Edward Bloom no era aficionado a pelearse. Disfrutaba demasiado de los placeres que reporta el lenguaje como para recurrir a unos métodos tan primitivos y a menudo dolorosos de resolver las disputas. Pero sabía defenderse cuando no le quedaba más remedio, y la noche que llevó a Sandra Kay Templeton a dar una vuelta por la carretera del monte Piney no le quedó más remedio.
Tres semanas habían transcurrido desde su primera cita y, en ese lapso de tiempo, Edward y Sandra habían cruzado muchas palabras. Habían ido al cine, habían tomado juntos un par de cervezas y Edward incluso se había animado a contarle algún que otro chiste. Simplemente siendo como era, ni más ni menos, mi padre se estaba ganando el corazón de mi madre. Las cosas se iban poniendo serias: cuando él le tocaba la mano, Sandra se ruborizaba. Comenzaba una frase y se olvidaba del final. No es que se hubiera enamorado de mi padre, todavía. Pero sabía que podía enamorarse.
Tal vez iba a tener que reflexionar mucho más de lo que había creído en un principio.
Aquella noche sería un ingrediente importante del proceso de reflexión. Era la noche de El Paseo en Coche. Después de recorrer sin rumbo fijo unos cuantos kilómetros, llegarían al lugar donde moriría alguna carretera rural, solos en los oscuros bosques, y en el silencio que los envolvería, él se inclinaría hacia ella y ella se acercaría imperceptiblemente a él y se fundirían en un beso. Y hacia allí se dirigían cuando mi padre vio en el retrovisor un par de faros, pequeños al principio pero cada vez mayores, enfilando muy deprisa la estrecha y serpenteante carretera del monte Piney. Edward no sabía que era Don Price. Sólo sabía que un coche se aproximaba por detrás a peligrosa velocidad, y por eso redujo la marcha, para estar en condiciones de adoptar una decisión prudente en caso de necesidad.
De pronto tenían el coche justo detrás; sus faros relumbraban en el retrovisor. Edward bajó la ventanilla y le hizo señas para que los adelantara, pero en ese momento aquel coche pegó un golpetazo en el parachoques del suyo. Sandra se quedó sin aliento y mi padre le acarició la pierna para tranquilizarla.
—No hay por qué preocuparse —dijo—. Será algún chaval que ha bebido demasiado.
—No —respondió ella—. Es Don.
Y mi padre comprendió todo. Sin que mediara otra palabra, la situación estaba clara, tanto como lo habría estado cien años atrás en un pueblo fronterizo del Oeste si Don hubiera salido a su encuentro por el centro de una calle polvorienta, la mano en la cartuchera. Había llegado la hora de la confrontación decisiva.
El coche de Don volvió a golpear el parachoques y mi padre pisó el acelerador. Edward iba a demostrarle a Don Price que, si se trataba de ser veloz, Edward sabía ser veloz, y siendo veloz tomó la siguiente curva, dejando a Don Price muy atrás.
Pero reapareció al cabo de breves segundos, y ahora ya no les golpeaba por detrás, iban lado a lado, ocupando toda la calzada con los dos coches, acelerando por aquellas curvas y pendientes que habrían hecho detenerse allí mismo a unos corazones más débiles. Don Price desvió su coche hacia el carril de mi padre y, a su vez, mi padre se desvió hacia él, con lo que las puertas de ambos coches se arañaban. Mi padre sabía que podía seguir avanzando por aquella carretera hasta donde fuera necesario, pero de Don ya no estaba tan seguro; le había entrevisto la cara mientras sus coches aceleraban y frenaban, derrapando con tantas sacudidas. El chico había estado bebiendo, de eso no cabía duda.
Mi padre pegó un último acelerón y, una vez que hubo adelantado a Don, giró bruscamente el volante y bloqueó la carretera con su coche. Don Price frenó a menos de un metro de distancia, y un instante después ambos hombres se habían apeado de sus coches y estaban cara a cara, separados por la longitud de un brazo.
—Sandra es mi chica —dijo Don Price.
Era tan fornido como Edward, e incluso tenía los hombros más anchos. Su padre era el dueño de una empresa de transporte de mercancías en la que Don trabajaba en verano cargando y descargando grandes camiones, y se le notaba.
—No sabía que perteneciera a nadie —replicó mi padre.
—Pues ahora ya lo sabes, aldeano —dijo Don.
Don miró a Sandra, que seguía sentada en el coche.
—Sandra —la llamó.
Pero ella no se movió. Siguió sentada, reflexionando.
—Vamos a casarnos —le dijo Don a mi padre—. Le he pedido que se case conmigo, aldeano. ¿O es que no te lo ha contado?
—¿Qué te respondió?, esa es la cuestión.
Don Price no respondió nada, pero la respiración se le aceleró mientras entrecerraba los ojos, como un toro preparándose para embestir.
—Podría despedazarte como a una muñequita de papel —dijo.
—No hay motivo para que lo hagas —dijo mi padre.
—Por tu bien, espero que no lo haya. Basta con que Sandy se suba a mi coche. Ahora mismo.
—No va a hacer eso, Don —replicó mi padre.
Don Price lanzó una carcajada.
—¿Quién demonios eres tú para decidirlo?
—Estás borracho, Don —dijo mi padre—. Voy a bajar con ella de la montaña y, luego, si quiere irse contigo, que lo haga. ¿Qué te parece?
Pero, ante esto, Don Price lanzó una carcajada aún más sonora. Aunque recordaba lo que había visto en el cristal del ojo de la vieja muchas semanas atrás, Don Price se rió.
—Gracias por darme una maldita oportunidad, aldeano —dijo—. Pero no la quiero, gracias.
Y Don Price se abalanzó hacia mi padre con la furia de diez hombres, pero mi padre tenía la fuerza de muchos hombres más, y estuvieron un buen rato peleándose, golpeándose con los puños. A los dos les corría sangre por la cara, manándoles de la nariz y los labios, pero al final Don Price se desplomó y no volvió a levantarse, y mi padre lo miró desde arriba, triunfante. Luego colocó el cuerpo exánime y dolorido de su contrincante en el asiento trasero del coche y bajó de la montaña con Don Price y mi madre, de regreso a la ciudad. No se detuvo hasta llegar a la residencia de estudiantes donde se alojaba mi madre, y allí aparcó en la oscuridad de altas horas de la noche, mientras Don Price continuaba gimiendo suavemente en el asiento de atrás.
Ni mi madre ni mi padre pronunciaron una sola palabra durante un largo rato. En aquel silencio tan profundo casi podía oír los pensamientos del otro. Al fin, mi padre dijo:
—¿Te ha pedido que te cases con él, Sandy?
—Sí —respondió mi madre—. Me lo ha pedido.
—Y tú ¿qué le has dicho?
—Le he dicho que me lo pensaría.
—¿Y bien? —preguntó mi padre.
—Ya lo he pensado —respondió ella, cogiéndole la mano ensangrentada a mi padre.
Se fundieron en un beso.