Las cosas suceden así. El viejo doctor Bennett, nuestro médico de cabecera, sale del cuarto de invitados y cierra suavemente la puerta tras de sí. Viejo como él solo, parece el corazón de una manzana reseco por el sol. Estaba presente cuando yo nací, y ya entonces era viejo. Mi madre y yo aguardamos su dictamen sentados en el cuarto de estar. Retirándose el estetoscopio de los oídos, nos mira con impotencia.
—No puedo hacer nada —dice—. Lo siento. Lo siento muchísimo. Si tenéis que hacer las paces con Edward sobre algún asunto, o decirle cualquier cosa, quizá ahora sea… —su voz se apaga convirtiéndose en un murmullo sordo.
Contábamos con esto, con esta observación final. Mi madre y yo suspiramos. Hay tristeza y alivio en la manera en que nuestros cuerpos se descargan de tensión, y nos miramos el uno al otro, compartiendo una mirada de esas que son únicas en la vida. Estoy un tanto sorprendido de que por fin haya llegado el día, pues aunque el doctor Bennett le había dado un año de vida hace aproximadamente un año, mi padre lleva tanto tiempo muriéndose que he llegado a creer que seguiría muriéndose para siempre.
—Tal vez deba pasar yo primero —dice mi madre. Se la ve deshecha, cansada de la lucha, con esa sonrisa mortecina y en cierto modo serena—. A menos que quieras pasar tú.
—No —respondo—. Entra tú y luego…
—Si veo que…
—Eso es —digo—. Ya me lo dirás.
Respira hondo, se pone en pie y entra en la habitación como una sonámbula, dejando la puerta abierta. El doctor Bennett, levemente encorvado, como si de pura vejez se le hubieran reblandecido los huesos, monta guardia abstraídamente en medio del cuarto de estar, sumido en tenebrosa estupefacción ante las fuerzas de la vida y de la muerte. Pasados unos minutos, mi madre regresa, se enjuga una lágrima de la mejilla y le da un abrazo al doctor Bennett. Creo que él la conoce desde hace más tiempo que yo. Mi madre también es mayor, pero, a su lado, parece eternamente joven. Parece una mujer joven a punto de quedarse viuda.
—William —me dice.
De manera que ahora entro yo. La habitación está en penumbra, envuelta en los tonos grisáceos de la siesta, aunque a través de las cortinas se vislumbra la luz pugnando por entrar. Es el cuarto de invitados. Aquí es donde se quedaban mis amigos cuando venían a dormir a casa en otros tiempos, antes de que termináramos el bachillerato, y ahora es la habitación donde está muriéndose mi padre, ya al borde de la muerte. Sonríe cuando entro. Así, agonizante, tiene esa mirada que a veces se les ve en los ojos a los moribundos, feliz y triste, fatigada y colmada de paz espiritual, todo a la vez. La he visto en la televisión. Cuando el protagonista muere, está exultante hasta el final, prodigando consejos a sus seres queridos con voz cada vez más débil, se muestra falsamente optimista con respecto a su diagnóstico irreversible y, por lo general, hace llorar a los demás por tomárselo todo tan bien. Pero las cosas son diferentes en el caso de mi padre. No está en absoluto exultante ni falsamente esperanzado. De hecho, se ha aficionado a decir: «¿Por qué estoy vivo todavía? Me siento como si debiera haber muerto hace mucho».
Y es así como se le ve, además. Su cuerpo, que apenas ha rebasado la madurez, tiene el aspecto de haber sido exhumado y resucitado para darle otra oportunidad, y pese a que nunca haya tenido mucho pelo y ya en su día fuera un viejo profesional del peinado rápido, el poco pelo que le quedaba ha desaparecido; y su piel ha adquirido un extraño tono blanquísimo; por eso, cuando lo miro, la palabra que me acude a la mente es cuajado.
Mi padre ha cuajado.
—¿Sabes una cosa? —me dice ese día—. ¿Sabes lo que me apetecería?
—¿Qué te apetecería, papá?
—Un vaso de agua —responde—. En estos momentos un vaso de agua me sabría a gloria.
—Eso está hecho —y le traigo un vaso de agua.
Se lo lleva a los labios con manos temblequeantes, derramándose unas gotas por la barbilla, mientras me mira con unos ojos con los que me está diciendo que podría haber vivido una vida larga, más larga, en todo caso, de la que va a vivir, sin que yo tuviera que verlo chorreando agua por la barbilla.
—Lo siento —dice.
—No te preocupes —lo tranquilizo—. Sólo se ha derramado un poquito.
—No lo decía por eso —y me lanza una mirada compungida.
—Está bien, disculpa aceptada —digo—. Pero tienes que saber que te has portado como un valiente todo este tiempo. Mamá y yo estamos muy orgullosos de ti.
Ante esto, no me responde nada, porque aunque esté muriéndose sigue siendo mi padre y no le gusta que le hable como a un colegial. Durante el último año hemos intercambiado los papeles; yo me he convertido en el padre y él en el hijo enfermizo, cuya conducta en estas condiciones extremas valoro.
—Caramba —dice fatigadamente, como si hubiera recibido un golpe en la cabeza—. ¿De qué estábamos hablando ahora mismo?
—Del agua —respondo, y él asiente al recordarlo y toma otro sorbo.
Luego sonríe.
—¿Qué tiene tanta gracia? —pregunto.
—Estaba pensando —dice—, que dejaré libre el cuarto de invitados justo a tiempo para que lo ocupen otros invitados.
Suelta una risa, o lo que en estos tiempos pasa por risa, que no es más que un resuello forzado. Fue él quien decidió mudarse a la habitación de invitados hace algún tiempo. Aunque prefería morir en casa, con nosotros, no quiso que la muerte le llegara en el dormitorio que llevaba compartiendo con mamá varias décadas, ya que eso, pensaba, podría ponerle las cosas difíciles a mi madre en el futuro. Morir y dejar libre el cuarto de invitados justo a tiempo para que lo ocupe algún pariente venido de fuera a asistir a su entierro es una agudeza que ha repetido docenas de veces en las últimas semanas, siempre como si se le acabara de ocurrir. Y supongo que acaba de ocurrírsele.
La cuenta con la misma frescura todas las veces y no puedo menos de sonreír ante ese esfuerzo.
Y henos aquí a los dos pasmados, con la sonrisa en la boca como un par de idiotas. ¿Qué se dice en momentos así, qué paces se pueden hacer en los últimos minutos de ese último día que marcará un antes y un después en tu vida, el día que cambiará todo para los dos, el que siga con vida y el que muera? Son las tres y diez de la tarde. Fuera es verano. Esta mañana había hecho planes para ir al cine por la noche con un amigo que está en la universidad y ha vuelto a casa de vacaciones. Mi madre está preparando un asado con berenjenas para la cena. Ya tiene dispuestos los ingredientes sobre el mostrador de la cocina. Antes de que el doctor Bennett nos diera la noticia, yo había decidido salir a pegarme una zambullida en la piscina, que es donde prácticamente vivía mi padre hasta hace muy poco, incapaz ya de cualquier ejercicio salvo la natación. La piscina está justo al pie de la ventana del cuarto de invitados. Mi madre cree que a veces no dejo dormir a mi padre cuando nado, pero a él le gusta oírme nadar. El chapoteo, dice, le hace sentirse un poco húmedo.
Relajamos poco a poco nuestras sonrisas de imbéciles y nos miramos el uno al otro, con naturalidad.
—Oye —dice mi padre—. Te echaré de menos.
—Y yo a ti.
—¿En serio? —pregunta.
—Claro que sí, papá. Soy yo quien…
—Se quedará aquí —completa la frase—. Echar de menos te tocará a ti, es lógico.
—Dime una cosa —las palabras me salen como impulsadas por una fuerza interior—, ¿crees en…?
Me detengo. En mi familia existe la regla tácita de que es mejor no hablar con mi padre de religión ni de política. Cuando el tema es la religión, no dice una palabra, y si es la política, no hay manera de que se calle. Lo cierto es que no resulta fácil hablar con él de casi nada. Quiero decir de la esencia de las cosas, de las cosas importantes, las cosas que cuentan. Se diría que le resulta demasiado difícil, y tal vez un tanto molesto, a este hombre de gran inteligencia que ha olvidado más conocimientos de geografía, matemáticas e historia de los que yo he llegado a aprender (sabía los nombres de las capitales de los cincuenta estados y a dónde irías a parar volando hacia el este desde Nueva York). Por eso censuro mis ideas tanto como puedo. Pero de vez en cuando se me escapa alguna inconveniencia.
—¿Qué si creo en qué? —me pregunta, clavándome los ojos, esos pequeños ojos azules, y me atrapa con ellos. No tengo más remedio que decírselo.
—En el Cielo.
—¿Qué si creo en el Cielo?
—Y en Dios y todas esas cosas —digo, porque no lo sé.
No sé si cree en Dios, o en la vida después de la muerte, o en la posibilidad de que volvamos al mundo convertidos en otras personas o en otras cosas. Tampoco sé si cree en el Infierno, o en los ángeles, o en los Campos Elíseos, o en el Monstruo del Lago Ness. Cuando estaba sano nunca hablábamos de esas cosas, y desde que se ha puesto enfermo sólo hablamos de medicamentos, de los equipos deportivos cuya actuación ya no puede seguir porque se queda dormido en cuanto alguien enciende el televisor, y de los métodos para soportar el dolor. Doy por hecho que ahora va a eludir el tema. Pero, repentinamente, abre mucho los ojos y la mirada se le despeja, como si estuviera sobrecogido por la perspectiva de lo que le espera después de la muerte… aparte de un cuarto de invitados vacío. Como si fuera la primera vez que se lo planteara.
—Menuda pregunta —dice, con la voz alzándose a plena potencia—. No estoy seguro de poder contestarla, en un sentido u otro. Pero eso me recuerda… interrúmpeme si ya te lo he contado… el día en que Jesucristo sustituyó a San Pedro para vigilar las puertas. Pues bien, Jesucristo estaba echándole una mano a San Pedro cierto día, cuando un hombre se acerca a las puertas del Cielo arrastrando los pies.
… «¿Qué has hecho para merecer la entrada en el reino de Dios?», le pregunta Jesús.
… Y el hombre dice: «No he hecho gran cosa, a decir verdad. No soy más que un pobre carpintero que ha llevado una vida apacible. Mi hijo ha sido lo único sobresaliente de mi vida».
… «¿Tu hijo?», le pregunta Jesucristo con interés.
… «Sí, un hijo maravillosos», dice el hombre. «Tuvo un nacimiento muy especial y después sufrió una gran transformación. Además alcanzó fama en el mundo entero y, todavía hoy, muchas personas lo aman».
… Cristo mira al hombre y lo estrecha entre sus brazos exclamando: «¡Padre, padre!».
… Y el viejo le devuelve el abrazo y pregunta: «¿Pinocho?».
Mi padre resuella y yo sonrío, meneando la cabeza.
—Ya lo conocía —digo.
—Te dije que me interrumpieras —replica, claramente agotado por el esfuerzo—. ¿Cuántas respiraciones me quedan? ¿No querrás que las malgaste repitiendo viejos chistes sabidos, verdad?
—No creo que hayas aprendido muchos últimamente —le digo—. Y, además, esto es una especie de «lo mejor de». Una recopilación. Los Chistes Completos de Edward Bloom. Tienen gracia, papá, no te preocupes. Pero no has respondido a mi pregunta.
—¿Qué pregunta?
No sé si reír o llorar. Mi padre ha vivido toda la vida como una tortuga, acorazado dentro de un caparazón emocional sin fisuras, sin el mínimo resquicio por donde colarse. Tengo la esperanza de que en estos últimos momentos me muestre la parte tierna y vulnerable de su ser, pero eso no está sucediendo, todavía, y cometo una tontería al pensar que sucederá. Siempre ha sido así desde el principio: cada vez que nos aproximamos a algo trascendente, serio o delicado, mi padre cuenta un chiste. Nunca se compromete al hablar sobre las cosas que, en mi opinión, definen el sentido de la vida.
—¿A qué lo atribuyes tú? —digo en voz alta, como si él pudiera oír mis pensamientos.
Y, en cierto modo, puede.
—Nunca me he sentido cómodo abordando esos temas directamente —me dice, revolviéndose molesto bajo las sábanas—. ¿Quién puede saberlo con seguridad? No disponemos de pruebas. Por eso un día pienso que sí y al día siguiente que no. Otros días no sé a qué carta quedarme. ¿Existe Dios? Hay días que estoy convencido de que existe, otros no estoy tan seguro. En estas condiciones, que distan mucho de ser ideales, me da la impresión de que un chiste resulta más adecuado. Al menos uno se ríe.
—Pero la gracia de un chiste —objeto— dura un par de minutos y se acabó. Luego te quedas sin nada. Aunque estuvieras cambiando de opinión cada dos por tres, hubiera preferido… me hubiera gustado que compartieras conmigo esas cosas. Hasta tus dudas habrían sido mejores que un torrente constante de bromas.
—Tienes razón —dice, hundiendo la cabeza en la almohada y dirigiendo la vista al techo, como si no pudiera creer que haya escogido precisamente este momento para imponerle una tarea así.
Es una carga, veo que lo está aplastando, exprimiendo la vida que le queda, y lo cierto es que ni yo puedo creerlo; ¡cómo se lo habré dicho así!
—De todas formas —dice—, si hubiera compartido contigo mis dudas sobre Dios, el amor, la vida y la muerte, no tendrías más que eso: un montón de dudas. Y ahora, en cambio, sabes muchísimos chistes magníficos.
—No todos son tan magníficos —objeto.
El aire acondicionado sigue zumba que zumba, hendiendo e inflando las sombras por abajo. En los regueros de luz que se cuelan por las persianas flotan motas de polvo. Un leve hedor impregna la habitación; creía haberme acostumbrado a él, pero no me he acostumbrado. Siempre me provoca náuseas, y ahora mismo son bastante fuertes. No sé si será por eso o por la conmoción de haber conocido más a mi padre en estos últimos segundos que en toda la vida que los ha precedido.
Tiene los ojos cerrados y siento miedo; me da un vuelco el corazón y pienso que debo ir a avisar a mi madre, pero cuando comienzo a incorporarme me aprieta ligeramente la mano con la suya.
—He sido un buen padre —dice.
Suelta esa afirmación, en absoluto incontrovertible, como en espera de mi veredicto. La examino, lo examino a él.
—Eres un buen padre.
—Gracias —me dice, con un leve aleteo de las pestañas, y parece que he dicho lo que quería oír. Eso es lo que significa la expresión «últimas palabras»: son las llaves que abren la puerta de la otra vida. No deberían llamarse últimas palabras, sino santo y seña, porque te permiten marcharte en cuanto se pronuncian.
—Y ¿entonces? ¿Cómo lo ves hoy, papá?
—¿Cómo veo qué? —pregunta lánguidamente.
—Dios, el Cielo, esas cosas. ¿Qué crees: sí o no? Quizá mañana lo verás de otra manera, ya lo sé. Pero ahora, ahora mismo, ¿cómo lo ves? Me interesa mucho saberlo, papá. ¿Papá? —repito, porque me da la sensación de que está alejándose de mí, sumiéndose en el más profundo de los sueños—. ¿Papá?
Y él levanta los párpados y me mira con sus ojos azul pálido como los de un niño, en los que hay una repentina premura, y me dice, le dice al hijo que aguarda su muerte junto a su lecho, dice así:
—¿Pinocho?