DE CÓMO ME SALVÓ LA VIDA

Edward Bloom me salvó la vida, que yo sepa, en dos ocasiones.

La primera vez yo tenía cinco años y estaba jugando en una zanja detrás de nuestra casa. Mi padre siempre me estaba diciendo: «No te metas en la zanja, William». Me lo decía y me lo repetía una y otra vez, como si supiera que algo podía suceder, que quizá algún día se vería obligado a salvarme la vida. Para mí no era una zanja sino el antiguo cauce de un río medio seco, lleno de piedras prehistóricas, aplanadas y pulimentadas por el roce de las aguas con el transcurso del tiempo. Ya no quedaba más agua que un reguerillo continuo pero insignificante, sin fuerza para arrastrar una ramita.

Era allí donde solía jugar, después de deslizarme por el ribazo de arcilla roja, a veces cuando sólo habían pasado unos minutos desde que mi padre me dijera: «No te metas en la zanja, William». La imagen que tenía de mí mismo, solo entre las frescas y rojas paredes de tierra, era lo bastante podereosa como para imponerse sobre la orden paterna. Me agazapaba en mi escondrijo secreto y le iba dando la vuelta a todas las piedras, guardándome en el bolsillo las mejores, las blancas y las negras pequeñitas y relucientes, con pintas blancas. Tan embelesado estaba allí aquel día que no vi el muro de agua que se me venía encima, con la aparente misión de levantarme en vilo y arrastrarme consigo. No lo vi ni lo oí. Estaba acuclillado de espaldas, observando las piedras. Si no hubiera sido por mi padre, que de alguna manera supo por anticipado lo que iba a ocurrir, las aguas me habrían llevado por delante. Pero allí estaba mi padre, agarrándome por los faldones de la camisa y sacándome a pulso de la zanja para depositarme sobre la orilla, desde donde ambos contemplamos la corriente del río donde antes no había río alguno, su espumeante superficie desbordándose hasta la punta de nuestros pies. Al cabo de un rato, mi padre me miró.

—Te dije que no te metieras en la zanja —dijo.

—¿Qué zanja? —pregunté.

LA SEGUNDA OCASIÓN EN QUE MI padre me salvó la vida acabábamos de mudarnos a una casa de la calle Mayfair. El antiguo dueño había dejado allí un columpio, y mientras los empleados de la empresa de mudanzas transportaban nuestros viejos sofás y la mesa del comedor, se me metió en la cabeza la idea de comprobar hasta qué altura conseguiría elevarme. Me impulsé poniendo el alma en el empeño, balanceando el columpio con todo el ímpetu de mi ser. Por desgracia, el antiguo dueño no había dejado allí el columpio; sencillamente, aún no se lo había llevado. Habían desencajado los postes del cemento que los sujetaba al suelo y, por eso, a la vez que me columpiaba cada vez a mayor altura, el marco del columpio se tambaleaba; hasta que, al fin, estando yo en la cúspide del arco más alto que había trazado, el marco se derrumbó hacia delante y yo salí volando por los aires, siguiendo una trayectoria muy poco prometedora en dirección a una cerca de estacas puntiagudas, donde a buen seguro habría quedado empalado. De pronto sentí a mi padre cerca de mí; parecía que también él volara y ambos caímos a la par. Sus brazos me envolvían como un manto y acabé tumbado en el suelo a su lado. Mi padre me había arrancado del Cielo para depositarme, sano y salvo, sobre la Tierra.