Según mi padre, el padre de mi madre no tenía ni un pelo en todo el cuerpo. Vivía en el campo, en una granja de su propiedad, con su mujer, que a la sazón llevaba diez años sin levantarse de la cama, incapaz de comer por sí sola y de hablar, y él montaba un enorme caballo, grande como el mayor de los caballos, y negro, con una mancha blanca en cada pata, justo encima de la pezuña.
El padre de mi madre la adoraba. Contaba historias increíbles sobre ella desde que era pequeña y, ahora que era viejo y había perdido un poco la cabeza, por lo visto comenzaba a creérselas.
Pensaba que ella había colgado la luna en el cielo. De vez en cuando lo creía a pies juntillas. Estaba convencido de que la luna no estaría en su lugar si ella no la hubiera colgado allí. Creía que las estrellas eran deseos que llegarían a hacerse realidad algún día. Deseos de su hija. Se lo había contado de pequeña para hacerla feliz, y ahora que era viejo había llegado a creérselo, porque le hacía feliz y porque era tan viejísimo.
No fue invitado a la boda. Cómo pudo suceder esto es fácil de explicar: nadie lo invitó. Más que una boda como tal fue un trámite legal que se desarrolló en el juzgado de Auburn, con desconocidos como testigos y un viejo juez febril oficiando la ceremonia, declarando con su cansino hablar, mientras se le arremolinaban blancas gotas de saliva en la comisura de la boca, que eran marido y mujer hasta que la muerte los separase etcétera. Y así quedaron casados.
No iba a ser fácil explicárselo al señor Templeton, pero mi padre quería intentarlo. Condujo hasta la verja de la granja, donde un cartel rezaba DETÉNGASE, TOQUE EL CLAXON, y dio la casualidad de que allí estaba el padre de su desposada, a la grupa de su caballo, imponente, observando con desconfianza el largo coche desde el que su hija lo saludaba tímidamente con la mano. Abrió la verja retirando un trozo de madera de una ranura de quince centímetros de ancho tallada en uno de los postes, y mi padre entró lentamente para no asustar al caballo.
Condujo hasta la casa, seguido a caballo por el señor Templeton. Mi madre y mi padre guardaban silencio. Él la miró y sonrió.
—No hay razón para preocuparse —dijo.
—¿Quién está preocupado? —replicó ella, riéndose.
Pero ninguno de los dos parecía especialmente tranquilo.
—PAPÁ —dijo ella al llegar a la casa—, te presento a Edward Bloom. Edward, Seth Templeton. Y, ahora, daos la mano.
Así lo hicieron.
El señor Templeton miró a su hija.
—¿Por qué estoy haciendo esto? —preguntó.
—¿Haciendo qué?
—Dándole la mano a este hombre.
—Porque es mi marido —fue la respuesta—. Nos hemos casado, papá.
El señor Templeton continuó estrechándole la mano a Edward a la vez que le miraba intensamente a los ojos. Luego se echó a reír. Su risa sonó como el estallido de un petardo.
—¡Casados! —exclamó mientras entraba en la casa.
Los recién casados lo siguieron. Les trajo un par de Coca-Colas de la nevera y tomaron asiento en el cuarto de estar, donde el señor Templeton cargó de tabaco negro una pipa con el cañón de marfil y la encendió, con lo que una fina capa de humo encapotó súbitamente la habitación, flotando justo encima de sus cabezas.
—¿De qué se trata todo esto? —preguntó, pegando chupadas a la pipa y tosiendo.
La pregunta parecía difícil de responder, por lo que ninguno de los dos dijo nada. Se limitaron a sonreír. Edward clavó la mirada en la cabeza pelada como un huevo de su suegro, y después en sus ojos.
—Amo a su hija, señor Templeton —dijo mi padre—. Y voy a amarla y cuidarla durante el resto de mi vida.
Mi padre había meditado largo tiempo sobre lo que iba a decir y se había decidido por esas palabras sencillas y, a la vez, profundas. En su opinión expresaban todo lo que era necesario decir, y confiaba en que el señor Templeton fuera de la misma opinión.
—¿Bloom, has dicho? —dijo el señor Templeton, torciendo los ojos—. En mis tiempos conocí a un tal Bloom. Cabalgaba con él. En 1918, 1919, cuando servía en caballería. Apostados en Yellowstone. En aquella época había bandidos. A lo mejor no habíais caído en la cuenta. Bandidos mexicanos, en su mayoría. Ladrones de caballos y ladrones normales. Perseguimos a un buen puñado, Bloom y yo. Con otros compañeros, claro. Rogerson, Mayberry, Stimson. Hasta el mismo México. Sí señor. A un buen puñado. Los perseguimos. Hasta el mismo México, señor Bloom. Hasta el mismo México.
Mi padre asintió con la cabeza, sonrió y tomó un sorbo de Coca-Cola. El señor Templeton no había oído ni una palabra de lo que le había dicho.
—Tiene un caballo de muy buena planta ahí fuera —dijo mi padre.
—Así que es un entendido en caballos, ¿eh? —dijo, y volvió a reírse… una risa cascada, restallante—. Te has buscado un hombre que entiende de caballos, ¿verdad, cariño?
—Creo que sí, papá —dijo mi madre.
—Eso está bien —comentó él, cabeceando—. Está pero que muy bien.
Y de este modo fue transcurriendo la velada. El señor Templeton contó entre risas historias de sus tiempos en la caballería y la conversación derivó hacia la religión y Jesucristo, tema favorito del señor Templeton, que estaba convencido de que la crucifixión había sido algo particularmente rastrero considerando que Poncio Pilato y Jesús habían compartido habitación en su época de estudiantes en Oxford. Desde esa perspectiva, Poncio Pilato la había gastado una auténtica mala pasada al Señor. No se volvió a mencionar la boda durante toda la tarde; de hecho, el señor Templeton parecía haber olvidado el motivo de que estuvieran allí; y al atardecer llegó el momento de despedirse.
Los tres se pusieron en pie y los hombres volvieron a estrecharse la mano; al pasar ante la puerta cerrada del dormitorio aflojaron el paso. Sandrá miró a su padre, que meneó la cabeza.
—No ha tenido un buen día —dijo—. Es mejor no molestarla.
Y con esto se marcharon, los dos, despidiéndose con la mano del viejo bajo la luz crepuscular, mientras él les devolvía el gesto de despedida y señalaba, con placer infantil, el cielo estrellado.