla. ¿Sabe usted lo de la calidez? Pues hay calidez en la casa de Leonard Tagus y su esposa.
—¿Yo tengo que conocer a esa persona? —está preguntando la señora Tagus debajo del papel despegado y en mi teléfono—. ¿Nosotros y Mike y Bonnie y esa persona tenemos que sentarnos y hablar como si somos viejos amigos? —Ella sugiere a Lenny que a lo mejor su mente está temporalmente estropeada, a lo mejor por la tensión y la preocupación de la mediana edad. Ella menciona con educación solamente para hacer saber a él que está oyendo a Becky, y también le parece como Bonnie, llorando en el fondo del teléfono de Lenny. La señora Tagus expresa asombro e incredulidad, y también nuevos y graves problemas del estómago, cuando Lenny le revela que una chica que no es Bonnie está allí, dice, ahora mismo, en el dormitorio de él y de Bonnie, debajo de una sábana, con Lenny, y que Bonnie, cuando Lenny la ha visto por última vez, estaba dentro del armario de los pulverizadores del cuarto de los trastos, llorando.
Al Len Tagus con el pelo rapado, con pantalones cortos de bermudas y calcetines negros que cortó el césped del jardín cuando el conserje no se encontraba muy bien por culpa de la ginebra, para ahorrarle a su familia un poco de alquiler. A quien me acuerdo que no dejó que Mike (Mike tiene cuatro años menos, pero a los diez años ya tenía centímetros y kilos por encima de Lenny y de todo el mundo; Mike puede que tiene cinco años menos, cuatro o cinco) se peleara por él cuando unos chicos malos rompen la corneta de Lenny y le dieron patadas con los zapatos en la espalda suya en el suelo del patio de la escuela y le dejaron cardenales amarillos que yo todavía veo con los ojos cerrados en la espalda del joven Lenny Tagus, que no dejó a Mikey que aprendiera a pelear.
Al Lenny que le hacía a mi esposa la señora Labov la compra y sabe Dios que tenía trabajo, y mucho, para la universidad, porque tenía que graduarse y hacer el doctorado, cuando la flebitis de la señora Labov se hizo más mala y yo tenía que estar trabajando en la tienda, y el ascensor estaba estropeado, y el casero todavía cuando Kennedy y Johnson intentaba echarnos, y tardó un tiempo criminal en hacer la reparación, y Sandra le daba una lista a Len.
La señora Tagus le dice a Lenny por el teléfono que no se mueva de allí. Que tiene que decirle unas cuantas cosas, como madre. En su voz hay la fuerza de una persona que aguanta los problemas del estómago todos los días. El frío que hace en mi cocina hace un dolor en mis manos y me las pongo debajo de los brazos, debajo de mi abrigo con forro, que es como el viejo abrigo de Arnold Tagus, que se lo hice yo.
Mientras escuchaba a mi madre por teléfono, y la veía a ella cubriéndose con la mano la barriga o los ojos, los dos lugares físicos donde se le concentran todos esos problemas que va reuniendo y atesorando como trofeos relucientes, y sin duda también al señor Labov con su taza negra de té y esos pantalones anchos que se le arrugan en los tobillos y dejan ver las regiones septentrionales de su culo (joder, me parece patética la gente a quien los pantalones le dejan un trozo del culo), y lo veía a él chasqueando los labios y mirando a mi madre, a través de una nube de humo del té, mientras mi madre hablaba por teléfono y sin duda se inclinaba para apoyarse en la horrorosa pared con el papel despegado de la cocina prehistórica de Labov; y mientras rememoraba la carta, que ahora sin duda mi madre debía de llevar encima en alguna parte, esa carta que es un ejercicio maldito de desinformación que ni siquiera pude terminar antes de enviarla, con un deseo furioso de que todo se supiera, de que saliera a la luz, de que la espera se terminara y el disparo seco que diera inicio al trauma…
… me sentí irritado y paralizado de angustia, a media conversación —una conversación que como de costumbre se componía de pausas, esa forma tan especial que tiene el cable telefónico de comunicar el ruido eléctrico y solitario de la lejanía— de angustia por… por explicarme. Por explicarme. Apremié a mi madre para que viniera a mi casa y me ayudara a mí y a la muchacha apetitosa a sacar a Bonnie de las tinieblas llenas de escobas, trapos y botellas de Lysol, y a discutir los cinco juntos todo este asunto, y en mi garganta llena de chupetones sentí que se apelotonaba la tentación de explicarme, de excusarme, de exhipotetizar, de extenuar toda la verdad en mí mismo y para mí mismo, esa verdad vulgar, fea y tediosa que se concretó ante mí por medio de una frasecita medio borrada y escrita a lápiz con trazo rápido y tembloroso en el urinario situado más al sur en el lavabo de hombres de la planta donde está mi despacho de la universidad, una frase que decía simplemente
se acabó el portarse bien
en medio de la maraña de genitales y groserías que la rodeaba a su misma altura.
En cambio, comunicándome electromagnéticamente con mi carne, en medio del ruido que hacían Becky y Bonnie y del borboteo y la risita que venían de la espalda desnuda y color café de Carlina, postrada ante una pipa de marihuana oculta en alguna parte del lado femenino de la cama del matrimonio Tagus, en cambio, me vi a mí mismo soltando en el teléfono un torrente de falsedades, como flatulencias burocráticas, cálculos derivados de los axiomas de un niño eterno acerca de lo que su madre quiere oír, una serie de argumentos desenvolviéndose en torno a la cláusula fundamental de que Bonnie-y-yo-ya-no-estamos-hechos-el-uno-para-el-otro-mamá, de que nos-hemos-distanciado-y-lo-único-que-nos-une-todavía-son-los-niños, y de que ¿tú-crees-que-esto-beneficia-a-los-niños-después-de-todo?
Y ese hijo que siempre se ha portado bien sabe que todo esto es manipulador, superficial y testamentariamente perverso.
Aunque hubo una anécdota, demasiado mal diseñada como para ser un sueño, en la cual Bonnie y yo nos desvelamos a altas horas de la madrugada, hace un par de años. En el mismo instante. En esta cama. Nos desvelamos, nos sentamos y escrutamos mutuamente nuestras facciones borrosas bajo el resplandor verdoso de las agujas digitales del despertador. Nos miramos mutuamente, al principio con reconocimiento y luego con un shock sincronizado: nos miramos asustados y gritamos a la vez ¡QUÉ!, luego nos dejamos caer nuevamente sobre nuestras almohadas y nos sumimos en un sueño pesado. Al día siguiente rememoramos la experiencia a la hora del desayuno y los dos nos quedamos muy agitados.
Mamá puede entender esto, esta especie de instante de revelación compartida del alejamiento mutuo. Son los problemas matrimoniales enfrentados a los problemas personales. Son depresiones en los flujos y reflujos del diagrama que registra todas las relaciones emocionales que han de durar toda una vida. Y dice:
—Todos los matrimonios tienen subidas y bajones. Si no, es que no son matrimonios. ¿Tengo que explicarte los años que pasé con tu difunto padre?
Pues sí, mamá.
Pero al mismo tiempo, no.
Podría replicar honestamente hablando de esa especie de parálisis interior que también se deriva de toda intersección prolongada de los asuntos prácticos de la vida cotidiana de dos personas embutidas juntas, y de cómo esa parálisis obstruye la respiración de un hombre. La manera en que la conversación de Bonnie se condensa en torno a ciertos temas cada noche. Lo que cuesta volver a tapizar los sofás del salón familiar. La calidad de un filete de carne «x» en el mercado «y». El misterioso y persistente brote de psoriasis que le ha salido a Josh en el pene y que le hace rascarse de una manera inaguantable.
Vs. la otra compañera, que sigue siendo, para lo bueno y para lo malo, una niña. Enfurruñada, estupefacta, callada, chillando «¡Sí, sí!». O bien sentada en su sofá marca Sears, ofreciéndome a mí, a este profesor con el nudo de la corbata aflojado y catatónico de cansancio después de pelearme todo el día con la burocracia casi soviética de mi departamento de alemán en la universidad, ofreciéndome un torrente fresco de parloteo irrelevante con revelaciones tan impagables como «Hoy odio mi pelo, es que lo odio» (¿cómo puede alguien odiar su pelo?). O bien: «Ayer, viendo la tele, me di cuenta de que la nariz de Karl Malden se parece a un escroto humano, ¿te has fijado?». (Pues sí). O bien: «Vete a la mierda, tío, no tiene ninguna gracia que me venga la regla y me manche los vaqueros blancos cuando estoy en la cola para pagar en Jewel». O bien: «¿Crees que Mike te pegará cuando se entere?». (Ojalá fuera tan sencillo). O bien: «Nunca he querido a nadie más». O bien: «Quieres que me sienta mal por tu esposa y tú ya no la quieres». (Ojalá solo fuera eso).
Sí, la señora Tagus, gastada por el rodaje, por la exigencia, por el routineschmerz, entregada a la angustia de la mediana edad. Una botella de leche con canela, encendida de amor por primera vez en su vida vs. la lealtad sobradamente demostrada, el realismo testarudo, la compasión, la aceleración gradual, una mujer que tiene el mismo color y olor que el Noxzema.
Vs., vs., vs.: las razones que tienen a los demás por objeto son fácilmente manipulables. Todas las cosas huecas pesan poco.
Porque estoy cansado de sentirme bien. De portarme bien. Tal vez estoy harto de no saber cuándo dejar de pesar sobre mí las expectativas milenarias de una constelación. Dónde cuelga su sombrero de piel de castor mi propia voluntad. Anhelo un rinconcito propio. Quiero tener deseos. Lo deseo. Es tan sencillo como «se acabó el p. b.».
O sea, se acabó el ser l. s.
Se acabó el hacer el idiota, y es que incluso a mí mismo solo puedo enviarme mitades.
Ojalá Bonnie dejara de arañar la puerta del armario.
—Eres buen chico, Lenny —le dice la señora Tagus con razón a mi teléfono—. Eres un hombre bueno y te queremos, Bonnie, Mikey y yo. También el señor Labov. —Mira en mi dirección y todo el coraje que ha mantenido hasta ahora se deshace, y la señora Tagus llora, como tú te imaginas que llora un país entero, y yo miro a otra parte, por respeto. Pongo las manos doloridas por la artritis debajo de las mangas de mi abrigo y miro la salida de incendios al otro lado del patio interior de mi edificio y a la ventana que hay delante de mi ventana, que tiene una persiana que nunca en los últimos tiempos se ha levantado. Esa persiana ha estado bajada desde la era del Vietnam y no sé quién vive en el apartamento. Me doy cuenta de que ya no habla nadie y la señora Tagus ha colgado el teléfono en la pared, junto al papel que cuelga. Está llorando como un país entero, con los ojos apretados muy fuerte por el dolor de menudos problemas de estómago que yo ni me los imagino. Voy con la señora Tagus.
—Mikey, solo te he preguntado adónde. Nada más.
—…
—Si me agarran y tengo que irme deprisa a alguna parte, solo quiero saber adónde tengo que ir. Nada más.
—…
—Si no me quieres decir adónde vas, al menos dime por qué tienes todo el tiempo así las luces de frenos de la guantera.
—¿Las luces de frenos?
—Ahí en la guantera. Desde que me acuerdo, siempre las tienes encendidas. Si no te van bien los frenos, te puedo aconsejar algún sitio donde te lo arreglen.
—Es una avería en las tripas de la guantera. Es la conexión. Nunca se apagan. Desde que lo tengo. Yo lo veo como una especie de llama eterna.
—¿Nunca se apagan?
—Y tampoco son los frenos.
—Yo creo que eso me asustaría un poco.
—No sé. Yo creo que me gusta. Incluso me parece un poco reconfortante.
Pero incluso un novato sin ayuda de nadie puede darse cuenta enseguida de que una vida conducida, temporalmente o no, como una simple renuncia al valor se convierte en el mejor de los casos en algo atascado y en el peor de los casos en algo vacío: una vida de esperar lo que nunca ha de llegar. Sentarse y aceptar pasivamente (y sin hacer juicios) que las cosas sucedan y se terminen.
Esperaré a que lleguen aquellos cuya órbita he descompuesto. Esperaré mientras todo se hace público: la sanción colectiva, las consultas, las recriminaciones, las declaraciones de lealtad, las traiciones y las consecuencias. Y luego todo eso se terminará también. El dolor se llevará a los agraviados. Mi constelación se desplazará fuera de mi conocimiento.
Pero ellos esperarán, igual que yo estaré esperando. Todos esperaremos el día en que el aguijón y la cintura de Carlina Rentaria-Cruz se conviertan para Leonard Shlomith en una simple parte de la cotidianidad. Y esperaremos ese día inevitable en que suene un silbato inaudible y mi única sirena me abandone por un hombre con la piel del color de un cigarro puro.
Y entonces no digáis que voy a esperar algo que valga la pena esperar.
—¡Marcharse vosotros lejos de aquí y dejar la señora en paz! —le grito a una pandilla de gamberros con ropa de cuero que están ocupando todo el sitio de la marquesina de plástico del andén del El, y están silbando y comentando cosas de las lágrimas congeladas por el viento detrás de las gruesas gafas de la señora Tagus. Yo noto en los pies fríos sobre el andén (pies: artritis también) el hecho de que el tren se está acercando.
Le digo a la señora Tagus que me llame cuando necesite un taxi por la noche para casa. Yo la veré en casa.
Un vagabundo al lado de un bidón en llamas para la basura canta el himno nacional al otro lado de las vías, pero su canción llega a nosotros y luego se va en el viento fuerte de invierno que hay en el andén. Toda la nieve está congelada en formas rígidas. Le doy a la señora Tagus la botella al vacío de Thermos llena de té para cuando vaya dentro del tren. El trayecto dura tres cuartos de hora aunque gracias a Dios, no transbordos.
Le digo a la señora Tagus que le diga a sus hijos que llamen a mi piso. Beberemos alguna cosa caliente y discutiremos de toda la cosa.
Ya viene tren. La señora Tagus va a tientas. Nunca habla cuando llora, Greta. Fingimos como si no pasa nada, por dignidad. Ella entra en la puerta del tren. Coge un asiento sin nadie alrededor pero mirando al otro lado de donde va el tren, eso me temo que no muy bueno para estómago. Greta se quita los guantes de las manos suyas y levanta las manos amarillentas, que me acuerdo cuando eran blancas, y se quita las gafas congeladas. Sin sus gafas la señora Tagus es más vieja. Las puertas se cierran antes de que yo puede ir con mi artritis a decirle a la señora Tagus por el hueco que se ponga mirando hacia donde va el tren. Hay mucho ruido, yo no soporto el ruido. Tengo las manos dentro de los guantes que me compré y me tapo los oídos y veo cómo a la señora Tagus se la llevan al norte por unos raíles. En nuestro edificio en mi cocina miro la cocina y sigo viendo el tren que se la lleva.