Mi padre me dio señales tempranas de que viviría para siempre.
Un día se cayó del tejado. El jardinero había estado retirando las hojas acumuladas en los canalones, y, al marcharse a casa sin haber rematado la faena, dejó la escalera de mano apoyada contra la casa. Al volver de la oficina, mi padre vio la escalera y se subió a ella. Quería saber cómo era la vista desde allá arriba. Sentía curiosidad, según dijo, por averiguar si alcanzaría a divisar el alto edificio de su oficina desde el tejado de nuestra casa.
A la sazón yo tenía nueve años y era consciente del peligro. Le dije que no lo hiciera. Le dije que era peligroso. Él me miró durante un largo rato y me hizo un guiño, un guiño que podía interpretar como me diera la gana.
Luego trepó por la escalera. Probablemente era la primera escalera a la que subía en diez años, pero esto no es más que una suposición. Tal vez se pasaba la vida subiéndose a escaleras. No lo sé.
Una vez remontada la escalera, se colocó junto a la chimenea, girando en círculos y dirigiendo la vista al sur, al norte, al este y al oeste en busca de algún indicio de su oficina. Estaba muy guapo ahí arriba, vestido con su traje oscuro y sus relucientes zapatos negros. Parecía haber encontrado al fin el lugar desde donde exhibirse más ventajosamente: encima de una casa de dos pisos. Estuvo andando de aquí para allá por el tejado, o, más bien, paseándose, por encima de mí, la mano haciendo visera sobre los ojos como si fuera un capitán oteando la tierra firme. Pero no la veía. Su oficina permanecía invisible en la lejanía.
Luego, repentinamente, se cayó, y yo, yo lo vi caerse. Contemplé a mi padre cayéndose del tejado de su casa. Sucedió tan deprisa que no sé si tropezó, se resbaló o qué pasó… por lo que yo sé, puede que incluso saltara… pero el hecho es que se cayó desde dos pisos de altura sobre un gran macizo de arbustos. Hasta el último segundo confié en que le salieran alas, y, al ver que no le salían, supe que la caída lo había matado. Tan seguro estaba de que había muerto que ni siquiera corrí hacia él a ver qué podía hacer para salvarlo, para revivirlo, quizá.
Me dirigí a paso lento hacia su cuerpo tendido. Estaba absolutamente inmóvil, sin respirar. En su rostro vi esa expresión de beatífico sopor que se asocia con la liberación de este mundo. Una expresión agradable. Estaba contemplándola con atención, memorizándola… era mi padre, el rostro de mi padre muerto… cuando de pronto su cara se movió; mi padre me guiñó un ojo, se echó a reír y dijo:
—¿A que te había engañado?