El día en que nací, Edward Bloom escuchaba la retransmisión de un partido de fútbol americano en el transistor que se había metido en el bolsillo de la camisa. Además estaba segando el césped y fumándose un cigarrillo. El verano había sido húmedo y la hierba estaba muy crecida, pero aquel día el sol caía sobre mi padre y sobre el jardín de mi padre con una intensidad que hacía evocar épocas pasadas en que el sol calentaba más, pues ya se sabe que antaño el mundo solía ser más caliente, mayor, mejor y más sencillo que en los tiempos que corren. Mi padre tenía los hombros encarnados cual manzana, pero ni se había dado cuenta, porque estaba oyendo la retransmisión del gran partido de fútbol del año, en el que el equipo de su escuela, el Auburn, se enfrentaba a su Némesis, el Alabama, y el Alabama siempre se alzaba con la victoria.
Mi padre le dedicó un breve pensamiento a mi madre, que estaba dentro de casa, estudiando la factura de la electricidad. La casa estaba fría como una nevera y, sin embargo, ella sudaba.
Sentada a la mesa de la cocina, mirando la factura de la electricidad, de pronto me sintió apremiándola, colocándome en posición.
Queda poco, pensó, y respiró aceleradamente, pero no se levantó, ni siquiera dejó de mirar la factura. Simplemente formuló ese breve pensamiento: queda poco.
En el jardín, mientras mi padre segaba el césped, las cosas no iban tomando muy buen cariz para el Auburn. Nunca lo tomaban. Siempre la misma historia: empezaba el partido creyendo que éste iba a ser el año en que lo conseguirían, el año tan esperado al fin, pero nunca lo era.
Estaba a punto de terminar el primer tiempo y el Auburn ya iba perdiendo por diez tantos.
El día en que nací, mi padre acabó de segar el jardín delantero y empezó a segar el trasero con renovado optimismo. En el segundo tiempo, el Auburn salió arrollando y, en cuanto se hizo con el balón, consiguió tocar el suelo con él tras la meta del adversario. Ahora sólo iban tres tantos por debajo, todo era posible.
El Alabama se apuntó un tanto con la misma rapidez y luego perdieron el balón y el Auburn marcó un tiro libre.
Mi madre extendió la factura de la electricidad sobre la mesa y la alisó con la mano, como queriendo quitarle las arrugas. No sabía que la laboriosidad y la perseverancia de mi padre iban a rendir sobrados frutos en cuestión de días y que nunca más habría de preocuparse por las facturas de la electricidad. En aquel momento, el mundo y el sistema solar entero parecían girar en torno a un centro de gravedad que era aquella factura por importe de 42 dólares y 27 centavos. Pero tenía que mantener la casa fresca. Iba cargada con un gran peso. Aunque por naturaleza era delgada, en ese momento, conmigo dentro, abultaba como una casa. Y le gustaba el fresco.
Oía a mi padre en el jardín trasero, segando el césped. Abrió mucho los ojos: yo estaba llegando. Ya. Estaba llegando ya.
El Auburn había contraatacado.
Pasaba el tiempo. Mi madre preparó con tranquilidad el equipaje que iba a llevar al hospital. El Auburn estaba en posesión del balón a unos segundos del final del encuentro. Tiempo suficiente para marcar un tiro libre.
El día en que nací, mi padre dejó de segar el césped para escuchar la voz del comentarista de la radio. Se quedó parado como una estatua en el jardín trasero, que tenía la mitad del césped segada y la mitad por segar. Sabía que iban a perder.
El día en que nací, el mundo se convirtió en un lugar pequeño y alegre.
Mi madre chilló, mi padre chilló.
El día en que nací, ganaron.