MI PADRE VA A LA GUERRA

No era general, ni capitán, ni oficial de ninguna graduación. No era el médico, no era el poeta, no era el cínico, no era el amante y tampoco era el radiotelegrafista. Era lo que tenía que ser: un marinero. A través del espumoso mar navegaba con centenares de marineros, a bordo de un navío inexpugnable llamado Neried. Aquel barco era tan grande como su pueblo natal… mayor, de hecho. Desde luego, había más personas a borde del Neried de las que vivían en el término municipal de Ashland, su pueblo, del que tanto se había alejado. Desde su partida, había llevado a cabo muchas grandes obras, y ahora estaba empeñado en la mayor de todas: defender al mundo libre. Tenía la extraña sensación de que el mundo reposaba sobre sus hombros. De que a pesar de no ser más que un simple marinero, sin siquiera una medalla, sin la menor condecoración, el esfuerzo bélico dependía por completo de su capacidad para sacarlo adelante. Así pues, era agradable formar parte de aquella tripulación, en aquel navío inexpugnable que se deslizaba sobre el mar de color de vino oscuro. Estar rodeado de agua, de lejanos horizontes allí donde dirigiera la vista, lo llevaba a pensar en el ancho mundo que había más allí y en las posibilidades que el mundo le ofrecía. Estar rodeado de agua le hacía sentirse seguro y en paz.

Así se sentía cuando un torpedo perforó el casco del barco. Fue la misma sensación que si el barco hubiera encallado, y Edward voló más de un metro sobre la cubierta. El navío comenzaba a escorar.

—¡Toda la tripulación a cubierta! —tronó la megafonía—. ¡Preparen los salvavidas!

Mi padre, con una parte de sí conmocionada, pensando: «Se supone que esto no tenía que pasar», buscó su salvavidas y se ató uno de los cordones al cuello y el otro alrededor de la cintura. Miró a su alrededor molesto. Se supone que esto no tenía que pasar, pero sin dejarse dominar en absoluto por el pánico. Tampoco a su alrededor se entregó nadie al pánico. Todo el mundo conservaba una calma asombrosa, como si aquello fuera un ejercicio de la instrucción. Pero el Neried escoraba a la banda de babor.

Entonces se oyó la voz del capitán por los altavoces.

—Toda la tripulación a cubierta. Prepárense para abandonar el barco.

Aún no había cundido la alarma, ni las prisas. Quienes estaban en la cubierta de señales se dirigieron a una escala que conducía a la cubierta de alojamientos. Sin empujones. Y aunque estaban en un barco que se iba a pique, Edward sonrió a sus amigos y ellos le devolvieron la sonrisa.

Ya en cubierta, vio el alcance de su nueva realidad. Los marineros tiraban por la borda botes y trozos de madera, salvavidas, bancos, todo lo que pudiera flotar. Luego saltaban al agua. Pero el barco tenía varios niveles. Muchos calculaban mal la distancia, chocaban contra el costado del barco y rebotaban hacia el mar. Había hombres zambulléndose en el mar por todas partes. Centenares de cabezas asomaban de las aguas cual boyas humanas. La hélice seguía dando vueltas y sus aspas giratorias succionaron a algunos hombres. Edward se sentó en la borda y sacó la última carta recibida de su mujer. «No pasa un día sin que piense en ti. Incluso rezo… pero si acaba de empezar. Es como debe ser. Espero que ayude a alguien». Sonrió, dobló la carta y volvió a guardársela en el bolsillo. Se quitó los zapatos y los calcetines, enrolló estos en una bola y los colocó al fondo de los zapatos. Observó a un hombre que tenía cerca saltando del barco, y después a otro: las aguas se los tragaron. No quiero caerle encima a alguien, pensó, y buscó con la vista una zona despejada. Pero, allá abajo, el mar estaba cubierto por una capa de petróleo, y tampoco quería caer ahí encima. Escudriñó la superficie del mar hasta dar con un círculo de agua clara, todavía sin saturar de petróleo, y quiso creer que sería capaz de ir a caer precisamente ahí.

Milagrosamente, lo logró. Saltó los seis metros que lo separaban de esa pinta de agua y cayó directamente en ella, hundiéndose a gran velocidad, sin volver a emerger. Quedó suspendido a diez o doce metros bajo la superficie, como una mosca en una gota de ámbar. Veía el barco hundiéndose por una banda y, justo encima, centenares y centenares de piernas de sus compañeros, como si un ciempiés gigantesco estuviera nadando en el mar. Pensó que ya tendría que estar ahogándose, pero no era así. De hecho, le daba la sensación de que respiraba. No a través de la boca, sino del cuerpo. No comprendía cómo, pero la cuestión era que respiraba, y lo atribuyó a que debía de estar muerto.

Pero entonces vio a una muchacha haciéndole señas desde allá a lo lejos. Era la misma muchacha, la recordaba aunque hubiera pasado mucho tiempo, lo supo al instante. Le hacía señas con la mano, sonriente, como si llevara un rato esperándolo. Edward echó a nadar hacia ella. Era la misma chica, no cabía duda. Un poco mayor, como él. Pero la misma. A la vez que él se acercaba a ella, la muchacha se alejaba sin dejar de hacerle señas. Edward no sabía cuánto tiempo llevaba bajo el agua, nadando hacia ella, pero sí que había pasado más tiempo del debido. Buceó y buceó hasta que un rayo de sol atravesó las aguas cubiertas de petróleo y, al mirar hacia arriba, vio que allí no había petróleo, sólo puro azul. Entonces buscó a la chica con la mirada, a la señorita, se corrigió, pero ella también había desaparecido. Sintió la repentina necesidad de respirar aire fresco. Ascendió hacia la radiante superficie, de pronto ligero y veloz como una burbuja, y al aparecer en el luminoso mundo se dio cuenta de lo mucho que se había alejado de todos. Sus compañeros se abrían paso lentamente a través del petróleo, agitando las piernas para mantenerse a flote. Pero ver a Edward haciéndoles señas como la muchacha se las había hecho a él les dio un objetivo, incluso una esperanza, y quienes lo vieron se pusieron a nadar hacia mi padre tan deprisa como podían. Centenares de hombres avanzaban a cámara lenta a través del petróleo y hacia él. Pero algunos no se movían. Incluso algunos que alcanzaban a verlo se quedaron inmóviles. Y fueron esos hombres a los que el Neried arrastró hacia las profundidades al hundirse por fin. Aun desde tan lejos como se había ido, Edward sintió la vana succión del barco tirando de su cuerpo hacia atrás. Pero no iba a volver atrás. Iba camino de casa.