Iba yo a explicarle a Simple Ranger cómo Chuck Nunn Júnior devolvió la afrenta al hombre que lo había afrentado y luego escapó a lugares ignotos. Así que le hice a Ranger sabedor de lo que hizo el hijo de Chuck y Monna May Nunn, Chuck Júnior, lo más parecido a un ser hermoso y semidivino que hemos tenido en esta ciudad de Minogue, Oklahoma, hombre de fortuna cambiante, que soportaba con paciencia todas las desgracias e incluso sabía valorarlas, pero a quien las vicisitudes de las relaciones humanas en los últimos tiempos habían traído pena e irritación en las retinas hasta el extremo de hacerle perder los estribos, llevarlo a la total desesperación y a tomarse por fin su venganza.
La historia de Nunn se la conté a Simple Ranger, el vigilante chiflado de tormentas de arena, hombre de edad avanzada, que vio su granja arrasada en los difíciles y deprimidos días ventosos del Bowl, y se quedó sin granja, pero pescó un trabajo gracias al programa federal de empleo de Franklin Delano Roosevelt, se instaló en una cabaña de contrachapado en el Gran Arenal que se extiende entre aquí y El Reno, y obtuvo una paga del gobierno como vigilante de tormentas de arena calamitosas. Allí permaneció durante casi cuarenta años, hasta que se volvió chiflado de tanto mirar la arena. Ahora ya es muy viejo para quedarse allí, de modo que vaga por las calles en una especie de déjà vu chiflado, convertido en el Rip Van Winckle desdentado de Minogue, Oklahoma, y quiere aprender de nuevo la vida de su gente y de sus niños después de haber pasado cuarenta años allí solo, intentando divisar la silueta de su granja en el aire. Ranger siempre me invita a cervezas con los cheques que le son enviados en demasía por un ordenador de Washington D. C. y a cambio yo le cuento cualquier cosa sobre Minogue que él no sepa.
Le conté algunas verdades sobre Chuck Nunn Júnior, a quien ni siquiera los vendavales se atreven a molestar. Le conté que el prodigio de su nacimiento en 1948 desgarró las entrañas de su mamá Mona May con tanta saña que hoy todavía la mujer no puede dormir sin unos paños calientes y un disco de ópera bien alto y tiene que estar internada en una clínica. Que Chuck Júnior ya era cetrino y tenía vello púbico a los diez años, que ya tenía barba, era patizambo e iba salido a los doce. Que su difunto papá intentó azotarlo una sola vez e hizo añicos su cinturón contra las posaderas de hormigón de Chuck Júnior. Que C. Jr. perdió su virginidad con nuestra profesora de música de séptimo curso, mujer pálida y desarrapada pero muy perfumada, que todavía hoy cruza cada año Minogue, Oklahoma, en un autocar de la compañía Trailways, entretenida con sus bordados y tarareando melodías distraídas de amores no correspondidos. Que la piel de Chuck Júnior era del color de la tierra y que su sudor olía a cobre y que las buenas mujeres de Minogue se veían impelidas de manera infalible a sentarse cada vez que él pasaba, caminando como solo camina un hombre que está en comunión íntima con las fuerzas de la naturaleza, con las piernas arqueadas y las botas engalanadas con los espolones dorados que ganó a modo de trofeo en la feria estatal de 1965 en Oklahoma City por darle una buena patada en su público trasero a un toro que solo tenía un cuerno pero lo tenía bien afilado.
Le conté a Simple Ranger, cuyo consumo de cerveza es asombroso gracias a la ausencia de dientes que entorpezcan la ingestión máxima, le conté a Ranger que, mientras él estaba ahí fuera en el Gran Arenal mirando el cielo y comiendo guisantes de lata, el instituto de secundaria de Minogue, Oklahoma, ganó dos años atrás la liga de fútbol americano de institutos de secundaria con Chuck Nunn como quarterback y defensa y yo mismo como entrenador. Que en el año 66, en la final estatal entre Minogue, Oklahoma, y Enid, Oklahoma, nuestros archienemigos jurados y temibles de toda la vida, en los últimos y reñidos segundos del último partido el equipo de Enid, que perdía por cinco puntos, le dio el balón a su gigantesco e innominado wingback negro, que salió de la línea de once yardas de Enid con el balón en las manos y la maldad en la mirada, deseoso de infligir gran daño al mismísimo corazón y la autoestima de Minogue, Oklahoma, y voló a través de los muchachos de Minogue como arenilla en medio de un huracán, y en funciones de interceptores lo acompañaban dos vaqueros de forma humana pero de dimensiones geológicas, que tumbaban reses con los puños, además de un canadiense experto en artes marciales vestido con un albornoz acolchado y con tacos metálicos en las botas cuyo juego era sucio y tramposo. Que (parece como si lo estuviera viendo ahora), que después de una persecución culminante e interminable por todo el campo y una presa efectuada desde detrás, C. Nunn Jr., rápido y despiadado, con la barba roja y los ojos brillantes, resolvió los problemas del corredor y los obstáculos en la línea de banda de las diez yardas e hizo que el estadio entero se viniera abajo agarrando en un solo placaje cataclísmico a los enormes vaqueros, al sucio luchador canadiense, al negro de velocidad inhumana, a tres animadoras de los de Enid, a un árbitro y también una nevera de diez galones de Gatorade que llevaban los de Enid. Se rompió una de sus piernas de fuego contra la columna vertebral de un interceptor y se curó en cuestión de semanas, quedando un poco más patizambo que antes. El instituto de secundaria de Minogue, Oklahoma, le puso a uno de sus salones el nombre de Chuck Nunn Júnior Hall.
Le conté a Simple Ranger algunas hazañas de Chuck Nunn Júnior, más dios que hombre para nosotros los que vivíamos anhelando olfatear un poco de su estela. Que se metió en el bolsillo a su instituto de secundaria y a su ciudad y en medio de nuestro anhelo nos dejó plantados y desolados para irse a la Universidad de Oklahoma en Norman, en donde se le vio haciendo lanzamientos en espiral de gran altitud, retransmitidos por televisión, y explicándoles a sus profesores de agricultura y administración de pastos un montón de cosas que estos no sabían. Y que luego Chuck lo dejó todo para alistarse voluntario en la intervención de Estados Unidos en Vietnam, de donde llegaron rumores sobre la gloria y el poderío de Nunn. Que cargó con el arma del calibre cincuenta de su unidad por acantilados y obstáculos escarpados hasta la batalla. Que se negó a agacharse, no se arrastró ni mordió el polvo ni una sola vez y aun así jamás olió el plomo en las inmediaciones de su cráneo. Que se quedó solo y rodeado por regulares del Vietcong en el 71 y gracias a su puro carisma y su capacidad de persuasión convenció al batallón entero de charlies para que volvieran sus armas contra sí mismos. Que etc., etc. Que me envió una postal con una foto de la selva convertida en una hoguera roja de napalm y en ella me decía que ojalá mejorara mi vista para poder dejar de una vez la tienda de comestibles y marcharme allí con él para contemplar y olfatear su estela.
Los ojos de Simple Ranger son del color del cielo. No escasean por aquí los rumores en el sentido de que si uno mira algo durante mucho tiempo, los ojos se le vuelven del color de lo que mira.
Con orgullo les explico al Ranger de ojos grises y a un grupo de parroquianos de Minogue y admiradores de Chuck Nunn Júnior que este regresó a casa de la Universidad en Norman y de la intervención en el Sudeste Asiático convertido en algo que ya no era un hombre, sino toda una teoría. Que hubo un desfile de bienvenida, estridente y orgulloso, con una tuba y todo. Que el tornado desmesurado y mortal que hubo en el 74 (aquel tornado que Simple Ranger, a quien ya entonces le faltaba más de un tornillo, persiguió atropelladamente durante doce millas en su DeSoto, asegurando que podía oler su tierra en cada revolución del tornado, hasta que terminó enrollado de pies a cabeza en cable telefónico y perdiendo para siempre todo rastro de su coche. Nunca volvió a bajar), que hubo en la primavera del 74, el día después de que Nunn regresara y hubiera el desfile, que ese cabrón de tornado arrancó el tejado del cobertizo del difunto papá de Nunn, arrastró dos grabados de N. Rockwell y al difunto papá de Nunn por una ventana rota de su rancho y los envió por los aires junto con el DeSoto de Ranger, y que arrancó también la antena de televisión de los Nunn del techo de la casa, la hizo volar como si fuera una jabalina eléctrica durante un cuarto de milla y la arrojó a la tierra de los Nunn como haría un lanzador de cuchillos, y que del suelo asaeteado por la antena, y recién heredado ex officio por Chuck Nunn Júnior, empezó a manar petróleo burbujeante. Oro negro. Té de Texas. Que Nunn pagó la hipoteca del rancho ovejero de su difunto papá con los ingresos provenientes del petróleo, ingresó a su maltrecha y operística mamá Mona May en una residencia de ancianos y se hizo cargo del negocio de las ovejas con una astucia tan calumniante y con tanto aplomo que muy pronto cantidades de ovejas marca Chuck Nunn Júnior estaban multiplicándose, apretándose y balando contra las cercas de alambre de púas de la hacienda de los Nunn, copulando como locas, produciendo su rendimiento a pezuñas llenas y peleándose por cometer suicidio cada vez que Nunn parecía aunque fuera vagamente que podía
(Podía, le dije a Simple Ranger)
tener hambre.
Estaba yo contándole al vigilante de tormentas de arena que C. Nunn Jr. había dejado pasar a una multitud de animadoras venidas de todas partes y de princesas orientales para regresar a Minogue y entablar un compromiso serio con su amor de infancia, la ilícitamente alta y pechugona Glory Joy DuBoise, la cosa más cercana a la feminidad y la pulcritud que ha existido hasta el día de hoy en Minogue, Oklahoma, cuyos ojos eran como formas geométricas y cuya forma corporal vista desde todos los ángulos estaba investida de un elevado atractivo y tenía connotaciones casi religiosas. Y justo cuando estaba a punto de iniciar una analogía que relacionara la forma de las caderas de Glory Joy con la suave curva del lejano horizonte del Gran Arenal, la puerta de la cantina Outside Minogue estalló en pedazos hacia dentro, y allí, contra la luz polvorienta del sol, se recortó la silueta alta, angustiada y atormentada de Glory Joy DuBoise, tapándose los ojos euclidianos y límpidos con la mano y rozando con las caderas (que eran como el horizonte) el marco destruido de la puerta rota hacia dentro. Así se quedó durante un buen rato, mirándome, y luego vino a la mesa donde estábamos todos. Y al llegar aquí se detuvo, se tambaleó, empezó a caerse y finalmente se desplomó en dirección al suelo, con su cuerpo convulso, atormentado y semiconsciente moviéndose en todas direcciones igual que la banda amateur del instituto de secundaria de Minogue, Oklahoma, e iba diciendo: «Pateada en el Culo por el Amor» y también: «Desesperada y Totalmente Devastada por la Pérdida de Chuck Nunn Júnior Debida a la Dolorosa Precariedad de su Temperamento Postaccidental».
La perdición personal de Nunn llegó el día en que llovieron ovejas, le resumí a Simple Ranger mientras yo y varios parroquianos cargábamos con el cuerpo devastado, desvanecido y desplomado de Glory Joy DuBoise hasta nuestra mesa, la masajeábamos con Rolling Rock frío en las muñecas y la apuntalábamos sobre una silla sin astillas salientes para que se uniera a nosotros en nuestro mutuo recuento de las tristezas y los problemas de Minogue.
Le conté a Simple Ranger que el éxito del rancho ovejero de Nunn, junto con la devoción de la casi bella Glory Joy, despertaron las iras y los celos de T. Rex Minogue, el maligno y perverso magnate ovejero de Minogue, Oklahoma, anciano y de tendencias eremíticas, que era además el fabricante del whisky hecho a base de boniato y químicamente inestable que mantenía a los nativos americanos de la reserva vecina atontados y políticamente inactivos. Y que después del éxito espectacular de la operación de las ovejas Nunn, dirigida por el aplomo y la licenciatura en agricultura de Chuck Júnior, que, recordémoslo, se estaba chingando a la señorita que el propio T. Rex había querido chingarse desde que ella tenía doce años,
cómo a la luz de todo esto se entiende que T. Rex Minogue intentara en repetidas ocasiones y con un tesón superior a lo normal adquirir el control financiero, hacer chanchullos legales y finalmente arrebatarle con violencia la operación de las ovejas Nunn a Chuck Nunn Júnior. Que Nunn era demasiado rico gracias al petróleo, bien educado y espabilado y formidable en las artes de la guerra, respectivamente, para que ninguno de aquellos intentos fructificara. Que Nunn aguantó todas las perrerías de Minogue con buen humor, incluso las jarras de mermelada lisonjeras, envueltas en cintas de colores y llenas de licor de boniato que T. Rex se empeñaba en enviarle a Glory Joy, todas con una nota que decía: AVISO DE CORTEJO FORMAL, todo lo aguantó con un humor inmejorable, hasta que finalmente T. Rex, hombre que sentía una alergia galopante por cualquier obstáculo que se interpusiera entre él y sus deseos (y sobre todo aquí, en esta ciudad que su propio papá construyó antes de ser herido de muerte por unos nativos americanos políticamente activos), hasta que T. Rex encargó a su hermano menor, el anciano V. V. Minogue —un mozo de rancho benévolo pero moderadamente alcohólico, que también era poeta (tengo entendido que usaba la rima) y que vivía totalmente dominado por su dependencia de la receta secreta del whisky de boniato de T. Rex, tal como le expliqué a Ranger—, les encargó a V. V. y a dos vaqueros gigantescos y forasteros, procedentes de Enid (sí, los viejos interceptores del clímax de la final estatal del campeonato de fútbol del 66), que hicieran explotar con dinamita una sección considerable y enorme de los pastos atestados de ganado de Chuck Nunn Júnior. Y que a raíz de esto la tierra fue efectivamente dinamitada por V. V. y los dos muchachos de proporciones geológicas venidos de Enid; y que llovieron numerosas porciones de oveja en Minogue, Oklahoma, durante toda una tarde nauseabunda, el día de la Ascensión hará dos años.
Y mientras Simple Ranger se levantaba al oír esto y nos explicaba a mí y al grupo de parroquianos que había oído un trueno lejano que hizo temblar el cielo sobre el Gran Arenal y que además había visto que aparecía de la nada una singular lluvia de color blanco rosado desde su cabaña en el Arenal, el día de la Ascensión hará dos años, pero había atribuido estas experiencias a razones teológicas y a los efectos de su chifladura, Glory Joy DuBoise revoloteó de vuelta a la conciencia y la vigilia, se atusó el cabello con una sensualidad tan especial que dos de los parroquianos se cayeron hacia atrás en sus sillas y permanecieron inconscientes durante el resto del tiempo, y finalmente se unió a nuestra terapia, poniéndose las botas con varias cervezas y explicándole a Ranger lo que había sucedido, aquel día oscuro, lanoso y oxidado en que había corrido junto con C. Nunn Jr. por los montes chamuscados que habían sido pastos antes de la explosión, había estropeado para siempre su mejor sombrilla de seda, había visto cómo su hombre se movía entre la turba, la carne de oveja y la sangre como el vendaval de la locura personificado, tambaleándose con sus piernas arqueadas por entre los parterres horripilantes de lana detonada y todavía más horripilante, agarrando las porciones más grandes de carne picada de sus ovejas favoritas y metiéndolas en la cesta de esquilar, y Glory Joy había observado que su estado de ánimo y su actitud se volvían gradualmente definibles con términos como pena, tristeza, aflicción, desorientación, sospecha, enojo y finalmente cólera inconfundible e inequívoca. Que los coyotes y los buitres empezaron a llegar tan campantes del Gran Arenal y emprendieron una orgía carroñera no superada en la moderna Oklahoma en cuanto a pura e inmunda asquerosidad. Que C. Nunn Jr. arrancó su automóvil deportivo italiano del 68, trucado de las ruedas al techo, que tenía de cuando era quarterback en la Universidad de Oklahoma en Norman, y salió disparado del rancho en dirección este por la destartalada carretera 40 en dirección a los terrenos enormes y privados de T. Rex Minogue, sin darle ni un triste beso de despedida a Glory Joy, que vio que su hombre le daba gas a su vehículo rampante por la carretera destartalada y totalmente recta que llevaba a casa de TRM, con su mente puesta en el nombre T. Rex Minogue y en los cuasi-gerundios confrontación, reparación, quizás incluso reciprocidad (esto es, detonación).
Luego seguimos a dos voces, Glory Joy y yo, mientras que Simple Ranger se llevaba la botella a las encías, con su expresión basculando entre ausente y preocupada, y los clientes ocasionales que pasaban ante nosotros se acercaban a nuestra mesa, cerveza en mano, cada vez que Glory levantaba su metro ochenta y cinco para contar a qué se habían parecido aquellos días solitarios en que había tenido que ahuyentar a los carroñeros, limpiar las porciones de oveja y cuidar un rancho —ahora ostensiblemente menguado en proporción considerable—, y todo ella sola; se levantó de la silla, vestida con su falda de satén púrpura hasta media pantorrilla y rindió público tributo al parecido que aquellos días posteriores a la perdición y al accidente de Nunn habían guardado con el infierno sobre la gris y soriática piel de este mundo.
Así seguimos a dos voces, yo encargado de lo histórico y lo observacional y Glory Joy de lo personal y lo emotivo. Fui yo quien le reveló a Simple Ranger que, después de la lluvia de ovejas, Nunn se fue prácticamente volando hacia el Oeste en su pequeño deportivo italiano por la carretera 40 para presentarle a T. Rex Minogue a modo de regalo el propio culo de T. Rex, y que mientras tanto, de regreso al rancho de Nunn, una buena parte de Minogue, Oklahoma, empezó a llegar y a mirar embobada y a sacar fotos y a agarrar filetes de oveja y meterlos en recipientes («Cariño», me dijo la anciana señora Peat, ataviada con botas de agua amarillas, impermeable y quevedos, se ajustó la redecilla del pelo y me dijo: «Cariño, cuando llueven panes y peces tienes que llenar tu cubo, vaya si no»). Y que en ese preciso-pero-preciso momento, el hermano benévolo pero subyugado de T. Rex, V. V., cabizbajo por la culpa postexplosión y por el odio a sí mismo, además de por una cantidad nada desdeñable de eau d’boniato, se estaba alejando a todo gas de la enorme hacienda de T. Rex hacia el corazón del Arenal de Oklahoma para comulgar consigo mismo, con la culpa, con el dolor y con un camión entero lleno de jarras de boniato destilado, y estaba de este modo casi volando hacia el Oeste por la destartalada carretera 40 en su enorme y viejo camión, cuando en un momento ominoso y puramente casual V. V. decidió de manera subconsciente, en algún recoveco oscuro y beodo de su cabeza inundada, ver cómo se sentía uno al conducir su descomunal camionazo de tres toneladas trucado en casa y dedicado al transporte de licor de boniato por la izquierda de las colinas, los valles y las curvas vigorizantes de la carretera 40, que tenía dos carriles, y por supuesto, el lado izquierdo le correspondía por derecho a Chuck Nunn Júnior. Y aquí llega Chuck Nunn Júnior lanzado por el carril derecho de la carretera a su paso por la colina que constituye el punto equidistante entre los dos ranchos, y por allí aparece V. V., subiendo al estilo beodo y por un carril inapropiado el otro lado de la colina, y así es como se produjo un impacto a alta velocidad, del tipo frontal, entre los dos.
—Impacto —le dije a Simple Ranger—. Y daños, de cuantía considerable.
Y Glory Joy DuBoise dio testimonio de las emociones que sintió cuando llegó en mi camioneta a la escena del accidente, a un patético puñado de millas por la carretera 40, y vio a Chuck Nunn Júnior literalmente vestido con su pequeño coche recién estrellado; y contó que manaba un humo blanco de los neumáticos, del acordeón que había sido el motor y de la cabeza de Nunn, que a primera vista había sido despojada de la mandíbula, la consciencia y un par de ojos bien sanos, por ese orden. Que llegaron las luces rojas y las sirenas en son de urgencia desde el Arenal. Que los tipos de urgencias tuvieron que usar sopletes para separar a Chuck Júnior de su coche; que tenían miedo de moverlo por lo que pudiera pasarle a su columna vertebral; que el sheriff de Minogue, Onan L. Axford, anunció a algunos periodistas y representantes de los medios de comunicación que llevar el cinturón de seguridad, como Nunn lo había llevado, era lo único que le había salvado de emprender un vuelo eterno a través del parabrisas astillado.
Explicó que Nunn había vuelto en sí más o menos, literalmente envuelto en su coche, y que sus ojos iluminados por los sopletes estaban llenos de sangre como cojinetes hundidos en aceite;
—Recuerda los ojos de Nunn —interpolé yo, y Simple Ranger me miró con atención.
; y mientras tanto Glory Joy terminó de comunicar toda la rabia y la sensación de injusticia que sintió cuando vio al hermano de T. Rex, V. V Minogue, escorado a lo lejos en dirección a babor y apoyado en la cabina prácticamente intacta de su camión licorero marca International Harvest, lloroso, totalmente borracho y sin un arañazo; el culo accidentado de V. V. había resultado inmune y preservado gracias a que resultó que su viejo camión International Harvest llevaba un airbag, cuya existencia nadie conocía, que había sido colocado en un experimento llevado a cabo por International Harvest en los sesenta que no dio buenos resultados económicos. Y de este modo, todo el accidente que había sido consecuencia de la curda de V. V. y que había impactado en la mandíbula peluda de Nunn y le había sacado los dos ojos y le había roto la pelvis y le había provocado al pobre cabrón una conmoción resultante en un coma moral y en la perdición personal… Todas esas calamidades tan perjudiciales, para V. V. Minogue se redujeron a la experiencia sensual de un caramelo blandito y gigante durante una millonésima de segundo (el airbag inflado y abultado todavía llenaba la cabina del enorme camión, ahora me acuerdo, y empezaba a sobresalir y rezumar por las ventanillas rotas, ofreciendo una estampa atroz y surrealista), a un instante de caramelo y al subsiguiente año de indemnizaciones. Y mientras Glory Joy terminaba de explicar lo que sintió entonces y se tomaba una merecida pausa para dar rienda suelta a su pena, cierto parroquiano de paladar mellado pero a pesar de todo cabal se volvió hacia mí y me dijo:
—¿El cabrón le sacó los ojos? —Le interesaban mucho los estragos físicos, los defectos de nacimiento, las mutilaciones en accidentes y cosas por el estilo.
—¿El cabrón le sacó los ojos? —repitió Simple Ranger en una voz profusamente arenosa que crujía como resultado de un Pulmón Gris en estado avanzado, la enfermedad más especialmente temida por los que pasamos la vida en el Gran Arenal.
Por consideración con Glory Joy DuBoise, que ahora llevaba puesto su dolor como si fuera una chaqueta, bajé la voz e invité al parroquiano y a Ranger a que se imaginaran cómo quedarían dos melones canteloupe que fueran arrojados desde una gran altura si es que querían imaginarse cómo los ojos de Nunn se le habían salido de la cara por el impacto y la colisión generalizados y se le habían quedado colgando de la cara de forma precaria y grotesca.
Y fui yo quien le contó a toda la mesa que salvo por los ojos, la mandíbula y la pelvis, que para gran alivio de nuestra comunidad se curaron todos, prima facie, en cuestión de semanas, dejando a nuestro mozo de fortuna cambiante Chuck Júnior más espabilado, convirtiéndolo en mejor bailarín y dejándolo más cerca de ser guapo que antes, que salvo por eso, el impacto y el daño más fuertes del accidente tuvieron lugar sobre la cabeza, la mente y la sensibilidad de Nunn. Que allí mismo, en el coche tras el accidente, de repente recobró la consciencia y se volvió malvado,
—¡Malvado! —subrayé, y los parroquianos y Glory Joy experimentaron escalofríos,
y que un malvado Chuck Nunn Júnior luchó y soltó palabrotas y forcejeó contra las correas que inmovilizaban su columna vertebral, se deshizo en insultos contra todo, desde el Prime Mobile hasta el mismísimo entrenador del equipo de fútbol de la Universidad de Oklahoma en Norman, el señor Barry B. Switzer; que aun cubierto de sangre y con los ojos colgando ominosamente de sus órbitas, Nunn tumbó a dos enfermeros, a un ayudante del sheriff e incluso a mí me sacó brillo en la barbilla cuando intentamos meterlo en la ambulancia. Que allí mismo en la destartalada carretera 40 Nunn retiró públicamente el amor a su mamá Mona May, a mí, a toda la comunidad de Minogue, Oklahoma, y sobre todo a Glory Joy, a quien acusó en voz alta de estar generalmente desanimada y de lo que él denominó falta de imaginación horizontal.
—Chuck Júnior estaba en coma moral por culpa del accidente, eso es todo —declaró Glory Joy, conocida de aquí a la puerta de al lado por su profunda lealtad hacia Nunn. Y le contó a Simple Ranger que C. Nunn Jr. sufrió seis días de maldad y coma moral, con su sentido del bien, del mal, del amor y del odio hecho trizas y reducido al caos, pero que el Nunn posterior gracias a Dios no recordó ninguno de esos seis días oscuros y diabólicos que pasó gritando y causando destrozos en el hospital del condado de Minogue, en donde estaba, tan atado como fuera posible debido a la personalidad y la capacidad de persuasión que tenía Nunn vis à vis con los camilleros. Que Nunn se despertó en un estado normal y familiar al séptimo día y preguntó dónde estaba, lo cual siempre es una buena señal en términos médicos. Y que todos nos sentimos aliviados.
Fuera el cielo oscureció y adquirió un tono arenoso, lo cual significaba que el viento arrastraba arena, que había movimientos de tierra en el ciclo, remolinos de esos que una vez por semana amenazan con convertirse en tornados y mantienen alejados a los turistas, y tuvo lugar un batir de alas negro, fugaz pero peculiar, en una de las ventanas de la cantina, y Simple Ranger se puso nervioso e inquieto. G. J. y yo le estábamos contando a Ranger que Chuck Nunn Júnior se curó por fuera tan deprisa y tan bien como la ciudad esperaba, que regresó a su rancho postexplosión y a los brazos y a las atenciones de Glory Joy en cuestión de seis semanas. Que los melones rotos de sus ojos fueron reparados con habilidad y rayos láser por doctores sufragados gracias a la indemnización de V. V. Minogue (por entonces V. V. estaba desintoxicándose en una clínica de El Reno), que sus ojos se recompusieron tan bien y su vista mejoró tanto que Nunn pudo afirmar que veía los movimientos del polvo contra la misma curva del horizonte. Lo cual no es decir poco.
Pero algo en el interior de Nunn quedó torcido por el impacto, su yo interior quedó removido, dolorido y en tensión, todo ello debido a la fragilidad persistente de su condición moral y de su tranquilidad de ánimo previamente quebrados.
—Sentimos miedo de su mal genio y de su condición moral —dijo Glory Joy desde una ventana frente a la cual estaba de pie, curiosa y distraída, con la oscuridad de fondo y mirando algún punto de la juntura entre la tierra y el aire que se extendía de lado a lado del Arenal—. Chuck Júnior sintió miedo de sí mismo.
¿Alguna vez habéis sentido miedo de vosotros mismos? Es doloroso. Glory Joy no le había dicho ni pío a Nunn, por su propio bien y todo eso, pero luego Chuck Jr. fue informado por algunos amigos y parroquianos de su coma moral de seis días, de las cosas que había hecho, dicho y sugerido en la intimidad de un área especialmente acolchada del hospital, cosas que él no recordaba. Le hablaron de una maldad innombrable y de una rabia dirigida al universo en general, una rabia capaz de provocar terror y diarrea viniendo de alguien que había llegado a ser prácticamente un demiurgo, alguien más importante que la vida misma. Así es como se supo por todo Minogue, Oklahoma, que aunque el cinturón de seguridad de alta calidad de su coche italiano le había salvado por fuera, el choque con V. V. después de la lluvia de ovejas había aflojado algo en el centro de Nunn. Chuck Júnior también se enteró de este hecho, y eso lo destrozó.
—Su mal genio empezó a dar miedo —dijo Glory Joy—. Su tranquilidad se volvió algo muy preciado y valioso para nosotros, como solo pasa con las cosas que uno teme mortalmente que puede perder. —Se puso a acariciar el marco descascarillado de la ventana con una congoja y una actitud meditabunda que causaron gran efecto entre los parroquianos que se agolpaban en círculos alrededor de nuestra pequeña mesa—. Su humor se volvió inestable. Vivíamos aterrorizados durante veinticuatro horas al día porque Chuck Júnior pudiera perder los nervios.
—Fíjate en ese verbo «perder», S. R. —le dije a Simple Ranger—. La señorita lo ha dicho con toda la intención. Cada vez que C. Nunn Jr. perdía los nervios después del accidente, el cabrón los perdía de verdad. Se le iba totalmente la cabeza. Desaparecía. Salía despedido a regiones ignotas. Era un estado potencial de furia y maldad eternas e innombrables que le acometía cada vez que se golpeaba un dedo o alguna jodienda por el estilo. —Puse mi mano con solemnidad en la manga gris de Ranger e intenté que dejara de mirar a la oscuridad del otro lado de la ventana—. Chuck Nunn Júnior vivía atemorizado por su propio genio personal y a la vez alienado del mismo.
Fue Glory Joy DuBoise quien nos relató en términos muy emotivos que la colisión, la conmoción cerebral y el coma dejaron maltrecho el interior de Nunn. Que el orgullo patizambo de Minogue, Oklahoma, se vio obligado a escrutar y refrenar su propio yo emocional a cada minuto, por miedo a que la preocupación o el enfado pudieran devolverlo a una inconsciencia comatosa marcada por la maldad y el egoísmo. Que su amabilidad y su cariño hacia G. J. DuBoise se volvieron tan extremados que desembocaron en el patetismo, pues tenía miedo de que si dejaba de quererla aunque fuera un segundo nunca volviera a hacerlo. Que en las raras ocasiones en que alguna vicisitud de las relaciones humanas, el esquileo de las ovejas o el estado de los pastos, lo cabreaban, entonces se inundaba de una rabia totalmente in- e infra-humana y se dedicaba a deambular por sus tierras de pasto como algo mitopoyético, tormentoso, ya no hombre ni cosa sino fuerza desatada y nefasta, obstinada, enferma. Que la maldad salvaje e inconsciente permanecía con él durante un día o dos o una semana; y Glory Joy se encerraba en el sótano contra tormentas que el propio Chuck Nunn Júnior había forrado de inexpugnable acero, y allí se quedaba confinada, bebiendo agua embotellada y vigilando la actividad de Nunn gracias a un periscopio de urgencia que Chuck Jr. había sacado por el techo del sótano pensando en aquellos episodios periódicos; y que, después de un tiempo, Nunn regresaba de aquel odio ciego e innombrable, de aquella sed arbitraria de venganza contra planetas enteros; que se iba a recuperar su tranquilidad gastada y torcida en algún pasto alejado de tierra detonada, para regresar, pálido e ignorante, con la imponente, temblorosa e indulgente Glory Joy.
—Chuck Júnior evitaba por todos los medios pensar siquiera en la casa de T. Rex Minogue por miedo de terminar matando al viejo —le conté a Ranger—. Lo aterraba la mera idea de lo que T. Rex podía hacer con sus emociones y con su susceptibilidad.
—El cariño y la atención que me demostraba Chuck Nunn Júnior no eran humanos —dijo Glory Joy medio sollozando y con los ojos convertidos en sendos bailes de San Vito de capilares rojos—. Eran sobrehumanos, no eran de esta tierra vulgar.
Llegado este punto Simple Ranger se sintió conmovido.
Ahora la peculiar oscuridad y el batir de alas todavía más peculiar que se percibía fuera del bar Outside Minogue resultó que eran buitres, según nos dijeron dos parroquianos que aparecieron en las puertas rotas hacia dentro. Glory Joy y Ranger asintieron con la cabeza para sus adentros. Echamos un vistazo al exterior. Había presencia y actividad buitrescas de una magnitud considerable. El cielo estaba oscuro e infestado de alas, picos y buches inflados. Los cabrones planeaban en círculo. El aire que rodeaba el Outside Minogue formaba remolinos y se agitaba por el influjo de los regimientos de buitres que habían sido atraídos al Gran Arenal por la lluvia de carne de oveja marca Nunn acontecida hacía dos años el día de la Ascensión, y que luego se habían quedado.
Es como si algo gigantesco hubiera venido del Gran Arenal para morirse, dijo Ranger en un susurro pedregoso, clavando su mirada más allá de los parroquianos y de la puerta, en la extensión gris terrosa y llena de remolinos, en busca de algún signo de sus tierras o de su coche.
—Este cabrón está chiflado —murmuró un parroquiano en voz baja.
Pero entonces yo empecé a revelarle a Simple Ranger la historia de la lacra postaccidental especial y secreta que había sufrido Chuck Nunn Júnior.
—¿Pero cómo, sabías lo de la lacra postaccidental secreta, mientras que yo no lo supe hasta que fue demasiado tarde y Chuck Júnior ya había perdido los estribos y se había marchado? —preguntó una incrédula Glory Joy, pálida, con los labios apretados y una mano en la cadera. Volvió a la mesa en actitud amenazadora.
Compadecí a la pobre Glory Joy, le conté que Chuck Júnior había sufrido un ataque de dislocación ocular una vez en la tienda de comestibles después de que yo le diera una palmadita en la espalda a colación de una broma humorística, y entonces fue cuando lo vi, y él me hizo jurar que mantendría una eternidad de silencio acerca de aquel secreto,
una promesa solemne que mantuve hasta que él se vengó de T. Rex Minogue y puso pies en polvorosa. Le conté a Simple Ranger y a los parroquianos la historia de la lacra escondida y subterránea que había sufrido un ya descarriado C. Nunn Jr. y que era causada por sus ojos de quita y pon post-impacto-con-V.-V. Les conté algunos hechos históricos: que los médicos cosieron los ojos reventados como melones de Nunn con láser y tecnocracia y lo dejaron mucho más lejos de la ceguera y la mala vista de lo que nunca había estado, pero con un pequeño problema: aquellos ojos cosidos con rayos se habían quedado más pequeños. Resulta evidente que los médicos del hospital tuvieron que quitar algunos trozos sueltos para poder coser a láser los ojos reventados, y el hecho de quitarles aquellas partes flojas dejó los ojos más prietos y pequeños, traqueteando de manera precaria dentro de sus órbitas.
—Se le caían de la cabeza —le dije al grupo de hombres que rodeaba nuestra mesa, ya eran las tres pasadas, y había incontables botellas de Rolling Rock vacías y amontonadas en una pirámide que llegaba al techo—. De vez en cuando a Chuck le sucedía lo mismo que le pasó en el impacto accidental: cuando le daban una palmada en la espalda, cuando se agachaba para atarse los cordones o cuando se le ocurría estornudar. ¿Alguna vez le viste estornudar, Glory Joy, quiero decir emitir un estornudo postaccidental?
La cara maquillada y los ojos geométricos de Glory Joy adquirieron una expresión singular e imprecisa, durante un instante se pareció a Walter Matthau, como resultado de mi evocación de un viejo pero impactante recuerdo (confuso pero cierto). Se encogió en su silla y pareció repentinamente interesada en romper por la mitad la etiqueta de su novena botella de Rolling Rock.
Fui yo quien le contó a Simple Ranger, que seguía husmeando y tosiendo, nervioso por el olor característico de los buitres expectantes, que Chuck Nunn Júnior empezó a doblegarse bajo la carga emotiva de aquellos dos diminutos ojillos postaccidentales que al menor estímulo gravitacional se salían de sus órbitas y quedaban colgando por sendos cables de su rostro barbado y casi atractivo. Que la doble presión causada por el miedo a que la hipotética visión de sus ojos mal cosidos y proclives a la fuga pudiera repugnar a Glory Joy DuBoise y hacer que su amor se desvaneciera, y por otro lado el miedo a que la precariedad de su temperamento voluble e inclinado al coma moral pudiera en cualquier momento pulverizar en su cabeza conmocionada cualquier sentido del deber, del bien, del amor o de la preocupación por cualquier hombre, mujer o por Glory Joy, que toda esta jodienda acabó desgastando a Chuck Nunn Júnior. Y se desgastó: se quedó mucho más delgado, con las piernas todavía más arqueadas, la piel fláccida y más pálida que el desierto, su sudor de cobre teñido de verdín y sus ojos traqueteantes lechosos y ausentes.
—Sufrió un daño interior progresivo —resumí.
Glory Joy reveló que, algunas semanas atrás, el maldito polvillo de polen de los días primaverales previos al día de la Ascensión le provocó a Chuck Júnior una fiebre del heno que lo mantuvo abrigado y angustiado por su lacra secreta, hasta el punto de que a cada minuto se excusaba misteriosamente ante ella para irse a estornudar al lavabo.
—¡Y a recolocarse sus ojos recalcitrantes y mortuorios! —gimió Glory Joy—. ¡Ahora lo entiendo todo! ¡Que Dios bendiga su alma y la mía de paso!
(llegado a este punto brotan las lágrimas)
; y que hace tres días, en la mañana aletargada y gris en que se produjo el desembarco final del mal genio de Nunn en las costas de la venganza y la huida, tal como reveló Glory Joy, un ataque de estornudos incontrolables y polinizados surgió por sus propios medios del suelo polvoriento y acometió a un cansado y desgastado Chuck Nunn Júnior a la hora del desayuno, mientras estaba sentado a la mesa. Y que ante los ojos de una horrorizada y a la vez compungida Glory Joy, Nunn estornudó con tan mala fortuna que sus ojillos atentos pero diminutos se cayeron en su tazón de cereales, y que su vista quedó cegada por la leche y los copos de trigo, y que entonces Glory Joy corrió a su lado, pero él ya se había levantado, horrorizado y con los ojos colgando de sendos cables de color tripa, y que Nunn intentó en un acceso de histeria volver a poner en su sitio los colgajos de sus ojos, mientras sus oídos sanos escuchaban con atención los ruidos horrorizados y los sollozos patéticos de Glory Joy, y que entonces su mal genio lo acometió y terminó de mandar a hacer puñetas al mundo gris y llano de la limitada pero sensata mente de los mortales.
—Y así es como se largó por segunda vez durante la historia reciente —añadí de manera culminante—, esta vez a bordo de la hormigonera de segunda mano, trucada y a prueba de choques, que había comprado con la indemnización pagada por V. V., y voló hacia el Este por la destartalada carretera 40 de dos carriles, cegado por el odio y la mortificación ocular, para devolverles la afrenta al viejo T. Rex y a V. V. Minogue.
—Quienes de manera maligna y valiéndose de maquinaciones y vehiculaciones intencionadas y explosionantes habían provocado a Nunn las inestabilidades parejas de sus ojos y de su sentido moral —terminó mi frase Simple Ranger, con una voz enigmática y familiar que no terminaba de ser
(cuanto más reflexionaba sobre ello, más convencido estaba yo de que, de alguna manera, aquella palabrería pomposa no la había dicho con su voz pedregosa)
la suya propia.
Le conté a Simple Ranger que C. Nunn Jr., con sangre en los ojos y también cereales, condujo con gran estruendo su hormigonera militar, semejante en genio y envergadura a un demiurgo, a un banshee, a una colérica creación mitopoyética, condujo con gran estruendo hacia el Este por la carretera cuatro cero para desposeer a T. Rex Minogue y al desdichado V. V. de su condición de seres animados. Que dejó a la imponente, triste y temblorosa Glory Joy DuBoise mirando la humareda para siempre menguante de su rugiente tubo de escape, convertida en su postrera y polvorienta estela, ahora hace tres días, y que Nunn nunca más fue visto. Que los rumores en la ciudad fueron que había arrancado por la fuerza los culos malvado/eremítico y bonachón/alcohólico respectivamente de los hermanos Minogue y se los había vuelto a colocar en lugares inapropiados y causantes de dolor, y luego los había dejado a ambos retorcidos, maltrechos, afrentados, presa de lamentaciones y dentera y próximos a la expiración, y por último se había marchado del estado y del país en su hormigonera blindada, enfilando la última carretera que llevaba a la plenitud, la redención y la tranquilidad de ánimo.
Cualquier parroquiano puede imaginarse la arrugada Walter Matthausización que Glory Joy DuBoise había alcanzado a estas alturas revelatorias y recapitulatorias, pero es una cosa bien distinta figurarse cómo se infló, se compactó y se reanimó, aunque de manera negativa, ante la aparición que ahora ocupaba parcialmente el marco reventado de la puerta del Outside Minogue, surgida en medio de una luz desvaída y arremolinada. Y aquella aparición, vestida y enfundada en ropas de color negro polvoriento, no era otra cosa que el viejo y por todas partes maltrecho cuerpo de T. Rex Minogue, en su primera comparecencia pública desde la crisis mundial del precio de la lana en el 67. Estaba sentado sobre un cojín de mimbre nevado de polvo y una silla de ruedas eléctrica, que emitió un zumbido eléctrico grave cuando T. Rex hizo primero su entrada y luego avanzó hasta situarse junto a la barra de madera contrachapada del bar y frente a las miradas combinadas y adversamente predispuestas de nuestra mesa que a las tres pasadas estaba atestada y ocupada por la pirámide. Y entonces yo le susurré a Simple Ranger: «Minogue, T. Rex, primera comparecencia pública desde el 67, crisis, lana», y Ranger asintió, con más sabiduría en los ojos de la que hay en el cielo, durante un instante.
A nuestro lado, Glory Joy DuBoise fue cobrando un aspecto más y más hostil a medida que observaba al viejo T. Rex, que estaba en su silla junto al bar, tapado con una manta negra bajo la cual sobresalían unas viejas botas baratas y ajadas de color marrón, con una gorra blanca de la Asociación Nacional para el Cáncer sobre su cráneo calavérico, con un buitre enorme, encorvado y por suerte domesticado posado en uno de sus hombros, y, además de todo esto, con un chisme electrónico para hablar que estaba intentando ponerse en el punto apropiado de la garganta, de esos que lleva la gente con enfermedades de la garganta. Uno de los parroquianos que Glory Joy había dejado tumbados en el suelo juraría más tarde que había visto tierra de fuera de nuestra ciudad apelmazada en las suelas de las botas andrajosas de T. Rex, y que también había visto una inscripción en letras diminutas de fuego que decía INMINENTE en uno de sus ojos y, en el otro, las palabras también diminutas CÁNCER y MUERTE en cursivas llameantes. Y este parroquiano tendido de espaldas fue el primero que vio el color naranja brillante de las jarras de mermelada llenas de whisky de boniato inestable e ilegal que T. Rex empezó a sacar de una mochila de lana de oveja que llevaba debajo de aquella manta insalubre. Sacó las jarras y se las tiró a Ranger, que empezó a repartirlas entre los presentes.
Nos repartimos las jarras y les desenroscamos las tapas caseras que les había puesto Minogue.
Todo el mundo en nuestra mesa guardaba silencio, habíamos esperado que T. Rex estuviera muerto, o al menos maltrecho, descompuesto, destrozado por Nunn.
—Hey, hola —dijo.
empezó a contarnos a nosotros y a Simple Ranger que Chuck Nunn Júnior había escapado a lugares lejanos e ignotos. Movió su cuerpo maltrecho por la enfermedad y apoyado en su cojín de mimbre hasta colocarlo en un punto donde ninguno de nosotros pudiera evitar verlos frontalmente a él y a su pajarraco. Se llevó aquel chismecito para hablar en forma de vibrador a la molleja de la garganta (cubierta de manchas de vejez). Levantó una jarra de whisky de boniato y la puso ante la luz polvorienta. Se puso a explicarnos que C. Nunn Jr. había llegado al suntuoso y solitario hogar de los Minogue en su enorme hormigonera, con los ojos recién recolocados en su sitio, en estado de inconsciencia moral y en buena forma física, no respectivamente. Que de inmediato tumbó a los vaqueros de Enid de dimensiones geológicas, que en aquel momento estaban saliendo del rancho de TRM para llevar a sus mujeres a tirar al plato, que Nunn los tumbó a ambos, los estuvo pateando en el suelo y se tiró a sus mujeres. Que (no mucho) más tarde Nunn fabricó una vía de acceso espontánea y anti-arquitectónica en la ventana en saliente de la fachada de la Casa Grande del rancho de los Minogue. Y que asimismo Nunn, nada más entrar, llevó a cabo ante T. Rex Minogue, que estaba en su silla de ruedas, una serie totalmente absurda e inconsciente de gesticulaciones descontroladas y de gran riesgo para sus ojos, que en última instancia resultaron ser una charada para que Minogue adivinara una serie de palabras que guardaban cierta afinidad semántica con «ira», «estragos», «represalias» y cosas por el estilo.
Ahora los buitres que había fuera del Outside Minogue empezaron a descender y a posarse formando hileras rectas y ordenadas en la tierra que se extendía en las afueras de Minogue y en la frontera con el desierto. A través de las ventanas tenían aspecto de clérigos gordos y blandos, rechonchos, andrajosos y con los ojos inyectados en sangre, enfundados en negras sotanas de ecumenismo y religiosidad. Tenían los picos y las garras de color naranja. Había un millar largo de picos naranjas allí fuera. Y el doble de garras. Todos en fila.
T. Rex Minogue nos pidió que brindáramos por su muerte:
—Por la muerte, caballeros, dama, parroquianos, Ranger
dijo con el zumbido eléctrico de su laringe mecánica. Levantó con esfuerzo una jarra de licor de boniato y Glory Joy dejó escapar una sonrisa desagradable y levantó de inmediato la suya con un entusiasmo que se me antojó sardónico. Los parroquianos que estaban de pie empezaron a levantar sus jarras también, y finalmente lo hice yo, y bajo la pirámide de botellas de nuestra mesa hubo un silencioso brindis comunitario por la aparición en público de T. Rex Minogue y por su mortalidad, y mientras iba sirviéndonos rondas de whisky se puso a explicarnos —con aquella inscripción que decía MUERTE INMINENTE en su cara maltrecha, que había adquirido un color marrón reseco y arrugado como un cacahuete, y con el pelo fino y blanco como la ropa sucia de un enfermo terminal asomándole por debajo de la gorra—, que cuando Chuck Jr. acudió hace tres días a lisiar y mutilar a él y a V. V., T. Rex salió a recibirlo al salón y le informó de que el bonachón y maleable V. V. ya había pasado a mejor vida, en una clínica del estado en El Reno, meses atrás, como consecuencia de sus ataques de hígado y de la disolución de su cerebro. Que Nunn, en medio de su furiosa charada, evitó mostrar compasión hacia el difunto V. V. o alguna clase de piedad o actitud cristiana por el próximamente difunto T. Rex. En cambio, expresó mediante una representación de la amoralidad en forma de danza, su propia actitud personal hacia T. Rex Minogue, además de ciertos poderosos deseos íntimos relacionados con la cancelación y anulación definitiva de la felicidad, el sexo y la vida de T. Rex.
Con o sin jarras de whisky, ninguno de nosotros tenía nada claro cómo era posible que Chuck Júnior y T. Rex Minogue no se hubieran enzarzado en un toma y daca de delincuencia arbitraria y dolorosas lesiones, respectivamente. Y fui yo quien le preguntó a T. Rex Minogue, que estaba aliviando cierto picor en medio de las alas de su buitre con la punta de un alfiler de corbata, cómo podía concebirse que Nunn le hubiera perdonado la vida y se hubiera marchado, y también que me esclareciera si el escapado y desaparecido Chuck Júnior estaba todavía o no en las garras del coma moral, de la furia causada por sus propios ojos y por T. Rex y de la vengeancelüst.
—Ah, fue una escena titánica y milagrosa —chirrió el vibrador de T. Rex. Y a continuación pasó a explicar en detalle la titánica y milagrosa lucha de mentes y de voluntades que tuvo lugar en el salón de Minogue en aquel día de vengativas danzas. Nunn se puso a catalogar las afrentas de T. Rex, a saber: celos, desear a la mujer del vecino, avaricia, manipulación, ilegalidad, explosionamiento de hierba y ovejas, pérdida de ojos y de consciencia, desestabilización de las capacidades de querer y de corresponder al amor ajeno. Y a su vez T. Rex, sentado en su cojín de mimbre y cubierto por su manta, emprendió una lista de las supuestas virtudes y cualidades de Nunn, empezando por la concepción del poder como medio de la caridad, el altruismo, la consideración y el sentido del deber cristianos, la indulgencia, el poner la otra mejilla, la eudaimonia, das sollen, le devoir,
. Y contó que él, T. Rex, sabiéndose pronto a morir consumido por su propia enfermedad, por esta razón no cedió al miedo ni a la resignación ante la cólera ciega ni los ojos inyectados en sangre de Nunn. Que la condición maltrecha de T. Rex, junto con su fuerza de voluntad, salvaron su vida de un Nunn totalmente amoral y lleno de malos pensamientos.
—¡Por la vida! —brindó ahora Ranger, con la nariz arrugada por el olor a polvo y a buitre, con los ojos despidiendo destellos de cuarzo por culpa del brebaje de boniato y la cara animada por una presencia extraña e ignorante. Su voz seguía sonando distinta, más suave. Más joven. Y familiar.
T. Rex Minogue y su pájaro de compañía miraron a Simple Ranger. T. Rex se dirigió a él en voz baja y le hizo algunas preguntas bastante expertas acerca de las diversas y variables formas que el aire polvoriento adopta en el Gran Arenal. Afirmó que era capaz de oír el susurro característico de la tierra voladora de Ranger en el cielo oscuro y gris de algunas tormentas. Ranger asintió. Su cara aparecía y desaparecía.
—Pero conseguiste un buen trabajo, Ranger —siguió diciendo T. Rex, en referencia al empleo como vigilante de tormentas de arena que el gobierno le había asignado durante los últimos cuarenta años. Pero entonces T. Rex afirmó que en realidad no fue Ranger quien había conseguido aquel chollo de trabajo del Programa Federal de Empleo. El chollazo lo consiguió cierto viejo empleado que el gobierno tenía olvidado en Washington D. C., que obtuvo aquel trabajo arcaico durante los años del mismo Franklin Delano Roosevelt. Aquel empleado había sido el que consiguió el chollo: todo su trabajo remunerado consistía en enviarle sus cheques cada mes a Simple Ranger y también a cierto vigilante subsidiario octogenario y ciego que vivía en Peuget, Washington. Según nos reveló T. Rex, aquel empleado vivía en la Gran Ciudad de Washington y poseía una tele. Ranger empezó a palparse la mandíbula, que ya empezaba a sumergirse de forma compulsiva en otra jarra, llevada por un acceso de introversión y de melancolía momentánea. Y la especulación meramente interior acerca de cómo poseía T. Rex estos datos históricos tan remotos hizo que algunos parroquianos se echaran a temblar, y al verlos el buitre de T. Rex se excitó, empezó a susurrar y a abrir y cerrar sus alas clericales, mostrando a intervalos la cara espectral e inquietante (aunque tranquila) de T. Rex Minogue, cuyo ojo con la inscripción INMINENTE ardía en llamas rojas. Las hileras de carroñeros audubonianos de El Arenal seguían fuera, un poco más cerca ahora de las ventanas del bar, expectantes y en rigurosa formación.
Las cosas amenazaban con volverse surrealistas hasta que Glory Joy DuBoise se levantó, alta y temblorosa, con un aspecto deplorable por culpa de la combinación de Rolling Rock y whisky de boniato, combinación que una persona sensata nunca llevaría a cabo, y en un falsete teñido de rabia e incredulidad proclamó que: 1) no se creía que T. Rex estuviera allí sentado, sin lesiones aparentes y fresco como una rosa si era cierto que su Chuck Júnior estaba tan deseoso de lesionarlo como sugería T. Rex. Y que 2) se sentía furiosa como un animal, devastada y desesperada como resultado de la pérdida de Chuck Nunn Júnior acontecida debido a la dolorosa precariedad de su estado de ánimo postaccidental y a sus problemas oculares; se sentía furiosa con la galaxia en general y con T. Rex en concreto por su parte responsable en la precariedad, devastación y desesperación que se mencionan más arriba. Y que sería mejor que el perverso T. Rex Minogue soltara de una vez dónde demonios estaba Nunn si es que no quería que su culo senecto y arrugado tuviera que vérselas con el nada desdeñable zapato de tacón de Glory Joy. Y T. Rex, cuya sed histórica por la persona y el cuerpo físico de Glory Joy DuBoise es tema de mitología local en Minogue, Oklahoma —aunque esa es otra historia, le dije al melancólico y metamorfoseado Ranger
—, T. Rex, cuya pasión por la única aproximación a la belleza que se ha producido en nuestra ciudad era legendaria, se quedó observando, atisbando y examinando a Glory Joy hasta que a todos los demás nos entró diarrea. T. Rex y G. Joy se sostuvieron las miradas, separados por tres metros de suelo contrachapado, enfrentados como dos campos de energía, energizados por la lujuria mezclada con los remordimientos, por un lado, y por la rabia y la repugnancia mezcladas con una necesidad acuciante de saber la verdad, por el otro. La cara de Simple Ranger ya estaba completamente ausente: aquel anciano sin dientes y ajeno al discurrir del tiempo permanecía ensoñado y contemplando por la ventana la geometría de aves y tierras que se extendía a lo lejos hasta el horizonte de cáñamo.
—Llevé al chico al piso de arriba —graznó T. Rex con su laringe eléctrica—. Lo llevé arriba a mi despacho, junto a la ventana, y le enseñé lo que había fuera; así es como salí con vida de aquel combate titánico y milagroso —dijo esto dirigiéndose a Glory Joy y a Simple Ranger, que además de parecer ausente ahora también mostraba un aspecto insospechadamente distinto: era más grande, sus ojos estaban pero no estaban, el perfil de su cabeza era demasiado nítido y su rostro mostraba unas arrugas muy profundas donde se había acumulado arena desde tiempos inmemoriales, una arrugas que parecían líneas trazadas con un lápiz del número 1. T. Rex acarició la garra de su pájaro con expresión arrepentida y meditabunda:
—Llevé al chico a mi ventana y la abrí. Era por la mañana. Hacía tres meses que habíamos enterrado a mi hermano, consumido por mi licor, por anhelos y arrebatos poéticos y por la pena que le causaron la cuantiosa indemnización que tuvo que pagar por conducir bajo el influjo del alcohol y el daño que había infligido a los ojos y la mente del hijo de Chuck y Mona May Nunn.
—Lo que veo… —susurró el nuevo Ranger, grande y despierto, con su nueva voz suave, clara y joven y sosteniendo una jarra de whisky con pulso firme en sus manos cuya piel parecía de papel. Sus ojos mostraban colores que no estaban en el espectro cromático.
—¿Ranger?
—¿Qué había fuera de la ventana?
—Había y todavía hay —dijo T. Rex con su voz vibrante—. Le enseñé al chico adonde había ido todo a parar. Le enseñé lo que había hecho su cinturón de seguridad y le dejé que lo viera bien —miró a su alrededor—. Hice que el cabrón lo viera y lo oliera. —Echó un trago.
—¿Le hiciste oler la muerte que arrastraba tu propio viento? ¿La misma muerte de la que él había escapado por un pelo aplastado, como si eso fuera una recompensa? ¿Le hiciste leer INMINENTE y MUERTE, CÁNCER? ¿Le enseñaste los buitres y otras aves por el estilo?
Ahora los buitres estaban en las ventanas. Las cubrían por completo. El bar se quedó a oscuras. No había una sola ventana que no estuviera cubierta por una viruela de ojos de buitre inyectados en sangre. Sus garras de color naranja rascaban los marcos y los cristales de las ventanas. Aquellos bichos estaban de compras y nosotros éramos los productos expuestos en el escaparate.
—Señorita Glory Joy —dijo T. Rex—. Le di un golpe al chico en la espalda. Y entonces se le salieron los ojos y se le quedaron colgando. Los mismos ojos que V. V. y yo pagamos para que los médicos se los arreglaran después de que se los despanzurrara.
—¿Le hiciste pensar que te debía los ojos? —pregunté yo, incrédulo.
—Ranger, dile a John Billy que no entiende nada —dijo T. Rex.
—Mis ojos no se los debo a nadie más que a los límpidos vendavales —susurró Simple Ranger.
Glory Joy se quedó mirándolo:
—¿Tus ojos?
—Le di un golpe en la espalda al chico y los ojos se le quedaron colgando —recordó Minogue—. Y entonces apoyé su culito de nena contra la ventana para que sus ojos pudieran colgar sobre mis tierras. El viento hizo que sus ojos revolotearan en todas direcciones. De ese modo el cabrón pudo contemplar todo lo que había.
Todos estábamos mirando al nuevo Ranger, alto, enhiesto y totalmente cambiado. Las ventanas eran como bandejas sucias llenas de canicas rojas que nos observaban expectantes. Glory Joy volvió a ocupar su asiento, mareada por la mezcla de bebidas. T. Rex Minogue levantó su jarra de color naranja intenso, la sostuvo a contraluz de la lámpara manchada de insectos muertos y la hizo girar.
—¿Le sacaste a Chuck Nunn Júnior los ojos de la cabeza y le hiciste mirar la arena, los matorrales, las tierras y los buitres? —dije yo, cabreadísimo—. ¿Le enseñaste toda esa mierda en la que hemos crecido sumergidos hasta la cintura, como si fuera un regalo que tú le hacías a él? ¿Le enseñaste esos paisajes grises y esos olores todavía más grises y a cambio te perdonó la salud?
—Algo así.
—¡No me creo una palabra! —aulló Glory Joy (madre mía, cómo aullaba la chica)—. ¡T. Rex le ha hecho algo terrible a Chuck Júnior, eso es lo que ha pasado!
Manifesté mi acuerdo en voz alta. Hubo dos parroquianos que se mostraron también de acuerdo con aquello de que le había hecho algo terrible.
El techo empezó a crujir y sobre nuestras cabezas empezó a caer arenilla como resultado de la enorme carga de aquellos clérigos alados que no se estaban quietos. Estábamos ya en la barriga de una muchedumbre negra y anaranjada.
—Adónde había ido todo a parar… —susurró Ranger, férreo y desenvuelto. Me fijé en que de su colorida jarra de whisky sobresalía un penacho de vegetación y flores variadas. Así que le pregunté a Simple Ranger cómo habían llegado aquellas flores hasta su licor.
—Caballeros y señora —sonrió T. Rex—, por consideración a vuestra comunidad y a vosotros mismos he venido hoy aquí para explicar que el combate entre el chico de Chuck y Mona May y yo terminó como terminan todas las cosas titánicas. De manera metafísica. A eso nos dedicamos aquel día. A la especulación macrocósmica.
Aquel parroquiano de antes, el del paladar mellado y el pelo rojo oxidado, de pronto se levantó y se puso a levitar. Los demás nos quedamos mirando a sus Keds. Le preguntó al aire que tenía delante:
—¿Adónde había ido a parar Minogue, Oklahoma?
A esas alturas empezó a llover arenilla del techo.
—Muchachos, concentraos en algo positivo —dijo T. Rex, mientras su pájaro de compañía le sostenía el chisme de la garganta con garra experta—. Recordad dónde está el Otro Mundo y dónde no está. Vedlo por vosotros mismos. Vosotros, yo, la corporalmente extraordinaria Glory Joy, el peculiar Ranger, todos hemos estado arremolinándonos y volando por los aires alrededor de la tierra de Minogue desde antes de que nuestros papás nos concibieran.
—¿Acaso eres tú Minogue, Minogue? —farfulló Glory Joy DuBoise. Yo no podía decir ni pío. Estábamos todos atontados por culpa del subidón de vegetación.
—Minogue fue a parar a Minogue —dijo Minogue—. Fue dando vueltas y vueltas hasta enterrarse bajo la curva del Arenal y allí se fertilizó a sí misma hasta convertirse en un yermo miserable. Salvaje. Muerto. Ausente.
—¿Dónde está Minogue entonces? —preguntó el del paladar mellado, flotando en un cúmulo de telarañas, arenilla y crujidos—. ¿Dónde está la carne de los huesos sobre los cuales nos arrastramos, malvivimos, morimos y nos hundimos de nuevo en total silencio?
—Da lo mismo —suspiró Ranger, mirando por la ventana. Se quedó mirando aquella oscuridad agusanada e hirviente salteada de ojos rojos—. Yo y el señor Minogue estábamos en aquella ventana contemplando aquello que habían fertilizado y nutrido las vidas y las muertes de todo el mundo desde los comanches hasta los Nunn.
—Le enseñé lo que poseemos —dijo T. Rex. Se olisqueó las viejas manos—. Le enseñé lo que todos hemos engendrado, mediante las acciones planetarias del movimiento, el viento y el modelado de las capas superficiales de la Tierra, en la hacienda que mi papá aró por primera vez. Y que yo fertilicé por primera vez hasta convertirla en mantillo negro con las secreciones de su cadáver atravesado por las flechas y el de mi mamá marchita por la tristeza.
—No hay ningún Chuck Nunn de Minogue, Oklahoma, que no sea eterno y no vaya por los aires —suspiró Ranger junto a la ventana. Al tipo del paladar mellado se le unieron en las alturas otros parroquianos levitantes.
Todo estaba muy oscuro y ocurrían cosas extrañas.
—¡Por los aires! —proclamó el viejo chiflado—. Mis ojos están por fin libres de mi cabeza y de mi apatía gris y ahora puedo ver directamente por debajo de mi cuerpo colgante los frondosos penachos de las copas de los árboles de carne, engalanados y doblados bajo el peso de las dulces flores blancas indígenas de Minogue, fertilizados por la fruta azotada por el viento de la curva monótona sobre la cual nos movemos yo, mi mujer y mi pueblo.
—¿Indígenas? —farfullé.
—Esa voz, John Billy, esa voz es la de Chuck Júnior —dijo Glory Joy, en un tono uniforme, sin inflexiones y más blanco que un miembro del Ku-Klux-Klan.
—Cuando los vendavales arrasaron el condado —dijo Ranger— pude oír los infinitos ruiditos que producían los millones de pétalos al entrechocar y frotarse entre sí. Llevados por el viento, se iban uniendo y escindiendo. Mis ojos salieron volando por todas partes. Y la ráfaga de perfume que llegó hasta mí enviada por las nubes de pétalos al agitarse casi me lanzó por la ventana. Me llenó de placer. Me hizo volar por los aires. Me volvió semimoral. Me renovó.
Glory Joy DuBoise se levantó y empezó a levitar. Yo también. Pronto ya estábamos liberados de todo lo que no fuera el aire y la visión. T. Rex se quedó donde estaba, por debajo de nosotros, junto a nuestra pirámide de botellas tachonada de jarras.
—Mierda —dijo.
Los buitres se habían marchado. Habían volado de vuelta a casa con una violencia que levantó y resquebrajó la tierra de las afueras de Minogue, retorcida y gris, y poco después fueron abatidos por una repentina y nunca vista tromba de lluvia límpida que manó de un cielo inocente y blanco como la leche. Fue como un diluvio de ropa de cama blanca, como haces de luz eléctrica. Y otras cosas por el estilo. Las ventanas quedaron mojadas y limpias, luego la lluvia se detuvo de manera tan abrupta como había etcétera, etcétera.
La tierra empezó a parecer herida. En el exterior, los charcos se extendían por la nada, monedas de agua brillante y limpia que parecían cánceres abiertos bajo la luz roja del crepúsculo carmesí.
—Antes de morirme —susurró el maltrecho T. Rex—, tengo que saber dónde creéis que vivís —levantó la vista. Miró a su alrededor—. Por eso he aparecido en público hoy. Pensad en cuánto me cuesta esto. ¡Tengo que saber dónde pensáis que vivís! —aulló (hay que ver cómo aullaba también aquel cabrón, a pesar del zumbido de su vibrador). Su pajarraco se puso de mala leche.
—A lo mejor primero nos tomamos alguna bebida que otra —susurró Ranger, suspendido en el aire a mi lado, viejo, imberbe, con los ojos en el cielo. Por primera vez me fijé en las cataratas que tenía.
T. Rex se puso a pasarnos más jarras.
—¡Contéstame, Ranger! —dijo.
—¡Dios mío, qué claro lo veo todo ahora! —repetía yo, una y otra vez.
—¡Muéstrame al Chuck Júnior que yo amo y necesito! —le exigió Glory Joy a T. Rex, que maniobraba en su silla para poder mirarle por debajo del vestido.
Yo luché contra una tentación inefable y temible de contarle a la fiel y casi preciosa mujer de Chuck Nunn Júnior a quién amaba yo realmente en este mundo.
—¿Qué demonios estabas diciendo? —dijo Ranger en un gorgoteo amorfo y monótono.
—Bebe un poco de esto.
—Decidme dónde creéis que vivís.
Tendríais que haber visto cómo luchaba yo.
Iba yo a contaros que, en aquel día oscuro a un tiro de Pentecostés del día de la Ascensión, todos nos elevamos y empezamos a levitar, girando en torno a la figura sentada del ya difunto T. Rex Minogue. Que nos fuimos pasando de mano en mano una jarra tras otra de su inestable pócima de boniato, y cada jarra era de un color más intenso, más oscuro, hasta que llegó a ser del mismo color que la tierra empapada y sangrante del exterior teñido de colores. Que todos nosotros, e incluso Glory Joy, y sobre todo ella, nos volvimos alelados y apolíticos, y también torpes y dóciles, con las mentes sumidas en una deriva neutra e imprecisa. Que yo empecé a contar otra vez desde el principio la historia de cómo Chuck Nunn Júnior le había devuelto la afrenta al hombre que lo afrentó. Y que llegado un momento preciso,
que es en donde estábamos, si a algún cabrón le interesa,
entonces todos nosotros, yo y los parroquianos y la mujer y mi único oyente, el viejo Ranger, que tenía la vista clavada en el cielo, todos nosotros atravesamos la delgada línea que nos separaba del sueño y nos dormimos. Suspendidos en el aire. Y que soñamos un sueño comunal protagonizado por el afortunado hijo de Chuck y Mona May, Chuck Júnior, que conducía su hormigonera, su poder y su determinación ausente por las alturas, viajando en pos de su tranquilidad de ánimo, de su papá, del DeSoto y la granja de Simple Ranger, convertido en un embrollo de flores, ovejas, tierra, luz y elementos a través del resplandor azotado por el viento de las estrellas rugientes y expectantes de Oklahoma. Venga, ahora dime si no sería una desgracia que nos despertáramos. Venga.