Mi padre está muriéndose y sueña que se muere. Al propio tiempo, es un sueño que trata sobre mí.
Se desarrolla así: al propagarse la noticia de la enfermedad de mi padre, comenzaron a congregarse en el jardín personas dolientes; al principio tan sólo un puñado, pero pronto fueron muchas, una docena, luego dos, después medio centenar de personas, todas reunidas en el jardín, estropeando los macizos de plantas, pisoteando la hierba; apiñándose bajo el cobertizo del coche cuando llovía. Hombro con hombro, en el sueño de mi padre, todas esas personas se bamboleaban y proferían gemidos, a la espera de saber que se había recuperado. Aunque eso era imposible, la fugaz visión de mi padre en la ventana del cuarto de baño, cuando pasó por detrás, les hizo prorrumpir en exultantes y desenfrenados vítores. Mi madre y yo observábamos la escena por la ventana, sin saber qué hacer. Algunos de los dolientes parecían pobres. Vestían ropas viejas, andrajosas, y la barba les sombreaba el rostro. Inspiraban desasosiego a mi madre, que se manoseaba los botones de la blusa mientras los miraba contemplar con tristeza las ventanas del segundo piso. Pero había otros que parecían haber dejado importantes trabajos para venir a condolerse a casa de mi padre. Se habían quitado las corbatas, guardándoselas en el bolsillo, y el barro les ribeteaba los espléndidos zapatos negros; algunos llevaban encima teléfonos móviles y los utilizaban para dar el parte de lo que iba ocurriendo a quienes no habían podido acudir. Hombres y mujeres, jóvenes y viejos por igual alzaban la mirada hacia la luz de la ventana de mi padre, a la espera. Pasó mucho tiempo sin que en realidad sucediera nada. Quiero decir que nosotros continuábamos llevando nuestra vida y la gente seguía en el jardín. Pero el hecho de que estuvieran allí terminó por resultar agobiante y, al cabo de unas semanas, mi madre me pidió que les rogara que se marchasen.
Y así lo hice. Mas, para entonces, ya estaban atrincherados. Se había montado un rudimentario bufé bajo el magnolio, donde se servía pan, guisos picantes y brécol al vapor. No paraban de molestar a mi madre pidiéndole cucharas y tenedores, que luego le devolvían manchados de salsa endurecida y difícil de limpiar. En la explanada cubierta de hierba, donde yo solía jugar al fútbol con los chavales del barrio, había surgido una pequeña ciudad de tiendas de campaña, y hasta se había corrido la voz de que en ella había nacido un niño. Uno de los hombres de negocios provistos de teléfonos móviles había establecido un pequeño centro de información sobre el tocón de un árbol, y allí acudían quienes deseaban recibir recados de sus seres queridos a los que habían dejado lejos o enterarse de si había novedades de mi padre.
Y en medio de aquel barullo, un hombre mayor, sentado en una silla de loneta, lo supervisaba todo. Que yo sepa, era la primera vez que lo veía (al menos, según el sueño de mi padre), pero no sé por qué me resultaba familiar… aunque fuera un desconocido, me daba la sensación de que lo conocía. De tanto en tanto se le acercaba alguien y le susurraba unas frases al oído. Él escuchaba pensativo, meditaba unos instantes sobre lo que le habían dicho, y, a continuación, asentía o negaba con la cabeza. Lucía una espesa barba blanca, gafas, e iba tocado con una gorra de pescar, con diversos señuelos hechos a mano prendidos de ella. Como parecía ser una especie de líder, me dirigí directamente a él.
Un hombre le hablaba al oído mientras yo me acercaba y, cuando despegué los labios, él alzó la mano para indicarme que guardara silencio. Cuando terminaron de transmitirle el mensaje, el anciano hizo un gesto negativo con la cabeza y el mensajero se alejó a toda prisa. Luego el anciano bajó la mano y me miró.
—Hola —dije—. Soy…
—Sé quién eres —dijo él. Tenía una voz dulce y profunda, cálida y distante al mismo tiempo—. Eres su hijo.
—Sí, soy su hijo.
Mientras nos mirábamos, yo trataba de recordar su nombre, porque estaba seguro de conocerlo. Pero no me vino nada a la cabeza.
—¿Tienes algo que comunicarnos?
Me observaba con absorta atención, prácticamente asiéndome con la mirada. Era un hombre que, a decir de mi padre, inspiraba mucho respeto.
—Nada —repuse—. En fin, sigue más o menos igual, creo yo.
—Igual —repitió él, sopesando las palabras con cuidado, como si tratara de extraerles un significado especial—. Entonces ¿continúa nadando?
—Sí —dije—. Todos los días. Le encanta.
—Eso está bien —dijo el anciano. Y, de pronto, alzó la voz para gritar—: ¡Continúa nadando!
Y un clamoroso grito de júbilo se elevó de la multitud. El anciano tenía el rostro radiante. Pasó un rato respirando profundamente, recapacitando, al parecer. Luego volvió a mirarme.
—Pero hay algo más que quieres decirnos, ¿no es así?
—Así es —repliqué—. Simplemente que… ya sé que tienen ustedes la mejor de las intenciones y todos parecen muy buenas personas. Pero me temo que…
—Tenemos que irnos —dijo el hombre con calma—. Queréis que nos marchemos.
—Sí —ratifiqué—. Eso me temo.
El anciano dirigió la información. Su cabeza se inclinó apenas, como movida por la noticia. Ésta es la escena que mi padre vio en su sueño, desde lejos, como si ya hubiera muerto.
—Va a ser duro marcharse —dijo el anciano—. Estas personas… están sinceramente preocupadas. Se sentirán perdidas lejos de aquí. Aunque no durante mucho tiempo, claro está. La vida siempre sigue su curso. Pero, a corto plazo, va a ser duro. Tu madre…
—La pone nerviosa —dije—. Tanta gente en el jardín, día y noche. Es comprensible.
—Desde luego —dijo él—. Y además hay que contar con los destrozos. Hemos dejado el jardín delantero hecho una pena.
—Hay que contar con eso.
—No os preocupéis —dijo, de una manera que me llevó a creerlo—. Lo dejaremos todo tal como estaba.
—Mi madre lo agradecerá.
—¿William Bloom? —preguntó dirigiéndome una mirada implorante. Era una mujer menuda, de finas muñecas—. Eres William Bloom, ¿verdad?
—Sí —repuse, retirándome un par de pasos sin lograr que me soltara—. Soy William Bloom.
—Dale esto a tu padre —me dijo, metiéndome en la mano una minúscula almohadilla de seda—. Una almohadilla de hierbas curativas —explicó—. La he hecho yo. Puede venirle bien.
—Gracias —dije—. Me ocuparé de que llegue a sus manos.
—Tu padre me salvó la vida, ¿sabes? —dijo ella—. En un enorme incendio. Arriesgó su vida para salvar la mía. Y… aquí estoy.
—No por mucho tiempo —intervino al anciano—. Nos ha pedido que nos vayamos.
—¿Edward? —preguntó la mujer—. ¿Edward Bloom nos ha pedido que nos vayamos?
—No —repuso el anciano—. Su mujer y su hijo.
Ella asintió.
—Tal como usted dijo que sucedería —dijo—. El hijo vendría a pedirnos que nos fuéramos. Tal como usted dijo.
—Es mi madre la que me ha enviado —tercié, frustrado por aquellas palabras misteriosas, cargadas de aviesas insinuaciones—. No estoy disfrutando con esto.
Repentinamente, se oyó un gigantesco resuello colectivo. Todo el mundo tenía la vista puesta en las ventanas del segundo piso, desde donde mi padre saludaba con la mano a la multitud en su sueño. Vestido con su albornoz amarillo, les sonreía, y, de vez en cuando, distinguía a alguna persona que hubiera reconocido entre la muchedumbre señalándola y, enarcando las cejas, esbozaba con los labios un par de frases, «¿Qué tal estás? ¡Me alegro de verte!», antes de dirigir su atención a otra persona. Todos agitaban la mano, gritaban, vitoreaban y, después, tras lo que se les antojó una visita tremendamente breve, mi padre volvió a saludarles con la mano y dio media vuelta, desapareciendo en la semioscuridad de su cuarto.
—Qué bien —dijo el anciano, con una ancha sonrisa en la boca—, no ha estado nada mal, ¿eh? Tenía buen aspecto. Muy buen aspecto.
—Estáis cuidándolo muy bien —dijo una mujer.
—¡Que no decaigan esos cuidados!
—¡Se lo debo todo a tu padre! —gritó alguien desde debajo del magnolio.
Y a continuación estalló una cacofonía de voces, un auténtico galimatías de historias entremezcladas sobre Edward Bloom y sus buenas obras. Me sentí acorralado por tantas palabras. Luego me acorralaron: a mi alrededor se había cerrado un círculo de personas que hablaban todas a la vez, hasta que el anciano levantó la mano y les chistó para que se callasen, y los asediadores recularon.
—¿Ves? —dijo el anciano—. Todos tenemos algo que contar, igual que tú. Historias sobre cómo nos tocó el corazón, nos ayudó, nos proporcionó trabajo, nos prestó dinero, nos vendió al por mayor. Montones de historias, grandes y pequeñas. Todas cuentan. A lo largo de una vida, todo cuenta. Por eso estamos aquí, William. Somos parte de él, de su ser, tal como él es parte de nosotros. Sigues sin comprenderlo, ¿verdad?
No lo comprendía. Pero mientras observaba a aquel hombre y él me sostenía la mirada, recordé, en el sueño de mi padre, dónde lo había conocido.
—¿Y a usted, cómo lo ayudó mi padre? —le pregunté, y el anciano sonrió.
—Me hizo reír —repuso.
Y entonces lo comprendí. En el sueño, me dijo mi padre, lo comprendí. Y, sin más, atravesé el jardín, enfilé el camino de entrada y volví al calor de mi resplandeciente hogar.
—¿Por qué cruzó la cebra la calle? —oí vociferar al anciano con su voz poderosa y profunda, mientras yo cerraba la puerta—. Porque tenía delante un paso de cebra —recité a la vez que él.
A continuación se oyó una formidable carcajada.
Y así termina el sueño que mi padre soñó sobre su muerte mientras moría.