A Kurt Gödel
—Su fotografía tiene un sabor amargo. Que levanten la mano los que estén dispuestos a creer que beso su foto. Ella no se lo creería, o se pondría triste, o más bien se enfadaría y me diría que nunca la besé de la misma manera que beso esa vieja foto suya con sabor amargo a sustancias químicas. Que las razones por las que beso su foto tienen que ver conmigo y no con ella.
—En realidad no le gustaba besarme.
—En el reverso de la foto, bajo los restos de la cinta adhesiva reversible que usé para pegarla cuidadosamente en la pared de mi habitación cuando iba a la universidad, hay escritas las palabras siguientes: «Recibida el 3 de febrero de 1983. Atesorada con esa fecha».
—No le gustaba besarme. Yo me daba cuenta.
—No me defenderé de la acusación de que besar a una chica de carne y hueso no es precisamente mi manera preferida de relacionarme con el sexo contrario. No es una cuestión de aprensión, no tiene nada que ver con aquello que escribió alguien de que besar a alguien es como chupar una tubería cuyo otro extremo está lleno de excrementos. Para mí es una cuestión de ridículo. Me siento ridículo. La chica y yo estamos muy juntos. El beso deforma nuestras bocas. Las narices se tocan y se doblan. Es como si nos hiciéramos muecas el uno al otro. Por entonces, cuando estaba con ella, sí, es cierto que me sentía un poco ausente, a modo de defensa contra mí mismo. Supuestamente esto tiene que ver conmigo y no con ella. Pero te diré que cuando no estaba con ella soñaba con la ocasión de besarla otra vez. Pensaba en ella constantemente. Ocupaba mi mente.
—¿Y mi mente, qué?
—Y hablemos con la misma franqueza de la falta total de pudor con que yo la besaba en cualquier otra parte del cuerpo, despacio y de una manera que enseguida descubrí que le encantaba, y ella misma admitiría que le encantaba, porque ella nunca miente, seguro que admitiría que se tapaba la cara con la almohada para que no la oyeran los vecinos. Yo la conocía. Conocía todas las curvas, huecos, pliegues y reacciones de su cuerpo, que era fresco, duro, tenso, sin cintura y vagamente masculino, pero aun así enormemente excitante, rápido a la hora de sonreír, de arquearse, de acurrucarse, de abrazarse y de aferrarse. Yo sabía desentrañarla como si fuera un diferencial, operar en ella como si fuera un motor. Solamente cuando tuve que alejarme de ella para ir a la universidad las cosas «cambiaron» misteriosamente.
—Sentí que me faltaba algo.
—Beso su foto amarga. Está sucia de mis besos. Conozco la huella de mis labios por su foto. Aunque ella no lo sabe, sigue enseñándome cosas.
—Cambiaron mis sentimientos. Hizo falta tiempo, pero comprendí que me faltaba algo. Él siempre está trabajando con fórmulas bien organizadas, con los poemas y sus reglas. Esas son las cosas que le importan. Me decía que me añoraba pero luego no venía conmigo. No estoy enfadada pero soy egoísta. Necesito que estén por mí. Todo el tiempo que estuvimos separados me dio la oportunidad de pensar.
—Todo el tiempo que estuvimos separados yo estuve pensando en ella, pero un día me dijo: «Mis sentimientos han cambiado, qué puedo hacer, ya no aguanto a Bruce». Como si fueran sus sentimientos los que la controlaran a ella y no al revés. Como si sus sentimientos estuvieran fuera de ella y no bajo su control, como un autobús que uno tiene que esperar.
—Conocí a alguien con quien me gusta pasar el tiempo. Alguien que trabaja aquí, en la universidad. Lo conocí en el departamento de estadística. Nos hicimos muy buenos amigos. Hizo falta tiempo pero mis sentimientos cambiaron. Ahora ya no aguanto a Bruce. No solo tiene que ver con él. Conmigo también. Las cosas cambian.
—La foto es una Sears Mini-Portrait, demasiado grande para caber en mi cartera, así que he comprado un recipiente especial, un marco hecho con una caja de cartón de caramelos. Ahora ese recipiente está metido encima de la visera del coche de mi madre, junto con un tique de peaje, en el lado del pasajero. Tengo siempre las ventanillas subidas para evitar cualquier posibilidad de que se me vuele la foto y se estropee. En pleno mes de junio, y en un coche sin aire acondicionado, tengo las ventanillas subidas por su foto. ¿Qué más se puede decir?
—Escucha, Bruce, tengo que recordarte que la terapia de narración, para ser del todo efectiva, debe colocarse y funcionar dentro de un espacio estructurado, limitado y definido de forma enérgica, y, sí, algunos la considerarían estricta. Debe abordarse como un texto, o lo que es lo mismo, una narración, o lo que es lo mismo, un proyecto. Mira la inquietud que provocas cuando estableces una línea de distracción que no parece que venga a cuento ni vaya a ningún lado.
—Ese tipo de narración no me interesa.
—Sí, pero recuerda que decidimos construir un caso en el cual tus intereses, por una sola vez, se subordinaran a los de otra persona.
—Entonces ¿ella va a ser la lectora además del objeto de la narración?
—Recuerda lo que hemos dicho antes y encontrarás pruebas de que aquí ella ha sido construida para ser también el sujeto.
—¿Hay que poner de relieve la tramoya? ¿Acaso la mentira terapéutica consiste en fingir que la verdad es una mentira?
—Eso te proporcionará la latitud especular, la perspectiva, el desinterés y la oportunidad de ser generoso emocionalmente.
—Creo que él tendría que hacer aquello que le haga sentirse mejor. Todavía me importa mucho. Pero ya no como antes.
—A finales de mayo de 1983 su autobús emocional ya se ha puesto en marcha. Yo siento en mí la necesidad de alejarme lo más posible. De hacer un tour geográfico. Conduzco el coche cerrado de mi madre por la tórrida carretera interestatal 95 al sur de Maine. Voy en dirección norte hacia Prosopopeya, donde vive el hermano de mi madre con su mujer, muy cerca de la frontera con Canadá. Tomo la interestatal 95 en Worcester, Massachusetts, y eso me permite dar un cómodo rodeo por el oeste de Boston, lejos de Cambridge, un lugar que no quiero volver a ver nunca. Soy Bruce, un chico de veintidós años del Medio Oeste, grandullón, patizambo, rubio, pálido, de labios colorados, recién graduado en ingeniería electrónica por el MIT, recién felicitado con unos golpecitos en la cabeza por un selecto comité posdoctoral y recién llegado de mi viaje de regreso supuestamente triunfal al hogar de mi familia en Bloomington, Indiana, donde iba a recibir un puntapié en la entrepierna emocional por parte de cierta estudiante de la Universidad de Indiana, fresca, dura, sin cintura, etcétera, que ha sido el objeto de mi pasión teorética, de mi afecto a distancia y de mi lealtad casi total durante tres años, mi futura prometida desde la última fiesta de Acción de Gracias.
—Lo único que hice entonces fue preguntarle si creía que podíamos hacerlo. Él me había preguntado si algún día podía pedírmelo.
—Volví a casa en Navidad: por la tarde del 27/12 estábamos bebiendo champaña, tumbados en la alfombra de piel de leopardo.
—Le he repetido mil veces que no era una alfombra de piel de leopardo. Que lo único que tenía el anterior inquilino era un perro.
—Estábamos discutiendo posibles nombres para niños. Ella dijo que para una niña le gustaría Kate.
—Y de pronto es como si dejara de estar conmigo.
—Llegado este punto ella sale con que yo le parezco distante. Yo podría haberle contestado que de pronto, después de beber el champaña, se me había ocurrido una idea para un artículo realmente importante sobre la aplicación de las técnicas de variable de estado al análisis de los sistemas de control lineal de señal débil. Un artículo que podría constituir el quid de mi proyecto de último año, ese trabajo en el cual llevaba meses enfrascado y ocupado.
—Se marchó al despacho de su padre en la universidad y no le vi durante dos días.
—Ella asegura que fue entonces cuando empezó a ver las cosas de manera distinta. No hay duda de que esa nueva persona que conoció en el departamento de estadística la estuvo consolando mientras yo pasaba dos noches sin dormir, viviendo a base de Coca-Cola y pizza y trabajando en un artículo que finalmente resultó infundado e inviable. Volví con ella para confortarla y la encontré casi hostil. Tenía ojeras, estaba callada y hacía todos los esfuerzos posibles para parecer infeliz. Solo le faltaba llevarse el antebrazo a la frente. Hacía un papel entre doncella afligida y mujer maltratada.
—Solo venía a mi piso a dormir. Se pasó casi todas las vacaciones de Navidad trabajando o durmiendo y volvió a Cambridge una semana antes de tiempo para trabajar en su tesis. Su tesis posdoctoral es un poema épico sobre los sistemas de información y los intercambios de energía.
—Todas las cosas que eran importantes para mí ella las consideraba sus enemigos, y no se daba cuenta de que esas cosas en realidad constituían mi «yo», el mismo que ella tanto parecía codiciar.
—Quiere ser el primer gran poeta de la tecnología.
—Lo veo más claro que el agua.
—Cree que el arte y la literatura se irán volviendo con el tiempo cada vez más matemáticos y técnicos. Dice que las palabras entendidas como «significantes correlativos» se están marchitando.
—Las palabras entendidas como algo que satisface la función significante en la comunicación artística se marchitarán igual que antes sucedió con las reglas formales. El significado quedará limpio. ¿Ella dice que no? ¿Y se supone que le interesa lo bastante la cuestión como para intentar entenderla? Digamos que el arte existe necesariamente en tensión con sus propios principios. Que el logos torpe y superfluo de todo tiempo pasado deja paso al logos satisfactorio, adecuado y flamante de una época. Que la poesía, igual que todo lo que está organizado y comprendido bajo la rúbrica de «La Vida», es dinámica. Lo superfluo siempre ha existido para que lo manden a freír espárragos. Los Norbert Wieners de hoy en día serán los triunfadores en la arena darwiniana del mañana.
—Dijo que todo eso era lo más importante en su vida. ¿Cómo me voy a sentir yo?
—Es el Aquí. Es el Ahora. Las bellezas por venir deberán ser nuevas. La invité a ver el renacimiento de un cristal: frío y plano como una pastilla. Fibras brillantes parpadeando en matrices estéticas bajo un floreciente amanecer de sodio. Lo que nos conmueve y por tanto nos guía es lo que está vigente. Preveo el surgimiento inminente de una enorme desnudez, de una limpieza inmensa que borboteará en todos los rincones del significado. Huelo cambios, que traerán consigo alivio, igual que la húmeda promesa de un chaparrón de verano. Una nueva era y una nueva comprensión de la belleza como campo y ya no como lugar geométrico. Se acabaron los conceptos uni-objetivos, la contemplación, el cálido efluvio de los tréboles, los regazos que respiran agitadamente, las historias como símbolo, los colosos. Se acabó el hombre, el apoyar la frente en el puño, el llevarse la mano al escote, entendidos en términos de mamporros, de ruidos sordos, de naturaleza agitada, una naturaleza a su vez concebida como algo coloreado, dotado de forma e investido de un olor, algo que ofrece significado en virtud de sus cualidades. Se acabaron las cualidades. Se acabaron las metáforas. Números de Gödel, gramáticas libres de contexto, autómatas finitos, funciones de correlación y espectros. Un aquí que ya no sea sensual sino causal y eficaz. Un aquí entendido de la manera más íntima. Electrónica de plasmas, sistemas de gran escala, amplificación operacional. Admito que me veo a mí mismo como un esteta de lo frío, de lo nuevo, de lo correcto, del Aquí veraz e impecable. Variable como la ley de Poisson y morfológicamente denso: piezas cuya forma, dimensión, carácter e implicación puedan expandirse como sargazos a partir de un criterio de función y una estructura de relación simple. Odas a y de Green, Bessel, Legendre y Eigen. Sí, ha habido momentos en este último año en que casi he tenido que resguardar mis ojos ante el reflejo del procesador de texto: yo mismo me he convertido en axioma, en lenguaje, en regla de formación y al parecer he desprendido un brillo blanco como un filamento incandescente por un fuego justiciero.
—Dijo que quería llevarme con él, pero cuando le pregunté adónde se puso furioso.
—Estaba seguro de poder cantar como un cable a cero grados Kelvin, pálido y excitado, ardiendo sin fricción ni ignición, con un brillo tan frío como una luna color limón, acoplado a una retícula de significado puro. Un intercambio sin interferencias. Sin embargo, un sistema de señales nuevas, pequeño, silencioso, cortés y escrupulosamente ordenado ha conseguido dispararme a la cabeza. Con sus palabras y sus lágrimas, ella ha amputado una parte de mí. Yo le di lo más íntimo e importante de mí y su autobús se puso en marcha, llevando una parte clave de mí dentro de ella, como el aguijón de una abeja. Ahora lo que yo quiero es conducir muy lejos, a un sitio donde pueda sangrar.
—Lo cual no es Aquí ni Allí.
—No, lo importante es que es exactamente Allí. Porque Maine es totalmente distinto y fundamentalmente ajeno tanto a Boston como a Bloomington. Los paisajes nuevos son balsámicos. Desde la canícula del coche cerrado a cal y canto puedo ver rocas veteadas de colores cristalinos, bloques desmesurados de granito cuyos rebordes cúbicos sobresalen tangentes a la superficie ribeteada de las colinas. Pendientes que se alejan de la carretera trazando suaves curvas sinusoidales. El cielo es un estudio en color menta. Los ciervos describen parábolas marrones en las márgenes de los tramos forestales.
—Bruce, creo que no estás afrontando los sentimientos sino evitándolos. A lo mejor los dos tendríamos que admitir que si uno usa a una persona como si no fuera más que un recipiente de órganos, fluidos y emociones, si uno nunca la percibe como algo independiente de los sentimientos y cualidades con que uno está dispuesto a investirla desde lejos, entonces no está bien volverse hacia ella y depender de sus sentimientos para conformar cualquier elemento significativo del bienestar de uno. Bruce, ¿por qué no admites simplemente que lo que te preocupa tanto es que ella ha dado muestras evidentes de tener una vida emocional con elementos de los que tú no tenías ni idea, que ella es totalmente distinta de como tú habías decidido hacerla para ti? En pocas palabras, Bruce, que es una persona.
—Mira: un enorme pájaro negro ha dado la vuelta hasta salir de mi campo visual y ha dejado caer un arco iris de guano negro e inusitadamente hermoso en el centro del parabrisas, cerca de Smyrna, Maine. Y bajo el arco de este espectro, un recuerdo cae de una altura remota y queda desplegado y sistematizado como una impresión a color sobre los dos carriles de la carretera gris y desgastada que tengo delante: el viaje que hice con mi familia hasta aquí, hasta Prosopopeya, hace dos veranos, y cómo ella desafió la desaprobación de sus padres de rostro impávido para venir con nosotros, cómo ella y mi hermana descubrieron que podían llegar a ser amigas, cómo ella y yo nos tocábamos las rodillas en vez de cogernos de la mano en el avión porque mi madre estaba sentada a nuestro lado y a ella le daba vergüenza. Recuerdo en mis entrañas la promesa inquebrantable de un nuevo tipo de lejanía implícito en la altura nueva y vertiginosa que parecíamos haber alcanzado a bordo del avión en aquel vuelo largo y amenazado por la tormenta, cuando llegamos allí en donde el cielo primero se enfría y luego se vuelve de un color gris oscuro y pudimos notar el espacio justo encima de nosotros. Las formas imaginarias de un campo de nubes, vistas desde el interior del cielo, adquirieron la solidez modal de lo real: cabezas peludas de búfalo, puentes en ruinas, mapas topológicos de estados, perfiles políticos o zurullos grabados. Nos alejamos por los aires sobrevolando los tableros de juego estivales de Indiana y Ohio. Las tormentas eléctricas sobre Pensilvania eran enormes yunques que se estrechaban en la oscuridad para llover sobre los condados. Nuestra barriga era de acero. Recuerdo un anillo de rubí protuberante y carbuncular en el dedo de una mujer india que estaba sentada al otro lado del pasillo. Llevaba un punto pintado en la frente y sus ropas eran tan holgadas que parecían hechas de espuma. Su marido tenía la piel oscura bajo su traje de negocios, los ojos y los dientes blancos y el pelo increíblemente bien peinado.
—¿Y a ese sitio querías llevarla a ella algún día? ¿Y por qué ahora que ella siempre está ausente resulta que se ha convertido en ese sitio, un sitio cuya pérdida aglutina imágenes de ruptura y decapitación?
—La pequeña interestatal 95 sigue al norte hacia Houlton, Maine, y luego gira al este hasta llegar a New Brunswick. Salgo de la autopista en Houlton, pago el peaje y cojo un desvío lateral que pasa entre la Hagan Cabinet Company y el Atrium Supper Club, hasta que llego a la carretera local 1, otra vez en dirección al norte. Atravieso un paisaje densamente poblado de granjas hasta Mars Hill y por fin Prosopopeya. El sol se pone lentamente a mi izquierda sobre hileras de una tierra de color púrpura pálido que hace años que aprendí que se pone de ese color por las patatas jóvenes que plantan allí. Un generador de riego aúlla y traquetea junto a la carretera, unas pocas millas a las afueras de Mars Hill, y en este ahora purpúreo un intrincado circuito de diminutos riachuelos se vuelve rojo bajo la luz crepuscular. Un poco más lejos en la comarcal 1 hay un letrero pintado a mano que anuncia que se venden tapacubos, despojos de la guerra contra la carretera llena de surcos dejados por las ruedas. Las inverosímiles mercancías están desplegadas en largas hileras a mi derecha, brillando con un color rosa apagado sobre una verja y luego en la pared roja de un granero, y parecen los escudos de un ejército de enanos. Casi todo tiene un aire como de tiempos antiguos, los relojes se mueven despacio en una corriente lenta.
—Cuando dices que el sol se pone a tu izquierda quieres decir al oeste, y eso quiere decir que recuerdas el oeste, Bruce, y a uno lo pone un poco incómodo ese nuevo silencio sobre cierto tema relacionado con el oeste y que tenemos pruebas de que recuerdas. Una voz no puede aplastar a la otra, incluso en una estructura de mentiras, si es que queremos aclarar las cosas tal como se supone que vamos a hacer.
—Quizá debería mencionar que en la caseta del peaje que hay a la salida de Houlton el recipiente con la foto de ella se soltó cuando bajé el visor para coger el tique, salió volando en mi dirección impulsado por el aire que entraba por la ventanilla, que tuve que cerrar, y terminó metido entre el freno y el suelo. Cuando quise cogerlo se me cayó el dinero y toqué accidentalmente el acelerador con el pie. El coche avanzó y golpeó la barrera que permanece bajada hasta que el conductor paga la deuda contraída con el estado. La mujer de la cabina del peaje salió corriendo. Un policía que estaba en su coche patrulla junto a la carretera se quedó mirando y dejó algo que se estaba comiendo. El recipiente estaba doblado y lleno de suciedad del suelo y migas de galleta. La mujer del peaje fue educada pero firme. Los conductores tocaron sus bocinas.
—El viaje a Maine al que Bruce, su hermana y sus padres me invitaron hace dos años fue que yo recuerde la última vez que todo fue bien entre nosotros. Se pasó el viaje señalando cosas por la ventanilla del avión y haciéndonos reír a mí y a su madre. Nuestras piernas se tocaban y también me tocó la mano, muy suavemente, para que su madre no lo viera. Al llegar a casa de sus tíos fuimos a un lago y nadamos, y también podíamos hacer esquí acuático si queríamos. A veces nos marchábamos a dar largos paseos por carreteras secundarias que duraban todo el día, nos llenábamos de polvo y a veces nos perdíamos, pero siempre regresábamos porque Bruce era capaz de encontrar la dirección y saber la hora gracias al sol. Bebíamos agua con las manos de arroyuelos muy fríos. Una vez Bruce estaba cogiendo arándanos y una abeja le picó en la mano; yo le quité el aguijón porque tenía las uñas largas, le puse un arándano en la picadura y él dijo que en realidad nada de todo aquello le importaba. Me lo pasé muy bien. Fue realmente divertido. Por entonces Bruce y yo estábamos bien. Estaba muy bien estar con él. Fue quizá la última vez en que sentí que los dos éramos realmente nosotros cuando estábamos juntos. Y fue estando en casa de su tío, encima de unas camisetas y unas piezas de ropa que había tiradas en el suelo en una arboleda por la noche junto a un campo de patatas, cuando le di a Bruce algo que no puedo recuperar. Y me alegro de haberlo hecho. Pero creo que fue entonces cuando empezaron a cambiar los sentimientos de Bruce. A lo mejor me equivoco, pero creo que lo separó un poco de mí el hecho de que yo lo hiciera por fin. El hecho de que yo quisiera y él se diera cuenta. Es como si supiera que por fin me tenía, y eso le hiciera retraerse a su interior, para tener en vez de desear. Creo que lo que le gusta es desear. Me parece bien. Tal vez tendríamos que haber sido solo amigos todo el tiempo. Nos conocíamos desde el instituto. Nadamos juntos en la presa donde hicieron aquella película. Aprendimos a conducir juntos e hicimos el examen para el permiso de conducir en el mismo coche. Así es como nos conocimos. Pero no llegamos a ser íntimos hasta mucho después, cuando ya estábamos en universidades distintas y solo nos veíamos en las vacaciones.
—Llego a Prosopopeya cuando el sol se pone con solemnidad y todas las especies de vida nocturna de Maine empiezan a susurrar en un bosquecillo viejo y espinoso. Me alegro de dejar atrás el límite del municipio. Me desvío un momento para parar en unos almacenes IGA y comprar unas latas frías de cerveza Michelob a modo de regalo de buena voluntad, una idea que mi madre ha sugerido y financiado. Michelob es una cerveza que le encanta a mi tío y que en vez de bebérsela parece que le baste con inhalarla. Es prácticamente la única cosa que puede inhalar. Tiene cincuenta y cinco años y un enfisema pulmonar avanzado. Unos simples pasos entre su silla y la puerta de la cocina, un caluroso apretón de manos y hacerse con una de mis bolsas de mano ya es suficiente para que tenga que hacer sus ejercicios respiratorios. Se sienta pesadamente en su silla e inicia una respiración rítmica, muy concentrado y con los labios fruncidos, mientras mi tía me abraza y hace ruidos de felicidad intercalados con «vayas» y «Dios míos» y luego agarra todo mi equipaje de una sola vez y se lo lleva al piso de arriba. No llevo mucho equipaje. Llevo encima mi recipiente doblado. Mi tío va a buscar un inhalador de adrenalina y sigue respirando con tanta fuerza como puede, con una amplia sonrisa y gesticulando con la mano para despejar mi preocupación y su incomodidad. Resopla como si intentara apagar una llama, y a lo mejor es así como se siente. Ha perdido más peso, sobre todo en las piernas. Mientras permanece así sentado y respirando, sus piernas enfundadas en los pantalones parecen sendos palos. Incluso flaco y arrugado, sigue siendo una extraña copia sin pechos de mi madre: el pelo canoso, la cara ovalada con los pómulos salientes y los ojos como pacanas azules. Igual que los de mi madre, esos ojos pueden tener un brillo metálico como los de un pájaro o una cualidad triste y lechosa como los de una ballena. Mientras mi tío resuella permanecen vacíos, perdidos, vidriosos. Mi tía es una mujer inusitadamente atractiva a sus sesenta años, con una simpatía sincera y nada empalagosa, una señora a quien tan solo se puede acusar de llevar el pelo teñido de un color ambarino suave que no puede encontrarse en toda la naturaleza. Ha colocado mi vida portátil en mi dormitorio y me pregunta si quiero cenar. Me comería cualquier cosa. Hay una televisión encendida, sin sonido, junto a una vieja cocina de esmalte blanco descascarillado y un lavaplatos nuevo de color marrón. Mi tío dice que parece que sea yo el que ha traído el coche a cuestas y no al revés. Sé que no tengo buen aspecto. He conducido durante casi treinta horas ininterrumpidas, deteniéndome tan solo para rellenar el depósito. Tengo la camisa acartonada por el sudor reseco, se me ha quedado un trozo recalcitrante de piel de manzana ennegrecido entre los incisivos y a un vaso sanguíneo de mi ojo le ha pasado algo de tanto mirar a lo lejos y al cemento: hay un pequeño estallido de color rojo en la esquina del ojo y una molestia arenosa cuando parpadeo. Mi cabello necesita champú con tanta urgencia que se ha puesto amarillo. Les digo que estoy cansado y me siento. Mi tía coge un trozo de pan de una panera de verdad, saca una ensalada de atún de la nevera y se pone a removerla con una cuchara de madera. Mi tío divisa la cerveza en la encimera, dos paquetes de seis latas altas y plateadas que ya han empezado a dejar un charquito de agua sobre el linóleo. Mira a mi tía, que suspira para sus adentros y asiente con la cabeza. Mi tío se levanta al instante, como si ya no fuera inválido. Separa dos latas del paquete, me pone una delante, abre la otra y vacía aproximadamente la mitad en una serie de tragos espumosos y debo decir que bastante desagradables. Mi tía me pregunta si quiero un bocadillo o dos. Mi tío dice que es mejor que me coma la ensalada de atún, que ellos ya la han comido dos veces seguidas y si sigue más tiempo entre ellos al final tendrán que ponerle nombre. Sus ojos han vuelto a la vida, le pertenecen de nuevo y los usa para reírse, bromear y expresarse. Igual que su hermana. Mira el recipiente de la foto Sears que tengo a mi lado en la mesa y me pregunta qué llevo en él. Mi tía le mira. Yo le digo que son reliquias. Él me dice que parece que he tenido un viaje duro. La cocina huele de maravilla: a madera antigua, a pan recién hecho y también a algo dulce y penetrante, un vago aroma a atún. Oigo el coche de mi madre crujiendo y enfriándose delante de la casa. Mi tía me pone delante dos bocadillos enormes, me abre la lata, me abraza de nuevo con un cariño y una alegría que apenas puede contener y que yo no termino de entender, puesto que prácticamente he aparecido de la nada, sin razón alguna y sin más aviso que una llamada telefónica a altas horas de la noche hace dos días y una especie de conversación posterior con mis padres cuando ya me había echado a la carretera. Dice que ha sido una sorpresa maravillosa el que haya venido a visitarlos, que espera que me quede tanto como quiera, que le diga lo que quiero comer para que ella pueda llenar la despensa y me pregunta si no estoy feliz y orgulloso por haberme graduado en una universidad tan buena y con un tema tan difícil que ella no podría entenderlo ni en toda su maldita vida. Se sienta. Nos ponemos a hablar de la familia. Los bocadillos están buenos, la cerveza un poco caliente. Mi tío mira otra vez el paquete de las cervezas y se saca del bolsillo de la camisa la lata de tabaco de mascar que tiene desde que tuvo que dejar de fumar. Por la puerta mosquitera de la cocina entra, un aire frío, suave y con olor a hierba. Estoy demasiado cansado para no sentirme bien.
—Lo sentí mucho cuando me dijo que iba a tener que estar fuera de la ciudad, a lo mejor todo el verano. Pero me puse furiosa cuando me dijo que así estaríamos empatados, un verano por otro. Porque él se ha marchado este verano porque ha querido, igual que el verano pasado tampoco quiso estar aquí. El verano pasado se quedó en Cambridge, en Boston, para empezar su proyecto, consiguió un trabajo como investigador en su laboratorio y ni siquiera me explicó por qué no quería venir a Bloomington en verano, aunque yo acababa de licenciarme aquí. Pero me envió un ramo enorme de rosas, me dijo que me fuera a pasar el verano con él a Boston, que me echaba tanto de menos que no podía soportarlo, y a mí me costó mucho decidirme, pero al final lo hice, usé el dinero que me habían regalado por mi graduación para volar hasta el MIT, conseguí un trabajo como camarera en un restaurante alemán en Harvard Square, el Wurst House, y alquilamos un apartamento con chimenea realmente caro en Back Bay. Pero al cabo de poco Bruce empezó a actuar como si en realidad no quisiera tenerme allí. Si hubiera dicho algo sobre el tema habría sido otra cosa, pero simplemente empezó a comportarse con frialdad. Se pasaba todo el tiempo en el laboratorio, nunca vino a ver el Wurst House y cuando estábamos solos una vez se pasó una semana sin tocarme. A veces me contestaba con malos modos y otras veces simplemente estaba frío conmigo. Al cabo de un tiempo era como si yo le diera asco. Por entonces empecé a tomar píldoras anticonceptivas. Luego hubo una vez en julio en que se pasó todo un día y una noche sin venir a casa ni llamarme, y cuando por fin lo hizo se puso furioso porque yo me había enfadado. Me preguntó por qué no podía tener un poco de vida privada de vez en cuando para variar. Yo le dije que sí podía, pero que me daba la sensación de que él ya no sentía lo mismo. Él me dijo que cómo me atrevía a decirle lo que sentía. Unos días después volví a casa en avión. Los dos decidimos que era mejor que me fuera, porque si me quedaba él sentiría que tenía que ser amable de manera artificial todo el tiempo, y eso no sería agradable para nadie. Los dos lloramos un poquito en el aeropuerto de Logan cuando me acompañó en el autobús. En Bloomington mi familia me roció con confeti cuando regresé, estaban encantados de tenerme otra vez con ellos y yo también estaba contenta de estar en casa. Al día siguiente Bruce volvió a enviar un ramo de rosas, llamó y me dijo que había cometido un error terrible, y entonces fue él quien vino en avión, y me dijo que sentía mucho haberse obsesionado con un montón de cosas ajenas a nosotros e intentó hacerme entender que se sentía como si estuviera en el vértice entre dos eras, y que por muy mal que se portara, yo debía verlo como una prueba de sus limitaciones como persona y no como algo relacionado con su compromiso conmigo como amante. Y supongo que para entonces yo ya había invertido tanto en la relación que dije muy bien, vale, y se quedó una semana en Bloomington, y lo hicimos todo juntos, y por las noches me hizo sentir de maravilla, podía ser maravilloso estar junto a él, y me dijo que me estaba haciendo sentir de maravilla porque quería y no porque sintiera que era su obligación. Luego se volvió a Boston y me dijo que lo esperara hasta Acción de Gracias, así que no me metiera en ningún jaleo y él volvería conmigo, y yo le hice caso, e incluso rechacé invitaciones a comer de mis amigos y entradas para el fútbol de compañeros de mi clase. Pero luego Acción de Gracias y Navidad fueron como la peor parte de aquel verano en Back Bay. Mis sentimientos empezaron a cambiar. No fue solamente él. Hizo falta tiempo pero al final sentí que algo había desaparecido, y además yo soy egoísta, solo puedo sentir que doy más de lo que recibo durante un tiempo, luego las cosas cambian.
—Bruce, quizás ha llegado el momento de que afrontes el tema de aquellas cuatro noches a finales del otoño pasado en que dormiste con una estudiante de segundo año del Simmons College de Great Neck, Nueva York. A lo mejor quieres que hablemos de cierta fiesta de Halloween.
—Aquel verano lo pasé mal, pero cuando se lo dije a él en Navidad se puso furioso y me dijo que no sacara aquel tema a menos que realmente quisiera decirle algo. Yo ya me había hecho amiga del tipo de estadística, pero no habría tenido ningún interés en salir con él si las cosas hubieran ido bien con Bruce.
—Duermo, como y paso gran parte del tiempo sentado, hasta que la irritación de mis ojos desaparece. Limpio los restos de insectos del parabrisas de mi madre. Durante un tiempo dedico la mayor parte de mi energía a sumergirme en las vidas y preocupaciones de dos adultos por quienes siento un cariño sincero y creciente. Mi tío es tasador de siniestros para una compañía de seguros, pero se jubila anticipadamente a finales de este año por sus problemas respiratorios: a la familia le preocupa que su coche pueda tener una avería en alguna de las innumerables carreteras del Aroostook County que él debe cruzar a diario para tasar siniestros. Aquí los inviernos pueden matarlo a uno. Tengo la sensación de que cuando mi tío se jubile no hará nada más que mirar la tele, fastidiar a mi tía y contar historias sobre los siniestros que se dedica a tasar. Sus historias son inverosímiles. Todas empiezan igual: «Una vez me encargué de unos desperfectos…». Habla conmigo, en el salón, mientras se toma las pocas cervezas que le están permitidas cada día. Me cuenta que siempre ha sido un hombre casero y amante de la familia, que le ha gustado pasar tiempo con los suyos (sus hijos ya han crecido y se han ido al Sur, a Portland, Augusta y Bath), que ha habido muchos idiotas en su agencia que han malgastado el tiempo en sus carreras, en ir de caza, jugar al golf o dándole a la picha, pero ¿luego qué les quedaba, a fin de cuentas, cuando llegaba el invierno y todo se cubría de nieve? Mi tía da clases de tercer curso en la escuela primaria que hay al otro lado del pueblo y tiene vacaciones en verano, pero ahora está haciendo dos cursillos, uno de francés y otro de sociología, en la delegación que la Universidad de Maine tiene en Prosopopeya, en el centro del pueblo. Durante unos días, cuando ya estoy descansado, la acompaño en coche a la pequeña delegación de la universidad y me siento en la biblioteca del campus mientras ella está en clase. La biblioteca es diminuta y agradable, como la sección infantil de unas instalaciones públicas, con la alfombra y los muebles de ese color apagado y terroso de la vegetación que se marchita en otoño. No hay apenas nadie en la biblioteca en estos días de verano salvo dos mujeres muy gordas que hacen inventario de los libros chillando a pleno pulmón. Hay demasiado ruido y al mismo tiempo demasiado silencio como para ponerse a trabajar de verdad, y a mí no se me ocurre ninguna idea que no sea banal o rebuscada. Allí sentado, intentando extrapolar las ecuaciones que han ocupado los dos últimos años de mi vida, me siento verdaderamente como si me hubieran disparado en la cabeza. Termino escribiendo fragmentos desordenados o simplemente cartas sin destinatario ni dirección. ¿Qué quiero demostrar? Parece que ya lo he refutado todo. Pronto dejo de acudir a la biblioteca de la Universidad de Maine en Prosopopeya. Pasan los días y mis tíos muestran una amabilidad impecable, pero Maine se acaba convirtiendo en otro Aquí en vez de un Allí.
—Explícate.
—Las cosas se ponen feas. Ahora llevo un corte de pelo cuya sombra me da miedo. Se me ocurre que ni mi tío ni mi tía me han preguntado ni una sola vez qué ha pasado con aquella preciosidad que vino con nosotros la última vez que estuvimos de visita, y me pregunto qué le habrá contado mi madre a mi tía. Empiezo a ponerme nervioso por algo que no consigo localizar ni definir. Tengo problemas para dormir: por las mañanas me levanto muy temprano y espero, muerto de frío, a que salga el sol tras las cortinas blancas de gasa del viejo dormitorio de mis primos. Cuando estoy dormido tengo sueños desagradables y persistentes, sueños en los que aparecen leopardos, rodillas magulladas y un viejo tenedor de cafetería doblado y con los dientes retorcidos. Tengo un sueño que transcurre muy despacio en donde ella está recogiendo hojas en el patio de la casa de mi familia en Indiana, yo le suplico que tenga un ataque de amnesia por arte de magia, y ella me dice que le pida permiso a mi madre, pero cuando salgo otra vez, después de que me hayan dado permiso, ella se ha marchado y el patio está cubierto de hojarasca hasta la altura de las rodillas. En este sueño tengo miedo del cielo: ella ha señalado el cielo con el mango del rastrillo y ahora se ha llenado de nubes que, vistas desde el suelo, adoptan la forma de una colección abigarrada de símbolos algebraicos y empiezan a experimentar cambios que no proceden de mí y que no entiendo. En todos mis sueños el cielo está gris, desordenado y azotado por el viento.
—Deja ya de besar fotografías y destruir pruebas y empieza a entender de una vez que las cosas son y todo el tiempo han sido mucho más generales y en cierto sentido más sombrías.
—Empiezo a pensar que tal vez ella nunca haya existido. Que tal vez ahora me siento así por alguna otra razón, o incluso sin razón alguna. La falta de un referente concreto para mis emociones es terriblemente desorientadora. Han pasado dos semanas y media desde que llegué aquí. El recipiente está tirado en la cómoda de mi habitación, todavía doblado por el episodio del peaje. Mis sentimientos se han convertido en una especie de corteza evanescente sobre la fotografía, y cuando abro el recipiente por la mañana sale un olor amargo a sustancias químicas. Me paso el día en casa, evito las ventanas y no consigo tener hambre. Mis testículos se yerguen constantemente. Empiezan a dolerme. Hay largos intervalos de tiempo que yo experimento como ese lapso angustioso e íntimo entre el momento en que alguien que empieza a caer y su llegada al suelo. Mi tía me dice que estoy pálido. Me pongo un algodón en la oreja y le digo que me duelen los oídos. Paso mucho tiempo envuelto en una manta rasposa y mirando la televisión canadiense con mi tío.
—Esas cosas pueden ir bien.
—Empiezo a sentir que mis pensamientos y mi voz son en parte productos de la creatividad de alguien ajeno a mí, fuera de mi control, y sin embargo esa influencia externa manipuladora y creadora sigo siendo yo. Siento la división que mi voz exterior postula como los dolores del parto de una conciencia emocional que está naciendo. Me acomete una necesidad perentoria de «escribirlo todo», de afrontar el pasado y el presente como una misma comunidad de signos, pero eso requiere un distanciamiento especial que yo parezco haber dejado atrás. En cambio, durante unos días me dedico a hacer ejercicio: hago largas y desaliñadas sesiones de footing vestido con vaqueros y zapatillas deportivas y saco algunas piezas pesadas de maquinaria del patio de mi tío. El ejercicio me deja excitado y ruborizado y mi tía está contenta. Dice que tengo un aspecto saludable. Me quito el algodón de la oreja.
—Todo este tiempo no te estás comunicando con nadie.
—Dejo que sea mi tía quien hable con mis padres. Sin embargo, mantengo una conversación telefónica extraña y poco satisfactoria con mi hermano mayor, que es oftalmólogo en Dayton. Fuma en pipa y se llama Leonard. Leonard es el que peor me cae con diferencia de mis parientes, así que no tengo ni idea de por qué lo llamo a él muy tarde una noche, a cobro revertido, y le doy una versión apasionada y escrupulosamente honesta de toda la historia. Terminamos discutiendo. Leonard sostiene que soy exactamente igual que nuestra madre y que sufro un deseo amargo y básicamente estúpido de ser perfecto. Yo le digo que eso no tiene ninguna relación constructiva con nada de lo que he dicho y que además no consigo ver qué tiene de malo el deseo de ser perfecto, puesto que ser perfecto sería… pues bueno, perfecto. Leonard me invita a que piense lo aburrido que sería ser perfecto. Manifiesto mi respeto hacia la amplia y elaborada experiencia de Leonard como persona aburrida, pero me permito señalar que, como ser aburrido es una imperfección, por definición es imposible que una persona perfecta sea aburrida. Leonard me dice que siempre me ha gustado jugar con las palabras para eludir el verdadero significado de las cosas. Esto conecta con sospechosa facilidad con mis intuiciones sobre la muerte inminente de la comunicación léxica, y me temo que me dedico a explayarme durante varios minutos antes de darme cuenta de que uno de los dos ha cortado la conexión telefónica. Me cago en la pipa de Leonard y en su mujer que tiene el cutis como una corteza de jamón.
—Pero por supuesto, tu hermano solo estaba señalando que la perfección, cuando nos adentramos en el meollo oscuro y centro neurálgico de la cuestión, es imposible.
—No faltan precisamente cosas que sean perfectas en relación con la función que las define. Los axiomas de Peano. La piel de un camaleón. Una máquina de Turing.
—Pero no son personas.
—Nadie ha argumentado de manera convincente que eso tenga algo que ver con la cuestión. Mis profesores dejaron de intentarlo.
—¿Crees que podríamos ponernos de acuerdo sobre la persona a quien habrías de preguntarle ahora?
—Él dijo que dentro de poco la verdadera poesía ya no serán palabras. Dijo que la belleza glacial de la significación perfecta mediante símbolos artificiales y no verbales y su relación mediante reglas convencionales vendrá a reemplazar gradualmente primero la forma y después la materia de la poesía. Dijo que una época se está muriendo y que él puede oír su estertor. Todo esto lo tengo guardado en las cartas que me envió. Guardo todas mis cartas en una caja. Dijo que las unidades poéticas que aluden, evocan, traen recuerdos y son limitadas de modo variable por la experiencia particular y la sensibilidad de cada poeta en concreto y de cada lector, dejarán paso a símbolos que serán y a la vez remitirán a lo que designan, y que tanto el límite como la infinitud de lo que es real puede ser expresado mucho mejor mediante el axioma, el signo y la función. A mí me encanta Emily Dickinson. Le dije que no podía fingir que lo entendía y que no estaba de acuerdo, pero que me parecía que sus ideas sobre la poesía iban a conseguir que esta pareciera fría y triste. Le dije que una gran parte de la verdad que los poemas entrañaban para mí, cuando los leía, venía de los sentimientos. No es que pretendiera estar segura, pero no me parecía que los números, los sistemas y las funciones pudieran hacer que la gente tuviera sentimientos. A veces, cuando le decía esto, él sentía lástima por mí, me decía que no tenía un concepto adecuado de su proyecto y jugueteaba con los lóbulos de mis orejas. Pero otras veces, de noche, se ponía furioso y me decía que yo era una de esas personas que tienen miedo de todo lo que es nuevo e inevitable y creen que va a ser malo para la gente. Estuvo tan a punto de llamarme estúpida que casi me enfadé de verdad. No soy estúpida. Me licencié en la universidad en tres años. Y no creo que todas las cosas nuevas y todos los cambios sean malos para la gente.
—¿Cómo pudiste pensar que era eso lo que le daba miedo a la chica?
—Hoy, después de tres semanas y pico en Prosopopeya, estoy sentado en el salón de mis parientes, con el algodón otra vez en la oreja, mirando las noticias del mediodía que emite una cadena canadiense. Sospecho que fuera se debe de estar bien. Hay problemas en Quebec. Oigo que mi tía dice algo en la cocina. Al cabo de un momento entra secándose las manos con un trapo y dice que la cocina ya le está dando guerra. Al parecer no puede conseguir que el fogón se caliente sin que de vez en cuando le dé guerra. Quiere calentar un poco de chile para mí y para mi tío cuando venga a comer. Mi tío llega a casa a primera hora de la tarde. No hay gran cosa en casa para hacer una comida respetable y mi tía no se muere de ganas de ir a los almacenes de IGA, porque tiene que estudiar para un test de francés, y yo puedo estar seguro de que no voy a salir con ese viento que hace y ese oído que ha estado dándome tanta guerra, y ahora resulta que la cocina no quiere funcionar. Mi tía me pide si puedo echarle un vistazo.
—No me dan miedo las cosas nuevas. Lo que me da miedo es sentirme sola a pesar de que haya alguien conmigo. Me da miedo sentirme mal. A lo mejor soy egoísta, pero yo lo veo así.
—Es cierto, la cocina se ha puesto oficialmente en pie de guerra. Los fogones no responden. Mi tía dice que es un chisme eléctrico que hay detrás de la cocina y que se suelta todo el tiempo, que mi tío siempre consigue hacer que funcione otra vez pero que él no volverá hasta que ella ya esté en clase y al chile no le va a dar tiempo de hervir a fuego lento, mezclarse bien y quedar sabroso. Me dice que si no me va a entrar dolor de oído tal vez pueda intentar arreglar la cocina. Después de todo, solo es un chisme eléctrico. Le digo que no hay problema. Va a buscar la caja de herramientas que tiene mi tío en el armario junto a la puerta de la bodega. Me agacho y desenchufo el enorme armatoste blanco y feo de la vieja cocina, lo separo de la pared y del lavaplatos nuevo. Cojo un destornillador de estrella de la caja de herramientas y saco la tapa trasera. Es una cocina tan vieja que no consigo averiguar el nombre del fabricante. Es quizá la pieza de maquinaria más tosca que uno pueda imaginar. El cable que va a la red está recubierto de una especie de envoltorio antiguo de tela con dibujos en forma de espiral. El cable simplemente transporta una corriente alterna de 220 habitual en las casas hasta un circuito distribuidor de cinco vías situado en la base interior de la cocina. Cinco haces preformados de cables, gruesos y poco funcionales, unen los cuatro mandos de los fogones y el indicador de temperatura del horno principal con sus respectivas clavijas de salida en el circuito. Los mandos de los fogones determinan la temperatura en el lugar elegido mediante el contacto directo y la conducción de corriente alterna hasta el calentador del fogón seleccionado. Cada calentador no es más que un circuito transformador de alta resistencia con una tosca toma de tierra, que conduce el calor, también mediante contacto directo, hasta la espiral de hierro negro de su fogón respectivo. El coeficiente energía/trabajo no debe de ser más de 3/2. Ni siquiera hay platillos reflectantes debajo de los fogones. Le digo a mi tía que esta cocina es vieja, barata y que tiene muy poca energía. Ella dice que ya lo sabe y que lo siente pero que la tienen desde antes de Kennedy y para ellos tiene un valor sentimental, y además este año les ha tocado decidirse entre una cocina nueva o un lavaplatos nuevo. Está sentada ante la mesa iluminada por el sol, repasando tiempos verbales y disculpándose por su cocina. Dice que el chile tiene que ponerse enseguida a hervir despacio y mezclarse bien si es que merece la pena hacerlo. Me pregunta si creo que podré arreglar el chisme o si tiene que ir a la tienda a comprar algo frío.
—Solo me ha escrito una carta desde que se marchó, y lo único que me dice es que se dedica a cuidar una foto mía y que no me lo voy a creer pero la besa. Ni siquiera le gustaba besarme a mí. Me di cuenta.
—Los haces preformados de cables individuales parecen bien conectados a los transformadores de sus fogones respectivos, así que tengo que desconectar cada haz de su clavija de salida en el circuito distribuidor y fijarme en el circuito en sí. El circuito está sencillamente demasiado viejo y mugriento y es demasiado tosco y patético como para estar seguro de nada, pero su entrada de corriente alterna y sus salidas de corriente térmica parece que no están obstruidas ni rotas ni hay malas conexiones a la vista. Mi tía está conjugando el pretérito imperfecto de los verbos franceses acabados en -ir. Tiene una voz muy suave. Y bonita. Dice: Je venais, tu venais, il venait, elle venait, nous venions, vous veniez, ils venaient, elles venaient. Estoy metido en las tripas de la cocina cuando me comenta que mi tío le dijo una vez que no era más que un tornillo flojo o algo que necesitaba que le dieran un simple golpe. No es que eso me sea de gran ayuda. Aprieto los tornillos oxidados de la caja del circuito distribuidor, vuelvo a poner el cable eléctrico en la clavija de entrada y ya me dispongo a conectar otra vez los cables preformados de los fogones cuando me doy cuenta de que el envoltorio preformado y las clavijas de salida del circuito están tan viejos, gastados y llenos de porquería que ya no tengo ni idea de qué haz de cables va con cada clavija de salida. Tengo miedo de que se incendie todo si la corriente cruza el circuito de manera incorrecta, y las probabilidades son (½)4 de conectar correctamente cada clavija con su haz respectivo de cables. Je tenais, dice mi tía en voz baja. Tu tenais, il tenait. Me pregunta si todo va bien. Le digo que seguramente ya estoy a punto de arreglarlo. Me asegura que si es algo grave no hay problema en esperar hasta que llegue a casa mi tío, que ya tiene ese diablo de fogón por la mano y le puede echar un vistazo. Y que si ninguno de los dos lo puede arreglar, simplemente podemos salir a comer algo fuera de casa. Me palpo mi corte de pelo espantoso y le digo que seguramente ya lo estoy arreglando. Decido pelar unos centímetros del viejo envoltorio preformado para ver si los cables de dentro son de colores distintos. Quito el envoltorio de los dos primeros haces, pero todos los cables resultan ser del mismo color gris escama, con los elementos conductores tan viejos y raídos que los cables empiezan a deshilacharse, asomando en todas direcciones, se desordenan y ahora no podría volverlos a poner en el circuito distribuidor ni aunque pudiera adivinar dónde van, por no mencionar el riesgo enorme que entraña el cruzar la corriente con cables desnudos. Empiezo a sudar. Descubro que el tejido aislante del cable que va a la red está tan gastado que uno de los dos filamentos de cobre de 220 voltios sobresale por fuera. Ese cable podría haber sido el problema todo el tiempo. Comprendo que debería haber intentado encender el horno principal en primer lugar para ver si el problema con la electricidad era algo mucho más simple que los cables de los fogones o el circuito. Mi tía se remueve en su silla. Empiezo a tener problemas para respirar. Los cables de los fogones están todos pelados, deshilachados y desperdigados por el circuito distribuidor como cabellos grises. Habría que religar los cables en haces para reinsertarlos y hacer que los fogones puedan usarse al menos eventualmente, pero mi tío no tiene ninguna herramienta para religar. Y yo nunca he ligado un sistema de cables. El trabajo que me interesa se hace con un lápiz y una hoja de papel. Ni siquiera uso calculadora casi nunca. En la vanguardia de la ingeniería eléctrica prácticamente todo lo que interesa se puede solucionar manipulando variables. Ni una sola vez me he quedado sin respuestas ante un examen. Nunca. Y ahora parece que me he cargado esta mierda de cocina. No sé qué hacer. Podría conectar el haz de cables del horno principal a la clavija de salida de uno de los fogones en el circuito de distribución, pero no tengo ni idea de qué cantidad de corriente térmica se transmitiría entonces al fogón. No hay manera de saberlo sin datos sobre los coeficientes de resistencia del compuesto metálico de que están hechos los fogones. La corriente necesaria para poner el horno en posición de TIBIO ya bastaría para fundir un fogón. Estoy a punto de llorar. Mi tía pasa a los verbos en -ir/iss: Je partissais, tu partissais, il partissait, elle partissait.
—¿No eres capaz de reparar una cocina eléctrica?
—Mi tía me pregunta otra vez si hay algún problema y yo no contesto porque tengo miedo de cómo pueda sonar mi voz. Desconecto con cuidado el otro extremo de todos los cables preformados de los transformadores de cada fogón, enrollo todos los cables con cuidado y los dejo al fondo de la cocina. Lo limpio todo. De repente el interior de la cocina es el último sitio de la Tierra donde quiero estar. Empiezo a tenerle miedo a esa cocina. Al otro lado veo los pies de mi tía que se pone de pie. Oigo abrirse la puerta de la nevera. Mi tía pone un plato en la encimera y quita una cosa arrugada. Por encima del olor a grasa de cocina y a viejas conexiones, noto un suave aroma a chile. Hago ruido con un destornillador contra el interior de la cocina para que mi tía piense que estoy haciendo algo. Siento cómo mi miedo crece y crece.
—Me dijo que me quería muchas veces.
—¿Miedo a qué?
—Me he cargado su cocina. Necesito una herramienta para religar, pero yo nunca he religado un cable.
—Y cuando lo decía era en serio. Y yo sé que todavía me quiere.
—¿Y esto qué tiene que ver con todo lo demás?
—Creo que tiene todo que ver. Estoy tan aterrado detrás de esta vieja cocina que ya no puedo respirar. Me limito a hacer ruido con las herramientas.
—¿Acaso es que quieres a esa señora madura y guapa y tienes miedo de haber estropeado una cocina que ya tenía antes de Kennedy?
—Pero me parece que le daba miedo sentir que quería a alguien.
—Es una mierda de electrodoméstico.
—¿A quién más le has hecho daño?
—Mi tía viene conmigo detrás de la cocina, se pone a mi lado, echa un vistazo al interior negro y vacío de la cocina y dice que parece que he hecho un buen trabajo. Señalo el circuito distribuidor lleno de porquería con mi destornillador. Lo pincho con la punta de la herramienta.
—¿De qué tienes miedo?
—Pero no creo que haya que hacerle tanto daño. No importa qué haya hecho.
—Estoy detrás de la cocina, mi tía está arrodillada a mi lado y me pone la mano en el hombro. Me parece que tengo miedo de absolutamente todo lo que existe.
—Entonces sé bienvenido.