DE CÓMO TERMINA

El final siempre es una sorpresa. Incluso a mí me sorprendió el final.

Estaba en la cocina preparándome un sándwich de mantequilla de cacahuete y mermelada. Mi madre limpiaba el polvo de la parte de arriba de los marcos de las ventanas, ese polvo que no se ve a no ser que te subas a una escalera a mirar, y eso es lo que estaba haciendo mi madre, y recuerdo haber pensado que la vida que llevaba debía de ser espantosa y muy triste para dedicar siquiera un momento a limpiar esos distantes marcos empolvados, y entonces entró mi padre. Eran sobre las cuatro de la tarde, lo cual resultaba extraño, porque no recordaba la última vez que lo había visto antes de que se pusiera el sol, y al verlo a plena luz supe por qué: no tenía muy buen aspecto. De hecho, tenía un aspecto terrible. Dejó algo sobre la mesa del comedor y entró en la cocina, sus zapatos de suela dura dando chasquidos sobre el suelo recién pulimentado. Mi madre lo oyó y, a la vez que él entraba en la cocina, bajó con cuidado de la escalera, dejó el trapo que estaba usando sobre el mostrador, junto a la cesta del pan, y se volvió a mirarlo con lo que sólo puedo describir como una mirada de desesperación. Sabía lo que mi padre estaba a punto de decirle, de decirnos. Lo sabía porque mi padre se había estado sometiendo a todo tipo de pruebas y biopsias, cuya naturaleza había considerado en su sabiduría más conveniente ocultarme hasta que lo supieran con certeza, y ese día lo supieron con certeza. Por eso mi madre había estado limpiando el polvo por encima de las ventanas, porque aquél era el día en que lo sabrían y no quería pensar en eso, no quería quedarse sentada sin poder pensar en nada más que en la noticia que tal vez iba a recibir.

Y la recibió.

—Está en todas partes —dijo mi padre.

Simplemente eso. Está en todas partes, dijo, y dio media vuelta para salir; mi madre lo siguió apresuradamente y me dejaron solo cavilando qué estaría en todas partes además de Dios y por qué habría disgustado tanto a mis padres. Pero no tuve que cavilar mucho.

Lo imaginé aun antes de que me lo dijeran.

A PESAR DE TODO, NO murió. Todavía no. En lugar de morir, se convirtió en un nadador. Hacía años que teníamos una piscina, pero nunca había llegado a aficionarse a ella. Ahora que no salía de casa y necesitaba hacer ejercicio, se aficionó tanto a la piscina como si hubiera nacido en el agua, como si fuera su elemento natural. Y era bonito verlo. Hendía el agua sin agitarla perceptiblemente. Su largo cuerpo rosado, cubierto de cicatrices, de llagas, de cardenales y ulceraciones, despedía un tenue brillo entre los reflejos azulados. Sus brazos ondulaban ante él con tal naturalidad que se diría que estaba acariciando el agua en lugar de usarla para desplazarse. Tras él se movían sus piernas con precisión de rana, y su cabeza se hundía y emergía de la superficie como si la besara. Y así durante horas y horas. Al estar sumergido tanto tiempo, la piel se le empapaba de agua, que le teñía las arrugas de un blanco níveo; en una ocasión lo vi desprendiéndose espesas tiras de piel, lenta, metódicamente, mudando de piel. Cuando no estaba durmiendo, a veces lo sorprendía con la mirada perdida en la lejanía, en comunión con algún secreto, se diría. Lo miraba y cada día se volvía más ajeno, y no sólo a mí, ajeno a aquel lugar y a aquel tiempo. Se le iban hundiendo los ojos en las cuencas, desprovistos de fuego y pasión. Su cuerpo encogía y se marchitaba. Parecía escuchar una voz que sólo para él era audible.

Yo extraía algún consuelo de la idea de que todo aquello estaba sucediendo para bien, de que, de una manera u otra, habría un final feliz, de que hasta su enfermedad era una metáfora: significaba que estaba aburriéndose del mundo. Eso se había vuelto evidente. Ya no había gigantes, ni ojos de cristal omnividentes, ni muchachas en los ríos a quienes salvar la vida, que después regresaban para salvarte la vida a ti. Se había convertido en Edward Bloom a secas: un Hombre. A mí me había tocado conocerlo en un mal momento de su vida. De eso no lo podía culpar a él. Sencillamente, el mundo ya no estaba dotado de esa magia que antes le permitía vivir en él a sus anchas.

Su enfermedad era un pasaje con destino a un lugar mejor.

Ahora lo sé.

EN CUALQUIER CASO, ese viaje definitivo de mi padre fue lo mejor que podía ocurrirnos. Bueno, quizá no fuera lo mejor, pero bien pensado, sí fue algo bueno. Lo veía todas las noches… más de lo que lo había visto cuando estaba bien.

Y seguía siendo el mismo de siempre, incluso entonces. El sentido del humor: intacto. No sé por qué esto parece importante, pero lo parece. Supongo que en algunos casos es indicativo de una cierta flexibilidad, de una fortaleza de propósitos, del espíritu de una voluntad indomable.

Un hombre estaba charlando con un jaguar. El hombre le dijo: «¿Sabes que le han puesto tu nombre a una marca de coches?». Y el jaguar replicó: «¿No me digas que hay unos coches que se llaman Howard?».

Y este otro. Un hombre entra en una cafetería y pide un café sin crema. El camarero regresa al cabo de unos minutos y le dice que lo siente mucho, que se les ha acabado la crema. «¿No le importaría tomarse el café sin leche?».

Pero sus chistes ya no tenían mucha gracia. Estábamos a la espera del último día, sin más. Contábamos aquellos chistes malos de siempre para matar el tiempo hasta que llegase el final. Él estaba cada vez más fatigado. A veces se le olvidaba lo que estaba diciendo a mitad de un chiste, o se equivocaba con el desenlace… contaba un desenlace estupendo, pero que correspondía a otro chiste.

Hasta la misma piscina empezó a deteriorarse. Todos dejamos de ocuparnos de ella al cabo de algún tiempo. Estábamos demasiado paralizados por la contemplación del final de mi padre. Nadie la limpiaba ni le echaba los productos químicos necesarios para que el agua se mantuviera azul, y en las paredes comenzaron a brotar algas, que le conferían un tono verde oscuro, turbio. Pero papá siguió nadando hasta el mismo final. Incluso cuando más que una piscina parecía una charca, continuó nadando. Un día, al salir a ver qué tal estaba, podría haber jurado que vi un pez, una perca, me pareció, subiendo a la superficie para atrapar una mosca. Estaba seguro de haberla visto.

—¿Papá? —pregunté—. ¿Has visto eso?

Él se detuvo a media brazada y se quedó flotando sobre el agua.

—¿Has visto ese pez, papá?

Luego me eché a reír, porque mirando a mi padre, el eterno y estrafalario narrador de historias extrañas, lo vi raro. Fue exactamente eso lo que pensé, mientras lo miraba pensé: «Qué raro se le ve». Y con razón, porque no se había detenido a media brazada. Había muerto y tenía los pulmones encharcados. Lo saqué de la piscina y llamé a una ambulancia. Hice presión sobre su barriga y de su boca se derramó agua como de una espita. Esperaba que abriera un ojo y me hiciera un guiño, que rompiera a reír, que convirtiera ese hecho real en lo que no era, en algo auténticamente pasmoso y divertido, algo para reírse al recordarlo. Esperé con su mano entre las mías.

Esperé mucho tiempo.