LYNDON

«Hola a los de ahí abajo. Soy vuestro candidato, Lyndon Johnson.»

Haciendo campaña en helicóptero para el Senado de Estados Unidos, 1954

—Oye, chaval, me llamo Lyndon Baines Johnson. El puto suelo que pisas es mío.

En la oficina también había un ayudante, un hombre flaco con las orejas grandes, que estaba trabajando en una mesa de pino, yendo y viniendo en actitud alborotada entre un teletipo y un montón de periódicos recortados, pero Lyndon me estaba hablando a mí. Eran los años cincuenta y yo era joven, no tenía nada que perder y estaba totalmente desocupado. Me repantigué con gesto lánguido, delante de su mesa, con las manos en los bolsillos del abrigo, agitando un poco los faldones. Permanecí apoyado en una sola cadera y miré las baldosas de color escarlata que tenía bajo los pies. Eran cuadradas y rojas y cada una de ellas estaba decorada con una estrella dorada.

Se inclinó sobre su mesa. Parecía una enorme ave depredadora:

—Me llamo Lyndon Baines Johnson, hijo. Soy senador de Estados Unidos por el estado de Texas, E. U. A. Soy el vigésimo séptimo hombre más rico del país. Tengo el culo más grande de Washington y la mujer con el nombre más bonito. ¡Así que no me importa a quién conozca el papá de tu mujer: delante de este senador ponte derecho, chaval!

Su gesto, cada vez que yo le miraba, era idéntico. Era todo ojos, tenía unos ojos de hombrecillo diminuto que miraban como si estuvieran atrapados bajo la cara protuberante, arrugada y ganchuda de un ave rapaz enorme y anodina. Tiene esos mismos ojos en todas las fotos.

Me disculpé, nervioso:

—Lo siento, señor. Creo que quizás estoy nervioso. Estaba sentado allí fuera, rellenando una instancia, y de pronto estoy aquí y hablando directamente con usted, señor.

Sacó un inhalador nasal y una tarjeta. Se puso el inhalador en un orificio nasal, lo accionó e inhaló. Miró la tarjeta con los ojos entrecerrados:

—«Toda persona que aspire a ser parte del personal de la oficina del senador de Estados Unidos por el estado de Texas deberá ser entrevistado», escucha, chaval, lo que pone en esta tarjeta, «deberá ser entrevistado y podrá ser entrevistado por cualquier miembro del personal de la oficina para la cual potencialmente habrá de trabajar». Yo escribí esto. Y no me importa a quién conozca el internista de la mujer del papá de tu mujer: potencialmente estás a mis órdenes, chaval, y soy yo el que te entrevista. ¿Qué te parece?

El ayudante de las orejas grandes escrutó un recorte de periódico por debajo de sus tijeras y se aseguró de que las líneas del corte eran perfectamente rectas.

—¿Es usted senador y entrevista en persona a un auxiliar de poca monta de su oficina? —dije.

Oí el ruido, lejano y amortiguado por los paneles de madera de roble, de los teléfonos, las máquinas de escribir y los teletipos. Yo no tenía experiencia. Era joven y no tenía expectativas. Mi expediente académico era como un mutilado de guerra.

—Esta debe de ser una oficina muy seria —añadí.

—Ya lo creo que es seria, chaval. El presidente de esta sección del edificio Dirksen soy yo, Lyndon Johnson. Y un presidente inspecciona, entrevista y pasa revista a todo lo que preside, si es que hace su trabajo como debe. —Hizo una pausa—. Oye, apúntame todo esto, chaval.

Miré a aquel ayudante con pinta de memo, pero estaba ocupado pegando tiras de celo con la ayuda de una regla:

—Y añade «prevé» —dijo Lyndon—. Pon «prevé» al principio de todo, hijo.

Sudando por todos los poros, me palpé la chaqueta y el abrigo para ver si era mi día de suerte y por casualidad llevaba encima algo que sirviera para apuntar aforismos de senadores inspirados.

Pero Lyndon ni siquiera se dio cuenta: le dio la vuelta a su silla de piel y siguió hablando, de cara a la ventana de la oficina, frente a un regimiento de fotos firmadas, de galardones municipales y de cuernos de reses curvados como tenazas, unos cuernos extraños y desconectados de sus cabezas que sobresalían de la pared de detrás de su enorme mesa de despacho. Lyndon se hurgó los dientes con una esquina de la tarjeta que me había leído, dándome la espalda en su silla. Dijo:

—Si hay una posibilidad tan pequeña como la picha de un pollo de que el culo de un chavalín que se me repantiga delante y que ni siquiera sabe abrocharse su abrigo se vaya a cruzar en mi camino en la oficina de este senador de Estados Unidos, soy yo el que va a entrevistar al culo de ese chaval.

En los cincuenta ya le brillaba la calva. La parte posterior de su cabeza estaba bordeada de una especie de grada de pelo. Tenía la cabeza en forma de píldora y alargada, y su cavidad craneal parecía enorme. Sus manos estaban surcadas de una maraña de venas y eran gigantescas. Con un dedo tan gordo como un brazo, señaló lentamente a su ayudante:

—Piesker, como me hagas esperar otra vez para leer el resumen de prensa te voy a sacar de aquí a patadas.

El ayudante estaba recortando a una velocidad increíble un artículo del periódico que tenía una forma muy complicada.

Me aclaré la garganta:

—Señor, ¿puedo preguntarle en qué consiste ese trabajo que he solicitado?

Lyndon siguió mirando la pared profusamente decorada y el enorme ventanal. El ventanal estaba flanqueado por una bandera de Estados Unidos y otra del estado de Texas, las dos bastante mustias. Al otro lado del ventanal había una acera, un policía, una calle, unos cuantos árboles y una reja de hierro de color negro con puntas de lanza decorativas en forma de corazones invertidos. Más allá de la reja se veían los colores verde brillante y blanco pulimentado de la colina del Capitolio.

Lyndon aspiró de nuevo de su inhalador nasal. El frasquito silbó un poco. Yo me quedé allí de pie esperando, pisando aquellas baldosas decoradas con estrellas, mientras él revisaba las instancias impresas en papel cebolla que yo había rellenado.

—Te llamas David Boyd. Aquí dice que eres de Connecticut. ¿De Connecticut?

—Sí, señor.

—Pero ¿el papá de tu mujer es Jack Childs?

Asentí con la cabeza.

—¡Contéstame, Boyd, carajo! ¿Es Black Jack Childs, de los Childs de Houston? ¿Y la señora Childs y la preciosidad de mi mujer tienen el mismo internista en el mismo hospital, allí en Texas?

—Eso me han dicho, señor.

Giró la silla en mi dirección, sin hacer ruido, manoseó la tarjeta que había escrito él mismo y se resiguió los labios con ella mientras seguía ojeando las instancias.

—Aquí dice que empezaste a estudiar empresariales en Yale y que lo dejaste, ¿no?

—Es verdad, señor, me fui de Yale.

—Yale también está en Connecticut —dijo en tono pensativo.

Metí las manos en los bolsillos y agité los faldones del abrigo:

—Pues sí —hice una pausa—. En realidad me invitaron a marcharme, señor.

—¿Y allí en Yale conociste a la chica de Jack Childs? El amor te dio una patada en el culo, ¿eh? ¿Dejaste los libros y te quedaste con tu tortolita? Es admirable. Y me resulta familiar. —Puso las botas sobre la mesa. Llevaba unas botas enormes con puntera de metal. Sus ojos atrapados en aquella cara enorme miraban a algún sitio a lo lejos.

—Tuviste que casarte, ¿eh? Y por eso te marchaste de allí.

—Señor, en realidad me invitaron a marcharme.

—¿Los de Yale te invitaron a marcharte?

—Sí, señor.

Enrolló la tarjeta hasta hacer con ella un cilindro muy fino y lo usó para hurgarse a fondo una oreja, sin mirarme.

«Mañana será drásticamente distinto de hoy.»

Discurso al National Press Club, Washington D. C.,

17 de abril de 1959

«El presidente es un hombre infatigable.»

Miembro del personal de la Casa Blanca, 1965

«El presidente es un hombre precavido.»

Miembro del personal de la Casa Blanca, 1964

«Dudo mucho de que Lyndon Johnson hiciera algo impulsivo en su vida. Era un hombre cauteloso y astuto.»

El Honorable Sam Rayburn, 1968

—Cometí ciertas indiscreciones —le dije a Johnson—. Cometí indiscreciones y me invitaron a marcharme.

Lyndon miró fijamente a Piesker y consultó su reloj. Piesker, su ayudante, dejó escapar un gemido mientras ordenaba una pila de hojas de papel sobre su mesa de pino. Encima de él había un cuadro que representaba unas colinas parduscas y llenas de matorrales y el lecho seco de un río bajo un cielo azul.

—En Yale me pidieron que me marchara —dije—, por eso mi hoja de graduación está como está.

Aunque Lyndon estuviera contigo, daba la impresión de que su parte de la conversación discurría por su propio cauce: a ratos se acercaba a ti y a ratos se alejaba.

—Pues yo —dijo—, me pasé toda la puta carrera trabajando. Limpié zapatos en una barbería. Vendí crema astringente de puerta en puerta. Trabajé como mozo de imprenta en un periódico. Hasta hice de pastor de cabras para un conocido, durante un verano. —Le vi poner aquella cara por primera vez—. ¡Joder, cómo odio el olor a cabra! —dijo—. ¡Me cago en la puta! ¿Has olido alguna vez una cabra, chaval?

Intenté con todas mis fuerzas negar con la cabeza con gesto consternado. Cómo me gustaría poder describir la cara que había puesto. No pude evitar que se me escapara la risa. Había puesto los ojos en blanco y su cara se había venido abajo como una tienda de campaña cuando le das una patada. Se me escapó una risa entrecortada e histérica: no tenía ni idea de cómo se la tomaría. Pero Lyndon sonrió. Todavía no me había invitado a que me sentara. Yo estaba de pie pisando aquel suelo rojo y enorme sobre el cual los pasos producían eco, separado de Lyndon y de sus botas por varios metros de mesa de caoba llena de arañazos.

—Tal vez hayas oído rumores sobre cómo huelen —murmuró.

—Algún que otro comentario relacionado con olores de animales sí que he oído, estoy seguro de que…

De pronto se puso en pie, como si acabara de acordarse de alguna tarea pendiente muy importante. Se levantó tan deprisa que a Piesker se le cayeron las tijeras con gran estrépito. Lyndon me examinó de cerca:

—¡Joder, hijo, si debes de tener veinte años!

«Recuerda que una de las claves para entender a Lyndon Johnson es que es un perfeccionista, un perfeccionista en el arte más imperfecto que hay en el mundo: la política. Recuerda eso.»

Un antiguo socio, 1960

Por fin me senté. Mi espalda empezaba a sufrir esa rigidez que uno sufre en los museos. Aquel día fresco de primavera pasé cuatro horas sentado en un rincón del enorme despacho de Lyndon. Le vi devorar el montón de importantes artículos de prensa de los periódicos más influyentes del país que Piesker había recopilado, recortado y ordenado. Vi que entraban y salían asesores y ayudantes, juntos y por separado. Lyndon pareció olvidar que yo estaba allí, en el rincón, sentado en una silla que me venía pequeña, con el abrigo arrugado en el regazo. Le vi leer, dictar, firmar y poner iniciales al mismo tiempo. Vi que no hacía caso del teléfono. Descubrí que el teléfono de un hombre tan ocupado sonaba poquísimo. Le vi hablar por teléfono con Roy Cohn durante veinte minutos largos sin responder a Cohn ni una sola vez cuando este le preguntaba si Everett Dirksen podía permitirse ser blando con aquellos que eran blandos con el comunismo. Lyndon miró una sola vez a mi rincón, una vez que encendí un cigarrillo, y enseñó los dientes hasta que lo apagué en un recipiente plano de cerámica con la esperanza de que fuera un cenicero. Vi que el senador recibía a un dignatario muy elegante con acento italiano que quería hablar sobre la venta de algodón de Texas al Mercado Común Europeo. Los dos se sentaron frente a frente en sillas muy finas en el centro del suelo rojo y encerado y tomaron café solo en sendos sistemas de platillo-con-cuchara que trajo la secretaria de Lyndon, Dora Teane, una mujer muy maquillada y sin cejas, que tenía un rostro amable y llevaba faja. Vi cómo Lyndon dejaba la cucharilla en su taza y se llevaba la mano a la entrepierna con gesto distraído para aflojarse los pantalones mientras hablaba con el dignatario sobre tejidos, democracia y el estado de la lira.

La luz de la oficina adquirió un tinte rojizo.

Creo que estaba dormitando. De pronto oí cómo alguien gritaba: «¡Eh, tú, el de mi rincón!».

—No te quedes ahí sentado con la mente desconectada, chaval —dijo Lyndon, mientras se remangaba la camisa. Estábamos los dos solos—. Ve fuera y habla con la señora Teane. Dile que te oriente un poco. Si veo a algún chaval desorientado entre el personal de Lyndon Baines Johnson, el culo de ese chaval acaba haciendo migas con la acera.

—¿O sea que estoy contratado? ¿Se ha terminado la entrevista? —pregunté, poniéndome de pie y muy derecho.

Lyndon no pareció oírme:

—Al tipo que inventó las sesiones extraordinarias del senado de Estados Unidos, a ese sí que tendrían que ponerle a trabajar de pastor de cabras. —Se puso con cuidado su chaqueta y se acomodó dentro de ella con gran elegancia. Se abrochó los gemelos mientras cruzaba la habitación con unos pasos que parecían de ballet y con las botas repiqueteando y tintineando. Yo fui detrás de él.

Se detuvo ante la puerta y miró su abrigo, que colgaba del perchero. Luego me miró a mí.

La percha era de la misma madera labrada que la puerta del despacho. Le sostuve el abrigo a Lyndon mientras se lo enfundaba y luego él se estiró las solapas para quitarle las arrugas.

—¿Puedo preguntarle para qué se me ha contratado exactamente? —pregunté. Di un paso atrás y le dejé sitio para que se diera una vuelta ante el espejo y se mirara el abrigo.

Lyndon se miró el reloj.

—Te encargarás del correo.

No me hizo faltar hacer el análisis sintáctico:

—¿Eso no es un poco redundante?

—Repartirás el correo, chaval —dijo mientras agarraba el pomo de la puerta—. ¿Te crees que es fácil repartir el correo en esta oficina? —Lo seguí a través del estrépito y la luz fluorescente del complejo de oficinas. Había cubículos, mesas de despacho, «Actas del Congreso» y máquinas grises. Las luces chillonas del techo proyectaban la sombra de Lyndon sobre todas las mesas junto a las que pasaba.

—El senador le da mucha importancia a mantener en todo momento la comunicación con los ciudadanos y los electores —me dijo Dora Teane. Me dio una tarjeta. El texto estaba encabezado por un título en negritas que decía: DIRECTIVA DEL MISMO DÍA—. Es una norma para todo el personal de la oficina que dice que todas las cartas que reciba el senador deben responderse el mismo día en que llegan.

Me puso la mano en el brazo. Me pareció oler a fiambre de cerdo. En la tarjeta había una lista de instrucciones numeradas escritas a mano con una letra puntiaguda y un poco infantil. Estaba claro que no era la caligrafía de una secretaria.

—Se trata —la señora Teane señaló la tarjeta— de una norma sin precedentes en la oficina de un senador.

Me enseñó la sala de correo que había en el sótano del edificio Dirksen, los casilleros, las sacas y los carros para las cartas. Lyndon Johnson recibía toneladas de cartas al día.

«Soy un negociador y un estratega. Intento obtener ganancias. Así es como funciona nuestro sistema en Estados Unidos.»

New York Times,

8 de diciembre de 1963

Margaret y yo encontramos un apartamento sin ascensor bastante agradable en la calle T Noroeste. Yo podía ir andando hasta el edificio Dirksen. Margaret, a quien no le faltaba sentido común ni agallas, consiguió un trabajo de media jornada dando clases de composición a un grupo de alumnos repetidores de Georgetown. Pronto me familiaricé con gran parte de la multitud de jóvenes empleados que llegaban cada año desde las universidades del Este hasta la colina del Capitolio. Entablé una relación bastante regular con cierto ayudante joven y desenvuelto de la oficina de prensa de otro senador sureño que tenía su despacho en el mismo edificio. Peter, que me duró cuatro meses, tenía unos maravillosos modales de Carolina y compartía mi interés por la discreción.

Yo repartía el correo. Tres veces al día me encargaba de vaciar los casilleros adornados con una estrella dorada, las cestas de alambre y las sacas blancas de correo en unos carros con los costados de tela de lona, luego los empujaba rodando por el suelo gris de piedra del sótano hasta el montacargas y los subía hasta el laberinto de oficinas de madera y cubículos de cristal que dirigía Lyndon. El correo lo distribuía en la sala de la multicopiadora, un sitio que olía muy bien. Pronto aprendí qué clases de correo había y quién tenía que responder a cada una de ellas. Aprendí a reconocer al círculo de ayudantes, investigadores, asesores, secretarios y relaciones públicas de Lyndon, es decir, a su grupo de subordinados de alto nivel: Hal Ball, Dan Johnson, Walt Peltason, Jim Johnson, Coby Donagan, Lew N. Johnson, Dora Teane y su enjambre de mecanógrafas. Todos eran igualmente amables, sureños, siempre nerviosos, trabajadores, entregados al electorado de Texas y al partido demócrata y unidos en una compleja y simultánea solución de miedo, odio, desprecio, respeto reverencial y lealtad fanática por Lyndon Baines Johnson.

«Todas las noches cuando voy a la cama me pregunto: “¿Qué hemos hecho hoy que podamos enseñarles a las generaciones venideras, que nos permita decirles que pusimos los cimientos para un mundo mejor, con más paz y prosperidad y con menos sufrimiento?”.»

Rueda de prensa, Rose Garden, Casa Blanca,

21 de abril de 1964

«Podía ser un hijo de puta. Se le daba bastante bien portarse como un animal y todo el mundo lo sabía. Escondía recortes de papel debajo de su mesa para poner a prueba al vigilante nocturno. Gritaba. Un día era el hombre más amable del mundo y al día siguiente estaba gritando, armando jaleo y maldiciéndote a ti y a todo tu árbol genealógico con el lenguaje más soez del mundo y delante de todos tus compañeros de trabajo. Pero llegamos a acostumbrarnos a todo esto y gradualmente dejamos de sentirnos avergonzados, porque a todos nos pasaba en algún momento u otro. Excepto al señor Boyd. Seguíamos una política de intentar mantenernos lejos del campo de visión del vicepresidente. Podía estar furioso durante varios días seguidos. Era una furia silenciosa, pero eso la hacía todavía más temible. Merodeaba por las oficinas del mismo modo que merodea una tormenta. Nunca sabías cuándo iba a estallar ni dónde ni con quién. Había broncas. Para mí no era un entorno de trabajo agradable, señor. La mayor parte del tiempo estábamos todos aterrorizados. Excepto el señor Boyd. El vicepresidente nunca le dirigió una palabra poco amable en público al señor Boyd desde el mismo día en que este vino a trabajar aquí cuando el vicepresidente todavía era senador, señor. Por entonces pensamos que el señor Boyd era un pariente cercano suyo. Pero tengo que admitir que el señor Boyd nunca abusó de su posición de inmunidad a las broncas. Desde que empezó como repartidor del correo hasta que llegó a ayudante ejecutivo trabajó tan duro como todos nosotros y fue tan devoto del vicepresidente como un hombre puede serlo de otro, señor. Por supuesto, esto es solo la opinión de una mecanógrafa.»

Una antigua mecanógrafa de la oficina de L. B. J.,

noviembre de 1963

La verdad empezó a circular con su velocidad característica por los despachos, por el edificio Dirksen y por toda la colina del Capitolio. Yo era homosexual. Ya lo era en Yale. En el último año antes de matricularme en empresariales, intimé con un estudiante de Yale, Jeffrey, un muchacho rico de Houston, Texas, atractivo, bastante atento y nostálgico, pero también apasionado, posesivo y víctima de ataques periódicos de depresión clínica tan graves que necesitaba que lo medicaran. Y era la medicación, tal como yo descubrí, lo que lo ponía nostálgico.

Mi amante Jeffrey salía con un grupo de tejanos amantes de la vida social, un poco artificiosos pero simpáticos, y una de ellos era Margaret Childs, una chica alta y fornida que en un momento dado declaró, por motivos desconocidos, que estaba enamorada de mí. La rechacé con tanto tacto como me fue posible. Simplemente no estaba interesado en ella. Pero Jeffrey se enfureció. Me explicó que sus amigos no sabían que era homosexual y que no podían enterarse. Al mismo tiempo intentó convencerme para que rechazara a Margaret, lo cual era bastante difícil. Obstinada y lo bastante inteligente como para padecer un aburrimiento crónico, Margaret empezaba a estar desconcertada y sospechaba de los intentos (bastante poco sutiles) de Jeffrey para apartarme de ella. Olió un posible drama y se lanzó en pos de ese rastro. Jeffrey se puso celoso como un maníaco. Durante mi primer año de empresariales, mientras estaba comprando unas pelotas de golf para mi padre como todos los años por Navidad, Jeffrey y Margaret se las tuvieron en público y armaron un escándalo en una cafetería de Beat, New Haven. Jeffrey rompió de una patada un mostrador lleno de rosquillas. Hubo cierta información que se hizo pública. Una parte de esta información llegó hasta mis padres, que eran amigos de los padres de dos de mis compañeros de casa. Mis padres vinieron a verme en persona al campus de Yale. Estaba nevando. Fuimos a comer a Morty’s con mis padres y mis compañeros de alojamiento y Jeffrey se puso tan nervioso que tuvimos que llevarlo al lavabo para tranquilizarlo. Mi padre le limpió la frente con toallas húmedas de papel. Jeffrey no paró de decirle a mi padre que era muy, muy amable.

Antes de que mis padres se marcharan —ya tenían las manos literalmente en las manecillas de las portezuelas de su camioneta—, mi padre, con los pies hundidos en la nieve, me preguntó si no podía controlar mis preferencias sexuales. Me preguntó si, en caso de conocer a la mujer adecuada, sería capaz de entablar una relación de amor heterosexual, de casarme, montar una familia y llegar a ser un pilar de la comunidad donde eligiera vivir. Mi padre me explicó que esto era todo lo que él y mi madre deseaban fervientemente para mí, su único hijo, a quien amaban más allá de cualquier juicio. Mi madre no decía nada. La recuerdo observando el vapor de mi aliento con cierto interés distante, mientras yo les explicaba por qué me parecía que no era capaz de hacer lo que mi padre me pedía y que por tanto no iba a hacerlo. Invoqué toda la sabiduría de los años cincuenta sobre desviaciones sexuales e incluso invoqué a una especie de dios de los glandes, igual que un chamán le echa la culpa a los espíritus del mundo vegetal para justificar una mala cosecha. Mi padre fue asintiendo con la cabeza a lo largo de aquella conversación tan seria y civilizada mientras que mi madre ojeaba los mapas de la guantera. Cuando una semana después empezaron las vacaciones y yo no fui con ellos, mi padre me envió una postal, mi madre un cheque y algunas sobras de comida envueltas en papel de aluminio.

Solamente los vi una vez más antes de que mi padre se muriera de manera inesperada. Yo había dejado a Jeffrey y el disgusto me llevó a intimar con Margaret Childs, que no había dejado de perseguir su propósito con la misma obstinación. La mala fortuna quiso que Jeffrey viera en aquello razón suficiente para quitarse la vida, y se la quitó de una manera especialmente desagradable. Y en la mesa que había junto a los tubos de la calefacción de los cuales se colgó, dejó una nota —un documento— escrupulosamente mecanografiado, tan lleno de verdades absolutas mezcladas con invenciones totales que la administración de la facultad de empresariales me pidió que abandonara la Universidad de Yale. Unas cuantas semanas después de velar a mi padre me casé con Margaret Childs, a la sombra de un mezquite y vigilados por las miradas azules de mi madre y del cielo de Houston, y nos unimos por un sistema de votos, promesas de fortaleza, disimulo, resistencia y compasión que iba mucho más allá de las prescripciones rituales del párroco baptista de la familia Childs.

La verdad, que realmente no consistía en nada más que esto, que se propagó entre los subordinados del senador, por los edificios Dirksen y Owen y llegó con notable precisión y sin exageraciones hasta la infantería vestida con trajes de tres piezas del Little Congress de la colina del Capitolio, concluía con el hecho de que el padre de Margaret, el señor Childs, un individuo no muy adinerado pero sí poderoso según los criterios de Texas en 1958, había desarrollado líneas de influencia que llevaban hasta el Senado de Estados Unidos, y que ese mismo señor Childs, en una maniobra que era al mismo tiempo zanahoria y palo, me había lanzado a mí, su yerno, por una de esas líneas de influencia y me había hecho avanzar palmo a palmo hasta la oficina de un senador recién aparecido y emergente, tosco e ingenioso, que además era un posible candidato demócrata para la próxima elección presidencial. Lyndon.

Yo ordenaba y repartía el correo. El correo oficial, el que afectaba a los negocios, las cartas importantes y con membrete iban siempre a parar a manos de alguno de los ocho consejeros y ayudantes más cercanos de Lyndon. El correo interno del senado iba a alguno de sus tres ayudantes administrativos.

Todos los sobres escritos a mano —y clasificados automáticamente como cartas de electores— los repartíamos la señora Teane y yo entre las secretarias, becarios, mecanógrafas y personal de poca monta. A menudo la cantidad de estas cartas de electores, de estas Voces del Pueblo llenas de invectivas, adulaciones y peticiones de ventajas o compensaciones, era excesiva para que se encargaran de ella en un solo día los empleados de menor nivel. Desarrollé algunas respuestas-tipo que me fueron aprobadas, circulares diseñadas para parecer cartas personales y que respondían a alguna que otra cuestión predecible de las que trataban las cartas, pero a duras penas podíamos cumplir las exigencias de la Directiva del Mismo Día. Empecé a quedarme en la oficina hasta tarde, llamando a Margaret o a Peter para excusarme de los planes vespertinos y trabajando para terminar de componer las respuestas del senador a cada uno de sus electores. Me encantaba el silencio de la sala de despachos por la noche, con una sola luz encendida y el ruido rítmico de las cigarras que venía de los jardines. Los empleados que se encargaban del correo empezaron a apreciarme. Había una mecanógrafa que siempre me traía rebanadas de pan de plátano. Además, tuve acceso al café del este de Texas, negro y profundamente amargo, de la señora Teane, que me dejaba una cafetera eléctrica borboteante cuando ya se preparaba para marcharse y se ponía a apagar las luces y las máquinas, regordeta y cloqueante. Me encantaba la oficina de noche.

La mayoría de las noches se veía luz por debajo de la puerta del despacho de Lyndon. A veces llegaba hasta mí el ruido amortiguado y metálico del transistor de radio que escuchaba cuando se quedaba solo. Casi nunca salía del edificio antes de las diez, a veces todavía más tarde, con su abrigo al hombro, a veces se ponía a hablar con alguien ausente, a veces corría un trecho y se detenía de golpe para resbalar por el suelo pulimentado de la sala de despachos, y nunca miraba en dirección a la mesa donde yo seguía leyendo cartas escritas en letra cursiva y poco inteligible, separaba unas cuantas para la señora Teane y decidía cuáles de las respuestas preparadas de antemano eran las más apropiadas, aplicaba el sello con la firma del senador, humedecía solapas, cerraba sobres, medía, amontonaba y fumaba.

Una noche, una sombra oblicua me hizo levantar la vista y vi a Lyndon allí parado con cara de perplejidad, delante de mi mesa en la sala de despachos desierta, como si no me conociera de nada. Es verdad que habíamos hablado muy poco desde la primera entrevista que mantuvimos cuatro meses atrás. Y allí estaba de pie, con su chaqueta de algodón al hombro, increíblemente alto y un poco inclinado encima de mí:

—Pero ¿qué rediantres estás haciendo, chaval?

—Estoy terminando con este correo, señor.

Se miró el reloj:

—Pero si son las doce de la noche, hijo.

—Usted también trabaja duro, senador Johnson.

—Llámame señor Johnson, chaval —dijo Lyndon, manoseando una faltriquera sin reloj que le sobresalía del chaleco—. Puedes llamarme señor a secas.

Encendió otra lámpara y se sentó con gesto fatigado a la mesa de Nunn, un becario de Tufts que había venido para trabajar en verano.

—Esto no es trabajo tuyo, chaval. —Señaló el castillo de color blanco que yo había construido con montones de cartas—. ¿Te pagamos para que hagas esto?

—Alguien tiene que hacerlo, señor. Y yo admiro la Directiva del Mismo Día.

Asintió con la cabeza, complacido:

—Me la inventé yo.

—Creo que es admirable cómo se preocupa usted por el correo, señor.

Hizo un chasquido característico con la lengua que hacía a menudo cuando pensaba:

—A lo mejor no lo es tanto si un pobre chaval tiene que pasarse la noche en vela, con los ojos irritados y sin cobrar un centavo.

—Alguien tiene que hacerlo —dije. Y era verdad.

—Eso es una verdad como un templo, hijo —dijo. Puso una de sus botas encima del fichero de Nunn, abrió un par de sobres y miró dentro—. Pero muy mal andaríamos si todas las mujeres con un poco de sentido común dejaran que sus maridos todavía estuvieran trabajando a estas horas y no volvieran a su lado hasta las doce de la noche.

Me miré el reloj y luego miré la puerta del despacho de Lyndon.

Lyndon entendió mi gesto y sonrió. Era una sonrisa amable:

—Yo llevo a mi Claudia «Ladybird» Johnson aquí dentro, chaval —dijo y se tocó el pecho en el sitio donde tenía la cicatriz de su reciente bypass (le había enseñado su cicatriz a todo el personal)—. Igual que mi Ladybird me lleva a mí en el corazón. Cuando uno entrega su vida a los demás, cuando uno empeña su salud, su mente y las ideas de su intelecto para servir al pueblo, entonces uno tiene que llevar a su mujer dentro, y ella a él, «en la distancia, en la separación y en la soledad». —Sonrió de nuevo e hizo una mueca mientras se rascaba un sobaco.

Lo miré por encima de una balanza para el correo.

—Usted y la señora Johnson parecen una pareja muy afortunada, señor.

Me miró. Se puso las gafas. Su gafas tenían una montura bastante rara, de un color claro y acuoso, como si estuvieran llenas de líquido.

—Mi Ladybird y yo hemos tenido suerte, ¿verdad? Claro que sí.

—Yo creo que sí, señor.

—Pues claro, coño. —Miró otra vez el correo—. Claro, coño.

Aquella noche pasamos horas contestando cartas, casi todo el rato en silencio. Antes de que el cielo se pusiera de color malva alrededor del monumento a Washington y una neblina fina bañara la colina, sorprendí a Lyndon mirándome; yo estaba encorvado y con el traje de tres piezas arrugado y él me miró fijamente, asintió con la cabeza y dijo algo en voz muy baja que no pude oír.

—¿Perdón, señor?

—Te estaba diciendo que siguieras así, chaval. Sigue así. Igual que hice yo. Tú también, sigue así.

—¿Podría explicarse un poco mejor?

—Lyndon Baines Johnson nunca da explicaciones. Es una norma personal que me parece muy ventajosa. Nunca doy explicaciones. La gente desconfía de la gente que da explicaciones. Apúntate eso, chaval: «Nunca des explicaciones».

Se levantó despacio, apoyándose en el pupitre de Nunn. Cogí mi bolígrafo y mi cuaderno mientras él se sacudía el abrigo para quitarle las arrugas.

«Nunca he visto un hombre con tanta necesidad de que lo quisieran.»

Un antiguo ayudante, 1973

«Odiaba estar solo. Lo odiaba de verdad. A veces yo entraba en su despacho cuando él estaba solo a su mesa y aunque era evidente que no era a mí a quien quería ver, sus ojos se llenaban de alivio… Tenía una radio pequeñita de bolsillo, un transistor, y a veces oíamos cómo se lo ponía en su despacho mientras trabajaba a solas. Quería que hubiera un poco de ruido. Que hubiera alguna voz allí con él, hablándole o cantando. Pero no era un hombre triste. No quiero darle esa impresión. Kennedy era un hombre triste. Lyndon solo era un hombre con una gran necesidad. Como daba tanto de sí, quería tener algo para él. Y lo sabía.»

El antiguo investigador Chip Piesker,

abril de 1978

Empecé a hacer buena parte de mi trabajo menos importante en el despacho personal de Lyndon, en aquel suelo rojo, entre las estrellas. Ordenaba, distribuía y respondía al correo en un rincón del suelo, y más adelante en la larga mesa de pino cuando a Piesker lo enviaron a mi mesa para componer el resumen diario de noticias de Lyndon. Cada vez respondía más y más correo personal. Lew N. Johnson decía que yo le daba un toque íntimo y característico. La señora Teane empezó a separar cosas a mi atención en lugar de viceversa.

A menudo Lyndon me pedía que le apuntara cosas: ideas, frases o recordatorios. Ya entonces mostraba una auténtica pasión por la retórica. Luego me pedía que le enseñara aquel cuaderno que yo llevaba y lo revisaba.

En 1960 se presentó a las primarias, con bastante poco aplomo, mientras todavía era senador. Su determinación de no eludir sus deberes en el senado significaba que solo podía presentarse a medio gas. Pero sus oficinas en el edificio Dirksen vieron cómo el número de personal se triplicaba y empezaron a parecer un cuartel del ejército. Yo recibía órdenes directas de Lyndon o de Dora. El correo fue volviéndose más y más prioritario. Hice algunos envíos masivos para la campaña, con los medios precarios de 1960, trabajando junto con el departamento de relaciones públicas y con los tipos raros de mirada brillante que trabajaban en demografía.

Durante todo el tiempo no paraban de entrar y salir ayudantes, asesores, amigos, rivales y colegas. Lyndon odiaba el teléfono. Dora Teane solamente le pasaba las llamadas más urgentes. Aquellos que conocían bien a Lyndon siempre venían en persona y entablaban «charlas» que a menudo servían para iniciar o terminar una carrera. Vino todo el mundo. Humphrey parecía el caparazón vacío de una langosta hervida. Kennedy parecía el anuncio de algo que uno no debería desear pero que a pesar suyo desea. Sam Rayburn me recordó a un arbusto mal cuidado. Nixon parecía una máscara de Nixon. John Connally y John Foster Dulles no parecían nada en absoluto. A Chet Huntley parecía que le hubieran pintado el pelo. De Gaulle parecía un personaje absurdo. Jesse Helms mostraba una cortesía a toda prueba. A quien le tocaba esperar unos minutos, yo a menudo le llevaba un poco del café especial de la señora Teane. A veces me quedaba charlando unos instantes con el visitante. Con el general me fue bastante bien el francés que acababa de aprender.

Margaret Childs Boyd, mi esposa durante casi dos años, llevaba encontrando en la colada calzoncillos míos con manchas ominosas desde que nos instalamos en la calle T. Amenazó con contarle al señor Jack Childs, ahora residente en Austin, que ciertos acuerdos prenupciales complejos y filosóficos parecían haber sido rotos. Ella había iniciado un lío mal disimulado con un caricaturista que trabajaba para varios periódicos y que dibujaba a Lyndon como una especie de signo de interrogación con la cara de un perro basset. Además del coito realizado de manera mecánica y en la postura del misionero, a mi mujer le gustaba beber cerveza de importación. Siempre le había gustado la cerveza: la primera imagen que me trae su nombre la muestra sosteniendo en alto una jarra empañada de cerveza holandesa bajo la luz de New Haven. Sin embargo, con el tiempo había empezado a beber con más y más entusiasmo. Bebía en compañía del caricaturista, de sus colegas de las clases de recuperación y de otras viudas por elección. Cuando estaba borracha me acusaba de estar enamorado de Lyndon Johnson. Una vez me preguntó si habría que guardar alguno de mis calzoncillos manchados para la posteridad. Yo le hice un poco de aquel café tan bueno y tan fuerte del este de Texas y me fui a mi habitación, donde por entonces trabajaba noches enteras trazando itinerarios, escribiendo cartas, haciendo listas de envíos, organizando y corrigiendo algunas de las observaciones y anotaciones más aprovechables de Lyndon para incluirlas en los discursos. Me convertí simultáneamente en empleado de los departamentos administrativo, de investigación y de redacción de discursos de Lyndon. Ganaba un salario lo bastante abundante como para mantener a mi nuevo compañero, M. Duverger, un joven pariente del embajador de Haití en Estados Unidos, en una casita de piedra rojiza agradable y discreta que era como si fuera solamente para nosotros. Duverger también admiraba el retrato firmado del vicepresidente y de la señora Johnson que yo había colgado, con su permiso, en una de nuestras habitaciones.

«Pero ya basta de hablar y de tirarnos flores. Lo que tenemos que hacer es hablar con nuestros parientes, con nuestros primos, con nuestros tíos y nuestras tías. Tenemos que cumplir con nuestro deber el tres de noviembre y votar a los demócratas.»

Discurso a la clase del último curso del instituto de secundaria de Chesapeake, Baltimore, Maryland,

24 de octubre de 1960

«Id y decidles que solo hay que alargar la mano, apretar el botón y decir “Vamos todos con Lyndon B. Johnson”. Algunos de vuestros papás, mamás y abuelitos se van a olvidar de esto. Pero yo dependo de los chicos como vosotros, que sois los que tendréis que pelear en nuestras guerras y defender nuestro país, y sois los que os iréis al carajo si hay un holocausto nuclear. Dependo de vosotros y de que tengáis suficiente interés en el futuro que os espera como para levantaros y pinchar a vuestro papá y vuestra mamá para que se levanten temprano y vayan a votar.»

Discurso a la clase de cuarto curso de la escuela primaria de Mansfield, Ohio,

31 de octubre de 1964

—¿Boyd y Johnson? Ninguno de nosotros puede decir en realidad que entendiera la relación de Dave con Lyndon B. Johnson. Ninguno de nosotros sabía por qué Johnson estaba tan embobado con aquel chaval. Pero sabíamos que lo estaba.

—De eso no hay duda.

—Y al revés también, ¿no es cierto? Boyd adoraba a Lyndon B. Johnson con todas sus fuerzas.

—Creo que «adoraba» no es la palabra adecuada.

—¿Amaba?

—No volváis otra vez con eso, chicos. Siempre supimos que aquellos rumores eran infundados. En el cuerpo de Lyndon Johnson no había un solo hueso homosexual. Y quería a Ladybird como un animal. —Lyndon B. Johnson tenía algo de animal, ¿no es cierto? En cierto modo, a mí me confirmó la condición animal del hombre. Todo el tiempo que estuvo en el candelero sirvió para confirmarle al pueblo que un hombre no es más que un animal triste y astuto. No podía aspirar a más. Fue una época oscura.

—Eso es lo que más odiaban de él los radicales. Tenían miedo de que no hubiera más que animales y de que Lyndon B. Johnson fuera el animal más astuto y poderoso. Eso es lo que ocurrió.

—Dios sabe lo que eso augura para el futuro político de este país.

—Lyndon B. Johnson era un genio y al mismo tiempo un gorila.

—Y eso a Boyd le gustaba.

—Creo que a Dave le atraía todo esto, ¿no estáis de acuerdo? Dave no era en absoluto como un animal. Para nada.

—A lo mejor era demasiado refinado para ser un animal.

—Supongo que se puede decir que era refinado. Pero yo nunca confié en él. Nunca hubo una sola parte de su personalidad o de su carácter que saliera a la luz y permitiera ver que realmente se lo podía considerar refinado. ¿En qué era refinado?

—Muchas veces Dave podía estar en una habitación y tú ni siquiera te dabas cuenta de que estaba allí.

—O sea que era tan refinado que casi no existía.

—En cambio la presencia de Johnson se notaba incluso en una convención o en un salón de baile gigante. Hacía que cambiara el ambiente.

—Johnson necesitaba que la gente supiera que él estaba en la sala.

—¿Eso era todo, entonces? ¿Johnson necesitaba un público y sabía que Boyd era un público disponible?

—Todavía no acabo de estar convencido de que no estaban liados.

—Yo estoy convencido del todo.

—Y yo también. Ser homosexual habría sido algo demasiado delicado o humano para que a Lyndon B. Johnson se le ocurriera. Dudo mucho de que tuviera siquiera la capacidad para intentar imaginar cómo debía de ser eso de ser homosexual. Ser homosexual es una especie de abstracción, bajo mi punto de vista, y Lyndon B. Johnson odiaba las abstracciones. No le cabían en la cabeza.

—Odiaba todo lo que no le cabía en la cabeza.

—Boyd vivía con aquel negro francés del tercer mundo que llevaba tacones. Vivió con aquel negro durante años.

—Johnson debía ejercer alguna fascinación sobre él.

—Pero ¿Johnson llegó a enterarse de lo de Boyd y aquel negro? ¿Aun teniendo en cuenta lo unido que estaba a Boyd?

—Nunca he conocido a nadie que tuviera la menor idea de eso.

—Nadie sabe si lo sabía.

—Pero ¿cómo no lo iba a saber?

Del libro Disección de un presidente: conversaciones con el círculo íntimo de Lyndon B. Johnson, editado por el Dr. C. T. Peete

Mientras fue vicepresidente, Lyndon conservó sus oficinas en el edificio Dirksen, el embaldosado rojo con estrellas, el enorme complejo de despachos y la mesa de pino donde ahora mis nuevos ayudantes ordenaban la correspondencia bajo mi supervisión.

—Solo hay un puto empleo por el que habría empaquetado y trasladado con cuidado todo este sistema de oficinas, trabajadores y máquinas. Solo hay un puto empleo, chaval —me dijo en su limusina descapotable de camino a la investidura de su compañero de candidatura. Hacía un frío terrible en aquella limusina—. Y parece que la buena gente ha tenido sentido común y no le ha dado ese empleo a Lyndon Baines Johnson. Pues bueno, que les den por el culo. ¿Tengo razón o no, Ladybird? —Pinchó con los nudillos a Claudia Johnson en el costado por encima de las pieles y el tafetán.

—Venga, Lyndon, cállate —dijo la señora con una seriedad fingida que claramente le encantaba a Lyndon, una especie de código entre ambos. Ladybird le dio unas palmaditas a Lyndon en la manga de su grueso abrigo forrado, se asomó al otro lado de su perfil rojo y aguileño y me puso la otra mano enguantada en la rodilla.

—Señor Boyd, le hago responsable de que este bruto perverso y maleducado se comporte como es debido.

—Haré lo que pueda, señora.

—Claro que sí, chaval, haz que me comporte como es debido —chilló el vicepresidente, diciendo adiós con la mano a una multitud a la que no dejaba de mirar—. Te lo aviso ya mismo. Si me tengo que sonar las narices o tirarme un pedo encima de esa tarima, me sonaré las narices y me tiraré un pedo. No me importa cuántos ojos electrónicos estén enfocado a ese niño bonito. Espero que todo este viento le deshaga el peinado. —Hizo una pausa y miró a su alrededor con cara de sorpresa—. Joder, me voy a tirar un pedo.

Soltó un pedo que amortiguaron el abrigo y el asiento de piel del coche:

—¡Toooma!

—¿Qué voy a hacer contigo, Lyndon? —Ladybird dejó escapar una risa horrorizada y jovial y negó con la cabeza en dirección a la multitud de brazos levantados. Recuerdo que a todos nos salían vaharadas de vapor blanco de la boca. Hacía un frío terrible.

Conocí a Claudia Alta «Ladybird» Taylor Johnson un verano en una barbacoa a la orilla del río Perdenales, que rodeaba el rancho de Lyndon en Texas. Habían traído en avión a un grupo de amigos íntimos y empleados para ayudar a Lyndon a descargar un poco de tensión y a prepararse para una convención cercana que ya había ganado matemáticamente otro hombre.

Lyndon me hizo darle la mano a su perro.

—Le estoy diciendo a Blanco que te dé la mano a ti, no tú a él, chaval —me aseguró. Se dirigió a Lew N. Johnson—. Te aseguro que te la va a dar. No hace falta ni que se lo diga. —Lew N. se llevó la mano a las gafas de concha y se rió.

—Y esta es la estirada de mi mujer, la señora de Lyndon Baines Johnson —dijo, y me presentó a una mujer elegante y encantadora con la cara redonda, la nariz afilada y un peinado abultado y rígido—. Esta es Ladybird, chaval —dijo.

—Encantado de conocerla, señora.

—El placer es mío, señor Boyd —murmuró con un suave acento tejano. Rocé con mis labios los nudillos pequeños y cálidos de la mano que me ofreció. Todos pudimos ver cómo Lyndon prestaba toda su atención a la voz de su mujer, cómo se fijaba en los pequeños matices de cortesía y en sus pequeños detalles sociales, como si cada movimiento de Ladybird hiciera surgir lentamente una barrera entre ambos.

—Lyndon me ha hablado de usted con cariño y gratitud —dijo. Lyndon la abrazó desde detrás e hizo un ruido con la boca sobre su hombro desnudo y pecoso, justo debajo del tirante de su vestido.

—El señor Johnson es demasiado amable —dije yo. Blanco se frotó contra mis espinillas y el dobladillo de mis bermudas y luego se fue corriendo en dirección a la barbacoa humeante.

—¡Tú lo has dicho, chaval, soy demasiado amable! —berreó Lyndon, golpeándose la frente con la mano como si acabara de descubrir una gran revelación—. ¡Apúntame eso, chaval: Johnson es demasiado amable! —Se giró e hizo bocina con las manos—. ¡Eh! —gritó—. ¿Los de la orquesta pensáis tocar alguna canción o es que se os ha pegado el culo a la silla? —Un grupo de hombres con instrumentos musicales, camisas a cuadros y sombreros de vaquero echaron a correr como posesos hacia el quiosco de la orquesta.

Escuchamos la música y comimos en platos de cartón. Lyndon golpeaba el suelo con una bota al compás de la orquesta.

Sentí una manita diminuta en la muñeca:

—A lo mejor me haría el honor de llamarme en alguna ocasión para tomar un té y un refrigerio. —La señora Johnson sonrió y sostuvo mi mirada el tiempo justo para comunicarme algo. Sentí un pequeño escalofrío y asentí con la cabeza. La señora Johnson se excusó y se fue a otro lado, haciendo que las cabezas se giraran y los grupos de gente se separaran para dejarla pasar, irradiando una especie de autoridad que no tenía nada que ver con el poder, las relaciones ni la capacidad de causar perjuicio.

Me subí los pantalones cortos, que ya por entonces se me caían siempre.

—¡Deja de deambular y coge un poco de carne de la barbacoa! —Lyndon me gritó al oído, deshojando una espiga de maíz y siguiendo el ritmo con la bota.

En 1962 Lyndon tuvo su segundo infarto de miocardio y el primero que se mantuvo en secreto. Era de noche y yo estaba llevándolo a casa en coche desde la oficina. Cruzábamos Washington en dirección este hacia una casa particular que tenía junto al océano. Empezó a jadear en el asiento del pasajero. Le costaba un gran esfuerzo respirar. El inhalador nasal no le hacía ningún efecto. Los labios se le pusieron azules. El señor Kutner de los servicios secretos y yo nos las vimos y nos las deseamos para que llegara a la casa.

Ladybird Johnson y yo desnudamos a Lyndon y le dimos un masaje con alcohol isopropílico en el pecho surcado por la cicatriz del bypass. Lyndon había dicho entre resuellos que a veces aquello lo ayudaba a respirar. Le dimos un masaje. Tenía esos pechos caídos en forma de pera que tienen los viejos.

Se le siguieron poniendo los labios de color azul. Tenía otro infarto grave, jadeó. Ladybird siguió con su masaje. Lyndon no me dejó decirle a Kutner que llamara a una ambulancia. No quería que nadie se enterara. Dijo que era el vicepresidente. Ladybird tuvo que presentar su veto para que finalmente pudiéramos llevarlo al hospital de la base naval de Bethesda en un sedán de los servicios secretos con los cristales tintados. Ladybird necesitó ambas manos para sostener la suya mientras luchaba para respirar y se agarraba el hombro con fuerza. Tenía un dolor terrible.

—Mierda —iba diciendo todo el tiempo, y me enseñaba los dientes—. Mierda, chaval. Esto no puede pasar.

—No va a pasar —le decía la señora Johnson en tono tranquilizador acercándose a su oreja enorme y de color azul.

El vicepresidente de Estados Unidos pasó dieciocho días en Bethesda. Hicimos que Salinger dijera a la prensa que era para unas pruebas de rutina. Hacia el final de su estancia, Lyndon logró convencer a un cirujano para que le extirpara su apéndice sano. Pierre explicó con todo detalle a la prensa la apendicectomía del vicepresidente. Lyndon enseñaba en público la cicatriz de la operación cada vez que tenía la oportunidad.

—Maldito apéndice —decía.

Empezó a tomar digitales por prescripción médica. Ladybird le prohibió que siguiera comiendo las cortezas fritas de cerdo que guardaba en el cajón superior derecho de su mesa, al lado de su revólver de culata plateada. Me obligué a no fumar en el despacho de Lyndon.

Recibí una nota en papel de carta de color rosa y sin membrete: «Mi marido y yo queremos darle las gracias por la atención amable y discreta que prestó a nuestras necesidades durante la reciente enfermedad de mi esposo». La nota despedía un olor maravilloso. M. Duverger dijo que quería oler igual que aquella nota de L’Oiseau.

«Me gradué en el Instituto de Johnson City, Texas, en una clase de seis alumnos. Hacía tiempo que tenía la impresión de que mi padre no era tan listo como a mí me gustaría que fuera y por eso me pareció que podía progresar aprendiendo un poco de la vida de mi madre. Así que cuando obtuve el diploma de mi instituto decidí seguir el consejo del viejo filósofo Horace Greeley que decía “Id al Oeste, jóvenes” y buscar fortuna allí. Con veintiséis dólares en el bolsillo y un Ford T, mis cinco compañeros de escuela y yo salimos temprano una mañana hacia el legendario Oeste, el gran estado de California. Llegamos puntualmente, aunque perdimos por el camino la mayor parte de mis veintiséis dólares, y yo conseguí un trabajo muy bien pagado como ascensorista por noventa dólares al mes. Pero al final del primer mes, después de pagar tres comidas, mi habitación y la lavandería, descubrí que probablemente me iría mejor comiendo en casa de mi mamá que allí en California. Así que me volví a Texas y conseguí un trabajo en el departamento de autopistas. No teníamos que ir a trabajar hasta que salía el sol y terminábamos la jornada cuando se ponía el sol. Debíamos trabajar en nuestro tiempo libre. Teníamos que estar en el trabajo cuando saliera el sol, y para eso antes debíamos recorrer veinte o treinta millas de autopista. Y de la misma manera, después de ponerse el sol teníamos que conducir hasta casa cuando ya se había acabado nuestra jornada de trabajo. Me pagaban el magnífico salario de un dólar al día. Cuando llevaba poco más de un año en el departamento de autopistas empecé a pensar en el consejo de mi padre, que me había dicho que no fuera uno más de los que dejan la escuela y que continuara educándome. A lo mejor mi padre era más listo de lo que yo había creído hacía un año. En otras palabras, se había vuelto mucho más inteligente mientras yo estaba en California y en la autopista. Y con la ayuda del buen Dios y de mi madre, que todo el tiempo me daba la paliza para que volviera a la escuela y siguiera aprendiendo, hice autoestop durante cincuenta millas para volver a mi clase. Y allí pasé cuatro años más. Pero desde entonces he tenido trabajos decentes. Y ahora tengo un contrato que no termina hasta el 20 de enero de 1965.»

Discurso para los graduados del Amherst College, Amherst, Massachusetts,

2S de mayo de 1963

Mi madre vino a visitarme a Washington una sola vez durante aquellos diez años. En cambio, mantenía un contacto estrecho con Margaret.

El día que me visitó mi madre, Duverger se pasó toda la mañana cocinando corona de cerdo asada, boniatos con crema y Les Jeux Dieux, un postre haitiano de su especialidad, ligero y terriblemente dulce. Estuvo toda la mañana revoloteando nervioso y preocupado por la cocina, vestido solamente con un delantal y unos zapatos de tacón, mientras yo pasaba el aspirador por debajo de los muebles y les sacaba brillo con cera.

Mientras tomábamos unas copas en nuestra habitación impecable e impregnada de olor a cerdo con especias, mi madre nos habló de Margaret Childs y nos dijo que tanto ella como Jack y Sue-Bea Childs esperaban de todo corazón que la hospitalización de Margaret por su dependencia del alcohol significara un nuevo comienzo para aquella pobre chica que jamás le había hecho daño a nadie. Duverger llevaba una chaqueta deportiva que yo le había prestado y no se estuvo quieto ni un momento.

Fue la única comida totalmente silenciosa en que he estado. Nos limitábamos a escuchar el ruido de los cuchillos contra los platos. Llegué a distinguir nuestros distintos estilos de masticación.

El regalo de inauguración del piso que nos hizo mi madre fue un racimo de uvas falsas donde las uvas eran canicas de color púrpura en torno a un tallo de cristal verde.

Mi madre no parecía anciana.

Elle a tort —no paraba de repetir Duverger, más tarde, mientras ponía la vaselina. Sabía un poco de inglés del que estaba muy orgulloso. Cuando estábamos solos hablábamos una especie de idioma mestizo—. Elle a tort, cette salope-là. Ella es equivocada. Es equivocada.

Le pregunté a qué se refería mientras se aplicaba la vaselina fría a sí mismo y luego a mí. Me abrió las piernas violentamente. Me estremecí contra el dibujo de la cabecera de la cama.

—¿En qué se equivoca mi madre?

—Me odia porque piensa que me quieres.

Me sodomizó de manera salvaje, sin pensar ni un solo instante en mi comodidad ni en mi placer. Cuando terminó se estremeció y se echó a llorar a mi lado. Yo había soltado varios chillidos de dolor.

Ce n’est pas moi qui tu aimes.

—Claro que te quiero. Vivimos juntos, René.

Respiraba con dificultad.

Ce n’est pas yo.

—¿A quién, entonces? —le pregunté, poniéndole boca arriba—. Si dices que no te quiero a ti, ¿a quién quiero?

Tu me n’a besoin —dijo rasgando el aire negro del dormitorio con las uñas—. Tú necesitas a mí. Sientes responsable por mí. Pero tu amor no es para mí.

—Mi amor es para ti, Duverger. Te necesito, me siento responsable…, todo eso forma parte del amor en este país.

Elle a tort. —Me dio la espalda y adoptó la posición fetal en su lado de la cama—. Se cree que no estamos solitarios.

Yo no dije nada.

—¿Por qué tenemos que estar solitarios? —dijo. Lo dijo como si fuera una afirmación. Siguió repitiéndolo. Me desperté una vez, muy tarde, y vi cómo su espalda ancha y morena se movía de manera acompasada. Tenía la cara cubierta con la palma de la mano y seguía repitiendo la misma frase.

«Ve la vida como una selva. No importa lo largas que creas que son tus riendas, él siempre las tiene cogidas.»

Un antiguo socio, 1963

«La mayoría de sus preocupaciones se las inventa. Ve problemas donde no los hay. Puede muy bien despertarse por la mañana y pensar que todo se ha estropeado durante la noche.»

Un amigo íntimo, 1963

Lyndon estuvo los catorce minutos que duró el trayecto hasta el hospital Parkland tumbado en el suelo del asiento trasero de la limusina descapotable, con la nariz aplastada contra la suela del zapato del senador Yarbrough. Encima de ambos, cubriéndolos y conteniendo su forcejeo, había un hombre de los servicios secretos cuya colonia podría haber causado por sí sola el estado de pánico y confusión que pude ver cómo se extendía por las calles de Dallas mientras yo permanecía tumbado encima de todos ellos, conteniendo el forcejeo generalizado y viendo desde mi posición privilegiada cómo en el coche descapotable de delante tres hombres de los servicios secretos contenían a la primera dama, que no paraba de forcejear, chillar e implorarles que le dejaran coger algo que había en el asiento trasero y que no pude oír qué era.

Estábamos todos apretujados en aquel asiento trasero y hechos un auténtico enredo de brazos y piernas, como estudiantes de Yale dentro de una cabina telefónica. El dobladillo del pantalón de Lyndon, su tobillo blanco y sin pelo y uno de sus botines se agitaban delante de mis narices mientras el coche avanzaba. Pude oírlo maldiciendo a Yarbrough desde debajo del tipo sobreperfumado de los servicios secretos.

El hospital era una locura coreografiada. Lyndon, que se tapaba la nariz magullada con un pañuelo, estaba asediado por las cámaras, los micrófonos, los médicos, los servicios secretos, los periodistas de la prensa y, lo peor de todo, por un montón de empleados y directivos del entorno presidencial, con los ojos brillando de codicia, capaces de saltar de un cuerpo a otro antes incluso de que se enfriara el cadáver del animal político sobre el cual habían estado instalados.

Llamé por teléfono a Ladybird Johnson —Lyndon me enseñó los dientes ante la simple insinuación de que él usara el teléfono en aquellos momentos— para tranquilizarla y para aconsejarle que se hiciera con un billete para Dallas lo antes posible. Llamé a Hal Ball para que le facilitara un medio de transporte rápido a la señora Johnson. Vi a Lyndon atrapado por el gentío en la esquina del vestíbulo, con las mejillas fláccidas rojas por la excitación, la nariz de color morado y los ojos diminutos embotados por el shock y por algo que estaba empezando a comprender. Sus ojillos buscaron los míos por encima de la espiral incansable de periodistas y lacayos, pero no pudo verme aunque yo le hice una señal con la mano desde la cabina telefónica.

La frase «Quítame ese micrófono de la cara o te doy una patada en el culo que te envío a tu casa», fue censurada de los informativos especiales. Dan Rather retrocedió, pálido y frotándose su pelo cortado al rape.

La muchedumbre se disolvió lentamente cuando los médicos y los servicios secretos instalados en el piso de arriba rehusaron dar ninguna información. Pudimos apiñarnos en torno a Lyndon en una pequeña sala de espera anexa al vestíbulo. La reunión fue lúgubremente eficaz. Allí mismo se constituyó un equipo de transición ad hoc. Los servicios secretos habían establecido una línea telefónica directa con Ball, que estaba en las oficinas. Bunker, Califano y Salinger llenaban tarjetas con anotaciones de modo frenético. Las citas del nuevo gabinete se ventilaron con la misma vehemencia indiferente con que se discute sobre golf. Lyndon apenas dijo nada.

Llevé a Lyndon hasta la habitación donde tenían a la primera dama. La multitud que rodeaba su cama se apartó para dejarlo pasar. Lyndon le tocó la frente apaciguada por los sedantes con una manaza que casi le cubrió toda la cara. Tenía buen color. Se encendió el flash de una cámara fotográfica. Vi los ojos drogados de la primera dama entre los dedos de Lyndon.

Nadie tenía ni la más remota idea de quién había en el hospital que pudiera tener alguna información. Nos apiñábamos, hablábamos, fumábamos, expelíamos el humo lejos de Lyndon y aguardábamos. Lyndon fue tan grosero con los jóvenes bostonianos que venían sorbiéndose los mocos a darnos su condolencia y a la vez su felicitación que muy pronto ya nadie importunó a nuestro grupo. Connally, con el brazo en cabestrillo, rondaba nuestras inmediaciones con paso lento y bebía de una botella de agua de Seltz cuyo contenido siempre parecía mantenerse al mismo nivel.

Llamé a Duverger, que estaba en casa con bronquitis, mirando las noticias por televisión y loco de preocupación. Llamé a la señora Teane a su casa de Arlington. Intenté llamar a Margaret a la clínica donde la estaban tratando en Maryland y me informaron de que hacía semanas que se había marchado. La línea telefónica de mi madre llevaba horas ocupada.

Nuestro corro también se deshizo mucho antes de que llegaran las noticias oficiales. Todo el mundo tenía mil cosas por hacer. La salita se vació poco a poco. Flanqueado por Pierre y por mí, Lyndon por fin pudo descansar y reflexionar durante unos minutos en su silla de la sala de espera. Se llevó el inhalador a los orificios nasales inflados. Las espuelas de sus botas rayaron el suelo cuando estiró las largas piernas. Se agarró el brazo y abrió y cerró el puño varias veces. Tenía la piel de debajo de los ojos un poco azulada. Le ofrecí algunos digitales, pero tuve que obligarlo a tragárselos.

Nos quedamos sentados. Durante un rato miramos las paredes blancas de la sala. Connally examinaba las máquinas de refrescos.

—Lo daría todo —murmuró Lyndon.

—¿Perdón, señor?

Miró con gesto ausente más allá de sus piernas largas:

—Chaval —dijo—, daría todo lo que tengo para no tener que salir ahí delante y aceptar un trabajo que no me pertenece por derecho ni por el deseo de la gente. Un hombre sensato odia entrar por la puerta de atrás. Es caridad. Es humillante. Hay desconfianza. Es una responsabilidad que uno no se ha preparado para asumir.

—Es natural que te sientas así, Lyndon —dijo Connally, metiendo monedas en una máquina de chocolatinas.

Lyndon miró fijamente a un punto que yo no pude distinguir, negando con su enorme cabeza en forma de píldora.

—Daría todo lo que tengo, chaval.

Salinger me lanzó una mirada cargada de intención, pero yo ya había sacado el bolígrafo.

Tuvo lugar la transición. Se llevaron a cabo a toda prisa dos envíos masivos. Hubo que llenar cajas y sellarlas. Hubo que vigilar a un montón de fornidos empleados de mudanzas.

La salud de Duverger se deterioró. Parecía incapaz de reponerse de la bronquitis y de las infecciones simultáneas que se le manifestaron. Ni siquiera le quedó fuerza para subir escaleras y tuvo que abandonar su trabajo en la boutique. Se pasaba el día en la cama, escuchando discos rayados de Harry Belafonte y llenando nuestras sábanas con una montaña diaria de pañuelos de papel usados. Perdió peso y tenía fiebre. Me enteré de que la malaria era endémica en Haití y conseguí quinina en el hospital de Bethesda. Ya fuera por empatía o por contagio, sentí que mi propia salud se volvía delicada después de pasar todo aquel tiempo con Duverger. Me contagiaba de todos los dolores de garganta que circulaban por la Casa Blanca. Llegué a acostumbrarme al dolor de garganta.

En la Casa Blanca los sistemas de recepción, reparto y respuesta del correo eran inmensos, había un personal interminable, escrupulosamente puntual y entrenado para mostrar una eficacia a prueba de bomba. La Directiva del Mismo Día inventada por Lyndon no resultaba ningún reto para aquellos empleados de correo con carrera, rápidos y furtivos. Me convertí en poco más que un mascarón de proa del departamento de correo, con la única responsabilidad de esbozar y actualizar la decena aproximada de modelos de respuesta que se imprimían, se firmaban con tampones al por mayor y se enviaban para responder a la cantidad creciente de cartas y telegramas que llegaban desde todos los estados. En 1965 el correo entrante se componía generalmente de quejas y opiniones negativas, y resultaba bastante difícil evitar que aquellas respuestas formularias resultaran artificiales, defensivas o estridentes.

Me casé formalmente con Duverger en una discreta ceremonia civil en las afueras de un suburbio de Mount Vernon. A la ceremonia asistieron unos cuantos amigos comunes. Peter vino desde Charlotte. Duverger tuvo que estar sentado durante la ceremonia, con un vestido de seda de color apagado que amortiguaba, o quizá complementaba, el color gris mustio de su cuerpo.

«Me alegro mucho de que hayan venido, porque creo que ustedes y yo nos entendemos muy bien, y como no me dejan salir más allá de esta verja, me alegro de que les dejaran entrar.»

A un grupo de visitantes de la Casa Blanca,

14 de mayo de 1966

«No hemos cambiado de objetivos. Ha cambiado lo que creemos que requieren esos objetivos.»

Al consejo de jóvenes demócratas de la Universidad de Columbia, Nueva York,

21 de mayo de 1966

—Parecía obsesionado con su salud. Empezó a engordar de esa manera en que engorda la gente que tiene una salud delicada.

—También Boyd tenía mala salud y parecía obsesionado. Llevaba el abrigo puesto todo el tiempo. Sudaba. Parecía que siguiera el ejemplo de Lyndon en todo.

—Boyd apenas si tenía una función oficial en la Casa Blanca. Aquel ejército de encargados del correo con carrera que tenía Kennedy ya cumplía la Directiva del Mismo Día antes de que termináramos el período de transición.

—Los dos deambulaban constantemente. Paseaban por el jardín. Miraban por la valla.

—A veces el presidente deambulaba solo, pero a cierta distancia lo seguía Boyd con todos los hombres de los servicios secretos.

—Quién sabe qué era lo que les hacía pasear en aquel despacho hora tras hora.

—Apagaban la radio cuando entraban allí.

—Quién sabe qué decisiones barruntaba Lyndon. Tonkin. Camboya. El Bien Común de la Sociedad Entera.

—Tampoco llegaremos a saber nada de Ladybird. Era de esa clase de primeras damas que permanecen entre bastidores. Es imposible calcular su influencia.

—Sabemos que Boyd lo ayudó con algunos de sus últimos discursos.

—Pero nadie sabe con cuáles exactamente.

—Los dos eran uña y carne.

—Todos los que sabían algo de ellos ya han muerto.

—Aquel chaval orejudo que hacía los resúmenes de prensa hizo una porra entre sus compañeros de oficina para ver si Boyd conseguiría sobrevivir a Lyndon.

Del libro Disección de un presidente: conversaciones con el círculo íntimo de Lyndon B. Johnson

«Ahora dejaos de tonterías y sed felices, maldita sea.»

Alocución televisada desde el Despacho Oval de la Casa Blanca,

noviembre de 1967

La mayoría de las historias que corrían sobre aquellos últimos meses, y que decían que a veces Lyndon se negaba a abandonar el despacho oval, eran ciertas. Yo me sentaba en aquella silla enorme del rincón, con un montón de pastillas y pañuelos de papel sobre el regazo, y le miraba mientras él orinaba en la papelera metálica del despacho que la señora Teane vaciaba en silencio a la mañana siguiente. El despacho estaba a oscuras salvo por los faros de los coches que pasaban y el parpadeo rojizo de las hogueras de los manifestantes acampados en el parque al otro lado de la calle.

La ventana del despacho que daba a Pensilvania estaba rozada y manchada de grasa de la nariz de Lyndon. Permanecía allí de pie, con la cara tocando la ventana, y una elipse formada por el vapor de su aliento se formaba, desaparecía y se volvía a formar sobre el cristal mientras Lyndon coreaba en voz baja las consignas de los manifestantes. Los helicópteros daban vueltas en el cielo como si fueran gaviotas. Sus haces de luz eran como dedos que jugueteaban sobre el parque, sobre los jardines de la Casa Blanca y sobre la hilera de hombres de los servicios secretos de Kutner que permanecían desplegados a lo largo de la verja de hierro negro. De vez en cuando alguien tiraba algo contra la verja y se oía un ruido metálico.

Lyndon se llevó su inhalador a la nariz e inhaló con fiereza.

—¿A cuántos niños he matado hoy, chaval? —me preguntó, dando la espalda a la ventana.

Yo me sorbí la nariz y tragué la saliva:

—Creo que esa no es una manera justa ni saludable de pensar en ese tema, señor.

—¡Joder, chaval! ¿No tienes alma o qué? ¡Te he preguntado cuántos! —Señaló la ventana iluminada por el resplandor de color boniato de las hogueras—. Esos de ahí fuera lo están preguntando, hostia. Y me parece que Lyndon Johnson también tiene derecho a preguntarlo.

—Probablemente entre trescientos y cuatrocientos niños hoy, señor —dije. Solté un estornudo húmedo y triste en un pañuelo de papel—. ¿Está contento ahora, señor?

Lyndon se volvió hacia la ventana. Se había olvidado de abotonarse otra vez los pantalones.

—Sí, estoy contento —gruñó. La mejor manera de asegurarse de que te había oído era que repitiera lo que habías dicho—. Y ellos, ¿te parece que están contentos? —preguntó.

—¿Quiénes?

Señaló con su cabezota enorme hacia la hoguera y escuchó el ruido lejano de los altavoces y el murmullo lastimero de la muchedumbre respondiendo a las consignas. Se inclinó y se apoyó en el alféizar.

—Esos jóvenes americanos de ahí fuera.

—Parecen bastante preocupados, señor.

Se levantó los pantalones caídos con expresión meditabunda:

—Pues a mí me parece oler un tufillo a alegría debajo de su preocupación. Me parece que les gusta ser ultrajados, vilipendiados e injustamente ignorados. Eso es lo que piensa este líder del mundo libre, chaval.

—¿Puede usted explicarse, señor?

Lyndon soltó una risotada de caballo que formó un enorme círculo de vaho sobre la ventana. Los dos nos quedamos mirando el enorme letrero escrito a mano que colgaba en la pared del despacho oval, junto a los cuernos de reses y detrás de la mesa del presidente. Lo había escrito yo mismo. Decía: NUNCA HAY QUE DAR EXPLICACIONES.

Lyndon negó con la cabeza:

—Creo… creo que he perdido el contacto con la juventud de América. Creo que ni me entienden a mí ni entienden lo que está bien y tampoco atienden a ninguna figuración intelectual de lo que está bien para un país.

Yo estornudé.

Tocó la ventana con sus dedos enormes y llenos de manchas marrones y dejó todavía más huellas.

—Puedes objetar que esto es muy fácil de decir, pero creo que lo han tenido todo muy fácil en la vida, joder. Esos jóvenes que son hippies y se manifiestan y usan la violencia y hacen actos públicos. Se lo dimos todo hecho, chaval. Mejor dicho, a sus padres. A los jóvenes de mi generación. Y estos jóvenes de ahora dicen que están cabreados. Nunca han tenido que preocuparse ni sufrir ni pasarlo mal en realidad. No conocieron la Gran Depresión y no saben qué es estar triste. —Me miró—. ¿A ti te parece que eso está bien?

Le devolví la mirada.

—Me parece que estoy empezando a creer que a lo mejor la gente necesita un poco de sufrimiento. ¿Sabes lo que implica eso? Implica que tal vez toda nuestra agenda de programas domésticos es incorrecta, chaval. Voy camino de pensar que algo huele mal justo en el medio de todo esto. —Inhaló con la nariz, viendo cómo los manifestantes bailaban—. Estamos evitando el sufrimiento de la gente con todos esos programas domésticos —dijo— y no les damos nada para reemplazarlo. Míralos cómo bailan ahí delante, gritando «vete a tomar por el culo», como si ellos hubieran inventado los culos y me hubieran inventado a mí, al presidente, mira hacia allí y verás lo que veo yo ahora. Veo un puñado de animales que necesitan un poco de sufrimiento para ser americanos de verdad por dentro, chaval, y si no somos nosotros quienes les damos un poco de sufrimiento, ellos mismos irán a buscarlo por su cuenta. Se apropiarán del sufrimiento de unos jóvenes asiáticos que están atrapados en la lucha entre dos bandos. Irán, cogerán el sufrimiento de aquella gente y se lo apropiarán. Ese sufrimiento les estimula, hijo. Estoy empezando a creer que la juventud de América necesita algún estímulo genuino. Esos jóvenes de ahí fuera se están inventando sus propios estímulos. Se los están inventando por completo, usando como pretexto a un puñado de jóvenes asiáticos que no se agacharían para ayudar a tu mamá a hacer pis. Nosotros, sus líderes, no les damos nada de lo que quieren. Piensan que la prosperidad y el liderazgo son aburridos. Dios bendiga el patetismo general de sus almas. —Aplastó la nariz contra el cristal de la ventana. Viéndolo allí delante tuve una visión fugaz de un niño frente a una tienda de dulces.

Un helicóptero barrió con su haz de luz el despacho oval e hizo que durante un instante reinara el resplandor azul del mediodía. Yo guiñé los ojos.

—¿Así que usted piensa que tienen algo de razón esos que están ahí fuera?

—¿Algo de razón? —gruñó Lyndon, inmóvil junto a la ventana iluminada—. No, porque no tienen ninguna noción de lo que está bien y lo que está mal. Escúchalos. No tienen absolutamente ninguna noción de lo que está bien y lo que está mal. Escúchalos.

Los escuchamos durante un instante. Yo me sorbí los mocos en silencio.

—Para ellos, el bien y el mal solo son palabras, chaval. —Se alejó de la ventana y se acomodó a su mesa enorme, se sentó bien derecho y extendió las manos sobre la mesa presidencial de madera de cerezo, todavía impoluta de arañazos—. Pero el bien y el mal no son palabras —dijo—. Son sentimientos. Los sientes en tus entrañas, en las tripas y todo eso. No son palabras. No son canciones para tocarlas con una guitarra. Son lo que te hace sentir de una manera determinada. Están dentro de ti. Son tu corazón y tu digestión. Son como la gente a quien quieres personalmente. —Se tocó el antebrazo y cerró el puño—. Esos niños tontos deberían tener alguna responsabilidad, aunque solo fuera un momento. Deberían ser responsables de alguien y luego ya podrían venir y decirle a su presidente, a mí, a Lyndon B. Johnson, qué es lo que está bien y lo que está mal y todo eso.

Lo ayudé a tomarse el pulso. Le medí la presión. No le dolía el hombro ni el costado, no tenía los labios azules. Le hice tumbarse para mejorar el riego sanguíneo y le apoyé las botas en el antepecho de la ventana. Yo tenía el pecho y la espalda empapados de sudor. Volví a mi silla en el rincón, sintiéndome terriblemente débil.

—¿Te encuentras bien, chaval?

—Sí, señor, gracias.

Soltó una risita:

—Vaya par de funcionarios federales estamos hechos, digo yo.

Tosí.

Silenciosos y maltrechos, nos quedamos escuchando las canciones, los lemas, las consignas, el ruido de los helicópteros de los servicios secretos y el repiqueteo de las latas de cerveza. Pasaron varios minutos en aquel despacho iluminado por el débil resplandor de las hogueras. Le pregunté a Lyndon si estaba dormido.

—No estoy dormido —dijo.

—¿Puedo preguntarle cómo se siente uno, señor?

Hubo un silencio solamente roto por las consignas lejanas. Lyndon se hurgó la nariz, con los ojos cerrados y la cabeza reclinada hacia atrás:

—¿Cómo se siente uno, cuándo?

Carraspeé.

—Cuando es responsable, señor, como usted decía. Cuando es responsable de otra gente. ¿Cómo se siente uno cuando lo es?

Emitió algo que podía ser un jadeo o una risita, un ruido grave, casi inaudible, desde los recovecos de su silla de ejecutivo inclinada. Observé su perfil, el sueño de todo caricaturista.

—Tú y Ladybird —dijo—. Joder, es que tú y Ladybird siempre le estáis preguntando las mismas cosas a Lyndon Johnson, hijo. Se me hace raro. —Se sentó derecho y contempló la parte del despacho a oscuras donde yo estaba—. Justo la semana pasada le explicaba a Ladybird que, coño, la responsabilidad no se siente en absoluto —dijo en voz baja.

—¿Acaso la responsabilidad no se puede sentir? ¿Acaso te aturde?

Accionó su inhalador y jugueteó con el bolsillo de su chaleco a la débil luz de la ventana.

—Ya se lo dije a Ladybird, la responsabilidad es como el cielo. ¿Qué pasaría si yo viniera y te preguntara cómo se siente el cielo? El cielo no se siente, chaval.

Los dos nos echamos a toser.

Señaló hacia arriba, en dirección a las astas de ganado, y asintió como si viera alguna cosa familiar:

—Pero está ahí, amigo mío. El cielo siempre está ahí. Está ahí todos los días, joder, encima de ti. No importa donde vayas, chaval, tú miras hacia arriba y está allí, encima de todas las malditas cosas. Y el día que no haya cielo…

Accionó el inhalador y apuró las últimas gotas del líquido medicinal. Hizo un ruido repugnante. Poco después tuve que ayudarlo otra vez a llegar hasta la papelera llena de orina del despacho. Allí estábamos, los dos juntos, pisando el suelo de mármol blanco y liso del despacho presidencial.

«Al señor Lyndon B. Johnson, como a todos los hombres que están al servicio del público, lo movían por igual una enorme ambición personal y un celo enorme por el bienestar de su prójimo. Como todos los grandes hombres, qué demonios, como todos los hombres, fue una paradoja y un misterio. Nunca se le podrá entender del todo. Pero todos los que nos hemos reunido bajo estos cielos inmensos del estado de la Estrella Solitaria tenemos la obligación de intentar comprender a este hombre si es que queremos rendirle los honores que merece. Esto es lo que yo digo. Yo digo que vayamos al Oeste. Que cuanto más al Oeste lleguemos, más nos acercaremos a Lyndon Baines Johnson.»

El senador del estado de Texas Jack Childs, en su panegírico por la muerte de Lyndon B. Johnson, Austin, Texas, 1968

Cuando recibí la invitación para tomar té y un refrigerio con Claudia «Ladybird» Johnson, escrita en aquel papel liso de color rosa que usaba ella, yo estaba postrado en nuestra cama de matrimonio por culpa de un violento acceso de gripe.

Hacía una semana que Duverger se había marchado. Llegué a casa después de hacer unos envíos masivos de correo desde New Hampshire y me encontré con que se había largado. No dejó escrita una sola palabra ni tampoco se llevó una sola pieza de su abundante equipaje. Habían desaparecido su dinero y varios de mis cuadernos de tapas negras del despacho.

El mejor testimonio que puedo dar de mis sentimientos por la carrera de Lyndon es el pánico que sentí de que René pudiera haberse pasado al Otro Lado o pudieran haberle chantajeado para que nos traicionara. Casi todas las anotaciones de mis cuadernos eran transcripciones literales de conversaciones y encuentros. Por ejemplo, se relataba cierta reunión informativa de jefes de estado mayor que estos celebraron sentados sobre lavabos, cestos de ropa sucia y sobre el borde de una bañera con patas de animal, mientras que Lyndon aliviaba sus tripas en uno de los retretes. Había bastantes verdades en aquellas notas para avergonzar a Lyndon durante el resto de sus días. El mismo Lyndon ordenó que todo se transcribiera. Admito, con cierto dolor, que lo primero que sentí aquel día fue miedo por Lyndon, miedo a la traición y a aquel republicano que tenía la cara como una máscara y al que todos habíamos empezado a temer.

Tres días de búsqueda frenética de Duverger me llevaron al Norte hasta los cuarteles en New Hampshire de Humphrey, McCarthy, Lindsay y Percy —y también de aquel hombre— y al Sur hasta los oscuros salones de Chevy Chase. Me quedé indescriptiblemente débil y acabé sucumbiendo a un violento ataque de gripe. Lyndon también llevaba una semana enfermo, sin pasar por el despacho y sin dar ninguna noticia. No se había puesto en contacto conmigo. Nadie del despacho ni de la Casa Blanca me había llamado durante los tres días que pasé enfermo en casa. Y yo tampoco tenía ánimos para llamar a nadie.

«Nuestros maridos y yo desearíamos saber si podría hacernos usted el honor de tomar té y un refrigerio en nuestra casa a orillas del mar esta tarde», decía la nota escrita en papel coloreado y sin membrete. Yo estaba tan acostumbrado a mirar el membrete en primer lugar que su ausencia en las notas de la primera dama me resultaba casi prepotente.

Circulaban rumores muy extendidos —extendidos, sospechaba yo, por el gilipollas del antiguo caricaturista de Margaret, que me había dibujado como dama de honor, con una narizota a lo W. C. Fields y llevando la cola del vestido nupcial de Lyndon— de que la señora Johnson quería que Lyndon dejara el cargo y de que nos veía a su despacho y a mí como los rivales que jamás había tenido. Por esta razón no me sorprendí al leer aquello de «nuestros maridos».

Jamás pudimos descubrir cuál era aquel perfume embriagador que emanaban las cartas de la señora Johnson y que había seducido a Duverger la primera vez. Duverger había ido de tiendas durante días, oliendo, y había llegado a discernir que el olor central del perfume era lavanda, antes de que le resultara totalmente imposible salir de casa.

Duverger se estaba muriendo de algo que no era malaria. Mis cuatro salarios iban a parar a Bethesda, donde a Duverger no le cubría el seguro médico y donde el personal médico, como santo Tomás de Aquino delante de Dios, no podía hacer nada más que definir su enfermedad por lo que no era. Los médicos con quienes yo había mandado a mi marido en avión, sin parar de toser en el asiento, no podían aislar nada más que la regularidad con la que sucumbía a las incontables enfermedades que aparecían y se desarrollaban en aquel caldo de cultivo de bacterias que era Washington.

Durante estos últimos meses me había pasado noches enteras sosteniendo la mano de un hombre que se estaba muriendo por culpa de una simple regularidad, rodeando con mi brazo blanco unas costillas grises que cada día se veían con más claridad, sintiendo su pulso en una muñeca que se había vuelto demasiado estrecha para sostener toda la envergadura de su mano de uñas largas, mirando cómo su vientre se hundía, cómo sus caderas empezaban a abultar como las de una mujer y sus rodillas sobresalían como pelotas en medio de sus piernas descarnadas.

Suis fatigué. M’aimes-tu?

Tais-toi. Bois celui-ci.

M’aimes-tu?

Y yo, todavía más débil, me dedicaba a obviar la traslucidez de todos mis seres próximos y contemplaba cómo languidecía Lyndon ante un ejército de periodistas carnívoros; ante una guerra que por un lado era repugnante, real y retransmitida con todo lujo de detalles y por otro lado era una simple estadística y resultaba borrosa para todos aquellos que conocíamos y manipulábamos los informes verídicos; ante la inversión total de la política presidencial según la cual la raison del gobierno era reducir en la medida de lo posible la cantidad total de sufrimiento; y ante la reciente intuición de su propia fragilidad cuando un par más de infartos mantenidos en secreto lo dejaron demacrado, amarillento y lleno de manchas, con unos ojos que parecían haberse hinchado hasta ser de la misma talla en la cara donde estaban enclavados.

Duverger se había ido aunque ni siquiera tenía fuerzas para moverse. Se llevó mis notas pero él no dejó ninguna. No dejó nada en el jarrón que había en la repisa de la chimenea, junto a la fotografía autografiada y la pequeña reproducción de Klee. Entre pañuelos de papel y las cápsulas de aluminio abiertas de los antieméticos leí aquella nota que la señora Johnson había escrito con trazo elegante y con pluma y que había sido entregada a mano por uno de mis ya lejanos empleados del departamento de correo. Olí el aroma que emanaba de la nota.

—Wardine ha preparado una mezcla de praliné que creo que queda muy bien con la infusión de manzanilla, señor Boyd.

—Gracias, señora.

—Gracias, Wardine, eso es todo.

La criada negra, vestida con medias negras y un delantal con blonda, limpió los últimos restos de la mascarilla de crema que cubría el rostro redondo y sagaz de la primera dama. Ajustó la almohada que la señora Johnson tenía bajo los pies y se retiró, dándome la espalda durante todo el tiempo.

Tosí ligeramente. Me sequé la frente.

—Mi marido se está muriendo, hijo.

Yo había cogido un taxi y había llegado tarde a la casa privada que Johnson conservaba de sus días como senador, una mansión con torrecillas y con pinta de plantación, situada en la acera oriental del delta del Potomac, que imitaba la forma de unos labios cuando desembocaba en el Atlántico. Pude oír el ruido del océano y ver los relámpagos que chisporroteaban en la bóveda de nubes, a lo lejos hacia el este, encima del mar. Una bocina mugió en un canal. Me palpé los ganglios de la garganta.

—Usted tampoco tiene buen aspecto, señor Boyd.

Miré a mi alrededor:

—¿Podrá el presidente levantarse y unirse a nosotros, señora?

Ella me miró sosteniendo su taza humeante:

—Lyndon se está muriendo, hijo. Ha tenido… problemas añadidos y terribles por culpa de la enfermedad que ha padecido todos estos años.

—¿Ha sufrido otro infarto?

—Ha pedido que no lo dejen solo esta noche.

—¿Intenta decirme que tal vez se muera esta noche?

Ella se arregló el dobladillo de la bata:

—Es una prueba tremenda para todos los que estamos cerca del presidente. —Levantó la vista—. ¿No cree?

Empecé a sospechar. No había médicos. Yo solamente había visto la cantidad acostumbrada de hombres de Kutner en la entrada. Me sorbí los mocos:

—Entonces ¿por qué no está usted haciéndole compañía, señora, si es que no quiere que lo dejen solo?

Ladybird cogió un trocito de praliné. Sonrió con esa elegancia con que sonríen las damas cuando mastican.

—Estoy con Lyndon todos los minutos del día, hijo mío. Creo que él ya te lo dijo. El presidente y yo estamos demasiado unidos, en nuestra opinión, para ofrecernos mutuamente compañía o consuelo. —Dio otro mordisquito—. ¿A lo mejor es porque estas cosas nos las dan otras personas?

Di un sorbo de aquel té dulce en una taza de porcelana finísima. Casi era demasiado delicada para cogerla. Una oleada terrible de náusea me acometió. Me encorvé y cerré los ojos. Me zumbaban los oídos por culpa de la medicina. Quería contarle a la señora Johnson que no me creía lo que ella, que había volado hasta Dallas en un caza de combate, me estaba diciendo allí sentada tranquilamente y comiéndose una galleta. Lo que de verdad quería decirle era que yo tenía mis propios problemas. Y no quería contárselos a ella. Quería hablar con Lyndon.

—Creo que iré a sentarme con él, señora.

—¿Se encuentra bien, señor Boyd?

—No del todo. Pero sería un honor para mí ir a sentarme junto al presidente Johnson. —Intenté tragar—. Pero con todos los respetos, no creo que el presidente esté muriéndose de verdad. Nunca ha habido dos presidentes consecutivos que se murieran en el ejercicio de su cargo, señora Johnson. —Esta información la había averiguado para redactar una carta que tranquilizara a los ciudadanos en 1963.

La señora Johnson se estiró la parte de la bata sobre la cual estaba sentada sin levantarse de su sofá rosa. Todo lo que había en la habitación era perfectamente adecuado para la sala privada de una primera dama. Desde los espejos cuyos marcos estaban labrados en forma de tímpanos hasta las delicadas estatuillas orientales, la cubertería de cristal desplegada y expuesta en estanterías blancas o la alfombra con forma de espiral cuyo dibujo se retorcía sobre sí mismo y trazaba una especie de arabesco entre mi sillón y el de la señora Johnson. Cerré los ojos.

—Señor Boyd, usted también —dijo, partiendo una galleta— parece marcado por una especie de… fragilidad que le provocan el amor y la responsabilidad que usted experimenta de modo evidente por los demás.

Oí el tictac de un reloj caro. Comprendí de qué estaba hablando y de pronto mis pensamientos se alejaron de Duverger y de los cuadernos robados. Tragué saliva y sentí un sofoco repentino.

—No estoy enamorado del presidente —dije.

Dejó escapar una sonrisa encantadora y mi frase quedó en suspenso.

—¿Cómo dice, señor Boyd?

—Ya sé que parece sospechoso, que yo me ponga enfermo justo cuando él está enfermo —dije. Me agarré al brazo de mi sillón—. Estoy seguro de que habrá oído usted muchas historias sobre mí, sobre cómo estoy supuestamente enamorado del señor Johnson y lo sigo a todas partes como un animal en celo y quiero ser íntimo amigo suyo y trabajar muy cerca de él porque lo quiero. —Me temo que entonces vomité los sorbos de manzanilla y el trozo de praliné que me había tomado. Quedó un reguero oscuro de vómito sobre mi abrigo que fue formando lentamente un charco en mi regazo—. Pues no es verdad —dije, secándome la boca—. Y por favor, perdóneme por vomitar justo ahora.

—Señor Boyd —dijo—. Querido señor Boyd. No tengo ningún reparo contra sus sentimientos por Lyndon. Aprecio más allá de mi pobre capacidad de expresión la devoción que usted siente por mi marido y por la tarea y la responsabilidad que el Señor ha decidido asignarle. Aprecio sus sentimientos por mi marido más de lo que puedo explicar. Y creo que entiendo cuáles son esos sentimientos. —Apartó la vista con delicadeza de mi regazo—. Yo estaba hablando de su marido.

Yo me estaba frotando la mancha llena de trocitos de praliné.

—Todo eso de que su marido es mi marido, señora… Yo de usted no haría caso de los rumores. Los rumores casi nunca resultan ser del todo ciertos —dije. Me puse en pie para frotar mejor la mancha.

La señora Johnson frunció el ceño durante un instante:

—Su marido, señor Boyd. —Sacó una tarjeta de color rosa delante de mí—. El señor Duverger —leyó—, un negro del Caribe con inmunidad diplomática y casado por lo civil con usted en 1965 —levantó la mirada de la tarjeta—. Ha tenido la enorme amabilidad de prestarle a Lyndon la compañía y la atención que ha necesitado durante su enfermedad.

Intenté mantener la mirada fija en la alfombra:

—¿Duverger está aquí?

—Mientras usted estaba en el Norte, haciendo lo que el señor Donagan describió como trabajo postal integral para nuestra organización en New Hampshire —dijo, limpiando la bandeja de las galletas—, Donagan acordó con el señor Kutner de los servicios secretos traer a su marido a nuestra casa para presentárselo al presidente. Que se está muriendo.

Yo estornudé. Ella bebió otro sorbo. Busqué algún signo en su rostro. Sentía una necesidad insensata de ver de quién era la caligrafía de aquella tarjeta que ella acababa de sacar. Esta necesidad contrarrestaba mi ansiedad de correr al lado de Duverger —aunque aquella casa a orillas del mar era inmensa y yo jamás había ido más allá del vestíbulo trasero— y de saber cómo demonios Coby Donagan podía haber dicho que el trabajo que yo estaba haciendo en el Norte era importante. Quería tantas cosas al mismo tiempo que no podía moverme. La primera dama bebió otro sorbo.

—Entonces ¿el señor Johnson sabe que tengo marido? —dije.

—¿Cómo no iba a saberlo, hijo? —Ladybird dejó escapar una sonrisa amable—. ¿Cómo no iba a conocer el corazón de un joven que ha volcado su vida y toda su alma en la vida y el trabajo de Lyndon Baines Johnson?

Empecé a sentir por la señora Johnson una repugnancia mayor que la que jamás había sentido por Margaret. Estaba allí sentada, con una cofia en la cabeza, en bata y comiendo pralinés. Era sencillamente espantoso.

—¿Duverger se encuentra bien? —dije con voz quebrada—. ¿Dónde está? ¿No habrá muerto, verdad? Porque estaba muriéndose. Él sí que estaba muriéndose, y no el señor Johnson. Por eso me he puesto enfermo yo. No por el señor Johnson.

—Han estado hablando los dos, señor Boyd.

—René apenas habla inglés.

Se encogió de hombros como si eso fuera irrelevante.

—Han mantenido algunas conversaciones muy largas, según me ha contado Lyndon. Y las han registrado, tal como tú hacías. El señor Duverger ha impresionado mucho a Lyndon y ha resultado ser un negro muy singular. Han discutido sobre temas que le interesan mucho a Lyndon, como el sufrimiento, las luchas entre bandos enfrentados y la vida de los negros. Lyndon me ha contado que es lo mejor que le ha pasado desde que usted y la señora Teane se lo llevaron de su oficina.

—Le he preguntado si está muerto —dije.

Ella siguió comiendo.

—¿Está usted tan al corriente como yo de lo que siente mi marido, David? —Esperó a que yo le respondiera, pero yo prefería que lo hiciera ella—. Mi marido —siguió diciendo— siente la carga de la responsabilidad igual que usted y yo sentimos la carga de nuestros cuerpos. Es la responsabilidad la que le ha hecho tanto daño. Usted lo ha visto. Usted ha sido su único consuelo durante una década, hijo.

—¿Así que realmente usted teme que esté enamorado de mí?

Ya fuera movida por simple imitación o por una pena auténtica, me di cuenta de que la señora Johnson contestaba a las preguntas igual que Lyndon: las contestaba de modo tangencial, trazando una especie de curva que ahora la traía cerca de la pregunta y ahora la llevaba lejos otra vez siguiendo su propio curso. Ahora soltó una risita con acento sureño y se llevó la mano a la boca llena de galletas. Tenía el pelo recogido en una especie de redecilla.

—Lyndon no puede entender de ningún modo, y siempre lo dice así, por qué las nuevas generaciones como la de usted calculan la importancia de todo en términos de amor, David. Como si esa palabra pudiera explicar los sentimientos que duran a lo largo de los años.

Vi las sombras de Kutner y de otra persona que iban del vestíbulo a la cocina. Me puse en pie.

—El amor no es más que una palabra —dijo ella—. Une cosas que están separadas entre sí. Aunque tal vez usted no estaría de acuerdo, Lyndon y yo coincidimos en que en cierto modo ya no nos queremos. Porque hace mucho tiempo que dejó de haber la distancia necesaria entre nosotros para que el amor apareciera y la salvara. Lyndon dice que espera el día en que los jóvenes de América como usted empiecen a entender que palabras como «amor», «bien», «mal» y «responsabilidad» no son más que negociaciones de distancias.

—¿Son Kutner y Coby Donagan esos que he visto entrar en la cocina?

—Siéntese, por favor.

Me senté.

Ella se inclinó en mi dirección.

—A Lyndon lo atormenta su propia concepción de la distancia, David. Odia estar solo, físicamente solo, por encima de cualquier cosa: esa es el área de su odio en la cual usted nos ha ayudado tanto con su servicio y su dedicación; y ese odio a estar solo es consecuencia de lo que en sus memorias él piensa llamar su «gran figuración intelectual»: la distancia a la que nos vemos, nos relacionamos y nos amamos mutuamente. El amor, tal como va a escribir, es una autopista federal, con carriles que ponen en contacto comunidades que se desplazan y existen separadas por grandes distancias. Mi marido ha afirmado en público que también América, su propia América, a la que quiere tanto que es capaz de ocultar muertes por ella, debe ser entendida en términos de distancia.

—Entonces ¿no es verdad que nos queramos? —Miré su cubertería de cristal, expuesta y nunca usada; me sentía revuelto por las náuseas—. ¿Dos personas que están juntas no pueden quererse entre ellas ni siquiera de manera platónica o algo así?

—Mi marido dice que él y usted mantienen relaciones. Que se contienen mutuamente. Que él posee el suelo que usted pisa. Que usted es el cielo cuya presencia y cuyo sentido se han vuelto cotidianos.

Yo tosí.

—Seguramente el amor no llega a tanto.

De nuevo comprendí qué era lo que la señora Johnson me estaba diciendo. Casi vomité otra vez.

—Señora Johnson —dije—, yo estaba hablando de Duverger y de mí. —Intenté inclinarme en su dirección igual que ella había hecho antes—. ¿Acaso el señor Johnson sabe que Duverger y yo nos queremos? ¿Que lo primero que me vino a la cabeza cuando se marchó con mis cuadernos fue pensar en él? ¿Sabe que yo siento amor?

La otra sombra además de la de Kutner era la de Wardine, aquella criada negra de la primera dama, experta en mascarillas de crema limpiadora.

—¿Y quién escribió esa tarjeta sobre mí que usted me ha leído?

—En la habitación del piso de arriba —dijo la señora Johnson sin señalar—, adonde se han retirado los dos maridos que nosotros llevamos dentro —dijo esto sin mirarme ni un instante—, donde se han retirado a una posición de distancia, debe de haber alguien que sabe que los queremos. Tiene que saberlo. ¿No está usted de acuerdo? —se inclinó sobre la tetera de porcelana y levantó la tapa para que Wardine viera su interior. Estaban arriba. Me puse de pie. Me daba igual que me dijera que me sentara.

—El presidente no va a morirse, señora.

—¿No está usted de acuerdo?

Wardine llenó la taza de su señora y luego vino hacia mí.

—¿Señora?

Ella se inclinó, se puso azúcar y habló dirigiéndose al reflejo de su rostro afilado de pájaro, que temblaba en la superficie de su té como la luna sobre el agua:

—Le he preguntado si está de acuerdo, hijo.

El olor que despedía mi abrigo sucio era idéntico al olor débil que salía débilmente por debajo de la puerta. El repiqueteo femenino de la cucharilla labrada con motivos chinos de Ladybird Johnson era idéntico al ruido viril que hizo mi grueso y viejo anillo, comprado en mi época de estudiante, cuando golpeé suavemente sobre la superficie tallada de la enorme puerta del dormitorio. Llamé con los nudillos. Un espasmo me asaltó, me llegó a las tripas y tuve que esperar a que se me pasara. Se oyó otro gemido, este de resonancias industriales, a lo lejos, en el puerto.

No vino ningún ruido de la puerta enorme, aquella noche, en noviembre de 1968.

Olvida el círculo, donde la distancia equivale al tamaño total de lo que cabe en su interior. Construye una carretera. Traza una línea. Vete tan al oeste como te lo permitan los límites del país —vete a Bodega Bay, no a Whittier, California— y traza una línea. Deja que la estela de esa línea al moverse sea la distancia entre su inicio y su perspectiva. Y sigue trazando esa línea, hacia el oeste, más y más lejos. Entonces la curvatura de la Tierra agarrará esa línea y la mantendrá bien pegada a su superficie, como hace alguien codicioso con un praliné. Y la curva gigante que tomamos por una línea recta te llevará a su debido tiempo hasta ese lejano punto oriental del país que ahora tienes a tu espalda, ese dormitorio a oscuras situado en la orilla lejana, oriental y también a oscuras del Atlántico. Y habrás hecho un círculo enorme y silencioso, y todo lo que hay en el mundo estará dentro: el dormitorio: un trofeo desplomado cuya estrella parpadeante se ha caído fuera de su estuche roto de cristal, una alfombra iluminada por las luces del tráfico y unos muebles macizos de madera que huelen a cera y a aliento de enfermo. Vi el enorme Bufferin blanco de la cama del presidente, cubierto únicamente con una sábana, cambiando de color al compás de la luz del semáforo que había en el cruce entre la calle Washington y la calle Kennedy, justo debajo de la ventana. En la cama sin ropa —llena de papeles y de tarjetas, las tarjetas que yo había llenado de anotaciones, de una década entera de taquigrafía dedicada a Lyndon— yacía mi amante, encogido en su lado de la cama, convertido en el esqueleto congelado de una radiografía, delgado hasta lo inverosímil, sin afeitar y con una mano de uñas descoloridas extendida y cubriendo parcialmente la cara blanca que yacía a su lado, la enorme cara blanca unida a la silueta alargada y cubierta por las sábanas impecables, inmóvil, en aquella cama flanqueada por dos hombres de los servicios secretos que permanecían desplomados, agotados e iluminados por la luz roja y verde. La mano fría y extendida de Duverger cubría parcialmente la cara del presidente como si se hubiera detenido en medio de una caricia. Descansaba como una araña sobre su cabeza en forma de píldora enorme, sobre su boca arrugada, fláccida y carnívora, sobre sus gafas de montura clara. El inhalador nasal estaba en la mesita de noche. El rótulo blanco de HOT LINE parpadeaba, despierto y silencioso, y reflejaba la luz amarilla del semáforo de la calle Kennedy. La mano de Duverger estaba extendida sobre el rostro del presidente. Vi la sábana de algodón, encima estaba Duverger y debajo estaba Johnson; los pezones duros de los pechos de viejo de Johnson destacaban bajo la sábana, unos pezones que apenas se movían, en un pecho que casi no respiraba, bajo una sábana que latía de manera apenas perceptible, igual que se mueve el agua a una distancia enorme de su fuente.

Me limpié los labios sucios de mucosidades y contemplé, de cerca, los ojos del presidente, que ya no eran los ojos de una persona tan pequeña, entelados por una capa de dolor profundo de color azul intenso, abiertos y contemplando la luz del dormitorio por entre los dedos raquíticos de Duverger. Oí unos labios que besaban la palma de la mano de un hombre negro mientras se movían para formar palabras, con los ojos medio enfocados en la presencia extraña que era yo, apostado junto a la cama.

El movimiento de la mano de Duverger parecía indicar que el presidente estaba sonriendo.

—Hey, hola —susurró.

Me acerqué un poco más.

—¿Lyndon?