Para que una historia muy larga no lo sea tanto, diremos que al cabo de poco tiempo, a Edward ya no le bastó con mirarla. Sentía la necesidad de acercarse a ella, de hablarle, de tocarla.
Pasó una época siguiéndola por todas partes. La seguía entre clase y clase, por los pasillos, ese tipo de cosas. Se rozaba con ella como por casualidad. Le tocaba el brazo en la cafetería.
—Perdón —decía siempre.
Sandra se la había metido en la cabeza y lo estaba volviendo loco. Un día la observó sacando punta a un lápiz. Un largo lapicero amarillo entre sus suaves manos. Mi padre recogió las virutas que habían caído al suelo y las restregó entre el índice y el pulgar. Días después la vio hablando con alguien que le sonaba conocido. Sonreía como nunca la había visto sonreír. Estuvo un rato mirándolos mientras hablaban y reían, y luego el corazón se le cayó a los pies al ver que ella echaba una ojeada en torno y después se inclinaba despacio para recibir un beso. Ante aquella visión estuvo tentado de decidir no perseguirla más, pero entonces ubicó aquel rostro. Era el tipo del granero, el que había robado el ojo de la anciana. Se llamaba Don Price.
Mi padre pensó que si había logrado derrotarlo una vez, bien podría repetir esa victoria.
La oportunidad se le presentó al día siguiente. Su cuerpo estaba a punto de estallar de deseo. La sangre le reventaba la piel. Necesitaba relajar esa presión de alguna manera. Vio a Sandra en el pasillo.
—Sandra —dijo, escogiendo un momento inoportuno; ella estaba a punto de entrar en los aseos—. No me conoces. Probablemente nunca te habrás fijado en mí. Pero estaba pensando… no sé si querrás tomarlo en cuenta; quiero decir… en fin, que este viernes por la noche quizá podríamos salir juntos a algún lado. Si quieres.
No es de sorprender que en ese preciso instante ella se sintiera igual que él: el cuerpo a punto de estallar, la sangre reventándole la piel, y necesitara relajar esa presión.
—Bueno, sí —respondió, sin detenerse a pensarlo mucho—. El viernes me viene bien —y, con la misma presteza entró en los aseos.
Sí, había dicho, pese a que esa misma mañana Don Price le había propuesto matrimonio. Había estado a punto de decir que sí también a eso, pero algo la llevó a tomarse unos días de reflexión, como si hubiera oído las esperanzas formuladas por mi padre aunque él sólo las hubiese susurrado.