LA MUERTE DE MI PADRE: TOMA 4

Y, al fin, las cosas sucedieron así. Interrúmpanme si ya se lo he contado.

Mi padre estaba muriéndose. Recluido en una cámara de oxígeno del Hospital Jefferson Memorial, su cuerpo menudo, demacrado, parecía yerto y traslúcido, una especie de fantasma ya entonces. Mi madre esperaba conmigo, pero de vez en cuando salía a hablar con los médicos, o a dar un paseo porque le dolía la espalda, y entonces me quedaba a solas con mi padre, y a veces cogía su mano entre las mías y esperaba.

Los médicos, tantos que había que denominarlos el «equipo médico», estaban todos muy sombríos, incluso desesperados. Eran el doctor Knowles, el doctor Millhauser y el doctor Vincetti. Cada uno de ellos un famoso especialista en su área. Vigilaban la parte de mi padre que constituía su especialidad y comunicaban sus observaciones al doctor Bennett, nuestro viejo médico de cabecera, que, en tanto que capitán del equipo, era generalista. Él sintetizaba los datos de los informes recibidos, rellenaba las posibles lagunas dejadas por los demás y, a continuación, nos transmitía la Imagen Global. A veces nos adulaba empleando esos términos que había ido a aprender a la universidad: fallo renal, por ejemplo, o anemia hemolítica crónica. Esta última, la anemia, era a decir del doctor particularmente debilitante, ya que, como el cuerpo retenía una cantidad excesiva de hierro, creaba la necesidad de realizar transfusiones de sangre periódicas, impedía asimilar derivados de hematíes, decoloraba la piel y generaba una sensibilidad extrema a la luz. Por este motivo, a pesar de que mi padre estuviera en coma, siempre se mantenían las luces muy tenues en su habitación, temiendo que, si llegaba a salir del coma, lo matara la conmoción de ver tantas luces intensas.

El doctor Bennett tenía el semblante envejecido, fatigado. Las ojeras le surcaban el rostro cual rodadas marrón oscuro en una carretera. Era nuestro médico desde hacía muchísimos años, no sé ni cuántos. Pero era un buen médico y confiábamos en él.

—Tengo algo que deciros —nos dice esa noche, con la mano en mi hombro, nuestra amistad fortaleciéndose a medida que veíamos deteriorarse el estado de mi padre—. Ahora quiero hablaros con absoluta franqueza.

Me miró, luego miró a mi madre, y pareció volver a pensárselo antes de hablar.

—Puede que el señor Bloom no salga de ésta —dijo.

Y mi madre y yo replicamos, casi al unísono:

—Ya veo.

—Quedan por intentar un par de cosas… no vamos a rendirnos, eso ni pensarlo. Pero he visto casos así antes. Es lamentable, yo… conozco a Edward desde hace un cuarto de siglo. Ya no me siento como su médico. Me siento como un amigo ¿sabéis? Un amigo que querría hacer algo. Pero sin los aparatos… —dijo el doctor Bennett, con un meneo de cabeza y dejando inacabada la frase que había comenzado sin pensar en terminarla.

Di media vuelta y me alejé mientras él continuaba hablando con mi madre. Fui a la habitación de mi padre y me senté junto a su cama. Me senté y me puse a esperar… el qué, no lo sé… y a contemplar los maravillosos aparatos. Aquello no era la vida. Era una forma de mantener la vida. Era lo que el mundo médico había inventado para sustituir al Purgatorio. Podía contar el número de sus respiraciones mirando un monitor. Podía ver en qué andaba ocupado su frenético corazón. Y había un par de líneas ondulantes y algunos números que me despistaban bastante, pero también los tenía vigilados. De hecho, al cabo de un rato, había dejado de mirar a mi padre para concentrarme en los aparatos. Se habían convertido en él. Me estaban contando su historia.

Eso me recuerda un chiste. Siempre recordaré sus chistes, pero sobre todo recordaré éste en particular. Es una herencia de familia. Es un chiste que sigo contándome en voz alta cuando estoy solo, tal como él me lo contaba. Me digo:

Había una vez un hombre. Un hombre pobre que necesitaba un traje nuevo. Necesita un traje nuevo pero no puede permitirse comprar un traje, no se lo puede permitir hasta que pasa por delante de una tienda donde hay un traje de rebajas, tiene el precio justo, ese bonito traje azul oscuro de rayas finas… y se lo compra. Sin pensárselo dos veces, se lo compra y lo estrena sobre la marcha, con una corbata a juego y todo, pero la gracia está… supongo que debería haberlo dicho antes… la gracia está en que no es de su talla. El traje no es en absoluto de su talla. Le queda enorme. Pero es su traje y basta. Su traje. Para disimular lo grande que le queda tiene que colocar el codo contra el costado así, y el otro brazo extendido más o menos de esta forma, y tiene que andar sin mover una pierna para que los bajos se vean al mismo nivel, ese hombrecillo canijo dentro de ese traje enorme… que, como ya he dicho, ha estrenado sobre la marcha, y sale así a la calle. Y piensa para sí: «¡Qué traje tan bonito tengo!», y anda con los brazos justo así —mi padre pone los brazos justo así—, y va arrastrando una pierna, sonriendo de oreja a oreja como un bobo porque acaba de hacer una gran compra —¡un traje!, ¡de rebajas!—, cuando se cruza con dos señoras mayores por la avenida. Las señoras lo miran pasar y una de ellas menea la cabeza y le dice a la otra: «¡Pobre hombre, pobrecillo!». Y la otra comenta: «Sí… pero ¡qué traje tan bonito!».

Y así termina el chiste.

Pero yo no sé contarlo como lo contaba mi padre. No sé arrastrar la pierna como la arrastraba él, y, por eso, aunque es el chiste más gracioso que he oído en la vida, no me río. No consigo reírme. Ni siquiera me río cuando la vieja dice: «Sí… pero ¡qué traje tan bonito!». No me rio en absoluto.

Estoy haciendo justo lo contrario.

Supongo que fue eso lo que le despertó, lo que le hizo volver un rato a este mundo, la idea de que si yo podía necesitar que me contaran un chiste en algún momento, ese momento había llegado.

Dios mío, me dejó sin aliento.

Lo miro y él me mira a mí.

—Un poco de agua —me dice—. Tráeme un poco de agua.

¡Un poco de agua, dice!

Ah, y lo dice con esa voz suya inconfundible, profunda y resonante, amable y cariñosa. Mamá, la pobre, sigue hablando con el doctor Bennett. Le traigo un poco de agua y él me llama a su lado, a su cama, a su hijo, a mí, su único hijo, y da una palmadita en el borde de la cama, donde tengo que sentarme, ¿verdad? Así que me siento. No hay tiempo para saludos ni fórmulas de cortesía, los dos lo sabemos. Se despierta, me ve sentado a su lado en una silla y da una palmadita sobre su cama para que me siente ahí. Me siento y él dice, después de tomar un sorbo de agua del vasito de plástico:

—Hijo, estoy preocupado.

Y lo dice con una voz tan trémula que me doy cuenta, que nadie me pregunte cómo pero me doy cuenta de que, con aparatos o sin ellos, ésta será la última vez que lo vea con vida. Mañana habrá muerto.

—¿Por qué estás preocupado, papá? —le digo—. ¿Por el más allá?

—No, tonto —replica él—. Estoy preocupado por ti. Eres un zopenco. Sin mi ayuda, no conseguirías ni que te arrestaran.

No me lo tomo a mal; está haciéndose el chistoso. Está haciéndose el chistoso y ¡esto es lo mejor que se le ocurre! Ya no me cabe duda de que está desahuciado.

Y yo le digo:

—No te preocupes por mí, papá. Me van a ir bien las cosas. Me van a ir de maravilla.

—Soy padre, no puedo evitarlo —dice—. Los padres se preocupan. Yo soy tu padre —repite, asegurándose de que lo comprenda—, y en tanto que padre tuyo he intentado enseñarte un par de cosas. Lo he intentado con todas mis fuerzas. Puede que haya pasado poco tiempo en casa, pero cuando estaba en casa, procuraba educarte. Y lo que quiero saber ahora es: ¿Te parece que lo he hecho bien? —pero cuando abro la boca me detiene—: ¡Espera! ¡No contestes a eso! —exclama, poniendo todo su empeño en esbozar una sonrisa. Pero no le sale bien. Ya no le salen las sonrisas. Y entonces me dice, me dice muriéndose en la cama ante mí, este hombre, mi padre, me dice—: Bueno, sí, adelante. Dímelo antes de que me muera. Dime qué es lo que te he enseñado. Cuéntame todo lo que te he enseñado sobre la vida para que pueda morirme de una vez sin tener que preocuparme tanto. Vamos… adelante, dímelo.

Miro al fondo de sus moribundos ojos azul grisáceos. Estamos mirándonos el uno al otro, enseñándonos nuestras últimas miradas, la imagen de nuestros rostros que nos llevaremos a la eternidad, y yo estoy pensando que ojalá lo conociera mejor, que ojalá hubiéramos compartido la vida, que ojalá mi padre no fuera para mí un maldito e insondable misterio, y digo:

—Había una vez un hombre. Un hombre pobre que necesitaba un traje nuevo. Necesita un traje nuevo pero…