Como era una gran metrópoli cargada de promesas, mis padres se mudaron a Birmingham, Alabama, donde mi padre confiaba en hacer fortuna. Hasta allí se había corrido la voz de que era un hombre muy fuerte, inteligente y perseverante, pero, siendo tan joven, mi padre sabía que habría de superar grandes pruebas antes de llegar a ocupar el lugar que en justicia le correspondía.
Su primera prueba fue trabajar de ayudante de veterinario. En calidad de ayudante de veterinario, su principal responsabilidad consistía en limpiar las perreras y las jaulas de los gatos. Cuando llegaba por la mañana, las jaulas y las perreras estaban prácticamente llenas de heces. Algunas reposaban sobre los papeles con los que había cubierto el suelo la noche de la víspera, pero todavía había más embadurnando las paredes, y aún otras pegadas a los cuerpos de los animales. Mi padre limpiaba aquel desastre todas las mañanas y todas las noches. Lo limpiaba hasta dejar las jaulas relucientes, tan impolutas que se podría haber comido en el mismísimo suelo. Pero bastaban unos segundos para que se ensuciaran de nuevo, y ésta era la terrible frustración de aquel trabajo, digno de Sísifo: mientras metías a un perro en su deslumbrante jaula recién limpiada, a veces te miraba de frente y, en ese mismo momento, defecaba.
SU SEGUNDA PRUEBA fue despachar en la sección de lencería de unos grandes almacenes del centro de la ciudad que se llamaban Smith’s. Parecía una broma cruel que lo hubieran asignado al departamento de lencería y, en efecto, sufría mucho a causa de los comentarios impertinentes de los hombres de otras secciones, sobre todo de los dependientes de deportes. Mas perseveró y, con el tiempo, se ganó la confianza de las clientas habituales de Smith’s, e incluso llegaron a preferirle a él antes que a sus compañeras de trabajo. Valoraban su buen ojo.
Pero había una mujer incapaz de aceptar a mi padre como dependiente. Se llamaba Muriel Rainwater. Afincada en Birmingham desde su nacimiento, había tenido dos maridos, ambos ya en mejor vida, ningún hijo, y le sobraba dinero a espuertas para mantenerse hasta el día en que también ella dejara este mundo. Contaba por entonces cerca de ochenta años y, a semejanza de un árbol, había expandido sus dimensiones año tras año hasta hacerse monumental; pese a lo cual, era bastante vanidosa. Aunque no se molestaba en procurar estar mucho más delgada de lo que estaba, ciertamente quería parecer mucho más delgada, y por eso acudía con frecuencia al departamento de lencería de Smith’s en busca de las últimas novedades en fajas.
Así pues, todos los meses, la señora Rainwater irrumpía en Smith’s, se arrellanaba en una de las butacas de abultadísimos asientos dispuestas para la clientela y, sin pronunciar palabra, le hacía una seña con la cabeza a un empleado, quien, sumisamente, le traía las últimas novedades en cuestión de fajas. Pero ese empleado nunca era Edward Bloom.
Le desairaba descaradamente. Pero lo cierto era que Edward tampoco sentía especial predilección por la señora Rainwater. Nadie la sentía… los pies le olían a bolas de naftalina, el pelo a tela chamuscada y sus brazos temblequeaban cuando señalaba lo que quería. Pero el hecho de que no le permitiera atenderle la convertía, a ojos de Edward, en la clienta más deseable de los grandes almacenes. Hizo su objetivo llegar a atender algún día a la señora Rainwater.
Con este propósito, pirateó la siguiente remesa de fajas y las escondió en un rincón del almacén, donde sólo él podría encontrarlas. La señora Rainwater apareció precisamente al día siguiente. Se sentó en una butaca reventona y le hizo una seña a una de las chicas.
—¡Tú! —gritó—. ¡Tráeme la faja!
A la muchacha se le encendió el rostro, tanto era el miedo que le inspiraba la señora Rainwater.
—¿La faja? —dijo—. ¡Pero si no ha llegado ninguna faja!
—¡Claro que han llegado! —replicó la señora Rainwater, abriendo una bocaza cual caverna—. ¡Sé que han llegado! ¡Tú! —Exclamó, y señaló a otra dependienta, el brazo estremeciéndose como un globo lleno de agua—. Si ella no sabe atenderme, me atenderás tú. ¡Tráeme la faja!
Esta empleada se fue de la sección corriendo y llorando. La siguiente elegida cayó de rodillas antes de que la señora Rainwater pronunciara siquiera una palabra.
Finalmente, no quedó nadie a quien señalar salvo mi padre. Estaba al fondo de la planta, erguido con orgullo. Ella lo vio pero fingió no haberlo visto. Se portaba como si no existiera.
—¡Es que nadie puede ayudarme! —chilló—. ¡Quiero ver la nueva faja! ¿Por favor, puede alguien…?
Mi padre cruzó la planta y se detuvo junto a ella.
—¿Qué desea? —le preguntó la señora Rainwater.
—Estoy aquí para servirla, señora Rainwater.
Ella meneó la cabeza y clavó la vista en sus pies; parecía tener ganas de escupir.
—¡Los hombres están fuera de lugar en este departamento! —gritó.
—Y, sin embargo —dijo él—, heme aquí. Y soy el único que sabe dónde están las nuevas fajas. Sólo yo puedo ayudarla.
—¡No! —exclamó ella, sacudiendo la cabeza con incredulidad, y sus grandes ojos caballunos reflejaban inequívocamente que estaba escandalizada—. No puede ser… yo, yo…
—Estaré encantado de traérsela, señora Rainwater. Más que encantado.
—¡Está bien! —dijo al fin, las comisuras de la boca llenas de motitas de saliva—. ¡Tráigame la faja!
Y mi padre se la trajo. La señora Rainwater se puso en pie. Anadeó hacia el probador, donde la esperaba la faja sobre un taburete. Entró pegando un portazo. Mi padre la oyó gruñir, rezongar, tironear y abrochar hasta que al fin, unos minutos después, emergió del probador.
Y ya no era la señora Rainwater. Había sufrido una portentosa transformación. La faja había ceñido a aquel ballenato de mujer convirtiéndola en la belleza misma. Tenía un pecho generoso, eso era cierto, y un trasero de proporciones no desdeñables, pero su figura era toda ella suaves ondulaciones y sinuosidades, e incluso estaba rejuvenecida, más dulce, y ciertamente más feliz que la mujer de antes. Se había producido un auténtico milagro tecnológico.
Miró a mi padre como si fuera un dios.
—¡Esto es lo que buscaba! —Exclamó con acentos melodiosos en la voz—. ¡Ésta es la faja que he estado esperando toda mi vida! Y pensar que usted… usted… ¡qué injusta he sido! ¿Podrá perdonarme algún día?
Luego le dio la espalda para volverse hacia un espejo, donde contempló con entusiasmo su nueva persona.
—¡Ay, sí! —dijo—. Sí, Dios mío. Ésta es la imagen que me correspondía tener. Gracias a esto, seguramente encontraré otro marido. ¡Nunca pensé que las fajas pudieran evolucionar tanto en tan poco tiempo! Pero ¡míreme ahora! ¡Míreme!
Dio media vuelta y dirigió una mirada de adoración a mi padre.
—Usted llegará lejos en estos almacenes, joven —dijo.
LA TERCERA Y ÚLTIMA PRUEBA superada por Edward Bloom tuvo que ver con un perro asilvestrado. Tras su fulgurante ascenso de dependiente a encargado, mi madre y mi padre se mudaron a una casita blanca situada frente a la escuela primaria. Eran la segunda familia que habitaba la casa. La había construido Amos Calloway sesenta años atrás, y él y su mujer criaron allí a sus hijos, todos los cuales se habían independizado. La señora Calloway había fallecido hacía muchos años, y, cuando falleció el señor Calloway, el vecindario dio por hecho que alguno de sus encantadores hijos volvería a vivir en la casa. Pero no volvieron. Los hijos se habían establecido en pueblos y ciudades lejanos, donde habían echado raíces, y, una vez enterrado su padre, se apresuraron a poner la casa en venta, y los Bloom se sintieron afortunados por haberse hecho con ella.
Pero los Bloom no recibieron una buena acogida… cómo la iban a recibir habiendo ocupado la casa de Amos Calloway. Tan inextricablemente asociado estaba Amos Calloway a la casa que había construido que, después de su muerte, algunos vecinos sugirieron que se demoliera para convertir el terreno en un parque infantil. Ya que los Calloway habían desaparecido, tal vez la casa también debería desaparecer. Que una pareja de desconocidos se instalara allí era como si… como si dos personas estuvieran tratando de meterse a presión en el ataúd donde acababan de enterrar a Amos Calloway. En resumen, nadie sentía gran aprecio por los Bloom.
Mi madre y mi padre hicieron cuanto estaba en su mano para remediar esa situación. Mi madre recogía gatos abandonados, enterada de que era la costumbre de la señora Calloway. Mi padre continuó podando las azaleas de la fachada dándoles la forma de las letras del alfabeto, algo por lo que Amos se había hecho célebre en el barrio. Todo en vano. Los fines de semana, mi madre y mi padre trabajaban en el jardín, igual que sus vecinos, pero parecía que fueran invisibles. Y en cierto modo lo eran. Con objeto de sobrellevar la ausencia de Amos Calloway y su familia, el vecindario había optado por hacer caso omiso de la presencia de los Bloom.
Hasta que llegó un día en que el barrio sufrió la invasión de una manada de perros asilvestrados. Quién sabe de dónde venían. Seis, ocho, diez a decir de algunos… por las noches destrozaban los cubos de basura y excavaban profundos hoyos en los jardines. Sus pavorosos aullidos y feroces gruñidos desgarraban el aterciopelado manto del sueño. Si algún otro perro osaba plantarles cara, lo encontraban muerto por la mañana, o desaparecía para siempre. Los niños tenían prohibido salir de casa después del atardecer y algunos hombres se aficionaron a ir armados allá donde fueran. Al final, el Ayuntamiento solicitó ayuda a las autoridades del Departamento Estatal de Control de Animales, y una sangrienta noche todos los perros cayeron muertos o presos.
Es decir, todos menos uno. Precisamente el más fiero y terrorífico de todos. Negro como el carbón, se fundía con la noche. Se decía que era tan sigiloso que no se le oía hasta que lo tenías encima… hasta que te enseñaba sus colmillos relucientes. Y ese perro no sólo estaba asilvestrado: era un perro demente, lunático, con una capacidad aparentemente humana para la ira y la venganza. Una familia pagó un precio muy alto por haber cercado su propiedad con una alambrada eléctrica. Mirando por la ventana una noche vieron que el perro pretendía atravesarla. Recibió una descarga que lo despidió hacia la calle, prácticamente indemne. A partir de entonces, el perro recorría casi exclusivamente las lindes del terreno de aquella familia, con el resultado de que, al menos de noche, nadie entraba ni salía de allí. Fue como si, en lugar de protegerse, la familia hubiera construido su propia cárcel.
En cualquier época de su vida, mi padre podría haber amaestrado al perro para conducirlo de vuelta a las montañas de donde había venido; tenía ese don con los animales. Y, sin embargo, no lo hizo. ¿Por qué? Porque, por una vez, no podía. Los rigores de su nueva existencia lo habían debilitado. No es que fuera remiso a emplear los poderes y capacidades de que le había dotado la naturaleza; sencillamente, había dejado de poseerlos.
Y los merodeos habrían continuado si, una noche, el destino no hubiera espoleado a mi padre para que saliera a dar un paseo. Las calles de Edgewood estaban desiertas, desde luego: quién iba a tener la osadía de afrontar esas calles después de la puesta de sol, sabiendo, como lo sabían, que el Perro Infernal (como a la sazón había llegado a conocérsele) estaba allí, en cualquier rincón. Pero mi padre no le atribuía mucha importancia al perro; no era el tipo de hombre dado a organizar su vida en torno a un peligro canino. O tal vez mi padre fue el agente de un poder más alto. Lo único que sabemos con certeza es que mi padre salió de paseo una noche y salvó la vida a una niña.
La pequeña Jennifer Morgan, de tres años de edad, que vivía tan sólo a dos puertas de la antigua casa de Calloway, como aún se la llamaba, había salido por la cocina mientras sus padres estaban ocupados desatascando el retrete del dormitorio principal. Después de oír hablar tanto del perro que vivía en las calles no pudo resistir más: tenía que salir a jugar con él. Cuando mi padre le echó la vista encima, avanzaba hacia la negra y feroz criatura con un trocito de pan en la mano, diciendo:
—Toma, perrito. Perrito, ven aquí.
El Perro Infernal se aproximaba a paso lento, sin dar crédito a su suerte. Nunca se había comido a una niña, pero había oído decir que eran muy sabrosas. Mejores que los niños, en cualquier caso, y casi tan ricas como las gallinas.
Pero su éxtasis culinario fue interrumpido por Edward Bloom. Cogió a la niña en voladas y le arrojó el trozo de pan al perro, quien, sin prestarle atención, siguió avanzando. En cualquier otro momento, la legendaria buena mano de mi padre con los animales habría hechizado al perro, volviéndolo dócil. Mas el negro y enorme Perro Infernal se sentía ofendido. Edward se había interpuesto groseramente entre él y su cena.
El perro se abalanzó sobre ellos hecho una furia, saltando por los aires. Sin soltar a la niña, Bloom estiró el otro brazo, agarró al perro por el cogote y lo estampó contra el suelo. Después de emitir un gañido, el perro se incorporó y gruñó con aterradora seriedad. Meneaba la cabeza de un lado a otro a velocidad mareante; momentáneamente, dio la impresión de que tenía dos cabezas que gruñían enseñando dos dentaduras y dos pares de encías blanco rosáceas.
Para entonces, los Morgan habían advertido la desaparición de la pequeña y venían corriendo en dirección al pavoroso aullido. Llegaron a tiempo para ver una nueva arremetida del perro, que esta vez le rozó el cuello a mi padre, rociándole con su cálido aliento húmedo al pasar de largo. Ése fue el error fatal del perro: dejar expuesta la vulnerable barriga al saltar tan alto, con lo que Edward Bloom logró meter una mano a través del pelaje y la piel del perro, hundiéndosela en el propio cuerpo, hasta agarrar y, al fin, arrancar su enorme corazón palpitante.
Como tenía a la niña tan pegadita, acurrucada en su ancho hombro, la pequeña se salvó de ver esta última escena sangrienta. A la vez que el perro caía a plomo sobre el suelo, mi padre se deshizo del corazón, les tendió la niña a sus padre y prosiguió su paseo nocturno.
Así concluyeron las tres pruebas de Edward Bloom.