Las cosas suceden así. El viejo doctor Bennett, nuestro médico de cabecera sale del cuarto de invitados y cierra suavemente la puerta tras de sí. Viejo como él solo, el doctor Bennett ha formado parte de nuestras vidas desde siempre; estaba incluso presente cuando yo nací, y, ya en aquella época, la junta médica local le había pedido que, por favor, se jubilase, pronto… así de viejo era. El doctor Bennett es ahora demasiado mayor para casi todo. Más que andar, arrastra los pies; más que respirar, jadea. Y se le ve incapaz de afrontar las consecuencias de la enfermedad mortal de su paciente. Al salir del cuarto de invitados, donde mi padre ha pasado las últimas semanas, el doctor Bennett prorrumpe en una tormenta de lágrimas, y durante un rato no puede hablar de tanto como llora, sacudiendo los hombros y cubriéndose los ojos con sus viejas y arrugadas manos.
Por fin logra levantar la vista y toma aliento, resollando. Parece un niño perdido, y nos dice a mi madre y a mí, que ya estamos preparados para lo peor:
—No sé… la verdad es que no sé lo que está pasando. Ya no sé qué decir. Pero se le ve bastante mal. Será mejor que lo veáis vosotros mismos.
Mi madre me mira, y en sus ojos veo una mirada de resignación definitiva, una mirada con la que dice que está preparada para lo que la espere al otro lado de la puerta, por muy horrible y triste que sea. Está preparada. Me coge la mano y aprieta antes de levantarse y entrar. El doctor Bennett se desploma en la butaca de mi padre y se queda allí hundido, se diría que abandonado por la voluntad de seguir adelante. Por un momento pienso que ha muerto. Por un momento creo que la Muerte ha llegado y, pasando por alto a mi padre, ha decidido llevarse a esto otro hombre. Pero no. La Muerte ha venido a por mi padre. El doctor Bennett abre los ojos y clava la vista en el vacío distante y desolado que se abre ante él, y yo imagino lo que estará pensando: ¡Edward Bloom! ¡Quién iba a pensarlo! ¡El hombre de mundo! ¡Importador/exportador! Todos creíamos que vivirías para siempre. Aunque los demás cayéramos como hojas otoñales, si había alguien capaz de soportar el inclemente invierno que se avecinaba y aferrarse a la preciosa vida, ese alguien sólo podías ser tú, eso creíamos. Como si fuera un dios. Ésa es la imagen que hemos llegado a tener de mi padre. Aunque lo hayamos visto esta mañana en pantalones cortos, y por la noche dormido ante el televisor cuando la programación ya se había terminado, la boca abierta, el rostro soñador bañado en luz azulada, creemos que en cierto modo es divino, un dios, el dios de la risa, el dios que no sabe hablar, sino tan sólo decir: Había una vez un hombre… O un ser semidivino, tal vez, nacido de una mujer mortal y de alguna entidad gloriosa descendida a este mundo para convertirlo en un lugar donde más personas rieran, e, inspiradas por la risa, le compraran a mi padre cosas con las que mejorar sus vidas y, de paso, la de mi padre; con lo que mejoraría la vida de todos. Mi padre tiene gracia y hace dinero, ¿qué más se podría pedir? Incluso se ríe de la muerte, se ríe de mis lágrimas. Ahora le oigo reírse, mientras mi madre sale del cuarto meneando la cabeza.
—Incorregible —dice—. Absoluta y totalmente incorregible.
Ella también llora, pero no son lágrimas de dolor o tristeza, ésas ya han sido derramadas. Estas lágrimas son de frustración, por seguir viva y sola mientras mi padre yace en la habitación de invitados muriéndose, y muriéndose de mala manera… La miro y le pregunto con los ojos: ¿Entro yo? Y ella se encoge de hombros como diciendo: Entra si quieres, haz lo que te parezca, y se diría que está a punto de reírse, si es que no estuviera llorando, y resulta desconcertante ver una expresión así en una cara.
El doctor Bennett parece haberse dormido en la butaca de mi padre.
Poniéndome en pie, me dirijo a la puerta entreabierta y me asomo. Mi padre está incorporado en la cama, apoyado sobre una pila de almohadas, inmóvil y con la vista fija en la nada, como si estuviera en Pausa, esperando que alguien o algo lo pusiera en marcha. Y ése es el efecto que tiene mi presencia. Al verme, sonríe.
—Acércate, William —dice.
—Bueno, parece que te encuentras mejor —digo, tomando asiento en una silla junto a su cama, la silla donde me he sentado día tras día durante las últimas semanas. Esa silla es el lugar desde donde contemplo el viaje de mi padre hacia el final de la vida.
—Me encuentro mejor —dice, asintiendo con la cabeza y respirando profundamente, como para demostrarlo—. Creo que sí.
Pero es algo momentáneo, durará un instante del día de hoy. Para mi padre ya no hay vuelta atrás. Haría falta algo más que un milagro para que mejorase ahora; haría falta una dispensa escrita por el mismo Zeus, firmada por triplicado y enviada a todas y cada una de las deidades que pudieran reclamar el alma y el cuerpo marchitos de mi padre.
Ya está un poco muerto, creo yo, si es que tal cosa es posible; la metamorfosis que ha tenido lugar sería increíble si no la hubiera visto con mis propios ojos. Al principio le salieron pequeñas lesiones en los brazos y las piernas. Se las trataron, sin resultados efectivos. Luego, con el tiempo, parecieron curarse por sí solas… pero no de la manera en que cabía confiar o esperar. En lugar de su piel blanca y suave, sobre la que crecía un largo vello negro cual pelusa de maíz, ahora tiene una piel dura y brillante… casi escamosa, de hecho, como una segunda piel. Mirarlo no resulta duro hasta que sales del cuarto y ves la foto que hay en la repisa de la chimenea. Se la sacaron hace seis o siete años en una playa de California, y cuando la miras, ves… a un hombre. Ahora ya no es un hombre de esa manera. Es algo completamente distinto.
—En realidad, no es que me sienta bien —dice, corrigiéndose—. Yo no lo llamaría sentirse bien. Pero sí mejor.
—Me estaba preguntando qué habría inquietado tanto al doctor Bennett —digo—. Parecía muy preocupado al salir de aquí.
Mi padre asiente con la cabeza.
—Francamente —dice en tono confidencial—, creo que han sido mis chistes.
—¿Tus chistes?
—Mis chistes sobre médicos. Creo que me he pasado un poco —y comienza a recitar su letanía de viejos chistes caducos:
—Se chistes de médicos a millones —dice con orgullo.
—Ya lo creo.
—Le cuento un par de ellos cada vez que viene a verme. Pero… supongo que ya ha oído demasiados. Además, me parece que no tiene un gran sentido del humor —dice—. Es algo que les falta a casi todos los médicos.
—O tal vez, sencillamente quería que fueras claro con él —apunto.
—¿Claro?
—Claro y directo —digo—. Que te portaras como una persona normal y le dijeras qué te molestaba, dónde te dolía.
—¡Ah! Como ese que dice: «¡Doctor, doctor! Estoy muriéndome, cúreme, por favor». ¿Algo así?
—Algo así —digo—. Más o menos, pero…
—Pero los dos sabemos que no hay cura para lo que tengo —dice, con sonrisa menguante, el cuerpo hundiéndose en la cama, la fragilidad volviendo a adueñarse de él—. Eso me recuerda a la Gran Peste del 33. Nadie sabía qué era ni de dónde había venido. Un día todo parecía en orden y al día siguiente… el hombre más fuerte de Ashland cayó muerto. Murió mientras desayunaba. El rigor mortis le llegó tan deprisa que el cuerpo se le quedó paralizado en el acto, junto a la mesa de la cocina, con la cuchara a mitad de camino de la boca. Después de él murieron una docena de personas en una hora. Por alguna razón, yo estaba inmunizado. Contemplaba a mis vecinos desplomándose como si sus cuerpos se hubieran desinflado repentina e irrevocablemente, como si…
—Papá —le interrumpo un par de veces, y, cuando al fin calla, le cojo la mano, delgada y frágil—. Basta de cuentos, ¿de acuerdo? Basta de chistes estúpidos.
—¿Son estúpidos?
—Lo digo con el mayor cariño posible.
—Gracias.
—Vamos a charlar, sólo un ratito, ¿de acuerdo? De hombre a hombre, de padre a hijo. Basta de cuentos.
—¿Cuentos? ¿Te parecen cuentos? No podrías creerte los que solía contarme mi padre. Tú crees que yo te cuento cuentos, pero cuando era pequeño sí que me tocó escuchar verdaderos cuentos. Me despertaba a media noche para contármelos. Era espantoso.
—Pero si hasta eso es un cuento, papá. No pretenderás que me lo crea.
—No se trata necesariamente de que te lo creas —dice fatigadamente—. Se trata de que creas en él. Es como… una metáfora.
—Ahora mismo no me acuerdo —digo—. ¿Qué es una metáfora?
—Perlas y rubíes, principalmente —dice esbozando apenas una mueca de dolor.
—¿Lo ves? No puedes dejar de bromear ni cuando te pones serio. Es frustrante, papá. Me mantienes a raya. Es como si… me tuvieras miedo o algo así.
—¿Tenerte miedo a ti? —dice revolviendo los ojos—. Estoy muriéndome y se supone que te tengo miedo.
—Te da miedo acercarte a mí.
Capta el mensaje, mi padre, y mira a lo lejos, hacia su pasado.
—Debe de tener algo que ver con mi padre —dice—. Mi padre era alcohólico. Nunca te lo he contado, ¿verdad? Era un alcohólico empedernido, de la peor especie. Tan borracho estaba a veces que no podía ir a buscar más bebida. Durante una época me obligaba a que se la llevara yo, hasta que dejé de hacerlo, me negué. Al final adiestró a su perro, Juniper, para que le trajera de beber. Dejaba un cubo vacío en el bar de la esquina y el perro se lo traía lleno de cerveza. Pagaba enganchando un dólar en el collar del perro. Un día no le quedaban dólares sueltos, sólo un billete de cinco, de manera que lo enganchó en el collar del perro.
… Juniper no volvía. Borracho como estaba, mi padre bajó al bar y se encontró al perro sentado a la barra, tomándose un martini doble.
… Mi padre se enfadó, dolido.
… «Nunca me habías hecho esto», reprendió a Juniper.
… «Porque nunca había tenido el dinero necesario», le dijo Juniper.
Y mi padre me mira, impenitente.
—Te resulta imposible, ¿verdad? —digo alzando la voz y rechinando los dientes.
—Claro que no —me dice.
—Pues, entonces, hazlo —replico—. Cuéntame algo. Háblame del lugar donde naciste.
—Ashland —dice, pasándose la lengua por los labios.
—Ashland. ¿Cómo era?
—Pequeño —dice, dejándose arrastrar por los recuerdos—. Muy pequeño.
—¿Cómo de pequeño?
—Tan pequeño era que, cuando enchufabas una maquinilla de afeitar eléctrica, la luz de las farolas se amortiguaba.
—No es un buen comienzo —comento.
—La gente era tan avara —continúa— que comía judías para ahorrar espuma de baño.
—Te quiero, papá —le digo, acercándome a él—. Nos merecemos algo mejor que esto. Pero lo estás poniendo muy difícil. Ayúdame, anda. ¿Cómo eras de pequeño?
—Era un niño gordinflón —dice—. Nadie quería jugar conmigo. Era tan gordo que no podía jugar al escondite. Así de gordo era, tan gordo, tan gordo, que tenía que salir de casa en dos veces —ahora no sonríe, porque no pretende ser chistoso, está siendo él mismo, algo que no sabe ser. Bajo una fachada aparece otra, y otra más, y debajo de la última está ese lugar oscuro y doloroso, su vida, algo que ninguno de los dos comprendemos.
Tan sólo puedo decirle:
—La última oportunidad. Te concedo una última oportunidad y luego me marcho, me iré y no sé si volveré. Vas a dejar de tenerme de oyente.
Y entonces me dice, mi padre, el mismísimo padre que está muriéndose ante mis ojos, aunque hoy tenga buen aspecto considerando su estado, me dice:
—Hoy no eres tú mismo, hijo mío —con su mejor estilo a lo Groucho, guiñándome el ojo además, no vaya a ser que me lo tome en serio, y mira que sería difícil—, lo cual es una verdadera mejoría.
Pero yo le tomo en serio; ése es el problema. Me levanto para irme y él se apresura a agarrarme por la muñeca y me retiene con una fuerza de la que ya no le creía dotado. Lo miro.
—Sé cuando voy a morirme —dice, mirándome intensamente a los ojos—. Lo he visto. Sé cuándo y cómo va a suceder, y no será hoy, así que no te preocupes.
Está totalmente serio y le creo. Lo cierto es que le creo. Lo sabe. Un millar de ideas me rondan por la cabeza pero no puedo dar voz a ninguna. Mirándonos fijamente a los ojos, me siento sobrecogido de admiración. Lo sabe.
—¿Cómo lo… por qué…?
—Siempre lo he sabido —dice quedamente—, siempre he tenido esa capacidad, esa clarividencia. Desde que era pequeño. De niño tuve una serie de sueños. Me despertaba chillando. Mi padre vino a verme la primera de esas noches, me preguntó qué me pasaba y yo se lo expliqué. Le dije que había soñado que la tía Stacy moría. Él me tranquilizó diciéndome que tía Stacy estaba perfectamente y volví a la cama.
… Pero al día siguiente, tía Stacy murió.
… Al cabo de una semana, más o menos, volvió a suceder lo mismo. Otro sueño, me desperté chillando. Le conté que había soñado que moría Gramps. Y volvió a decirme, esta vez quizá con la voz un poco trémula, que Gramps estaba muy bien y que volviera a dormirme.
… Al día siguiente, ya puedes imaginar que Gramps murió.
… Pasaron varias semanas sin que soñara más. Pero luego tuve otro sueño, y mi padre vino a mi cuarto, me preguntó qué había soñado, y yo se lo dije: había soñado que mi padre moría. Como es lógico él me aseguró que se encontraba muy bien y me dijo que no pensara más en eso, pero me di cuenta de que le había pegado un buen susto, y le oí pasearse arriba y abajo durante toda la noche; al día siguiente no era el mismo, no paraba de mirar de aquí para allá, como si fuera a caerle algo en la cabeza, y se marchó al pueblo temprano y tardó mucho en volver. Cuando volvió, tenía un aspecto terrible, como si hubiera pasado todo el día esperando el golpe de gracia.
… «Dios mío», le dijo a mi madre al verla. «¡Hoy he pasado el peor día de mi vida!».
… «Crees que tú has tenido un mal día», le dice ella. «¡Esta mañana, el lechero ha caído fulminado en el porche, muerto!».
Pego un portazo al salir, y confío en que sufra un ataque al corazón que lo mate deprisa para que podamos acabar con esto de una vez. A fin de cuentas, ya he empezado a llorarlo.
—¡Oye! —le oigo exclamar a través de la puerta—. ¿Dónde has dejado el sentido del humor? O si no el sentido del humor, la compasión. ¡Vuelve aquí! —me llama—. Dame un respiro, hijo mío, ¡por favor! ¡Que estoy muriéndome!