Cuando Edward Bloom se marchó de Alabama, se prometió a sí mismo ver mundo, y por eso siempre parecía estar en continuo movimiento, sin nunca detenerse demasiado en ningún sitio. No había continente que su padre no hubiera hollado, ni país que no hubiese visitado, ni gran ciudad en la que no pudiera encontrar a algún amigo. Era un auténtico hombre de mundo. Hacía apariciones estelares en mi vida, breves pero heroicas, salvándome la vida cuando estaba en su mano, impulsándome hacia la madurez. Mas se sentía llamado a marcharse por fuerzas superiores incluso a su persona; iba, como él decía, cabalgando sobre su destino.
Pero le gustaba dejarme riéndome. Así era como me quería recordar y como quería que lo recordasen a él. Entre sus grandes poderes, tal vez éste era el más extraordinario de todos: en cualquier momento, por arte de birlibirloque, conseguía que me riera hasta quedarme sin aliento.
HABÍA UNA VEZ UN HOMBRE, llamémoslo Roger, que, obligado a hacer un viaje de negocios, dejó su gato al cuidado de un vecino. Pues bien, este hombre amaba a su gato, lo amaba sobre todas las cosas, hasta el punto de que la misma noche de su partida llamó a su vecino para interesarse por el estado de salud y el bienestar emocional de su querido felino. Así pues, le preguntó al vecino:
—¿Cómo está mi dulce, precioso y encantador minino? Dígamelo, vecino, por favor.
Y el vecino le dijo:
—Siento mucho tener que decirte esto, Roger. Su gato ha muerto. Lo ha atropellado un coche. Murió en el acto. Lo siento.
¡Roger se quedó conmocionado! Y no sólo por la noticia de la defunción de su gato; ¡como si eso no fuera suficiente!; también por la manera en que se la habían comunicado.
Así que le dijo al vecino:
—¡Ésas no son maneras de comunicar algo tan espantoso! Cuando sucede algo así, hay que notificárselo a la persona afectada despacio, para que se vaya haciendo a la idea. ¡Hay que prepararla! Por ejemplo, al recibir mi llamada, usted debería haberme dicho: «Su gato está en el tejado». Luego, la siguiente vez que lo llamara, me diría: «El gato sigue en el tejado, se niega a bajar y creo que está muy enfermo». Y después, la próxima vez, podría decirme que el gato se había caído del tejado y estaba en la unidad de cuidados intensivos de la clínica veterinaria. Al final, cuando lo llamara otra vez, me diría poniendo voz trémula y agitada que el gato había muerto. ¿Entendido?
—Entendido —dijo el vecino—. Lo siento.
Tres días más tarde Roger volvió a llamar al vecino, que continuaba a cargo de vigilarle la casa, repasar el correo y ese tipo de cosas; Roger quería saber si había ocurrido algo importante. Y el vecino le dijo:
—Sí. Lo cierto es que sí. Ha ocurrido algo importante.
—¿Y bien? —preguntó Roger.
—Pues, bien… es algo relacionado con su padre.
—¡Mi padre! —exclamó Roger—. ¡Mi padre! ¿Qué le ha pasado a mi padre?
—Su padre —dijo el vecino— está en el tejado…
Mi padre está en el tejado. Así es como me gusta recordarlo algunas veces. Elegantemente vestido con un traje oscuro y resplandeciente, zapatos de suela resbaladiza, mirando a izquierda y derecha, mirando tan lejos como le alcanza la vista. Luego, al dirigir la mirada hacia abajo, me ve a mí, y al comenzar a caer sonríe y hace un guiño. No dejó de mirarme durante toda la caída… sonriente, misterioso, mítico, una magnitud desconocida: mi padre.