Un ejecutivo de cuentas recién divorciado terminó a altas horas de la noche otra jornada de trabajo en su oficina del departamento de cuentas. Eran más de las diez. En otra oficina, al otro extremo de una planta distinta, el vicepresidente encargado de la producción exterior, casado durante casi treinta años y con un nieto, también terminó tarde de trabajar. Los dos hombres se marcharon.
Entre estos dos ejecutivos que se disponían a abandonar el edificio había esa clase de similitudes que hay entre dos líneas paralelas. Los dos, al marcharse, se escoraron ligeramente a un lado para contrarrestar el peso de un maletín delgado y pesado. Sendos monogramas y logotipos de la empresa adornaban las asas de metal forradas de cuero que los dos tenían en la mano. Cada uno en su planta correspondiente atravesó un vestíbulo bañado en luz blanca y pisó una moqueta susurrante, monótona y pálida, en dirección a un ascensor que reposaba con la boca abierta y muda en su hueco respectivo, a cada uno de los dos lados por los que se podía acceder al edificio. Los dos, al cruzar los vestíbulos de sus departamentos, notaron ese característico desasosiego inaudible que siente un ejecutivo cuando sale tarde con su abrigo, su traje arrugado y el nudo de la corbata aflojado y recorre de noche lugares destinados a ser vividos de día. Los dos sintieron, en la medida en que se lo permitían sus respectivas angustias, la intuición de algo torcido, y mientras tanto, en las franjas rigurosamente alineadas de espacio iluminado que los separaban del lamento lejano de la aspiradora de un empleado de limpieza, el propio silencio del edificio adquirió forma: notaron que les subía por la espina dorsal una exhalación lenta y pesada, un susurro espacial, la apertura leve y tímida de unos párpados enormes despertándose en sintonía con aquel vacío que constituía, tal como comprendieron los razonables ejecutivos, la mitad de la jornada total del edificio. Y comprendieron también que el edificio no solo ocupaba espacio, sino que lo organizaba; que contenía al ejecutivo y no viceversa. Que el edificio no se componía de ejecutivos ni lo componían los ejecutivos. Ni tampoco el personal de servicio.
En particular el ejecutivo de cuentas divorciado se dio cuenta, en silencio y a solas, mientras su ascensor bajaba hacia el aparcamiento de ejecutivos, de que en cierto momento imperceptible pero insoslayable de todas las noches de trabajo corporativo llegaba la «Hora de marcharse»; de que ese momento de la noche era un fulcro sobre el cual basculaban con gran sigilo cosas elementales e invisibles —un pivote que aparecía en las horas inadvertidas—, y que, en el intervalo entre este punto y el traje recién planchado al amanecer de la jornada de trabajo, la misma cuestión de la posesión del edificio se convertía discretamente, mientras ellos estaban ausentes, en una verdadera interrogación, suspendida en el aire, pendiente.
El ejecutivo de cuentas flotaba en el aire, colgado del cable de su ascensor. Este ejecutivo júnior, que acababa de volverse otra vez soltero, era enjuto y ágil y tenía un aire de sobriedad extrema. Era joven para ser ejecutivo (era casi literalmente un ejecutivo júnior), se sentía más a gusto con aquella gente con la que podía mantener más de un metro de distancia y tenía una manera muy profesional de referirse a las cuentas de cliente que representaba ante la empresa, una manera que podía situarse a medio camino entre confiadamente competente y fría. Su ascensor descendió con un zumbido denso que normalmente costaba mucho oír.
La motocicleta de importación e inmaculadamente blanca del ejecutivo de cuentas estaba apoyada y ligeramente inclinada sobre su pata de cabra, al lado de un coche enorme e igualmente inmaculado. Eran los dos únicos vehículos que quedaban en el aparcamiento de ejecutivos vacío que había debajo del aparcamiento del personal de servicio que había debajo del sótano destinado a mantenimiento del edificio. El aparcamiento vacío de ejecutivos era enorme, largo y ancho, tenía el techo a una altura claustrofóbica de dos metros y medio, las luces de color amarillo chillón suspendidas a poca distancia de las cabezas y la superficie de cemento del mismo color gastado que el humo de los tubos de escape. El campanilleo, el ruido de arrastre y el suspiro que hizo al cerrarse el ascensor del ejecutivo de cuentas hicieron eco y eco y más eco contra las superficies planas de piedra gris del aparcamiento de ejecutivos, y lo mismo sucedió con el ruido de los mocasines del ejecutivo de cuentas y con el tintineo de sus llaves contra las monedas que llevaba en el bolsillo. El silencio del lugar, total y alerta ante cualquier posible intrusión, quitaba las ganas de silbar. El aparcamiento de ejecutivos tenía los siguientes olores: humo de los tubos de escape, un vago pero profundo aroma a goma y el olor del ejecutivo de cuentas. Una ráfaga de aire húmedo recorrió el aparcamiento: venía del orificio en forma de curva de la rampa de salida, situada junto a las plazas reservadas —reservadas para los directores y los jefes de operaciones—, a medio edificio de distancia del cupé y la motocicleta que estaban aparcados en el centro. La rampa de salida trazaba una oscura espiral hacia arriba que se perdía de vista, atravesaba la planta del personal de servicio y se dirigía hacia la calle vacía, silenciosa e iluminada por las farolas municipales.
El ejecutivo de cuentas pasó frente al morro del automóvil negro brillante y llegó a su motocicleta en el mismo momento en que el ascensor situado al otro extremo del aparcamiento de ejecutivos emitía un ruido de arrastre y un suspiro.
Su casco estaba sujeto con candado al cepo de la moto, así que de momento pertenecía a la moto; y el ejecutivo de cuentas, cuya mujer, de la que ahora estaba legalmente separado, solía tener cierta tendencia a ver confabulaciones y alianzas por todos sitios, tuvo una visión momentánea de la moto con casco como si fuera un centauro de Shetland, como si la condujera un duende o estuviera poseída por alguien invisible o diminuto; pero fue una visión muy momentánea, porque casi de inmediato miró más allá de la moto, al otro lado del aparcamiento y en dirección al eco del campanilleo del otro ascensor.
El ejecutivo de cuentas y el vicepresidente encargado de la producción exterior se conocían muy poco, solamente de vista, y el ejecutivo de cuentas se había quitado las lentillas en el lavabo de caballeros del departamento de cuentas antes de sentarse para pasar toda la tarde leyendo de cerca con luz blanca. Pero como el vicepresidente encargado de la producción exterior era un hombre tan grande —era alto, grande, rotundo y ancho de hombros, tenía una espalda que se movía despacio como el casco de un barco por los pasillos del departamento de producción en pleno día, tenía la cara curtida y rubicunda y era lo bastante mayor como para estar retirado—, el ejecutivo de cuentas supo casi de inmediato que era el vicepresidente encargado de la producción exterior el que emergía del ascensor y se acercaba, muy rígido, con ruido de pasos y tintineo de llaves, hacia el campo visual del ejecutivo de cuentas; y aquel hombre enorme y mayor andaba distraído, con la cabeza inclinada como si escuchara una nota inaudible, con su cuerpo tan grande moviéndose a un ritmo lento, extraño y torcido, parándose, escorándose, incapaz de demostrar una disposición lo bastante enérgica, moviéndose solamente mediante sucesivos cambios del punto de apoyo a un lado y al otro, convertido en un globo humano con demasiado aire dentro, sosteniendo su maletín delgado y pesado con el asa forrada de cuero y avanzando hacia el vehículo negro aparcado junto a la moto con casco y conductor invisible del ejecutivo de cuentas, tocándose todo el tiempo la pechera de su abrigo con una mano llena de llaves y pañuelos de papel.
El ejecutivo de cuentas se inclinó de nuevo para liberar su casco del candado del cepo. Se preparó para experimentar esa sensación característica y masculina asociada con la obligación de conversar a la que se ven abocados dos hombres cualesquiera unidos por algún vínculo profesional que se encuentran de noche en un espacio subterráneo vacío y silencioso, frágilmente silencioso, muy por debajo del escenario, alto y latente de vida, de un día de trabajo largo y agotador para ambos: esa obligación de conversar sin los requisitos previos para la conversación establecidos por la intimidad o la comunidad de intereses o preocupaciones. Compartían la angustia, aunque por supuesto ninguno de los dos lo sabía.
Inclinado para decapitar su moto, el ejecutivo de cuentas buscaba palabras que no resultaran desdeñosas ni tampoco invitaran demasiado a hablar, que no fueran demasiado lacónicas ni tampoco entrometidas; componía una expresión cuidadosamente casual, restringiendo las posibles opciones de saludo a un «hola» sin opción a respuesta que contuviera a la vez un reconocimiento de la distancia y una voluntad tranquila de protegerse de ella. Inclinado, compuso su rostro, moldeó una mirada que fuera tranquila pero respetuosa y que ni por asomo pareciera preocupada, con la cual pudiera afrontar la mirada inevitable del vicepresidente encargado de la producción exterior. Las puertas del ascensor del otro lado del aparcamiento se arrastraron hasta cerrarse; lo que había dentro de esas puertas ascendió ruidosamente.
El vicepresidente encargado de la producción exterior todavía estaba lo bastante lejos como para producir eco, pero se iba acercando, desde la periferia, lentamente, como un globo, como un glaciar, al ejecutivo de cuentas, que levantó el rostro recién compuesto del casco (por fin) amputado y apartó la vista de la motocicleta blanca al aproximarse el alto directivo.
El vicepresidente encargado de la producción exterior, después de acercarse con la mano tintineante en el pecho de su abrigo, se detuvo. Se quedó de pie, quieto como una estatua, con el cuello grueso y la cabeza enorme inclinados hacia ninguna parte, como un animal prestando atención al olor que delimita un territorio.
El ejecutivo de cuentas observó y pudo ver cómo el vicepresidente encargado de la producción exterior permanecía de pie —petrificado e inflado— y sonreía; el alto directivo sonrió en dirección a un punto situado detrás y al parecer justo encima del ejecutivo de cuentas, como si examinara el arañazo dejado por la antena de un coche en la superficie de aquel techo de dos metros y medio de alto y lleno de arañazos.
El vicepresidente encargado de la producción exterior permaneció de pie y sonriente, plantado un poco más allá del campo visual de un astigmático medio. Se tambaleó ostensiblemente, sonrió de nuevo, dejó caer ruidosamente el delgado maletín y se llevó ambas manos a una especie de concavidad suave, un poco borrosa, que parecía haber surgido entre las solapas de su abrigo. Cerró las manos como suelen hacer quienes sienten un gran dolor; pareció plegarse por la mitad y su cuerpo enorme se dobló en torno a aquel dolor aparentemente situado en el bulto de la pechera de su abrigo. Emitió un ruido que sonó como una gárgara triplicada por el eco.
El ejecutivo de cuentas observó cómo el vicepresidente encargado de la producción exterior hacía una pirueta, trazaba una raya sobre el hollín que cubría una columna de cemento y golpeaba con un talón errático la arandela de cemento que sujetaba un letrero de PROHIBIDO EL PASO, todo eso mientras hacía la pirueta, agitaba una mano en el aire, se encorvaba, se doblaba sobre sí mismo y caía. El ejecutivo de cuentas, al verlo, se fijó en que parecía caerse como si lo hubieran cogido a destiempo, a la mitad de la velocidad con que las cosas suelen caerse.
El vicepresidente encargado de la producción exterior hizo una gárgara, se cogió la concavidad del pecho y cayó con elegancia pausada al suelo cubierto de carbonilla del aparcamiento de directivos, en donde procedió a retorcerse de dolor.
Por suerte el ejecutivo de cuentas sabía practicar la reanimación cardiopulmonar. Perfectamente sincronizado, alerta, sin perder la compostura, esbelto, ágil, independiente, convertido en un lobo solitario —pero un lobo siempre eficiente— en el bosque gris de la vida, mucho menos frío que confiadamente competente, cruzó como un bólido samaritano la superficie de piedra que separaba su delgado maletín y su moto sin casco del vicepresidente encargado de la producción exterior y se sentó a horcajadas sobre aquel hombre mayor y enorme que se estaba retorciendo de dolor, y que, a esta nueva distancia marcada por la urgencia, mostraba unos enormes poros faciales, unos ojos ausentes pero afables, una boca abierta que recordaba la de un pez, la frente blanca y de aspecto enfermizo como la piel de un sapo, la barbilla perdida en medio del charco de carne de la garganta, las manos golpeando sin ritmo contra la pechera de su ropa, y emitía unas gárgaras maullantes, sofocadas por los ecos de los gritos continuos y reiterados del ejecutivo de cuentas pidiendo socorro al piso de arriba. La ropa del alto directivo tendido boca arriba, su abrigo y su traje gris de punto, parecían derramarse —derramarse como agua, pensó el ejecutivo de cuentas, que era un inveterado aficionado a tirar piedras a las superficies de agua—, derramarse como el agua que escapa formando anillos cuando algo le cae en medio.
El ejecutivo de cuentas, durante todo este tiempo, desde el momento en que la columna fue rayada y el letrero golpeado, había estado pidiendo socorro a gritos en el aparcamiento de directivos vacío. Sus gritos, las gárgaras del vicepresidente encargado de la producción exterior tendido boca arriba y los ecos adicionales sumaban una cantidad total de ruido cuyas dimensiones, que parecían ilimitadas dentro del recinto cerrado del aparcamiento de ejecutivos, eran tales que el ejecutivo de cuentas se habría quedado sorprendido y perplejo hasta un extremo de total incredulidad —mientras inclinaba aquella cabeza grande, curtida y de poros enormes sobre la palma de su mano y usaba un dedo muy fino para despejar su garganta rosácea de la lengua y de todo objeto extraño—, de haber sabido cuán poco de esa suma cacofónica y en apariencia total de sus gritos pidiendo socorro conseguía ascender la curva de la minúscula rampa de salida y filtrarse por los escasos resquicios del techo claustrofóbico del aparcamiento de directivos hasta oírse en la planta vacía del personal de servicio, no hablemos ya de seguir abriéndose paso por la espiral de la rampa que luego cambiaba de sentido ni tampoco de atravesar las gruesas paredes de cemento del aparcamiento del personal para salir a la calle silenciosa pero bien iluminada del distrito financiero, al otro lado de la cual caminaban dos amantes, majestuosos, pálidos como dos muñecas, con los brazos entrelazados, silenciosos, escuchando pero sin oír ninguna alteración en el constante y lejano murmullo del tráfico nocturno de la ciudad.
Mientras tanto, debajo del aparcamiento del personal que había debajo de la calle, en el enorme aparcamiento de directivos vacío y recorrido por el eco, el ejecutivo de cuentas había rasgado la tela que cubría la extraña concavidad y estaba realmente midiendo sus fuerzas con el corazón averiado del vicepresidente encargado de la producción exterior. Le practicaba la reanimación cardiopulmonar, golpeando la suave protuberancia de una costilla, alternando series de cuatro golpes con insuflaciones de aliento que entraban en los labios carnosos pero vagamente violáceos del alto directivo víctima del infarto, en su cabeza inclinada y su pecho hundido, que se inflaba y luego se contraía de nuevo. Y cada vez que hacía una pausa, el ejecutivo de cuentas practicaba los cuatro golpes, recuperaba el aliento y aprovechaba para pedir socorro en dirección a la calle sumida en el silencio, y mientras tanto usaba la reanimación cardiopulmonar para mantener al vicepresidente encargado de la producción exterior con unas mínimas constantes vitales hasta que pudiera llegar alguna ayuda, tal como había sido entrenado y aprobado por la diminuta instructora voluntaria neobohemia y de ojos rasgados de la Cruz Roja —recordó cómo todos sus alumnos se habían prestado voluntarios para que ella les golpeara y les insuflara aire, y cómo una tarde, bajo las lámparas de cuarzo, el ejecutivo de cuentas la había invitado espontáneamente a una taza de café y a una rebanada de pan tostado con nueve cereales y luego la había invitado a la fiesta anual de la academia comercial y luego se había casado con ella—, tal como ella le había enseñado, porque nunca se sabe cuándo se puede salvar una vida, y persuadido por la máxima de su prometida, que decía que, en caso de duda, siempre has de decantarte por conseguir atención cualificada y apresurarte en mantener las mínimas constantes vitales hasta que pueda llegar alguna ayuda, y ahora le empezaban a doler los brazos y la zona lumbar de tanto golpear, inclinado sobre el alto directivo que permanecía tumbado de espaldas, deteniéndose para pedir socorro de nuevo y aflojar el nudo de su propia corbata, con el sudor espeso resbalándole por la piel en tensión debajo de su propio abrigo —un diseño nuevo— y de sus ropas grises de punto, y su propia respiración se iba haciendo cada vez más difícil mientras mantenía las constantes vitales del vicepresidente encargado de la producción exterior, ahora incapacitado, en espera de que llegara alguna ayuda, ya pasadas las diez, en un lugar totalmente desierto, pidiendo socorro sin que nadie lo oyera, teniendo literalmente en sus manos la vida de aquel hombre felizmente casado, ausente pero afable y con un nieto, disponiendo de ella, ya de por vida, entre volutas de carbonilla olvidada de los tubos de escape, bajo la mirada vigilante y serena de su moto decapitada.
«¡Socorro!», siguió gritando el ejecutivo de cuentas, mientras repetía las series de cuatro para mantener de forma artificial el riego sanguíneo del vicepresidente encargado de la producción exterior, que seguía tendido boca arriba, objeto de golpes e insuflaciones, víctima de un infarto bajo el remolino desinflado de sus ropas descompuestas y derramadas, inmóvil, sobre el suelo de cemento sucio de monóxido de carbono.
«¡Socorro!», gritaba el ejecutivo de cuentas, sintiendo la ráfaga de un viento húmedo que ya apenas si recordaba y deteniéndose de nuevo para mirar detrás de sí, más allá de la capota negra del automóvil y del casco tirado en el suelo junto a la moto blanca, para mirar la rampa que ascendía en espiral y se perdía de vista en dirección a la calle, vacía y luminosa, situada detrás del edificio, vacío y luminoso, desposeído, autónomo y autonómico. Enfrascado en aquello de lo que dependían dos vidas, sepultadas por debajo de todas las cosas, pidiendo socorro una y otra vez.