La siguiente historia se desprende como una sombra de las brumas del pasado.
El trabajo duro, la buena suerte y una serie de hábiles inversiones convierten a mi padre en un hombre rico. Nos mudamos a una casa mayor, a una calle más bonita, y mi madre se queda en casa para criarme; y, mientras crezco, mi padre continúa trabajando tanto como siempre. Pasa semanas enteras fuera de casa y, cuando regresa, está cansado, triste, y con poco que decir aparte de que nos ha echado de menos.
Así pues, pese a sus grandes éxitos, nadie parece feliz. Ni mi madre, ni yo, ni ciertamente mi padre. Se habla incluso de desbandar la familia, que ni parece ni actúa como una familia. Pero eso no llega a suceder. A veces las oportunidades se presentan disfrazadas. Mis padres deciden bandear los malos tiempos.
Es en esta época, a mediados de los setenta, cuando mi padre empieza a gastar el dinero de maneras imprevisibles. Un buen día comprende que le falta algo en la vida. O, más bien, es una sensación que se va apoderando de él a medida que se hace mayor —acaba de cumplir los cuarenta—, hasta que un día, por casualidad, se queda tirado. En una pequeña población llamada Specter. Specter, un pueblo de Alabama, o de Mississippi, o de Georgia. Tirado porque el coche se le ha estropeado. Remolcan su coche hasta un taller y él decide darse una vuelta mientras espera a que se lo arreglen.
No es de sorprender que Specter resulte ser una pequeña población muy bonita, llena de casitas blancas, porches y columpios, bajo árboles tan grandes como para darles sombra a todas horas. Y aquí y allá se ven macetas y jardines con flores, y además de una calle Mayor con muy buena pinta, hay una estupenda combinación de carreteras de tierra, de gravilla y de asfalto, todas ellas agradables para conducir. Mientras pasea, mi padre va tomando buena nota de esas carreteras, porque, por encima de todo, eso es lo que más le gusta. Conducir. Pasar de largo junto a las cosas. Montarse en un coche y recorrer por carretera todo el país, el mundo entero, conduciendo tan despacio como lo permita la ley… aunque la ley, sobre todo en lo que a los límites de velocidad se refiere, no es algo que Edward Bloom respete: ir a treinta por hora dentro del casco urbano le parece excesivo; las autopistas son una locura. ¿Cómo se puede ver el mundo a esa velocidad? ¿A dónde necesita ir tan urgentemente la gente como para no darse cuenta de lo que tienen ahí mismo, al otro lado de la ventanilla del coche? Mi padre recuerda los tiempos en que no había coches. Recuerda los tiempos en que la gente solía caminar. Y él también lo hace; es decir, camina; pero aun así le encanta sentir el motor runruneando, las ruedas dando vueltas, la vida que se exhibe enmarcada en el parabrisas, en la luneta trasera, en las ventanillas de los cuatro costados. El coche es la alfombra mágica de mi padre.
No sólo lo lleva a lugares distintos, también le enseña lugares distintos. Un automóvil… al volante, mi padre se deja conducir, muy lentamente, y tarda tanto en ir de un sitio a otro que una parte de sus tratos comerciales importantes los hace en los coches. Quienes están citados con él siguen este procedimiento: se enteran de dónde está mi padre tal o cual día y calculan que, siendo un conductor tan lento, permanecerá por los alrededores durante casi todo el resto de la semana; entonces vuelan hasta el aeropuerto más próximo y alquilan un coche. Se lanzan desde allí a la carretera y conducen hasta dar con él. Colocándose a su lado, tocan el claxon y lo saludan con la mano, y mi padre se vuelve despacio, tal como Abraham Lincoln se habría vuelto despacio si alguna vez hubiera conducido un coche, porque en mis pensamientos, en el recuerdo que se ha alojado imperturbable en mis pensamientos, mi padre se parece a Abraham Lincoln, un hombre de largos brazos y bolsas pronunciadas bajo los oscuros ojos; y mi padre les devuelve el saludo, se echa a la cuneta y quien quiera que tenga que hablar con él ocupa el asiento del copiloto, y los ayudantes o abogados de esa persona se montan en la parte trasera, y mientras continúan recorriendo las vistosas y serpenteantes carreteras, cierran el negocio. Y ¿quién sabe? Tal vez incluso tenga aventuras románticas en esos coches, flirteos con hermosas mujeres, con actrices famosas. Por la noche dispondrán entre ambos una mesita cubierta con un mantel blanco y, a la luz de las velas, comerán, beberán y harán frívolos brindis por el futuro…
En Specter, mi padre camina. Hace un espléndido día otoñal. Sonríe a todos y a todo con afabilidad y todos y todo le devuelven una sonrisa afable. Camina con las manos a la espalda, escudriñando los escaparates de las tiendas y los callejones con mirada amistosa y, como ya entonces es bastante sensible a la luz del sol, con los ojos entornados, lo que le da un aire más amistoso y más delicado, y es que él es así: más amistoso y, sin duda, más delicado que la impresión que nunca haya dado a nadie. Y se enamora de ese pueblo, de su maravillosa simplicidad, de su encanto llano y liso, de las gentes que le saludan, que le venden una Coca-Cola, que agitan la mano y sonríen desde sus porches al verlo pasar.
Mi padre decide comprar el pueblo. Specter posee una fisonomía peculiar, melancólica, se dice a sí mismo, no muy distinta de la del mundo que hay bajo el agua, y eso le agrada. De hecho, es un lugar triste, lo ha sido desde hace años, desde que clausuraron la línea ferroviaria. O desde que las minas de carbón se agotaron. Da la impresión de que Specter ha caído en el olvido, de que el mundo lo ha dejado de lado. Y aunque Specter ya no tuviera mucho que ofrecer al mundo, habría sido agradable formar parte de ese pueblo, ser acogido por él.
Es esa peculiar fisonomía la que enamora a mi padre, y no es otro el motivo por el que hace suyo el pueblo.
En primer lugar adquiere todos los terrenos que rodean Specter, a modo de cinturón de seguridad, en previsión de que algún otro hombre rico y repentinamente solitario tropiece con el pueblo y pretenda construir una autopista que lo cruce de lado a lado. Mi padre ni siquiera le echa un vistazo a los terrenos; le basta con saber que les cubre el verdor de los pinos y que quiere conservarlos así; lo que quiere, en realidad, es un ecosistema cerrado. Y lo consigue. Nadie sabe que un solo hombre está comprando los centenares de minúsculas parcelas que están en venta, como tampoco nadie se entera cuando, a lo largo de un período de cinco o seis años, uno tras otro, todos los comercios y casas van pasando a manos de alguien que nadie conoce. Al menos, nadie se entera de momento. Hay personas que se marchan fuera y comercios que cierran, y esas propiedades son fáciles de adquirir; pero quienes están satisfechos con las cosas tal como son y quieren quedarse donde están, reciben una carta. La carta les propone vender sus tierras y todo lo que hay en ellas por un precio sustancioso. No se les pide que se vayan, que paguen alquiler, ni que cambien nada más que el nombre al que está registrada la casa —todas las casas— o el comercio —todos los comercios.
Y de esta forma, lento pero seguro, mi padre compra Specter. Hasta el último centímetro cuadrado.
Lo imagino muy satisfecho con esta transacción.
Porque, tal como había prometido, nada cambia, nada salvo la súbita aparición en el pueblo, súbitamente cotidiana, de mi padre, Edward Bloom. No llama por adelantado, porque no creo que ni él mismo sepa cuándo va a volver por allí, pero un día cualquiera aparecerá a la vista de todos. Es esa figura solitaria que se ha detenido allá en los campos, o que camina por la Calle Novena con las manos hundidas en los bolsillos. Se pasea por las tiendas que ahora son de su propiedad y cambia un par de dólares, pero deja la dirección de los comercios en manos de los hombres y mujeres de Specter, a quienes preguntará con su voz reposada y benévola: Bueno, ¿qué tal van las cosas? ¿Y qué tal su mujer y los chicos?
Es evidente que ha cobrado un enorme afecto al pueblo y a todos sus habitantes, y es un afecto correspondido, porque es imposible no querer a mi padre. Imposible. En todo caso, eso es lo que yo me imagino: es imposible no querer a mi padre.
Muy bien, señor Bloom. Todo va de maravilla. Hemos tenido un buen mes el mes pasado. ¿Le gustaría ver los libros? Pero él sacude la cabeza, no. Estoy seguro de que lo tienen todo bien controlado. Simplemente pasaba a saludar. Bueno, tengo que marcharme ya: Adiós. Déle un saludo a su mujer de mi parte, no se olvide.
Y cuando los alumnos del instituto de Specter juegan al béisbol contra los equipos de otros institutos, quizá se le vea solo en las gradas, alto, moreno, delgado, con su traje de tres piezas, observando el partido con ese aire orgulloso y distante con el que me observó crecer.
Cada vez que va a Specter se aloja en casa de una familia distinta. Nadie sabe quiénes serán, ni cuándo, pero siempre tienen una habitación preparada para cuando se la pida, y él siempre la pide como si se tratara de hacerle un favor a un desconocido. Por favor, si no es mucha molestia. Y comparte la comida de la familia, duerme en la habitación y se va por la mañana. Dejando siempre la cama hecha.
—SUPONGO QUE AL SEÑOR BLOOM le apetecerá una soda en un día tan caluroso como hoy —le dice Al cierto día—. Permítame que se la traiga, señor Bloom.
—Gracias, Al —dice mi padre—. Me apetece mucho, en efecto. Me apetece mucho una soda.
Toma asiento en un banco, ante el Colmado Rural de Al, ocioso. El Colmado Rural de Al… ese nombre le hace sonreír; trata de refrescarse bajo la sombra del voladizo. Tan sólo las punteras de sus zapatos negros asoman a la luz del resplandeciente sol de ese día de verano. Al le trae la soda. También está allí otro hombre llamado Wiley, un hombre viejo que mordisquea el extremo de un lápiz y contempla a mi padre mientras bebe. Wiley fue en su época el sheriff de Specter, y después fue el párroco. Al dejar de ser párroco se hizo tendero, pero ahora, en estos tiempos en que conversa con mi padre ante el Colmado Rural de Al, Wiley ya no hace nada. Se ha retirado de todo salvo de la conversación.
—Señor Bloom —dice Wiley—, sé que ya lo he dicho otras veces. Lo sé. Pero voy a repetirlo una vez más. Es estupendo lo que ha hecho usted con este pueblo.
Mi padre sonríe.
—No he hecho nada con este pueblo, Wiley.
—¡Precisamente! —exclama Wiley, y ríe, y Al ríe, y mi padre también ríe—. Eso nos parece estupendo.
—¿Qué tal está la soda, señor Bloom?
—Refrescante —dice mi padre—. Muy refrescante, Al. Gracias.
Wiley tiene una granja a un par de kilómetros del pueblo. Fue una de las primeras cosas sin valor que compró mi padre.
—Tengo que decir lo mismo que Wiley —dice Al—. Pocos hombres comprarían un pueblo sólo por el gusto de comprarlo.
Mi padre tiene los ojos casi cerrados; no pasará mucho tiempo antes de que ya no pueda salir al aire libre sin calarse unas potentes gafas de sol, tan sensibles a la luz se han vuelto sus ojos. Pero sabe aceptar con donaire estas buenas palabras.
—Gracias, Al —dice—. Nada más ver Specter, supe que debía hacerlo mío. No puedo decir por qué, pero así fue. Tenía que hacerlo todo mío. Supongo que tendrá algo que ver con los círculos, con las globalidades. A un hombre como yo le resulta muy difícil conformarse con un simple trozo de algo. Si el trozo de algo es bueno, ese algo completo sólo podrá ser mejor. Y por lo que a Specter se refiere, la norma ciertamente se cumple. Poseerlo por completo…
—Pero si no lo posee por completo —interviene Wiley, mascando su lapicero. Sus ojos pasan de Al a mi padre.
—¡Wiley! —le amonesta Al.
—Pero ¡si es verdad! —replica él—. Nunca está mal decir la verdad.
Mi padre se vuelve despacio hacia Wiley, porque está dotado de un talento especial: le basta mirar a una persona para saber los motivos por los que está diciendo algo, si es honrada y sincera o pretende conseguir algo más de lo que es debido. Es una especie de poder suyo y una de las razones por las que se ha hecho tan rico.
Y se da cuenta de que Wiley cree estar diciendo la verdad.
—Caramba, Wiley, eso es imposible —dice—. Al menos, por lo que yo sé. He recorrido hasta el último centímetro de este pueblo a pie o en coche, y lo he visto desde el aire, y estoy convencido de haberlo comprado todo. En su globalidad. Entero y verdadero. Es un círculo perfecto.
—Muy bien, entonces —dice Wiley—. No sacaré a colación ese pedazo de tierra donde hay una choza que está entre donde termina la carretera y donde comienza el lago, que tal vez sea difícil de encontrar a pie o en coche y de ver desde el aire, y que quizá no figure en ningún mapa, ni hablaré de que quien quiera que sea el dueño tiene un documento de propiedad al que usted nunca le ha echado la vista encima para firmarlo, señor Bloom. Porque usted y Al están en posesión de la verdad. Imagino que yo no sé de qué estoy hablando. Mis disculpas a quienes están mejor informados.
WILEY TIENE LA AMABILIDAD de explicarle a mi padre cómo se llega allí, que la carretera parece terminar donde no termina y que el lago parece estar donde no está, y cuán difícil le resultaría a cualquiera plantearse la posibilidad de descubrir ese lugar extraño: una ciénaga. Una choza en una ciénaga. Y, así, mi padre conduce hasta donde la carretera parece terminar, pero al apearse del coche se hace evidente que más allá de los pinos y las enredaderas, la tierra y las hierbas, hay una carretera, la carretera continúa. La han reclamado la naturaleza y el lago, demasiado crecido para sus márgenes. En ocho centímetros de aguas estancadas hay remansada más vida de la que podría abarcar un océano; y en las orillas, donde el cieno se endurece y calienta, comienza la vida en sentido estricto. Mi padre se adentra en los terrenos cenagosos. Se tragan sus zapatos. Continúa andando. Las aguas suben de nivel, el fango se le va adhiriendo a los pantalones a medida que se hunde. Es una sensación agradable.
Continúa andando, sin problemas para ver en la penumbra. De pronto tiene una casa ante sí… una casa. No puede creer que algo así se haya sujetado en pie, que esa tierra blanda no ceda bajo el menor peso, pero ahí está; no es una choza, sino una verdadera casa, pequeña pero a todas luces bien construida, con sus cuatro buenas paredes y humo elevándose desde la chimenea. A medida que se aproxima, las aguas se retiran, el suelo se vuelve más sólido, hay un camino que puede seguir. Y piensa, sonriente, que es una buena jugada, tan parecida a la vida misma: te proporcionan un camino en el último momento, cuando menos lo necesitas.
A un lado de la casa hay un jardín y, al otro, montones de leña tan altos como él. Y, en una ventana, una hilera de flores amarillas en una maceta.
Llega hasta la puerta y llama.
—¡Hola! —dice a voces—. ¿Hay alguien en casa?
—Sí —responde la voz de una joven.
—¿Puedo pasar?
Tras una pausa, se oye:
—Límpiese los pies en el felpudo.
Mi padre sigue las instrucciones. Abre la puerta empujándola suavemente y se queda paralizado, recorriendo con la vista una limpieza y un orden inverosímiles: en medio del más negro lodazal que nunca haya visto, está contemplando una habitación cálida, limpia y confortable. Su vista recae en primer lugar sobre el fuego, pero se apresura a desviar la mirada. Luego echa un vistazo a la repisa de la chimenea, donde reposan, dispuestos en parejas, varios jarrones de cristal azul, y de ahí sus ojos pasan a las paredes, que están casi desnudas.
Hay un pequeño sofá, dos sillas y una alfombra marrón ante el hogar.
En el umbral de la puerta que conduce a otro cuarto está en pie la muchacha. Tiene el cabello largo y negro, trenzado a la espalda, y ojos azules y apacibles. Le calcula, como mucho, veinte años. Viviendo en esa ciénaga, había esperado verla tan cubierta de mugre como lo está él, pero salvo por un churrete de negra ceniza en el costado de su cuello, su piel blanca y su vestido de percal difícilmente podrían haber estado más limpios.
—Edward Bloom —dice ella—. Es usted Edward Bloom, ¿verdad?
—Sí —responde mi padre—. ¿Cómo lo ha sabido?
—Lo he imaginado. ¿Quién si no?
Él hace un gesto afirmativo y dice que siente molestarles a ella y a su familia, que lo ha llevado allí un asunto de negocios. Le explica que le gustaría hablar con el dueño de la casa —¿su padre, su madre?— y del terreno en que se alza la casa.
Ella le replica que ya lo está haciendo.
—¿Cómo dice? —pregunta mi padre.
—Esto es mío.
—¿Suyo? Pero si no es usted más que una…
—Mujer —dice ella—. Casi, casi.
—Lo siento —se disculpa mi padre—. No pretendía…
—Vamos a los negocios, señor Bloom —le ataja la muchacha, sonriendo apenas—. Ha dicho usted algo sobre un negocio.
—Ah, sí —dice mi padre.
Y le cuenta todo lo que sabe, cómo llegó a Specter, cómo le enamoró y que su única intención es poseerlo todo. Podría decirse, si se quiere, que tiene ese defecto por naturaleza, pero la cuestión es que desea que sea suyo, por completo, y como por lo visto se le había pasado por alto ese terreno, le gustaría comprárselo si es que no le importa; le asegura que nada va a cambiar, que podrá quedarse allí para siempre si lo desea, que él sólo aspira a poder decir que el pueblo es suyo.
Y ella replica:
—Vamos a ver si lo he entendido bien. Usted me comprará esta ciénaga, pero yo me quedaré a vivir en ella. Usted será el dueño de la casa, pero seguirá siendo mía. Yo estaré aquí y usted irá y vendrá de un sitio a otro a su antojo porque tiene un defecto por naturaleza. ¿Lo he comprendido bien?
Y cuando él responde que sí, que lo que ha dicho es ni más ni menos que la verdad, ella dice:
—Entonces me parece que no, señor Bloom. Si nada va a cambiar, prefiero que las cosas sigan sin cambiar tal como lo han venido haciendo hasta ahora.
—Pero es que no me ha entendido —dice él—. En esencia, usted no va a perder nada. De hecho, todo el mundo sale ganando con esto. ¿No lo entiende? Puede preguntárselo a cualquiera que viva en Specter. No he sido nada más que un benefactor. Los habitantes de Specter se han beneficiado de mi presencia en todos los sentidos.
—Dejémosles que se beneficien —replica la muchacha.
—Es una menudencia, en realidad. Me gustaría que lo reconsiderara —está a punto de perder los estribos o de dejarse abatir por la tristeza—. Sólo deseo lo mejor para todos.
—Especialmente para usted mismo.
—Para todos —dice él—. Incluido yo.
Durante un largo rato, la muchacha contempla a mi padre de hito en hito, y luego menea la cabeza, con tranquilidad y aplomo en sus ojos azules.
—No tengo ningún pariente, señor Bloom —dice—. Me quedé sola hace mucho tiempo —clava en él una mirada fría, despiadada—. He vivido muy bien aquí. Sé muchas cosas… en fin, se sorprendería de todo lo que sé. Y un buen cheque no va a cambiar en nada mi situación. El dinero… no me hace falta. No me hace falta nada, señor Bloom. Me siento feliz como están las cosas.
—¿Cómo se llama, jovencita? —pregunta mi padre, incrédulo.
—Jenny —dice ella, hablando con una voz más dulce que hasta entonces—. Me llamo Jenny Hill.
La historia se desarrolla así: primero Edward se enamora de Specter y luego se enamora de Jenny Hill.
EL AMOR ES EXTRAÑO. ¿Qué lleva a decidir súbitamente a una mujer como Jenny Hill que mi padre es su hombre? ¿Qué le habrá hecho? ¿Será su legendario encanto? ¿O será que Jenny Hill y Edward Bloom están de algún modo hechos el uno para el otro? ¿Había esperado mi padre cuarenta años y Jenny Hill veinte para al fin encontrar el amor de su vida?
No lo sé.
Mi padre saca a Jenny de la ciénaga sobre los hombros y van juntos al pueblo en su coche. A veces mi padre conduce tan despacio que es posible caminar a buen paso junto a su coche mientras se charla con él, o, como sucede hoy, que todo Specter ocupe las aceras para ver qué tiene a su lado, para ver a la preciosa Jenny Hill.
Desde el comienzo de su estancia en Specter, mi padre ha mantenido una casita blanca de negros postigos no muy lejos del parque, en una calle bonita como la primavera, con un mullido césped verde delante, una rosaleda a un costado y un viejo granero reconvertido en garaje al otro. En lo alto de la cerca de estacas está empingorotado un pájaro rojo de madera, cuyas alas rotan al impulso del viento, y en el porche delantero hay un felpudo de paja sobre el que está bordada la palabra Hogar.
Y, a pesar de todo, mi padre nunca se ha alojado en esa casa. En los cinco años transcurridos desde que se enamoró de Specter no ha pasado una sola noche en la única casa de la ciudad donde no vive nadie. Hasta el momento en que se trae a Jenny de la ciénaga, siempre se había alojado en casas ajenas. Pero ahora, con Jenny instalada en la casita blanca de mullido y verde césped, no muy lejos del parque, mi padre se queda con ella. Deja de sorprender a los vecinos de Specter llamando tímidamente a su puerta al atardecer. («¡Es el señor Bloom!», gritan los niños, y se abalanzan sobre él como si fuera un tío desaparecido largo tiempo atrás). Ahora tiene una casa propia donde quedarse, y aunque al principio hiere algunas susceptibilidades, y unos cuantos ponen en entredicho la decencia de la situación, en poco tiempo todos comprenden que vivir con la mujer amada en el pueblo donde te encantaba vivir es una sabia decisión. Un hombre sabio, eso es lo que pensaban de mi padre desde el primer día. Es sabio, bueno y cariñoso. Si a veces hace cosas en apariencia extrañas, como ir a comprar un terreno a una ciénaga y volver de allí con una mujer, simplemente se debe a que los demás no son tan sabios, tan buenos ni tan cariñosos como él. Y, así, al cabo de poco tiempo nadie se para a pensar en Jenny Hill, es decir, a pensar en ella con miras estrechas, y sencillamente se preguntan cómo mantendrá el ánimo cuando Edward está fuera, que suele ser, como aun los más benévolos han de reconocer, la mayoría del tiempo.
Se preguntan: ¿No se encontrará sola? ¿A qué dedicará su tiempo? Cosas así.
Pero Jenny toma parte activa en la vida de Specter. Ayuda a organizar actos públicos en el colegio y está a cargo del baile que el Ayuntamiento celebra todos los otoños durante las fiestas del pueblo. Después de tanto tiempo en la ciénaga, mantener el césped verde y bien cuidado es para ella como coser y cantar, y el jardín prospera a ojos vistas bajo sus atenciones. Pero hay noches en que los vecinos la oyen gemir desde lo más profundo de sus entrañas, y, como si también él la oyera, al día siguiente, o quizá al cabo de un par de días, se verá a Edward conduciendo despacio por el pueblo, saludando a todos, y enfilando por fin el camino de su casita, donde saludará a la mujer que ama, que tal vez estará en el porche, secándose las manos en el delantal, con una sonrisa grande como el sol en su encantadora cara, la cabeza temblándole apenas, y dirá un tierno Hola, casi como si él nunca se hubiera ido.
Y así es, en efecto, como todo el mundo llega a verlo al cabo de cierto tiempo. Tantos años han venido y se han ido desde que Edward compró aquellas primeras parcelas en las afueras del pueblo, y otros tantos desde que se convirtió en una presencia habitual, que la gente comienza a considerarlo como algo natural. Su aparición en Specter resulta fantástica un día y cotidiana al siguiente. Es el dueño de hasta el último centímetro de terreno del pueblo y, además, ha estado en todos y cada uno de esos centímetros. Ha dormido en casa de todos los vecinos, ha visitado todos los comercios; recuerda a todos por su nombre, cómo se llaman los perros, la edad de los niños y cuándo está al caer cualquier cumpleaños importante. Son los niños, como es lógico, ellos que han crecido viendo a Edward, quienes primero lo aceptan tal como aceptan cualquier otro fenómeno natural, cualquier otro hecho habitual, y contagian esa sensación a los adultos. Pasará un mes sin que lo vean y luego amanecerá una mañana más trayendo a Edward consigo. Ese coche suyo, tan viejo y lento… ¡toda una visión! ¡Hola, Edward! Espero verte pronto. Dale recuerdos a Jenny. No dejes de venir a la tienda. Y empiezan a pasar tantos años de esa forma, y su presencia se vuelve tan cotidiana y predecible que, al final, no es que parezca que nunca se haya marchado, más bien es como si nunca hubiese llegado. A todos los habitantes de ese maravilloso pueblecito, desde el menor de los niños o niñas hasta el más viejo de los hombres, les parece que Edward Bloom ha vivido allí toda su vida.
EN SPECTER, LA HISTORIA LLEGA A SER lo que nunca ha sucedido. La gente confunde los hechos, los olvida y recuerda las cosas al revés. Lo que queda es pura ficción. A pesar de que no están casados, Jenny se convierte en una joven esposa y Edward en una especie de viajante de comercio. La gente disfruta imaginando cómo debieron de conocerse. El día en que él llegó al pueblo hace muchísimos años y la vio, ¿dónde?, ¿con su madre en el mercado? A Edward se le iban los ojos detrás de ella. Se pasaba el día siguiéndola. O más bien fue ella la mujer, ¿o la niñita?, que un día se ofreció a lavarle el coche por una moneda de cinco centavos y, desde aquel día, puso su mira en aquel hombre y le decía a todo el que quisiera escucharla: Es mi hombre. El día que cumpla los veinte, le haré casarse conmigo. Y, en efecto, el día que cumplió los veinte encontró a Edward Bloom en el porche del colmado rural, meciéndose en compañía de Willard y Wiley y los demás, y pese a que aún no habían cruzado ni dos palabras, ella sólo tuvo que extender la mano para que se la cogiera, y él se la cogió, y se alejaron juntos, y cuando volvieron a verlos eran marido y mujer, marido y mujer, y estaban a punto de mudarse a una casita preciosa cercana al parque y con jardín. O tal vez…
Qué más da; la historia se transforma continuamente. Igual que las demás historias. Como, desde el principio, ninguna es cierta, los recuerdos de los habitantes del pueblo adquieren un tinte peculiar; por la mañana hablan con voz segura cuando, quizá, la noche de la víspera hayan recordado algo más que nunca sucedió, una historia suficientemente interesante como para compartirla con los demás, una nueva tergiversación de los hechos, dentro de esa mentira que se va tejiendo día a día. Una calurosa mañana de verano, Willard quizá hablará del día, ¿quién podría olvidarlo?, en que, siendo Edward un niño de diez años, el río (ahora desaparecido, seco, imposible de ver por mucho que se mire) creció tanto que se desató el miedo de que una gota más caída del negro cielo arrasara el pueblo, una gota más de lluvia sobre ese río desbordante y Specter dejaría de existir. Nadie podría olvidar como Edward rompió a cantar; con esa voz suya, fresca y potente; y a alejarse; cantaba y se alejaba del pueblo… y la lluvia lo siguió. Y no cayó ni una gota más de lluvia en el río porque las nubes lo siguieron. Hechizó a las aguas que caían del cielo y salió el sol, y Edward no regresó hasta que la lluvia estuvo cerca de Tennessee y Specter a salvo. ¿Quién podría olvidarlo?
¿Existe un hombre más amable con los animales que Edward Bloom?, puede aventurar alguien. Si ese hombre existe, que me lo enseñen; me gustaría verlo.
Porque recuerdo que cuando Edward no era más que un chaval, trataba con tanto cariño a los animales que todos…
Edward no se deja ver mucho por Specter, ésa es la verdad; un par de días al mes como mucho. Y aunque lo cierto es que el nuevo y rico casero de todo el pueblo llegó por allí una tarde en un coche averiado, una tarde cuando ya habían transcurrido cuarenta años de su vida, los vecinos hacen lo que siempre han hecho: inventarse las cosas; pero ahora, en lugar de las sencillas aventuras de pesca con las que antes se contentaban, es la historia de la vida que Edward Bloom nunca vivió en Specter la que les ocupa, una vida que les hubiera gustado vivir a ellos, y la vida que, al fin, él ha llegado a vivir en sus pensamientos: tal como Edward Bloom recreó a los habitantes de Specter, ellos lo han recreado a él.
Y, por lo visto, Edward Bloom cree que no es una mala idea.
Es decir, que no parecía importarle.
PERO ÉSA ES OTRA HISTORIA. En la que estamos contando, las cosas no le van muy bien a Jenny. Tenía que pasar, ¿no es así? Una mujer joven recién salida de la ciénaga, y guapa además, una mujer guapa donde las haya, a quien dejan sola tanto tiempo. ¡Ay, en qué oscuras horas malgasta su juventud! Ama a Edward Bloom; ¿quién podría culparla por ello? No hay nadie que no lo quiera. Pero el caso es que él, Edward, tiene la llave del corazón de Jenny y se la lleva consigo cuando se va.
Jenny es un poquito rara, todos empiezan a notarlo. Esa manera que tiene ahora de sentarse junto a la ventana día y noche, mirando hacia fuera. La gente pasa de largo y la saluda, pero ella no los ve. Lo que mira está muy lejos. Sus ojos refulgen. No pestañea. Y esta vez Edward pasa fuera mucho tiempo, más que nunca. Todo el mundo lo echa de menos, desde luego, pero Jenny especialmente. Jenny lo echa en falta más que nadie y eso hace aflorar sus rarezas.
Es algo que podría haberle comentado a Edward cuando la trajo, esas peculiaridades suyas. Pero nadie parecía conocer a Jenny Hill ni a sus parientes. Nadie. Y, sin embargo, ¿cómo podía haber vivido en aquella ciénaga durante veinte años sin que nadie lo supiera? ¿Es eso posible?
No, no lo es. Pero quizá nadie se lo comentó a Edward porque nadie lo estimó oportuno. Estaba tan feliz. En aquel entonces ella parecía una joven muy agradable.
Y lo era.
Pero ya no es así. Al ver a Jenny Hill enmarcada en la ventana, rígida, indiferente, mirando hacia fuera con la vista fija, a nadie se le ocurriría pensar: «¡Qué agradable!». Lo que piensan es: «Esa mujer no está de humor para ser agradable». Y tiene los ojos fulgurantes. Literal y auténticamente. Las personas que pasan por delante de la casa de la noche juran que ven unas mortecinas luces amarillas en la ventana, dos luces, sus ojos, refulgiendo en su cabeza. Y da bastante miedo.
Ni que decir tiene que el jardín se echa a perder en menos que canta un gallo. Las malas hierbas y las enredaderas trepan sobre los rosales y acaban por sofocarlos y matarlos. El césped del jardín crece y se eleva hasta caer por su propio peso. Un vecino siente el impulso de echar una mano a Jenny con el jardín, pero cuando va a verla y llama a su puerta, ella no le abre.
Luego, lo que sucede, sucede tan deprisa que nadie tiene tiempo de reaccionar hipnotizados como están por la desesperación que emana de la casita blanca. En cuestión de días, las enredaderas se expanden de lado a lado de la casa y llegan a cubrirla por completo, hasta el punto de que resulta difícil saber si debajo hay una casa.
Después llueve. Llueve durante días y días. El lago sube de nivel, la presa está a punto de reventar, y las aguas comienzan a embalsarse en el jardín que rodea la casa de Jenny. Al principio no son más que charquitos, pero los charquitos se funden, crecen y acaban por rodear la casa. La charca se desborda por un extremo hasta la calle, inundándola hasta cerca de la casa vecina. Las culebras acuáticas descubren la balsa y medran en ella, y los árboles cuyas raíces no encuentran asidero en la tierra anegados se desploman. Un espeso musgo cubre los troncos de los árboles, sobre los que reposan tortugas. A la chimenea de la casa de Jenny vienen a anidar pájaros nunca vistos y, de noche, brotan de ese lugar oscuro y abismal extraños sonidos animales, sonidos que hacen estremecerse en sus camas a la mayoría de los habitantes de Specter.
Llega un punto en que la ciénaga deja de crecer, cuando la casa está rodeada por los cuatro costados de varios metros de aguas profundas, oscuras, verdosas. Y al fin mi padre vuelve y ve lo que ha sucedido, pero para entonces la ciénaga es demasiado honda, la casa está demasiado lejos, y aunque ve a Jenny refulgiendo allí a lo lejos, no puede estar con ella, y por eso tiene que regresar con nosotros. El héroe errante retorna, siempre vuelve a nosotros. Pero cuando sale de viaje de negocios es allí a donde va, ése sigue siendo el lugar a donde va siempre, y la llama, pero ella no le habla. Ya no puede estar con ella y ése es el motivo de que se le vea tan triste y cansado cuando vuelve a casa y de que tenga tan poco que contar.