DE CÓMO ME VEÍA MI PADRE

Al principio yo era muy poca cosa: pequeño y rosado, desvalido, sin ninguna habilidad que se pudiera comentar. Ni siquiera sabía rodar sobre mí mismo. Cuando mi padre era un chaval, un niño, un bebé… había aportado al mundo más de lo que yo le aporté. Aquélla era otra época, en la que se exigía más de todos, incluso de los bebés. Hasta los bebés tenían que arrimar el hombro.

Pero, de bebé, yo no conocí esos tiempos duros. Nacido en un hospital como es debido, con la mejor asistencia médica y todo tipo de medicamentos para mi madre, no podía saber cómo eran los partos en los viejos tiempos. Pero eso no alteró nada: Edward me quería. De verdad. Siempre había querido tener un niño y ahí estaba yo. Ni que decir tiene que había cifrado esperanzas más altas en mi llegada. Un brillo apagado, un resplandor, incluso una especie de aureola, tal vez. Un sentimiento místico de realización absoluta. Pero no sucedió nada de eso. Yo era un bebé normal y corriente, como cualquier otro… con la salvedad, ciertamente, de que era el suyo, y eso me hacía especial. Lloraba mucho, dormía mucho y poca cosa más; mi repertorio era muy limitado, aunque había momentos de apacible claridad y alborozo en que, con los ojos radiantes, contemplaba a mi padre desde su regazo, como si fuera un dios… y lo era, en cierto modo. O, en todo caso, era semejante a un dios, ya que había creado mi vida, plantando la semilla mágica. En esas ocasiones, él apreciaba mi sagacidad, mi inteligencia, e imaginaba mi potencial en el mundo. Se abrían tantas y tantas posibilidades.

Pero entonces yo comenzaba a berrear de nuevo, o había que cambiarme el pañal, y él me dejaba en manos de mi madre para que resolviera esos asuntos y me diera de comer; desde su butaca, Edward nos contemplaba impotente, presa de un súbito cansancio, terriblemente cansado del ruido, de las noches en vela, de los olores. Cansado de su fatigada mujer. Así que, a veces, echaba en falta su vida de antes, la libertad, el tiempo para meditar las cosas a fondo… pero ¿lo hacía eso diferente de cualquier otro hombre? Las mujeres eran distintas, estaban hechas para criar a los hijos, disponían del tiempo necesario para tales atenciones. Los hombres tenían que salir a trabajar, así habían sido siempre las cosas; ya eran así en tiempos de los cazadores recolectores y no habían cambiado desde entonces. Los hombres estaban cortados por ese patrón; se veían obligados a ser dos personas a la vez, una en casa y otra fuera, mientras que una madre sólo tenía que ser madre.

DURANTE AQUELLAS PRIMERAS SEMANAS Edward se tomó muy en serio su oficio de padre. Todo el mundo lo notó: Edward estaba cambiado. Se había vuelto más reflexivo, más profundo, más filosófico. Mientras mi madre se ocupaba en los quehaceres cotidianos, él aportaba una visión más elevada a la tarea. Confeccionó una lista de las virtudes que él poseía y deseaba transmitirme: Perseverancia, Ambición, Personalidad, Optimismo, Fortaleza, Inteligencia e Imaginación.

Las escribió en el costado de una bolsa de papel. Esas virtudes que él había tenido que descubrir por sí mismo, podría compartirlas conmigo gratuitamente. De pronto comprendió que se le había presentado una gran oportunidad y que mi llegada con las manos vacías era, en realidad, una bendición. Al mirarme a los ojos veía un insondable vacío, un deseo de ser llenado. Y ésa sería su labor como padre: llenarme.

Lo hacía durante los fines de semana. A diario no lo veíamos mucho en casa, dedicado como estaba a viajar, a vender, a seguirle el rastro al dinero… a trabajar. Enseñando con el ejemplo. ¿Había trabajos disponibles para que un hombre se ganara bien la vida sin viajar, sin desarraigarse del terruño para lanzarse a los caminos, a dormir en hoteles, a comer precipitadamente cualquier cosa comprada en un envase de usar y tirar? Probablemente. Pero no le convenían. La mera idea de volver todos los días a casa a la misma hora le provocaba una ligera sensación de náuseas. Por mucho que amara a su mujer y a su hijo, ése era todo el amor que podía soportar. Se sentía solo con su vida solitaria, pero a veces la soledad era aún mayor cuando estaba rodeado de personas que no cesaban de exigirle cosas. Necesitaba un respiro.

AL REGRESAR A CASA SE SENTÍA un extraño. Nada era igual que antes. Su mujer había redecorado el cuarto de estar, se había comprado un vestido nuevo, tenía nuevas amistades, leía libros extraños, dejándolos provocativamente sobre la mesilla de noche. Y yo crecía a una velocidad pasmosa. Su mujer no podía apreciarlo con tanta claridad, pero él sí. Al volver, veía mi increíble desarrollo, y al verlo comprendía lo mucho que eso lo empequeñecía a él en términos relativos. En cierto sentido era verdad: a medida que yo crecía, él menguaba. Y aplicando esa lógica, llegaría un día en que yo me convertiría en un gigante y Edward en una nadería, invisible a los ojos del mundo.

PERO ANTES DE QUE ESO LLEGARA A SUCEDER, antes de que Edward desapareciera, seguía siendo un padre y hacía las cosas que se supone les corresponde hacer a los padres. Jugaba un poco a la pelota, me compró una bicicleta. Empaquetaba el almuerzo para salir de comida campestre a la montaña que dominaba la ciudad, la gran ciudad cargada de promesas, y desde allí arriba divisaba el lugar donde por primera vez hizo esto o lo otro, y más allá el sitio donde cerró su primer negocio, y allá lejos había besado a aquella mujer tan guapa… todos los triunfos y glorias de su breve vida. Eso es lo que veía cuando subía a la montaña, y no los edificios o el contorno del horizonte, ni los bosquecillos o el hospital donde estaban levantando un ala nueva. No: era su historia, la historia de su vida adulta la que se desplegaba ante él como un paisaje, y allí solía llevarme y, cogiéndome en brazos, para que viera el panorama, me decía:

—Algún día, hijo mío, todo esto será tuyo.