Mi padre tuvo la gran alegría y la desgracia de enamorarse de la mujer más guapa del pueblo de Auburn, y posiblemente de todo el estado de Alabama, la señorita Sandra Kay Templeton.
¿Por qué fue una desgracia? Porque no era el único hombre de Auburn, ni posiblemente el único hombre del resto del estado de Alabama, que estaba enamorado de ella. Cogió el número que le correspondía y se puso a la cola.
La belleza de Sandra ya había sido celebrada en una canción por un admirador de talento:
Sandy, Sandy, Sandy
eres una preciosidad
salta a mi bólido
si te gusta la velocidad…
Y así sucesivamente.
Por su amor habían tenido lugar duelos, carreras de coches, juergas alcohólicas y peleas a puñetazos, y cuando menos un perro, sino más de uno, llevaba su nombre.
Sandra no pretendía ser tan hermosa. No aspiraba a que la amaran tantos hombres… se habría contentado con el amor de uno. Pero no podía evitar ser guapa, o ese tipo de mujer guapa que despierta tanta admiración, y en cuanto desanimaba a un pretendiente aparecía otro para ocupar su puesto, cargado de flores, canciones y dispuesto a pelearse. Por eso Sandra vivía su vida sin meterse en la de los demás, y tras ella se formó una larga cola, un auténtico club, una especie de hermandad de deseos insatisfechos y corazones destrozados.
Edward no compuso canciones. Durante mucho tiempo no hizo nada. La miraba, eso sí. No le importaba mirarla cuando pasaba de largo; y en ese mirar había una emoción especial. Era como si Sandra llevara consigo una luz propia, porque, allá donde fuera, deslumbraba. ¿Quién podría haberlo explicado?
A Edward le gustaba dejarse deslumbrar de vez en cuando.